domingo, 19 de noviembre de 2023

Hacia la cuarta generación

Isaac Asimov

 

A las diez de la mañana, Sam Marten se afanaba por bajarse del taxi, tratando, como de costumbre, de abrir la puerta con una mano, asir su maletín con la otra y alcanzar la cartera con una tercera. El trabajo se le hacía difícil ya que sólo tenía dos manos y, de nuevo como de costumbre, golpeó ruidosamente con su rodilla contra la puerta del taxi y se encontró todavía buscando a tientas y en vano su cartera cuando ya sus pies se habían posado en la acera.

El tráfico en Madison Avenue era poco fluido. Un camión rojo redujo de mala gana su ya lenta marcha para luego seguir avanzando con estrépito una vez que el semáforo hubo cambiado. Unas letras blancas en uno de sus lados informaban al insensible mundo que era propiedad de “F. Lewkowitz e Hijos, Mayoristas de tejidos”.

“Levkowich”, pensó Marten fugaz e intrascendentemente, y luego sacó su cartera. Lanzó una ojeada al taxímetro mientras sujetaba su maletín bajo el brazo. Un dólar con sesenta y cinco más veinte centavos de propina hacía que se le fueran prácticamente dos billetes sueltos lo que lo dejaría sólo con uno para una emergencia, por lo que era mejor cambiar un billete de cinco.

–Bien –dijo–, cóbrese uno ochenta y cinco, amigo.

–Gracias –dijo el taxista de forma mecánica y falto de sinceridad a la vez que le daba el cambio. Marten fue metiendo apretadamente los tres billetes sueltos en su cartera, la guardó, cogió el maletín y se enfrentó a la masa de gente que circulaba por la acera hasta alcanzar las puertas de cristal del edificio.

“¿Levkovich?”, pensó repentinamente, y se detuvo. Un transeúnte chocó con su codo.

–Perdón –dijo entre dientes Marten y se dirigió de nuevo hacia la puerta.

¿Levkovich? Eso no era lo que el letrero del camión ponía. El nombre que había leído era Lewkowitz. ¿Por qué “pensó” él en Levkovich? Entendía lo de cambiar la uve doble por uve por lo del alemán en la Universidad en un pasado cercano, pero, ¿de dónde había sacado el “ich”?

¿Levkovich? Quitó importancia a todo aquel asunto de forma brusca. Si seguía pensando en ello, iba a obsesionarlo y perseguirlo como el retintín de una canción del “Hit Parade”.

Concentración en los negocios. Estaba allí a causa de una cita para comer con aquel hombre, Naylor. Estaba allí para convertir un contrato en una cuenta y empezar, a sus veintitrés años, el fluido ascenso en los negocios que, tal como había planeado, lo llevaría a casarse con Elizabeth al cabo de dos años y que lo convertiría en un pater familias en un barrio de las afueras de la ciudad al cabo de diez.

Entró en el vestíbulo con decidida firmeza y se dirigió hacia los múltiples ascensores echando una ojeada, mientras pasaba, al panel del directorio rotulado con letras blancas.

Tenía la tonta costumbre de querer captar una serie de nombres mientras pasaba, sin reducir el paso y sin tener que (Dios lo libre) detenerse lo más mínimo. Si seguía progresando, se decía a sí mismo, podría mantener la impresión de pertenecer y de saber sobre todo lo que se movía a su alrededor, y eso era muy importante para un hombre cuyo trabajo consistía en tratar con otros seres humanos.

“Establecimientos Kulin” era lo que él buscaba y la palabra le divertía. Una firma especializada en la producción de pequeños utensilios de cocina, luchando resueltamente por conseguir un nombre que fuera significativo, femenino y coquetón, todo al mismo tiempo…

Sus ojos tropezaron con los nombres que empezaban por M y se deslizaron hacia arriba mientras seguía andando. Mandel, Lusk, Lippert Editores (dos pisos enteros), Lafkowitz, Kulin-Ets. Ahí estaba… 1.024. Décimo piso. Estupendo. Y después, pese a todo, se detuvo de repente, se sintió atraído aún sin quererlo, retrocedió hasta el directorio y se quedó mirándolo fijamente como si fuera un pueblerino.

¿Lafkowitz?

¿Qué clase de ortografía era ésa?

Estaba suficientemente claro, Lafkowitz, Henry J., 701. Con una A. No estaba bien. No servia de nada. Era inútil.

¿Inútil? ¿Por qué inútil? Sacudió violentamente su cabeza como si quisiera despejar la bruma de ella. ¡Maldición! ¿Qué le importaba a él cómo se escribía aquella palabra? Se dio la vuelta, enfadado y con el ceño fruncido, y se dirigió apresuradamente a la puerta del ascensor, la cual se cerró antes de que él la alcanzara dejándolo aturdido.

Se abrió otra puerta y se introdujo con rapidez. Sujetó el maletín bajo su brazo e intentó aparecer animado y enérgico… un joven ejecutivo en toda la extensión de la palabra. Tenía que causar buena impresión a Alex Naylor, con quien hasta el momento sólo se había comunicado por teléfono. Si iba a dejarse obsesionar por Lewkowitzes y Lafkowitzes…

El ascensor se deslizó silenciosamente hasta pararse en el séptimo piso. Allí se bajó un joven en mangas de camisa, el cual mantenía en equilibrio una especie de cajón de mesa de trabajo en el que había tres recipientes de café y tres bocadillos.

Entonces, justo en el momento en que las puertas empezaban a cerrarse, los ojos de Marten vislumbraron un ajado cristal con unas letras negras inscritas en él. Se podía leer 701 - HENRY J. LEFKOWITZ - IMPORTADOR, y el inexorable cierre de las puertas del ascensor lo separó de aquella visión.

Marten se inclinó hacia delante con excitación. Tuvo el impulso de decir “Vayamos de nuevo al séptimo piso”.

Pero había más gente en el ascensor. Y después de todo, no había razón para hacerlo.

Sin embargo, sentía un hormigueo de excitación dentro de él. El directorio estaba equivocado. No era una A sino una E. Algún imbécil con una mediocre ortografía y con un paquete de letras minúsculas sin saber cómo colocarlas en el panel.

Lefkowitz. “Sigue, sin embargo, sin ser correcto”.

Negó de nuevo con la cabeza. Dos veces. ¿Por qué no era correcto? El ascensor se paró en el décimo piso y Marten se bajó.

Alex Naylor, de los “Establecimientos Kulin”, resultó ser un hombre noblote, de mediana edad, con un atisbo de pelo blanco, de rostro sonrosado y ancha sonrisa. Las palmas de sus manos estaban secas y callosas y saludó con un fuerte apretón de manos, colocando luego su mano izquierda sobre el hombro de Marten en una fervorosa demostración de simpatía.

Dijo:

–Estaré con usted en dos minutos. ¿Qué le parece si comemos aquí mismo en el edificio? Hay un excelente restaurante y tienen un chico que prepara unos buenos martinis. ¿Le apetece la idea?

–Estupendo. Estupendo.

Marten sacó como pudo su entusiasmo al responderle.

En lugar de dos minutos, habían pasado ya casi diez y Marten seguía esperando con el natural desasosiego de un hombre en un despacho ajeno. Miraba con curiosidad la tapicería de las sillas y el cuchitril en el que estaba sentado un joven con aspecto aburrido que se ocupaba de la centralita. Contemplaba los cuadros de la pared y llegó incluso a intentar de forma poco entusiasta echar una ojeada a una revista sobre negocios que había en la mesa que estaba a su lado.

Lo que no hizo fue pensar en Lev…

“No” pensó en ello.

El restaurante era bueno, o hubiera sido bueno si Marten hubiera estado completamente a gusto. Afortunadamente, no tuvo necesidad de llevar el peso de la conversación. Naylor hablaba rápida y bulliciosamente, examinó el menú con ojos de experto, le recomendó los “Huevos Benedictinos” e hizo comentarios sobre el tiempo y la horrible situación del tráfico.

De vez en cuando, Marten trataba de quitárselo de la cabeza y evitar que el tema siguiera distrayéndolo. Pero cada vez más, el desasosiego se hacía presa en él. Algo no estaba bien. El nombre estaba equivocado. Y ello le impedía concentrarse en lo que tenía que hacer.

Intentó con todas sus fuerzas el acabar con aquella locura. Con un repentino estruendo verbal llevó la conversación al tema del alambrado (eléctrico). Fue una imprudencia por su parte. No había base apropiada para ello; el paso fue demasiado brusco. Pero la comida había estado bien; estaban esperando el postre; y Naylor respondía bien.

Admitió cierto descontento con los acuerdos ya existentes. Sí, pero había estado investigando sobre la empresa de Marten y, finalmente, le parecía que sí, que había una posibilidad, una buena oportunidad, pensaba él, para que…

Una mano se posó sobre el hombro de Naylor en el momento en que un hombre pasaba tras su silla.

–¿Cómo estás, Alex?

Naylor miró hacia arriba, con la sonrisa puesta y relumbrante.

–Hola, Lefk. ¿Cómo van los negocios?

–No me puedo quejar. Te veo en el…

Y desapareció a lo lejos.

Marten no estaba escuchando. Sintió cómo temblaban sus rodillas mientras hacía ademán de levantarse.

–¿Quién era ese hombre? –preguntó con decisión. La pregunta sonó más imperiosa de lo que él pretendía.

–¿Quién? ¿Lefk? Jerry Lefkovitz. ¿Lo conoce usted?

Naylor miró fijamente y con fría sorpresa a su compañero de mesa.

–No. ¿Cómo deletrea usted su nombre?

–L-E-F-K-O-V-I-T-Z, creo. ¿Por qué?

–¿Con una V?

–Una F… Oh, también lleva una V.

La amabilidad había desaparecido en su mayor parte del rostro de Naylor.

Marten siguió adelante.

–Hay un Lefkowitz en el edificio. Con una W. Ya sabe, Lef-coOW-itz.

–¿Ah, sí?

–En el número 701. ¿No es éste el mismo?

–Jerry no trabaja en este edificio. Su oficina está al otro lado de la calle. No conozco a ese otro. Este edificio es muy grande, sabe usted. No tengo relación con toda la gente que hay en él. Pero, ¿de qué se trata?

Marten negó con la cabeza y se sentó cómodamente. En cualquier caso, él tampoco sabía de qué se trataba. O por lo menos, si lo sabía, era algo que no se atrevía a explicar. O acaso podía él decir, hoy estoy siendo perseguido por todas las clases de Lefkowitzes. Dijo:

–Estábamos hablando sobre el alambrado.

Naylor replicó:

–Sí. Bien, como le dije, he estado pensando en su empresa. Tengo que discutirlo con la gente de producción, usted lo entiende. Ya lo tendré al corriente.

–Sí, claro –repuso Marten, infinitamente abatido.

Naylor lo tendría al corriente. Se había estropeado todo el negocio.

Y sin embargo, incluso hasta más allá de su abatimiento, seguía sintiendo aquel desasosiego.

Al diablo con Naylor. Todo lo que Marten quería era terminar con aquello y conseguir entenderlo. (“¿Conseguir entender qué?” Pero la pregunta no era sino un rumor. Cualquier tipo de preguntas que surgían en su interior se desvanecían y perdían su fuerza…)

La comida llegó a su fin. Si al principio se habían saludado como amigos que se reúnen tras largo tiempo sin verse, ahora se separaron como dos extraños.

Marten sólo sintió alivio.

Abriéndose paso entre las mesas y con su pulso acelerado, abandonó el restaurante y salió de aquel obsesionante edificio para adentrarse en la obsesionante calle.

¿Obsesionante? Madison Avenue a la 1.20 del mediodía, en la temprana caída de la tarde, con el sol brillando luminoso y diez mil hombres y mujeres aglomerándose en su largo y recto recorrido.

Pero Marten se sentía obsesionado. Escondió el maletín bajo su brazo y se dirigió desesperadamente hacia el norte. Un último suspiro procedente de su normalidad interior lo previno sobre la cita que tenía a las tres en la Calle 36. No importaba. Se encaminó hacia la parte alta de la ciudad. Hacia el norte.

En la Calle 54 atravesó Madison y caminó hacia el oeste, se detuvo repentinamente y miró hacia arriba.

Había un letrero en la ventana, tres pisos más arriba. Pudo distinguirlo claramente: A. S. LEFKOWICH, CONTABLE JURADO.

Tenía una F y una OW, pero era la primera terminación “-ich” que había visto. La primera. Se estaba acercando. Giró de nuevo hacia el norte en la Quinta Avenida, apresurándose por entre las irreales calles de una ciudad irreal, anhelando dar caza a algo mientras a su alrededor el gentío comenzaba a desaparecer.

Un letrero en la ventana de una planta baja, M. R. LEFKOWICZ, M.D.

Un semicírculo de letras en oro batido en el escaparate de una bombonería: JACOB LEVKOW.

(“Medio nombre –pensó furiosamente–. ¿Por qué se me molesta con medio nombre?”)

En aquel momento las calles estaban vacías a excepción de los diversos clanes de Lefkowitz, Levkowitz, Lefkowicz que destacaban en el vacío.

Apenas se percató del parque que había delante, en el que destacaba su verdor como pintado e inmóvil. Se volvió hacia el oeste. Una hoja de periódico revoloteaba en una esquina al alcance de su vista, lo que constituía el único movimiento en un mundo muerto. Cambió de dirección, se detuvo y la recogió sin aflojar el paso.

Estaba en hebreo, era media página rota.

No podía leerla. No podía descifrar aquellas borrosas letras hebreas ni tampoco hubiera podido leerlas aunque hubieran estado claras. Pero sí había una palabra que estaba clara. Aparecía en letras oscuras en el centro de la página y cada letra perfectamente clara en su ortografía. Ponía Lefkovitsch lo sabía, y tal como se dijo a sí mismo, colocó el acento en su segunda sílaba: Lef-KUH-vich.

Dejó seguir revoloteando el papel y se introdujo en el parque vacío.

Los árboles estaban inmóviles y las hojas colgaban de los mismos en una extraña forma de suspensión. La luz solar era un peso muerto sobre él y no daba calor.

Estaba corriendo, pero sus pies no levantaban polvo ni aplastaba con su peso la hierba que pisaba.

Y ahí, en un banco, había un viejo; el único hombre en el desolado parque. Llevaba una oscura gorra de fieltro con una visera que protegía sus ojos del sol. Por debajo de ésta sobresalían unos mechones de pelo gris. Su canosa barba llegaba hasta el botón más alto de su burda chaqueta. Sus viejos pantalones presentaban remiendos y sus informes y ajados zapatos se sujetaban a sus pies con una cuerda.

Marten se detuvo. Le resultaba difícil respirar. Sólo pudo decir una palabra y la utilizó para preguntar:

–¿Levkovich?

Se quedó allí mientras el viejo se ponía lentamente de pie; sus envejecidos ojos oscuros lo escudriñaron de cerca.

–Marten –susurró–. Samuel Marten. Ha venido usted.

Las palabras sonaron con un efecto de doble revelación porque, debajo del inglés, Marten apreció el tenue susurro de una lengua extranjera. Bajo el “Samuel” existía la imperceptible sombra de un “Sehmuel”.

El viejo alargó sus ásperas y venosas manos para luego retirarlas como si tuviera miedo de tocar.

–Lo he estado buscando pero hay tanta gente en este desierto de ciudad. Tantos Martins, Martines, Mortons y Mertons. Al final me detuve cuando encontré algo verde, pero sólo por un momento… no quería cometer el pecado de perder la fe. Y entonces llegó usted.

–Ese soy yo –repuso Marten y sabía que así era–. Y usted es Phinehas Levkovich. ¿Por qué estamos aquí?

–Yo soy Phinehas ben Jehudah. Se me asignó el apellido de Levkovich por el ocaso del zar que impuso los apellidos a todos. Y aquí estamos –dijo el viejo con suavidad– a causa de mis ruegos. Cuando yo ya era viejo, Leah, mi única hija, nacida en mi edad madura, se fue a América con su esposo, abandonó los lazos del pasado por la esperanza de lo nuevo. Y mis hijos murieron y Sarah, mi inseparable esposa, hacía tiempo que había muerto y yo estaba solo. Y también llegó la hora en que yo debía morir. Pero no había visto a Leah desde que se marchó a aquel lejano país y sus noticias llegaban, pero con poca frecuencia. Mi alma suspiraba por ver hijos nacidos de ella; hijos de mi descendencia; hijos en los que mi alma podría seguir viviendo y no morir.

Su voz era firme y la silenciosa sombra sonora bajo sus palabras era el majestuoso retumbo de un antiguo idioma.

–Y se me respondió y se me dieron horas para que pudiera ver al primer hijo varón de mi descendencia, nacido en una nueva tierra y en una nueva época. El hijo de la hija de la hija de mi hija. ¿Te he encontrado entonces en medio del esplendor de esta ciudad?

–Pero, ¿por qué la búsqueda? ¿Por qué no nos hemos encontrado antes?

–Porque existe placer en la ilusión de la búsqueda, hijo mío –dijo el viejo radiante– y en el deleite del encuentro. Se me dieron dos horas en las cuales podría buscar, dos horas para poder encontrar… ¡Y aquí está el resultado! Tú estás aquí y he encontrado lo que contaba con ver en vida. –Su voz sonaba vieja, acariciante–. ¿Te va bien todo, hijo mío?

–Todo va bien, padre, ahora que te he encontrado –replicó Marten cayendo de rodillas ante él–. Dame tu bendición, padre, para que pueda acompañarme todos los días de mi vida, así como a la muchacha que voy a tomar por esposa y a los niños que tienen todavía que nacer de mi sangre y la suya.

Notó cómo el viejo descansaba ligeramente sobre su cabeza mientras sólo se oía aquel silencioso susurro.

Marten se levantó.

Los ojos del viejo miraron hacia él fija y tiernamente. ¿Estaba perdiendo vista?

–Me voy ahora ya tranquilo con mis padres, hijo mío –dijo el viejo, y Marten se encontró solo en el parque.

Hubo un instante de renovado movimiento, el sol reanudó su interrumpida tarea, se restableció el viento e incluso con ese primer sensible instante, todo volvió sigilosamente a su tiempo…

A las diez de la mañana, Sam Marten se afanaba por bajarse del taxi, y se encontró buscando a tientas y en vano su cartera mientras el tráfico avanzaba con lentitud.

Un camión rojo redujo su marcha y luego siguió avanzando. Un letrero blanco en uno de sus lados anunciaba: “F. Lewkowitz e Hijos, Tejidos al por mayor”.

Marten no lo vio. Sin embargo, de alguna manera sabía que todo le iría bien. De alguna manera, como nunca había ocurrido antes, sabía…

 

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