Isaac Asimov
A las diez de la mañana, Sam Marten
se afanaba por bajarse del taxi, tratando, como de costumbre, de abrir la puerta
con una mano, asir su maletín con la otra y alcanzar la cartera con una tercera.
El trabajo se le hacía difícil ya que sólo tenía dos manos y, de nuevo como de costumbre,
golpeó ruidosamente con su rodilla contra la puerta del taxi y se encontró todavía
buscando a tientas y en vano su cartera cuando ya sus pies se habían posado en la
acera.
El tráfico en
Madison Avenue era poco fluido. Un camión rojo redujo de mala gana su ya lenta marcha
para luego seguir avanzando con estrépito una vez que el semáforo hubo cambiado.
Unas letras blancas en uno de sus lados informaban al insensible mundo que era propiedad
de “F. Lewkowitz e Hijos, Mayoristas de tejidos”.
“Levkowich”,
pensó Marten fugaz e intrascendentemente, y luego sacó su cartera. Lanzó una ojeada
al taxímetro mientras sujetaba su maletín bajo el brazo. Un dólar con sesenta y
cinco más veinte centavos de propina hacía que se le fueran prácticamente dos billetes
sueltos lo que lo dejaría sólo con uno para una emergencia, por lo que era mejor
cambiar un billete de cinco.
–Bien –dijo–,
cóbrese uno ochenta y cinco, amigo.
–Gracias –dijo
el taxista de forma mecánica y falto de sinceridad a la vez que le daba el cambio.
Marten fue metiendo apretadamente los tres billetes sueltos en su cartera, la guardó,
cogió el maletín y se enfrentó a la masa de gente que circulaba por la acera hasta
alcanzar las puertas de cristal del edificio.
“¿Levkovich?”,
pensó repentinamente, y se detuvo. Un transeúnte chocó con su codo.
–Perdón –dijo
entre dientes Marten y se dirigió de nuevo hacia la puerta.
¿Levkovich?
Eso no era lo que el letrero del camión ponía. El nombre que había leído era Lewkowitz.
¿Por qué “pensó” él en Levkovich? Entendía lo de cambiar la uve doble por uve por
lo del alemán en la Universidad en un pasado cercano, pero, ¿de dónde había sacado
el “ich”?
¿Levkovich?
Quitó importancia a todo aquel asunto de forma brusca. Si seguía pensando en ello,
iba a obsesionarlo y perseguirlo como el retintín de una canción del “Hit Parade”.
Concentración
en los negocios. Estaba allí a causa de una cita para comer con aquel hombre, Naylor.
Estaba allí para convertir un contrato en una cuenta y empezar, a sus veintitrés
años, el fluido ascenso en los negocios que, tal como había planeado, lo llevaría
a casarse con Elizabeth al cabo de dos años y que lo convertiría en un pater
familias en un barrio de las afueras de la ciudad al cabo de diez.
Entró en el
vestíbulo con decidida firmeza y se dirigió hacia los múltiples ascensores echando
una ojeada, mientras pasaba, al panel del directorio rotulado con letras blancas.
Tenía la tonta
costumbre de querer captar una serie de nombres mientras pasaba, sin reducir el
paso y sin tener que (Dios lo libre) detenerse lo más mínimo. Si seguía progresando,
se decía a sí mismo, podría mantener la impresión de pertenecer y de saber sobre
todo lo que se movía a su alrededor, y eso era muy importante para un hombre cuyo
trabajo consistía en tratar con otros seres humanos.
“Establecimientos
Kulin” era lo que él buscaba y la palabra le divertía. Una firma especializada en
la producción de pequeños utensilios de cocina, luchando resueltamente por conseguir
un nombre que fuera significativo, femenino y coquetón, todo al mismo tiempo…
Sus ojos tropezaron
con los nombres que empezaban por M y se deslizaron hacia arriba mientras seguía
andando. Mandel, Lusk, Lippert Editores (dos pisos enteros), Lafkowitz, Kulin-Ets.
Ahí estaba… 1.024. Décimo piso. Estupendo. Y después, pese a todo, se detuvo de
repente, se sintió atraído aún sin quererlo, retrocedió hasta el directorio y se
quedó mirándolo fijamente como si fuera un pueblerino.
¿Lafkowitz?
¿Qué clase de
ortografía era ésa?
Estaba suficientemente
claro, Lafkowitz, Henry J., 701. Con una A. No estaba bien. No servia de nada. Era
inútil.
¿Inútil? ¿Por
qué inútil? Sacudió violentamente su cabeza como si quisiera despejar la bruma de
ella. ¡Maldición! ¿Qué le importaba a él cómo se escribía aquella palabra? Se dio
la vuelta, enfadado y con el ceño fruncido, y se dirigió apresuradamente a la puerta
del ascensor, la cual se cerró antes de que él la alcanzara dejándolo aturdido.
Se abrió otra
puerta y se introdujo con rapidez. Sujetó el maletín bajo su brazo e intentó aparecer
animado y enérgico… un joven ejecutivo en toda la extensión de la palabra. Tenía
que causar buena impresión a Alex Naylor, con quien hasta el momento sólo se había
comunicado por teléfono. Si iba a dejarse obsesionar por Lewkowitzes y Lafkowitzes…
El ascensor
se deslizó silenciosamente hasta pararse en el séptimo piso. Allí se bajó un joven
en mangas de camisa, el cual mantenía en equilibrio una especie de cajón de mesa
de trabajo en el que había tres recipientes de café y tres bocadillos.
Entonces, justo
en el momento en que las puertas empezaban a cerrarse, los ojos de Marten vislumbraron
un ajado cristal con unas letras negras inscritas en él. Se podía leer 701 - HENRY
J. LEFKOWITZ - IMPORTADOR, y el inexorable cierre de las puertas del ascensor lo
separó de aquella visión.
Marten se inclinó
hacia delante con excitación. Tuvo el impulso de decir “Vayamos de nuevo al séptimo
piso”.
Pero había más
gente en el ascensor. Y después de todo, no había razón para hacerlo.
Sin embargo,
sentía un hormigueo de excitación dentro de él. El directorio estaba equivocado.
No era una A sino una E. Algún imbécil con una mediocre ortografía y con un paquete
de letras minúsculas sin saber cómo colocarlas en el panel.
Lefkowitz. “Sigue,
sin embargo, sin ser correcto”.
Negó de nuevo
con la cabeza. Dos veces. ¿Por qué no era correcto? El ascensor se paró en el décimo
piso y Marten se bajó.
Alex Naylor,
de los “Establecimientos Kulin”, resultó ser un hombre noblote, de mediana edad,
con un atisbo de pelo blanco, de rostro sonrosado y ancha sonrisa. Las palmas de
sus manos estaban secas y callosas y saludó con un fuerte apretón de manos, colocando
luego su mano izquierda sobre el hombro de Marten en una fervorosa demostración
de simpatía.
Dijo:
–Estaré con
usted en dos minutos. ¿Qué le parece si comemos aquí mismo en el edificio? Hay un
excelente restaurante y tienen un chico que prepara unos buenos martinis. ¿Le apetece
la idea?
–Estupendo.
Estupendo.
Marten sacó
como pudo su entusiasmo al responderle.
En lugar de
dos minutos, habían pasado ya casi diez y Marten seguía esperando con el natural
desasosiego de un hombre en un despacho ajeno. Miraba con curiosidad la tapicería
de las sillas y el cuchitril en el que estaba sentado un joven con aspecto aburrido
que se ocupaba de la centralita. Contemplaba los cuadros de la pared y llegó incluso
a intentar de forma poco entusiasta echar una ojeada a una revista sobre negocios
que había en la mesa que estaba a su lado.
Lo que no hizo
fue pensar en Lev…
“No” pensó en
ello.
El restaurante
era bueno, o hubiera sido bueno si Marten hubiera estado completamente a gusto.
Afortunadamente, no tuvo necesidad de llevar el peso de la conversación. Naylor
hablaba rápida y bulliciosamente, examinó el menú con ojos de experto, le recomendó
los “Huevos Benedictinos” e hizo comentarios sobre el tiempo y la horrible situación
del tráfico.
De vez en cuando,
Marten trataba de quitárselo de la cabeza y evitar que el tema siguiera distrayéndolo.
Pero cada vez más, el desasosiego se hacía presa en él. Algo no estaba bien. El
nombre estaba equivocado. Y ello le impedía concentrarse en lo que tenía que hacer.
Intentó con
todas sus fuerzas el acabar con aquella locura. Con un repentino estruendo verbal
llevó la conversación al tema del alambrado (eléctrico). Fue una imprudencia por
su parte. No había base apropiada para ello; el paso fue demasiado brusco. Pero
la comida había estado bien; estaban esperando el postre; y Naylor respondía bien.
Admitió cierto
descontento con los acuerdos ya existentes. Sí, pero había estado investigando sobre
la empresa de Marten y, finalmente, le parecía que sí, que había una posibilidad,
una buena oportunidad, pensaba él, para que…
Una mano se
posó sobre el hombro de Naylor en el momento en que un hombre pasaba tras su silla.
–¿Cómo estás,
Alex?
Naylor miró
hacia arriba, con la sonrisa puesta y relumbrante.
–Hola, Lefk.
¿Cómo van los negocios?
–No me puedo
quejar. Te veo en el…
Y desapareció
a lo lejos.
Marten no estaba
escuchando. Sintió cómo temblaban sus rodillas mientras hacía ademán de levantarse.
–¿Quién era
ese hombre? –preguntó con decisión. La pregunta sonó más imperiosa de lo que él
pretendía.
–¿Quién? ¿Lefk?
Jerry Lefkovitz. ¿Lo conoce usted?
Naylor miró
fijamente y con fría sorpresa a su compañero de mesa.
–No. ¿Cómo deletrea
usted su nombre?
–L-E-F-K-O-V-I-T-Z,
creo. ¿Por qué?
–¿Con una V?
–Una F… Oh,
también lleva una V.
La amabilidad
había desaparecido en su mayor parte del rostro de Naylor.
Marten siguió
adelante.
–Hay un Lefkowitz
en el edificio. Con una W. Ya sabe, Lef-coOW-itz.
–¿Ah, sí?
–En el número
701. ¿No es éste el mismo?
–Jerry no trabaja
en este edificio. Su oficina está al otro lado de la calle. No conozco a ese otro.
Este edificio es muy grande, sabe usted. No tengo relación con toda la gente que
hay en él. Pero, ¿de qué se trata?
Marten negó
con la cabeza y se sentó cómodamente. En cualquier caso, él tampoco sabía de qué
se trataba. O por lo menos, si lo sabía, era algo que no se atrevía a explicar.
O acaso podía él decir, hoy estoy siendo perseguido por todas las clases de Lefkowitzes.
Dijo:
–Estábamos hablando
sobre el alambrado.
Naylor replicó:
–Sí. Bien, como
le dije, he estado pensando en su empresa. Tengo que discutirlo con la gente de
producción, usted lo entiende. Ya lo tendré al corriente.
–Sí, claro –repuso
Marten, infinitamente abatido.
Naylor lo tendría
al corriente. Se había estropeado todo el negocio.
Y sin embargo,
incluso hasta más allá de su abatimiento, seguía sintiendo aquel desasosiego.
Al diablo con
Naylor. Todo lo que Marten quería era terminar con aquello y conseguir entenderlo.
(“¿Conseguir entender qué?” Pero la pregunta no era sino un rumor. Cualquier tipo
de preguntas que surgían en su interior se desvanecían y perdían su fuerza…)
La comida llegó
a su fin. Si al principio se habían saludado como amigos que se reúnen tras largo
tiempo sin verse, ahora se separaron como dos extraños.
Marten sólo
sintió alivio.
Abriéndose paso
entre las mesas y con su pulso acelerado, abandonó el restaurante y salió de aquel
obsesionante edificio para adentrarse en la obsesionante calle.
¿Obsesionante?
Madison Avenue a la 1.20 del mediodía, en la temprana caída de la tarde, con el
sol brillando luminoso y diez mil hombres y mujeres aglomerándose en su largo y
recto recorrido.
Pero Marten
se sentía obsesionado. Escondió el maletín bajo su brazo y se dirigió desesperadamente
hacia el norte. Un último suspiro procedente de su normalidad interior lo previno
sobre la cita que tenía a las tres en la Calle 36. No importaba. Se encaminó hacia
la parte alta de la ciudad. Hacia el norte.
En la Calle
54 atravesó Madison y caminó hacia el oeste, se detuvo repentinamente y miró hacia
arriba.
Había un letrero
en la ventana, tres pisos más arriba. Pudo distinguirlo claramente: A. S. LEFKOWICH,
CONTABLE JURADO.
Tenía una F
y una OW, pero era la primera terminación “-ich” que había visto. La primera. Se
estaba acercando. Giró de nuevo hacia el norte en la Quinta Avenida, apresurándose
por entre las irreales calles de una ciudad irreal, anhelando dar caza a algo mientras
a su alrededor el gentío comenzaba a desaparecer.
Un letrero en
la ventana de una planta baja, M. R. LEFKOWICZ, M.D.
Un semicírculo
de letras en oro batido en el escaparate de una bombonería: JACOB LEVKOW.
(“Medio nombre
–pensó furiosamente–. ¿Por qué se me molesta con medio nombre?”)
En aquel momento
las calles estaban vacías a excepción de los diversos clanes de Lefkowitz, Levkowitz,
Lefkowicz que destacaban en el vacío.
Apenas se percató
del parque que había delante, en el que destacaba su verdor como pintado e inmóvil.
Se volvió hacia el oeste. Una hoja de periódico revoloteaba en una esquina al alcance
de su vista, lo que constituía el único movimiento en un mundo muerto. Cambió de
dirección, se detuvo y la recogió sin aflojar el paso.
Estaba en hebreo,
era media página rota.
No podía leerla.
No podía descifrar aquellas borrosas letras hebreas ni tampoco hubiera podido leerlas
aunque hubieran estado claras. Pero sí había una palabra que estaba clara. Aparecía
en letras oscuras en el centro de la página y cada letra perfectamente clara en
su ortografía. Ponía Lefkovitsch lo sabía, y tal como se dijo a sí mismo, colocó
el acento en su segunda sílaba: Lef-KUH-vich.
Dejó seguir
revoloteando el papel y se introdujo en el parque vacío.
Los árboles
estaban inmóviles y las hojas colgaban de los mismos en una extraña forma de suspensión.
La luz solar era un peso muerto sobre él y no daba calor.
Estaba corriendo,
pero sus pies no levantaban polvo ni aplastaba con su peso la hierba que pisaba.
Y ahí, en un
banco, había un viejo; el único hombre en el desolado parque. Llevaba una oscura
gorra de fieltro con una visera que protegía sus ojos del sol. Por debajo de ésta
sobresalían unos mechones de pelo gris. Su canosa barba llegaba hasta el botón más
alto de su burda chaqueta. Sus viejos pantalones presentaban remiendos y sus informes
y ajados zapatos se sujetaban a sus pies con una cuerda.
Marten se detuvo.
Le resultaba difícil respirar. Sólo pudo decir una palabra y la utilizó para preguntar:
–¿Levkovich?
Se quedó allí
mientras el viejo se ponía lentamente de pie; sus envejecidos ojos oscuros lo escudriñaron
de cerca.
–Marten –susurró–.
Samuel Marten. Ha venido usted.
Las palabras
sonaron con un efecto de doble revelación porque, debajo del inglés, Marten apreció
el tenue susurro de una lengua extranjera. Bajo el “Samuel” existía la imperceptible
sombra de un “Sehmuel”.
El viejo alargó
sus ásperas y venosas manos para luego retirarlas como si tuviera miedo de tocar.
–Lo he estado
buscando pero hay tanta gente en este desierto de ciudad. Tantos Martins, Martines,
Mortons y Mertons. Al final me detuve cuando encontré algo verde, pero sólo por
un momento… no quería cometer el pecado de perder la fe. Y entonces llegó usted.
–Ese soy yo
–repuso Marten y sabía que así era–. Y usted es Phinehas Levkovich. ¿Por qué estamos
aquí?
–Yo soy Phinehas
ben Jehudah. Se me asignó el apellido de Levkovich por el ocaso del zar que impuso
los apellidos a todos. Y aquí estamos –dijo el viejo con suavidad– a causa de mis
ruegos. Cuando yo ya era viejo, Leah, mi única hija, nacida en mi edad madura, se
fue a América con su esposo, abandonó los lazos del pasado por la esperanza de lo
nuevo. Y mis hijos murieron y Sarah, mi inseparable esposa, hacía tiempo que había
muerto y yo estaba solo. Y también llegó la hora en que yo debía morir. Pero no
había visto a Leah desde que se marchó a aquel lejano país y sus noticias llegaban,
pero con poca frecuencia. Mi alma suspiraba por ver hijos nacidos de ella; hijos
de mi descendencia; hijos en los que mi alma podría seguir viviendo y no morir.
Su voz era firme
y la silenciosa sombra sonora bajo sus palabras era el majestuoso retumbo de un
antiguo idioma.
–Y se me respondió
y se me dieron horas para que pudiera ver al primer hijo varón de mi descendencia,
nacido en una nueva tierra y en una nueva época. El hijo de la hija de la hija de
mi hija. ¿Te he encontrado entonces en medio del esplendor de esta ciudad?
–Pero, ¿por
qué la búsqueda? ¿Por qué no nos hemos encontrado antes?
–Porque existe
placer en la ilusión de la búsqueda, hijo mío –dijo el viejo radiante– y en el deleite
del encuentro. Se me dieron dos horas en las cuales podría buscar, dos horas para
poder encontrar… ¡Y aquí está el resultado! Tú estás aquí y he encontrado lo que
contaba con ver en vida. –Su voz sonaba vieja, acariciante–. ¿Te va bien todo, hijo
mío?
–Todo va bien,
padre, ahora que te he encontrado –replicó Marten cayendo de rodillas ante él–.
Dame tu bendición, padre, para que pueda acompañarme todos los días de mi vida,
así como a la muchacha que voy a tomar por esposa y a los niños que tienen todavía
que nacer de mi sangre y la suya.
Notó cómo el
viejo descansaba ligeramente sobre su cabeza mientras sólo se oía aquel silencioso
susurro.
Marten se levantó.
Los ojos del
viejo miraron hacia él fija y tiernamente. ¿Estaba perdiendo vista?
–Me voy ahora
ya tranquilo con mis padres, hijo mío –dijo el viejo, y Marten se encontró solo
en el parque.
Hubo un instante
de renovado movimiento, el sol reanudó su interrumpida tarea, se restableció el
viento e incluso con ese primer sensible instante, todo volvió sigilosamente a su
tiempo…
A las diez de
la mañana, Sam Marten se afanaba por bajarse del taxi, y se encontró buscando a
tientas y en vano su cartera mientras el tráfico avanzaba con lentitud.
Un camión rojo
redujo su marcha y luego siguió avanzando. Un letrero blanco en uno de sus lados
anunciaba: “F. Lewkowitz e Hijos, Tejidos al por mayor”.
Marten no lo
vio. Sin embargo, de alguna manera sabía que todo le iría bien. De alguna manera,
como nunca había ocurrido antes, sabía…
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