Silvina Ocampo
Gilberta Pax quería vivir tranquila. Cuando me enamoré de ella, yo creía
lo contrario y le ofrecí todo lo que un hombre de mi posición puede ofrecer a una
mujer para que se viniera a vivir conmigo, ya que no podíamos casarnos. Durante
uno o dos años nos vimos en lugares incómodos y caros. Primero en automóviles, después
en cafés, después en cines de mala reputación, después en hoteles un poco sucios.
Cuando no le rogué sino exigí que viviera conmigo, me respondió:
–¡No puedo!
–¿Por qué? –interrogué–. ¿Por tu marido?
–Por el cocinero –susurró, y salió corriendo.
Con ira, al día siguiente, le pedí una explicación.
Me la dio.
–No conoces mi casa, parece un hotel –me dijo–. Cinco
personas viven en ella; a más de mi marido, mi tío, una de sus hermanas y sus dos
hijos. Todo lo quieren perfecto, especialmente la comida; pero Tomás Mangorsino,
el cocinero –desde hace ocho años está en la casa– se burlaba de nosotros. Aunque
la presentación de cada plato fuera muy decorativa, cada día cocinaba peor. Con
el pelo oliendo a grasa, porque me olvidaba de cubrirlo con un pañuelo, yo pasaba
la mañana pidiéndole que cocinara como en sus buenos tiempos. Mangorsino me miraba
con cierta compasión, pero jamás me obedecía. Una mañana que lo visité con una salida
de baño rosada y con una gorra de material plástico verde, de esas con las cuales
uno podría ir a un baile, me miró con tanta insistencia, que le pregunté:
–¿Qué le sucede, Mangorsino?
–¿Qué me sucede? Que la señora está tan linda esta mañana
que no se reconoce.
Fue entonces cuando me vino la idea de sacrificarme
por mi deber de ama de casa, y seducirlo. Como si él lo hubiera adivinado, cambió
de conducta, pero sólo para mí. Mandaba postres de merengue, con formas alusivas
a su amor, en porciones para una sola persona. Cuando me hablaba, en la entonación
de su voz yo adivinaba la reprimida ternura.
–Va a hacer unos tallarines con una masa liviana.
–La voy a amasar muy bien –me decía, mirándome en los
ojos. O si no:
–¿Y la empanada que me gusta?
–La doraré. Sé que le agrada.
–Y para el té ¿qué hará?
–Besitos de Venus.
Todo lo decía comiéndome con sus ojos de lobo.
Accedí a sus requerimientos, pero las cosas no cambiaron
mucho. Me mandaba un plato para mí, con la prohibición de comer lo que rellenaba
la fuente, la parte de los otros, más barata y menos fresca. La sirvienta me susurraba,
al colocar el plato sobre la mesa, frente a mi asiento:
–Esto es para la señora, que está un poco delicada del
estómago.
La situación se prolongó angustiosamente. Mientras el
resto de la familia se retorcía de dolor de barriga, yo comía manjares suculentos,
que si no hubieran puesto en peligro mi esbeltez, me hubieran deleitado.
–Mi marido quiere comer hongos (yo los odio, no los
como ni por un pastel) y pavita, mis hijos –le dije un día. Casi me estrangula.
–Son muy caros –respondió.
Simultáneamente los malentendidos comenzaron a traer
disturbios en nuestra relación. Mientras afila los cuchillos mira mi cuello con
insistencia. Yo le tengo miedo ¿por qué negarlo? Cuando retuerce un trapo de rejilla,
sé que está retorciendo mi cuello; cuando corta la carne, corta la mía. De noche
no duermo. Soy esclava de sus caprichos.
–No te aflijas –dije a Gilberta–. ¿Dónde compra la carne
y las verduras?
–Tengo la dirección en mi libreta –me dijo–. Junín 1000.
¿Piensas matarlo?
–Algo mejor –le respondí.
Era pleno invierno y fui al campo a juntar hongos. Los
traje en una bolsa. Pedí a Gilberta una fotografía de Tomás Mangorsino.
–¿Para que la quieres? –preguntó.
–Yo también tengo caprichos –respondí, y me la trajo.
Para llevar a cabo mi plan, tenía que saber cómo era
Mangorsino. Después de averiguar a qué horas iba al mercado, me aposté en la esquina
donde sabía que pasaba a las siete de la mañana. Un hombre pasó con un impecable
traje gris y una bufanda marrón. Consulté la fotografía: era Mangorsino.
–Hongos regalados –grité, con voz de mercachifle–, fresquitos.
Mangorsino se detuvo, miró mis guantes. No quiero dejar
mis impresiones digitales, por precaución.
–¿Cuánto valen?
–Cinco pesos –dije con pronunciación extranjera.
–Démelos –dijo, sacando plata de un bolsillo interminable.
Al día siguiente, en el diario de la tarde, leí la noticia.
Murió una familia entera, envenenada por hongos comprados en la calle por el cocinero
Mangorsino. La única sobreviviente es la señora Gilberta Pax.
Acudí a la casa, donde Gilberta me esperaba. Nada le
dije de lo que yo había hecho. Un crimen tan complicado y sutil no se confía al
ser que uno más ama en el mundo, ni a la almohada.
Me contó que la familia indignada y moribunda no perdió
la cabeza: al sentir los primeros síntomas de envenenamiento había corrido con tenedores
a la cocina para obligar por la fuerza a Mangorsino a comer los hongos venenosos,
por lo que el pobre también murió. Mi crimen fue pasional y lo que es más raro,
perfecto.
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