sábado, 18 de noviembre de 2023

El Brujo actualizado

Isaac Asimov

 

Siempre me extrañó que Nicholas Nitely, juez de paz, fuera soltero. La atmósfera de su profesión, por decir algo, parecía tan conducente al matrimonio que escasamente podría evitar el lazo dulce del mismo.

Cuando se lo mencioné, sobre una copa de gin con tónica en el Club, me dijo:

–Ah, pero me escapé por poco hace algún tiempo –y suspiró.

–Oh, ¿de veras?

–Una bella joven, dulce, inteligente, pura y desesperadamente ardiente, y con todo lo que podía resultar seductor a los sentidos de un anticuado como yo.

–¿Cómo la has dejado ir? –pregunté.

–No tenía elección –sonrió suavemente y su suave contextura, su suave cabello gris y sus suaves ojos azules se combinaron en una expresión de casi santidad.

–¿Sabe? Fue una falla de su novio…

–Ah, estaba comprometida con alguien más.

–… y el profesor Wellington Johns, aunque era un endocrinólogo, estaba en camino de ser un brujo moderno. –Suspiró, tomó un sorbo de su bebida, y volvió hacia mí su rostro soso buscando cambiar de tema.

Dije con firmeza:

–Bien entonces, Nitely, viejo amigo, no puedes dejarlo así. Quiero saber… sobre tu hermosa chica… la pieza que se fue.

Hizo una mueca ante mis palabras, se acomodó y ordenó que su copa fuera rellenada.

–Entenderá –dijo–, que supe los detalles algo después.

El profesor Wellington Johns tenía una enorme nariz prominente, dos ojos muy sinceros y el talento de hacer aparecer sus ropas como demasiado grandes para él.

–Mis muchachos, el amor es cuestión de química.

Sus queridos muchachos, quienes eran realmente sus estudiantes y no sus hijos, se llamaban Alexander Dexter y Alice Sanger. Parecían llenos de químicos cuando se sentaban allí tomados de las manos. Juntos sumaban unos 45 años, a mitades cada uno, y Alexander decía inevitablemente, “¡Vive la chemie!”

El profesor Johns sonreía reprobando.

–O al menos endocrinología. Las hormonas, después de todo, afectan nuestras emociones y no es sorprendente que una, específicamente, estimule lo que llamamos amor.

–Pero eso es poco romántico –murmuró Alice–. Estoy segura de que no necesito ninguna –y levantó su rostro anhelante hacia Alexander.

–Mi querida –dijo el profesor–. Tu corriente sanguínea estaba repleta de ellas en el momento en que tú, por así decirlo, te enamoraste. Su secreción había sido estimulada por… –por un momento consideró las palabras con cuidado porque era un hombre muy moral– algún factor ambiental que incluía a tu joven amigo, y una vez que la acción hormonal ha tenido lugar, la inercia te arrastró. Podría duplicar el efecto fácilmente.

–Bueno, profesor –dijo Alice con gentil afectación–. Estaré encantada de ver cómo lo intenta –y oprimió la mano de Alexander con timidez.

–No quiero decir –dijo el profesor, tosiendo para esconder su turbación–, que personalmente intentaría reproducir… o mejor duplicar… las condiciones que han creado la secreción natural de la hormona. Quiero decir, en cambio, que podría inyectar la hormona misma con una hipodérmica, o aún por ingestión oral, ya que es una hormona esteroide. Tengo, como sabes –y tomó sus gafas para limpiarlas cuidadosamente–, la hormona aislada y purificada.

Alexander se enderezó.

–¡Profesor! ¿Y no nos ha dicho nada?

–Debo saber más acerca de ella primero.

–¿Usted quiere decir –dijo Alice, mirándolo con sus parpadeantes y adorables ojos cafés–, que puede hacer que la gente sienta el maravilloso placer y la ternura celestial del amor, mediante… una píldora?

El profesor respondió:

–Inclusive puedo duplicar la emoción a la que te refieres en esos términos tan empalagosos.

–¿Y por qué no lo hace?

Alexander levantó su mano en protesta.

–Vamos, querida, el ardor te está perdiendo. Nuestra propia felicidad y próxima boda te hacen olvidar algunos hechos de la vida. Si una persona casada aceptara, por error, esta hormona…

El profesor dijo, con algo de soberbia:

–Déjenme explicar que mi hormona, o mi principio amatogénico, como yo lo llamo… –(ya que él, como muchos de los científicos prácticos, disfrutaba de un apropiado desprecio por las bondades enrarecidas de la filología clásica).

–Llámelo filtro de amor, profesor –dijo Alice, con un tierno suspiro.

–Mi principio amatogénico cortical –dijo con severidad el profesor Johns–, no tiene efecto sobre personas casadas. La hormona no puede trabajar si está inhabilitada por otros factores, y el estar casado es un factor que inhibe el amor.

–Vaya, lo he escuchado –dijo, serio, Alexander–, pero intento refutar tan insensible creencia en el caso de mi Alice.

–Alexander –dijo Alice–. Mi amor.

–Quiero decir –dijo el profesor–, que el matrimonio inhibe el amor extramatrimonial.

Alexander dijo:

–Vaya, ha llegado a mis oídos que algunas veces no es así.

–¡Alexander! –dijo Alice, molesta.

–Solamente en raras ocasiones, mi querida, entre quienes no han asistido a un colegio.

–El matrimonio puede no inhibir una cierta atracción sexual insignificante –dijo el profesor–, o alguna tendencia de menor importancia, pero el verdadero amor, cuya emoción ha expresado Miss Sanger, es algo que no puede florecer cuando la memoria de una austera esposa y unos niños desagradables molestan el subconsciente.

–Lo que usted quiere decir –dijo Alexander–, es que si le diese indiscriminadamente el filtro de amor… perdone, el principio amatogénico a una cantidad de personas, ¿solamente las solteras serían afectadas?

–Eso es lo correcto, lo he experimentado con algunos animales que, aunque no utilizan conscientemente ritos maritales, tienen formas de unión monogámicas. Y esos que ya tenían pareja no fueron afectados.

–Entonces, profesor, tengo una idea perfectamente espléndida. Mañana por la noche en el Baile de los Mayores aquí en el Colegio. Habrá al menos cincuenta parejas presentes, la mayor parte solteros. Ponga el filtro en el ponche.

–¿Qué? ¿Estás loco?

Pero Alice se había prendido de la idea.

–Vamos, es una idea estupenda, profesor. ¡Pensar que todos mis amigos se sentirán como yo me siento! Profesor, será como un ángel del cielo… Pero, ¡oh! Alexander, ¿supones que los sentimientos se pondrán un poco descontrolados? Algunos de nuestros compañeros de colegio son algo salvajes y con el calor del descubrimiento del amor, y podrían, bueno, besar…

El profesor Johns dijo, indignado:

–Mi querida señorita Sanger. No debería permitir que su imaginación se recaliente. Mi hormona induce solamente esos sentimientos que llevan al matrimonio, y no a la expresión de cualquier cosa que se pueda considerar indecorosa.

–Lo siento –murmuró Alice, confundida–. Debí recordar, profesor, que usted es el hombre más moral que conozco… a excepción de mi amado Alexander… y que ninguno de sus descubrimientos llevarían a la inmoralidad.

Se la veía tan cariacontecida que el profesor la perdonó.

–¿Entonces lo hará, profesor? –presionó Alexander–. Después de todo, asumiendo que habrá una repentina urgencia en casarse después de eso, puedo cuidar que esté allí presente Nicholas Nitely, un viejo y apreciado amigo de la familia, con algún pretexto. Es juez de paz y puede arreglar fácilmente esas cosas de licencias y demás.

–Apenas puedo estar de acuerdo –dijo el profesor, obviamente menos firme–, en desarrollar ese experimento sin el consentimiento de quienes serán sujetos del mismo. No sería ético.

–Pero solamente les traerá alegría. Usted estará contribuyendo a la atmósfera moral del colegio. Seguramente, por ausencia de la presión hacia el matrimonio, sucede algunas veces aún dentro del colegio que la presión de una continua abstención alimenta cierto peligro de… de…

–Sí, allí está eso –dijo el profesor–. Bueno, prepararé una solución diluida. Después de todo, los resultados pueden impulsar el conocimiento científico de manera contundente y, como has dicho, traerán también moralidad.

Alexander dijo:

–Y, por supuesto, Alice y yo beberemos del ponche también.

Alice dijo:

–Oh, Alexander, un amor como el nuestro no necesita ninguna ayuda.

–Pero no será artificial, alma mía. De acuerdo con el profesor, tu amor comenzó como resultado de un efecto hormonal inducido, lo admito, por métodos más acostumbrados.

Alice se ruborizó.

–Pero entonces, mi único amor, ¿para qué necesitamos la repetición?

–Para quedar a cubierto de cualquier vicisitud del destino, mi cereza.

–Seguro, mi adorado, que no dudas de mi amor.

–No, mi corazón encantado, pero…

–¿Pero? ¿Quiere decir que no confías en mí, Alexander?

–Por supuesto que confía en ti, Alice, pero…

–¿Pero? ¿Otra vez pero? –Alice había enrojecido, furiosa–. Si no puedes confiar en mí, señor, tal vez sea mejor que me vaya… –Y realmente se fue, mientras los dos hombres se le quedaban mirando, atónitos.

El profesor Johns dijo:

–Me temo que mi hormona, casi indirectamente, ha sido ocasión del malogro de un matrimonio más que de su causa.

Alexander tragó, sintiéndose miserable, pero su orgullo lo mantuvo firme.

–Ella volverá –dijo deprimido–. Un amor como el nuestro no se rompe tan fácilmente.

 

El Baile de los Mayores era, a todas luces, el evento del año. Los jóvenes varones brillaban y las jóvenes mujeres destellaban. La música repicaba y los pies danzantes tocaban el suelo a ratos. La alegría no tenía límites.

O, mejor dicho, casi sin límites en la mayor parte de las personas. Alexander Dexter se paró en un rincón, con los ojos fijos, y la expresión helada. Delgado y buen mozo como era, ninguna mujer se le acercaba. Se sabía que pertenecía a Alice Sanger, y bajo estas circunstancias, ninguna de las chicas del colegio soñaría con cazar en vedado. Pero, ¿dónde estaba Alice?

No había venido con Alexander, y el orgullo de Alexander le había impedido pasar por ella. Por debajo de sus cejas fruncidas, él solamente veía las parejas que circulaban.

El profesor Johns, en ropas muy formales que no le quedaban bien aunque fuesen hechas a medida, se acercó a él. Le dijo:

–Agregaré mi hormona al ponche un poco antes de la medianoche. ¿Está el señor Nitely aún aquí?

–Le vi hace un momento. En su papel de chaperón estaba comprometido en lograr que se mantuviera la apropiada distancia entre los bailarines. Cuatro dedos, creo, en el punto de mayor cercanía. El señor Nitely estaba diligentemente comprobando esas medidas.

–Muy bien. Oh, había olvidado preguntar sobre el ponche, ¿es alcohólico? El alcohol puede afectar adversamente el trabajo del principio amatogénico.

Alexander, a pesar de la tristeza de su corazón, encontró el ánimo de negar la calumnia no intencionada sobre su clase.

–¿Alcohólico, profesor? Este ponche está hecho con los principios firmemente sostenidos por los jóvenes estudiantes del colegio. Contiene solamente jugos de frutas, azúcar refinada, y una cierta cantidad de cáscara de limón… suficiente para estimular, pero sin embriagar.

–Bien –dijo el profesor–. Ahora le he agregado a la hormona un sedante diseñado para poner a dormir a los sujetos del experimento un corto tiempo mientras la hormona trabaja. Una vez hayan despertado, la primera persona a la que vean… claro, del sexo opuesto… inspirará al individuo un ardor puro y noble que solamente terminará en matrimonio.

Entonces, y como era casi medianoche, caminó entre las parejas felices, todas bailando a cuatro dedos de distancia, hacia el recipiente de ponche.

Alexander, deprimido hasta las lágrimas, salió a un balcón. Mientras lo hacía, extrañaba a Alice, quien ingresaba al salón de baile por otra de las puertas.

–Medianoche –gritó una voz alegre–. ¡A brindar! ¡A brindar! ¡A brindar por la vida que tenemos por delante!

Se aglomeraron alrededor del recipiente del ponche: las pequeñas copas pasaron de mano en mano.

–Por la vida que tenemos por delante –gritaron y con el entusiasmo propio de jóvenes estudiantes tragaron la mezcla de puro jugo de frutas, azúcar, cáscara de limón, con –por supuesto– el sedante principio amatogénico del profesor.

Mientras los vapores se metían en sus cerebros, fueron cayendo lentamente al piso.

Alice se quedó parada, sola, sosteniendo su trago, con los ojos llenos de incontenibles lágrimas.

–Oh, Alexander, Alexander, aunque dudes, aún eres mi único amor. Deseas que beba y beberé –y entonces, graciosamente, se desplomó.

Nicholas Nitely había ido en busca de Alexander porque le interesaba su cálido corazón. Lo había visto llegar sin Alice y lo único que pudo imaginar fue que una pelea de amantes había sucedido. No sintió que hubiese ningún problema en dejar que la fiesta siguiese sin él. No era una fiesta de jóvenes salvajes, sino una de buenos colegiales de buenas familias. Podían observar perfectamente lo del límite de los cuatro dedos, como había comprobado.

Encontró a Alexander en el balcón, mirando malhumorado hacia un cielo pleno de estrellas.

–Alexander, muchacho. –Puso su mano sobre el hombro del joven–. No pareces tú mismo. Dejar lugar a la depresión… Bueno, mi joven amigo, bueno.

La cabeza de Alexander giró al sonido de la voz del viejo.

–Es una cobardía, lo sé, pero suspiro por Alice. He sido cruel con ella y he sido tratado con justicia. Y aún, señor Nitely, si pudiera saber… –puso su mano cerrada sobre su pecho, cerca del corazón. No pudo decir más.

–¿Piensas que yo –dijo Nitely con tristeza–, por no estar casado, desconozco las emociones del alma? Te desilusionaré. Ha pasado tiempo desde cuando yo también supe del amor y de corazones rotos. Pero no hagas lo que yo, ni permitas que el orgullo evite la reconciliación. Búscala, mi amigo, búscala y pide disculpas. No te conviertas en un soltero solitario como yo mismo. Pero, disculpa, te estoy presionando.

La espalda de Alexander se enderezó.

–Me dejaré guiar pos sus palabras, señor Nitely. La buscaré.

–Entonces ve adentro. Apenas antes de salir la vi allí.

El corazón de Alexander dio un salto.

–Es posible que ella me esté buscando ahora. Iré… pero no. Vaya usted primero, señor Nitely, mientras me recupero. No quiero que vea mis lágrimas femeninas.

–Por supuesto, mi muchacho.

Nitely se detuvo en la puerta mirando hacia el salón de baile asombrado. ¿Había ocurrido una catástrofe universal? Cincuenta parejas estaban sobre el piso, algunas montadas sobre otras indecorosamente.

Pero antes de decidirse a mirar si estaban muertos, o presionar la alarma de incendios, o llamar a la policía, o algo, se estaban despertando, intentando ponerse de pie.

Solamente una persona quedaba en el piso. Una chica solitaria de blanco, con el brazo doblado debajo de su cabeza. Era Alice Sanger y Nitely se acercó a ella, ignorando el llamado de otros.

Cayó de rodillas.

–Señorita Sanger. Mi querida señorita Sanger. ¿Está herida?

Ella abrió los ojos lentamente y dijo:

–¡Señor Nitely! No me había dado cuenta de que usted es una verdadera visión de hermosura.

–¿Yo? –Nitely miró hacia atrás con horror, pero ella se estaba levantando y tenía en los ojos una luz que Nitely no había visto en treinta años, y aún entonces muy débil.

–Señor Nitely –dijo–, ¿va usted a dejarme?

–No, no –dijo Nitely confundido–. Si me necesita me quedaré.

–Lo necesito. Lo necesito con toda mi alma y mi corazón. Lo necesito como las sedientas flores necesitan el rocío de la mañana. Lo necesito a usted como la Thisbe de la antigüedad necesitaba a Pyramus.

Nitely, aún queriendo retirarse, miró alrededor para ver si alguien más podía escuchar esta declaración tan inusual, pero nadie más parecía prestar atención. Apenas pudo darse cuenta de que el aire se estaba llenando de otras declaraciones de igual tono, y que algunas eran más directas y enfáticas.

Se quedó con la espalda apoyada contra la pared y Alice se acercó a él, tanto que rompió la regla de los cuatro dedos en añicos. Rompió, para decir verdad, la regla de ningún dedo, y ante el resultado de la mutua presión algo indefinido pareció apropiarse de Nitely.

–Señorita Sanger, por favor.

–¿Señorita Sanger? ¿Soy señorita Sanger para ti? –exclamó Alice apasionadamente–. ¡Señor Nitely! ¡Nicholas! Hazme tuya. Alice, tuya. Cásate conmigo. ¡Cásate conmigo!

Todo alrededor era un grito de:

–¡Cásate conmigo. Cásate conmigo!

Y los jóvenes se amontonaron alrededor de Nitely, ya que ellos sabían que era juez de paz. Gritaban:

–¡Cásenos, señor Nitely! ¡Cásenos!

Solamente podía responder:

–Necesito sus licencias.

Se apartaron para permitirle salir en busca de esos papeles. Solamente Alice lo siguió.

Nitely encontró a Alexander en la puerta del balcón y lo hizo volver hacia el aire fresco. El profesor Johns se acercó a ellos en ese momento.

–Alexander. Profesor Johns –dijo Nitely–. Algo extraordinario ha ocurrido…

–Sí –dijo el profesor con su apacible rostro brillando de alegría–. El experimento ha sido un éxito. El principio es más efectivo sobre el ser humano, de hecho, que sobre cualquier animal de experimento. –Notando la confusión de Nitely, explicó lo que había ocurrido en frases vibrantes.

Nitely escuchó y murmuró:

–Extraño, extraño. Hay cierta familiaridad en esto.

Presionó su nuca con los nudillos de ambas manos, pero no ayudó.

Alexander se acercó a Alice gentilmente, ansiando estrecharla contra su fuerte pecho, sin conocer aún que ninguna joven permitiría esa expresión emocional de alguien que aún no ha sido perdonado.

–Alice, mi perdido amor –dijo–, si en tu corazón aún puedes encontrar…

Pero se alejó de él, evitando sus brazos aunque expresaban una súplica y dijo:

–Alexander, bebí el ponche. Era tu deseo.

–No debiste. Estaba equivocado, equivocado.

–Pero lo hice, ¡oh! Alexander, y nunca seré tuya.

–¿Nunca serás mía? Pero, ¿qué significa eso?

Y Alice, aferrada al brazo de Nitely ávidamente:

–Mi alma está unida indisolublemente a la del señor Nitely, la de Nicholas, digo. Ya no puedo contener mi pasión por él… o sea, mi pasión por casarme con él. Arrasa mi ser.

–¿Tan falsa eres? –lloró Alexander, sin poder creerlo.

–Eres cruel al decirme ‘falsa’ –dijo Alice entre sollozos–. No puedo entenderlo.

–Claro que no –dijo el profesor Johns, que había estado escuchando con gran consternación, después de dar explicaciones a Nitely–. Apenas si ella podrá entenderlo. Es simplemente una manifestación endocrinológica.

–Por supuesto que lo es –dijo Nitely, luchando con sus manifestaciones endocrinológicas–. Eso, eso, mi… mi querida. –Tocó la cabeza de Alice de una manera muy paternal y cuando ella levantó su atractivo rostro hacia él, desfalleciente, consideró si podría ser considerado un gesto paternal, o de buen vecino, presionar esos labios con los suyos, con pasión pura.

Pero Alexander lloró, con el corazón desesperado:

–Eres falsa, falsa… falsa como Cressid –y salió disparado de la habitación.

Y Nitely se habría marchado detrás de él, pero Alice lo había sujeto del cuello y posado sobre sus labios un beso que no era para nada el de una hija.

No era ni siquiera el de una vecina.

 

Llegaron a la pequeña casa de soltero de Nitely, con su serio cartel de Justicia de Paz en viejas letras inglesas, con su aire de paz melancólica, su serenidad, con su pequeño hogar sobre el que el brazo izquierdo de Nitely colocó la pequeña pava (el brazo derecho estaba firmemente aferrado por Alice, quien, con la astucia que dan los años, había elegido ese como el método seguro de hacer imposible una repentina escapada de él a través de una puerta).

El estudio de Nitely podía verse a través de la puerta abierta del comedor, con los muros cubiertos de libros de estudio y entretenimiento.

Otra vez, la mano de Nitely (su mano izquierda) fue a la frente.

–Mi querida –dijo a Alice–, es asombrosa la manera… si pudieras aflojar apenas un poco, mi niña, de modo que la circulación se restablezca… la manera en que persiste en parecerme que esto ya ha ocurrido antes.

–Seguramente nunca antes, mi amado Nicholas –dijo Alice, inclinando la rubia cabeza sobre su hombro, y sonriéndole con una tímida ternura que hacía su belleza tan hechicera como el brillo de la luna sobre aguas tranquilas–, no puede haber existido un mago moderno tan maravilloso como nuestro inteligente profesor Johns, un brujo tan moderno.

–Un brujo tan… –Nitely se enderezó tan de repente que levantó a Alice una pulgada del piso–. Claro, eso debe ser. Que el demonio me lleve si no ha sido así. (En algunas escasas ocasiones, y bajo la presión de emociones fuertes, Nitely utilizaba lenguaje grosero).

–Nicholas. ¿Qué pasa? Me asustas, querubín.

Pero Nitely caminó rápidamente hacia su estudio y ella tuvo que correr tras él. Su rostro estaba pálido, los labios apretados, mientras tomaba un libro del estante y soplaba el polvo de manera reverente.

–Ah, –dijo con tristeza–, cómo he olvidado mis inocentes alegrías de juventud. Mi niña, en vista de la continuada incapacidad de mi brazo derecho, ¿serías tan gentil y pasar las páginas hasta que te diga que te detengas?

Juntos se arreglaron, en algo como un acuerdo prenucpial, él sujetando el libro con su brazo izquierdo, ella dando vuelta las páginas con el derecho.

–¡Estoy en lo cierto! –dijo Nitely con repentina energía–. Profesor Johns, mi amigo, venga aquí. Es la más asombrosa coincidencia… un atemorizante ejemplo de esos poderes misteriosos que nos sacuden con ocultos propósitos.

El profesor Johns, quien se había preparado su propio té y lo estaba sorbiendo lentamente, como correspondía a un discreto caballero de hábitos intelectuales en presencia de dos ardientes amantes que se habían retirado a la habitación contigua, respondió:

–Realmente, ¿desea mi presencia?

–Claro que sí, señor. Recurro a una consulta respecto de sus asuntos científicos.

–Pero está en una posición…

–¡Profesor! –gritó Alice, desmayada.

–Mil perdones, mi querida –dijo el profesor Johns entrando–. Mi viejo y enredado cerebro está lleno de fantasías ridículas. Hace tiempo que… –y terminó de un solo trago el té (que lo había preparado fuerte) y se recuperó.

–Profesor –dijo Nitely–. Esta querida niña hizo referencia a usted como un brujo moderno y eso llevó inmediatamente mi cabeza a El Brujo, de Gilbert y Sullivan.

–¿Qué –preguntó el profesor Johns suavemente–, son Gilbert y Sullivan?

Nitely levantó la vista hacia arriba, como con intención de calcular la dirección del relámpago inevitable y evitarlo. Dijo, en un áspero susurro:

–Sir William Schwenck Gilbert y sir Arthur Sullivan escribieron, respectivamente, la letra y la música de las mejores comedias musicales que el mundo jamás vio. Una de éstas se titulaba El Brujo. En ella, también, era empleado un filtro: uno de alta moral que no afectaba a personas casadas, pero que logró alejar a la heroína de su hermoso amante hacia los brazos de un hombre mayor.

–Y –preguntó el profesor Johns–, ¿podían los sujetos recordarlo?

–Bueno, no. -realmente, mi querida, los movimientos de tus dedos en la región de la nuca, mientras me brindan un cúmulo de sensaciones innegablemente placenteras, realmente me distraen- Hay una reunión de los amantes jóvenes, profesor.

–Ah –dijo el profesor Johns–. Entonces, en vista de la semejanza tan cerrada entre la ficción y la vida real, es posible que la solución en la comedia podría ayudar a reunir a Alice y a Alexander. Al menos, creo que usted no desea ir por la vida con su brazo permanentemente inutilizable.

–No deseo ser reunida –dijo Alice–. Solamente quiero a mi Nicholas.

–Habría algo que decir a ese refrescante punto de vista –dijo Nitely–, pero, uh, la juventud debe ser atendida. Hay una solución en la comedia, profesor Johns, y es por esa razón que particularmente he querido hablar con usted. –Sonrió con una suave benevolencia–. En la comedia, los efectos de la poción eran completamente neutralizados por las acciones del caballero que administró la poción en primer lugar: en otras palabras, el caballero análogo con usted.

–¿Y esas acciones eran?

–¡Suicidio! ¡Simplemente eso! De alguna manera no explicada por los autores, el efecto de este suicidio fue el de romper el…

Pero el profesor Johns había recuperado el equilibrio y decía en el tono más sepulcral que se podía imaginar:

–Mi querido señor, puedo asegurar que, a pesar del afecto que siento por los jóvenes envueltos en este triste dilema, no puedo, bajo ninguna circunstancia, consentir en una autoinmolación. Ese proceder puede ser extremadamente eficaz en conexión con pociones de amor de origen ordinario, pero mi principio amatogénico, puedo asegurar, será definitivamente no afectado por mi muerte.

–Me lo temía –suspiró Nitely–. Y como comentario al margen, el final de la comedia es muy pobre, posiblemente el más pobre de la serie –y miró hacia arriba en una muda apología al espíritu de William S. Gilbert–. Está sacado de un sombrero. No está bien fundamentado dentro de la obra. Castiga a un hombre que no merece ser castigado. Además, es completamente indigno del poderoso genio de Gilbert.

–Es posible –dijo el profesor Johns– que no haya sido de Gilbert. Tal vez algún chapucero intervino y fastidió el trabajo.

–No hay constancia de ello.

Pero el profesor Johns, con la mente científica excitada por un enigma no resuelto, dijo:

–Podemos probarlo. Estudiemos la mente de este… este Gilbert. Escribió otras comedias, ¿verdad?

–Catorce, en colaboración con Sullivan.

–¿Hay otros finales que resuelven situaciones análogas de maneras que son más apropiadas?

Nitely asintió.

–Una, ciertamente. Hay una Ruddigore.

–¿Quién fue?

–Ruddigore es un lugar. El personaje principal es revelado como el verdadero barón maligno de Ruddigore y está, por supuesto, bajo una maldición.

–De eso estaría seguro –murmuró el profesor Johns, quien se dio cuenta de la eventualidad de que frecuentemente acontecía a los malos barones que les servían bien.

–La maldición –siguió diciendo Nitely– lo impulsaba a cometer un crimen o más por día. No podía pasar un día sin un crimen, o moriría en medio de una agonía llena de torturas.

–Qué horrible –murmuró Alice.

–Naturalmente –dijo Nitely–, nadie puede pensar un crimen por día, de modo que nuestro héroe estaba obligado a utilizar su ingenuidad para burlar la maldición.

–¿Cómo?

–Él razonó: si deliberadamente se rehusaba a cometer un crimen, estaba causándose la muerte por sus propios actos. En otras palabras, estaba suicidándose, y el suicidio es, por supuesto, un crimen… de modo que él cumplía con las condiciones de la maldición.

–Ya veo, ya veo –dijo el profesor Johns–. Es obvio que Gilbert cree en la resolución de los asuntos llevándolos hasta sus conclusiones lógicas –cerró los ojos, y su noble frente claramente se hinchaba con las olas de numerosos pensamientos que contenía.

Abrió sus ojos.

–Nitely, viejo amigo, ¿cuándo se dio por primera vez El Brujo?

–En mil ochocientos setenta y siete.

–Entonces es eso, mi querido amigo. En mil ochocientos setenta y siete estamos en la época victoriana. La institución del matrimonio no era cuestión de los escenarios. No era un asunto cómico en aras del argumento. El matrimonio era santo, espiritual, un sacramento…

–Ya es suficiente –dijo Nitely– de esta retórica. ¿Qué tiene en mente?

–Matrimonio. Cásate con la chica, Nitely. Casa a todas las parejas, y eso será todo. Creo que era la solución original de Gilbert.

–Pero eso –dijo Nitely, extrañamente atraído por el concepto– es precisamente lo que tratamos de evitar.

–Yo no –dijo Alice rotunda (aunque no estaba rotunda, sino, por el contrario, encantadoramente ágil y delgada).

–¿No lo ve? –preguntó el profesor Johns–. Una vez que cada pareja se haya casado, el principio amatogénico… que no afecta a personas casadas… pierde su poder sobre ellos. Aquellos que han estado enamorados sin la ayuda del principio, permanecen enamorados; aquellos que no, no seguirán enamorados… y en consecuencia se requiere una anulación.

–Cielo santo –dijo Nitely–. Admirablemente simple. ¡Por supuesto! Gilbert debe haber intentado eso hasta que un productor teatral… un chapucero como ha dicho usted… le obligó a cambiar.

–¿Y funcionó? –pregunté–. Después de todo, mencionaste que el profesor había dicho que el efecto sobre los casados era el de inhibir las relaciones extrama…

–Funcionó –dijo Nitely, ignorando mi comentario. Una lágrima tembló en sus pestañas, pero si estaba inducida por sus recuerdos, o por el hecho de que ya estaba en su cuarto gin con tónica, no puedo decirlo.

–Funcionó –dijo–. Alice y yo nos casamos, y nuestro matrimonio fue casi instantáneamente anulado por mutuo consentimiento sobre la base de la presión indebida. Y aún, a causa del incesante acompañamiento del que éramos objeto, el incidente de la presión indebida entre nosotros fue, afortunadamente, virtualmente cero –suspiró otra vez–. De cualquier manera, Alice y Alexander se casaron pronto, y entiendo que ella, como resultado de varios eventos consecuentes, está esperando un niño.

Quitó los ojos de la profundidad que le dejaba el trago, y se sobresaltó, con repentina alarma.

–¡Dios me libre! Ella, otra vez.

Levanté la vista, asombrado. Una visión en azul pastel estaba en la puerta. Imagina, si lo deseas, un hermoso rostro hecho para ser besado; un cuerpo divino hecho para ser amado.

Ella dijo:

–¡Nicholas! ¡Espera!

–¿Es esa Alice? –pregunté.

–No, no. Eso es alguien más: una historia completamente diferente… Pero no debo permanecer aquí.

Se levantó, y con una agilidad notable en alguien de tan avanzada edad y de tanto peso, salió por la ventana. La visión femenina del deseo, con una agilidad apenas menos notable, lo siguió.

Sacudí mi cabeza con simpatía. Era obvio que el pobre hombre era continuamente perseguido por esas beldades quienes, por una razón u otra, se enamoraban de él. Pensando en su horrible destino, terminé mi trago y consideré el hecho de que esas dificultades nunca me habían preocupado.

Y en ese pensamiento, extraño de contar, ordené otro trago, y una exclamación subió a mis labios, sin control.

 

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