miércoles, 22 de noviembre de 2023

La orilla equivocada

Juan Villoro

 

No recuerdo quién me recomendó como maestro. Una tarde estaba frente a la casa de Elena dispuesto a ejecutar mi acto rutinario, el índice en el timbre, los cinco segundos de insistencia digital que me conducen a las sesiones donde los alumnos atropellan a Schumann con mi ayuda.

La razón por la cual toco a puertas ajenas tiene su origen en un episodio ocurrido hace diez años: llegué al Conservatorio Chaikovski a “perfeccionarme” como concertista en el momento en que un virtuoso que casi podía ser mi hijo presentaba un examen de salida. El encuentro con ese espíritu incendiario me reveló hasta qué punto mis tentativas pertenecían a los hombres comunes. El virtuoso del que hablo se suicidó hace poco, genial y millonario. Yo seguí una módica trayectoria: demasiadas clases a la semana y de vez en cuando un concierto en una de esas salas de la ciudad de México que saben pactar tan bien con el misterio (nadie se entera de que toco, mis notas caen como hojarascas sobre la veintena de espectadores).

Mi situación era apremiante al llegar a casa de Elena. No esculco las fibras sensibles del lector; mis penurias eran de una crueldad objetiva: perdí tres alumnos aquella semana, la crisis económica se ha ensañado con una profesión cuyo único producto es una música a destiempo.

Cuando se abrió la puerta me encontré con una sirvienta envuelta en un rebozo de un incierto color morado. Pasamos por una sala atiborrada de objetos y subimos las escaleras hasta llegar a una puerta de madera pintada de gris. Se oyó una tos del otro lado.

Entramos a una habitación de buen tamaño. En el centro había un hombre encorvado sobre una mesa llena de tornillos y engranajes. Tenía una lupa de relojero en el ojo. Cuando se volvió hacia mí me encontré con una pupila tan hinchada que pensé en mariscos y desvié la vista hacia los cuadros en la pared. Hubiera sido necesaria una linterna para distinguirlos con precisión (fondos muy oscuros, apenas iluminados por los distantes rayos de soles mitológicos), pero me pude dar cuenta de que todos representaban abusos militares. A mi izquierda había una vitrina con uniformes, sables, una cantimplora atravesada por las balas.

–Le pegué a trescientos metros –el hombre se dio cuenta de que mi vista se detenía en el aluminio asesinado–. Soy el general Garmendia, para servirle.

Ya libre de su lupa, se levantó y caminó hacia mí. Esta ocupación debió durar unos segundos, pero él se encargó de que fuera larguísima. Se detuvo a toser, sacó un pañuelo, se lo llevó a la boca, desvió la vista a la ventana, le pidió a la sirvienta que cerrara las persianas.

–Mis ojos se debilitan, apenas resisto la luz del sol.

Parecía perdido en el centro de la habitación. Al cerrar los ojos produjo dos mínimas arrugas. Se pasó la lengua por los labios.

–Bienvenido, mi amigo –me dijo al fin, y el apretón fue muy breve a causa de la tos. El general era muy pequeño: sentí las salvas de su bronquitis en mi pecho. Tosía con las manos en la espalda, una postura ideal para desahogarse. Luego supe que ésta era una molestia independiente.

–Ay, el lumbago, ayúdeme, joven –mantuvo la mano izquierda en la espalda y con la derecha me señaló un sillón de cuero. Lo ayudé a sentarse. No quise perder más tiempo y le dije que estaba dispuesto a darle clases a su hija, tal y como me lo pidió por teléfono.

–No hable tan alto, ¿quiere?

–Si le parece podemos empezar con dos clases a la semana.

–Así está mejor –obviamente se refería a mi voz, cuando insistí en el tema de las clases me dijo:

–Esos problemas arréglelos con mi hija, yo ya no estoy para esos trotes.

Se sumió en el asiento, los ojos cerrados y las manos afianzadas a los bordes de cuero, como si esperara una repentina sacudida. Se diría que sus nervios se destrozaron con innumerables campañas militares, el hecho de que México fuera un país sin guerras parecía un asunto secundario. Mis palabras eran detonaciones de artillería, el sol reventaba en esquirlas frente a sus ojos. Quizá por alejarse tanto del prototipo militar me pareció simpático.

Estreché su mano en medio de un renovado ataque de tos y salí del cuarto.

–Siéntese, ahorita viene la niña –me dijo la sirvienta cuando llegamos a la sala.

Mi trabajo me reporta un beneficio secundario, acaso más importante que mi abreviado sueldo: la continua promesa de contactos con mujeres (la niña sentada en mi regazo, la blanda cuarentona siempre dispuesta a confundir el teclado con el muslo de su maestro, la adolescente nerviosa y sin embargo incapaz de los mismos errores). Lo primero que noté en Elena es que tenía una estrecha relación con el piano. En efecto: lo odiaba. Confieso que me dio gusto ser el responsable de ese aparato de tortura. Le dije que la clase costaba cuatrocientos pesos.

–Eso lo tiene que decidir mi papá.

Subió corriendo la escalera. El general demostró ser tan tacaño como hipocondríaco. Elena regresó con un papel garabateado: “125 pesos”. Hubiera preferido una cifra más redonda, digamos cien pesos, los veinticinco restantes delataban demasiado mi miseria.

Elena había tomado clases con alguien que la enseñó a leer partituras con fluidez, si así se le puede llamar a tocar a Haydn en tal forma que suene a Rachmaninof. Pasé semanas enteras tratando de revelarle alguna conexión entre el teclado y los pedales.

En mi primera visita me pareció que la sala estaba saturada de muebles. Después me di cuenta de que el mobiliario no era excesivo, pero seguía el criterio decorativo de un bazar. Le pregunté a mi alumna dónde habían comprado los sillones.

–Creo que en China. Mi papá trabajó en un chorral de embajadas.

La sala tenía, en efecto, el toque de confusión de una familia que ha vivido en demasiados países. Pude rastrear traslados de Pekín a Moscú y de Moscú a Nueva Delhi. Los muebles de madera prensada me hicieron dudar entre el socialismo y las ofertas norteamericanas. Todos los objetos se agredían. El samovar parecía una tosca fuente de plomo al lado del biombo de papel dorado, el Buda sonreía a duras penas sobre su meseta de aserrín.

Pensé en los efectos negativos de una disciplina militar aunada a la inestabilidad de los traslados, pensé en los ojos de Elena, que parecían esperar algo distinto de lo que veían. Como de costumbre, pensé demasiado. Elena mandaba en la casa con la más arbitraria soberanía. Su madre murió en Pekín y el general decidió regresar a México con su hija única, y más que a México a su cuarto (sólo su tos salía de la recámara como un rasposo contrapunto a nuestra música). Elena tiranizaba a la sirvienta y al soldado raso que iba a hacer la limpieza. Poco a poco su mirada me empezó a parecer regida por el reproche: las cosas se equivocaban mucho ante sus ojos.

Un martes en la tarde me encontré con el piano cerrado.

–Te hice unas galletas –Elena me tomó de la mano y me llevó a una mesa donde había pastelitos y galletas suficientes para alimentar a un regimiento (esto resultó literalmente cierto: muchos pasteles no se podían tocar porque tenían tarjetas con nombres y rangos militares). Al poco rato, el soldado que hacía las veces de mozo llegó por unas tartaletas de fresa para un teniente coronel y un sargento primero.

–¿Ya despachaste los otros?

–Sí, señorita.

Esa tarde no hicimos otra cosa que comer pasteles. Al fondo de la sala había unos grandes ventanales que daban a un jardín con jazmines y geranios. Elena no quiso encender la luz y pude ver las sombras ansiosas de las plantas alterando los disímbolos muebles de la casa; en la penumbra, todo cobraba la lujosa opacidad de la caoba. El vestido de Elena era lo único claro y distinto. La vi caminar a la cocina para buscar más té, unas galletas recién horneadas. La falda tableada color celeste, las calcetas blancas, las rodillas apenas más oscuras hicieron que mi mente deambulara por un vitaminado romanticismo. Imaginé un lirio quebrado en un estanque, una colina de nieve bañada por la luz que no derrite, un delgado charco en el centro del patio donde se refleja la luna.

El hecho de pensar que Elena podía ser algo hermoso si se veía desde la distancia adecuada fue, aunque suene paradójico, un acercamiento de mi parte. No lo he dicho: Elena era fea. En un principio me agradó maltratar con el piano a esa antipática criatura. A partir de la tarde de las galletas entreví otras posibilidades: el rostro paliducho, los ojos hundidos y los labios gruesos estaban en una peligrosa frontera: pronto sería un esperpento o una exótica belleza.

El soldado llegó por más pasteles. Elena le pidió que probara uno. Escuchamos un crujido que a mí me produjo escalofríos y a ella mucha risa. El soldado sacó un trozo de diente y una piedra de su boca.

–Pa’ que te pongas otro diente de oro –le dijo Elena.

En verdad tenía una dentadura blindada. Me fijé en esto cuando dijo:

–La voy a acusar con mi general.

–Ya sabes que no te recibe.

El soldado tomó los pastelitos. Sus ojos pulidos por el coraje brillaban en la penumbra. Salió del cuarto.

–¿Por qué sólo se lleva dos? –le pregunté a Elena.

–Son sus órdenes. Sólo puede repartir los pasteles de dos en dos.

–¿Por qué?

–Para fregar, ¿qué no entiendes?

La próxima vez mastiqué esperando encontrar vidrios. Pero ella había decidido perdonarme; me sobornaba con galletas y pasteles para aplazar las clases. Ejecutábamos un par de ejercicios, dejando un rastro pegajoso en el teclado.

Elena insistía en no prender la luz, abría las ventanas y la tarde se desintegraba en una penumbra perfumada y homogénea, sólo alterada por las ramas que vacilaban con el viento y la sombra morada de la sirvienta que llegaba a recoger los platos.

Muchas de mis lecciones terminan en una cercanía de la que, lo juro, casi nunca soy responsable. La filóloga de medias negras me obligó a poseerla desde la primera sesión en el banquillo del piano (demasiado ancho, quizá construido ex profeso), la voluptuosa inglesa me contrató para acompañarla mientras cantaba madrigales, un amplio escote frente a mis ojos, la piel pecosa enrojeciendo en tal forma que era menester estrecharla o desmayarse. Ninguna de mis alumnas es una belleza, la mejor puede ser descrita como “meramente guapa”, pero he llegado a un nivel de cómoda neurosis: me gusta que me acosen, las mujeres se orientan en mi vida como una conspiración necesaria. Si no añado un elemento la trama sería incomprensible: soy muy guapo. Es una confesión antipática, lo sé, pues odio a todos los hombres más guapos que yo.

Pensé que las galletas de Elena eran el primer signo de interés de su parte. Me resistí a creer que se trataba tan sólo de un truco para no tocar.

La tos del general descendía hasta nosotros; era obvio que él podía saber si tocábamos o no. A medida que los períodos de silencio se hicieron más extensos, empecé a sentir que traicionaba su confianza. Pero Elena se volvía cada vez más importante. Sus tartaletas eran excelentes. Su rostro en proceso de esperpento o belleza exótica me hacía pensar en la decepción o el orgullo con que el futuro iba a revalorar esa conquista. ¿Qué interés podía tener en aquellas facciones que tal vez sólo dentro de unos años revelarían su hermosa asimetría? El mismo que puede tener un virtuoso en volver a tocar con perfección una esquiva frase musical. Disfrutaba anticipando el acoso de Elena. La tos me parecía entonces un doble reproche a nuestro piano en silencio y a la conquista a punto de ocurrir.

Una tarde, entusiasmado por un repentino progreso de Elena al pasar con delicadez sobre Chopin, le dije que quería hablar con su padre.

–No sé si pueda recibirte.

Aprovechó para robarse quince minutos de clase. Finalmente regresó con un cacharro en la mano. Era un reloj a medio componer. Me tendió un papel con la enferma caligrafía del general: “¿Cómo quiere que termine con tantos problemas?”

Desde entonces no volví a importunar al relojero. Pasaron semanas sin que yo pudiera salvar la distancia, los infinitos tres metros que me separaban de Elena cuando tomábamos el té.

Cada vez tenía menos motivos para recibir mis ciento veinticinco pesos. Al general le importaba un bledo que tocáramos o no, los progresos de Elena eran engañosos (había acariciado a Chopin como a un amante al que se está a punto de traicionar una vez más), a cada rato me apretaba las manos, evitando que la corrigiera:

–Ya sé cómo es, no friegues –y el apretón iba seguido por otro en la mejilla que me dejaba la sensación de haberme rasurado frente al piano.

Además, nuestra relación empezaba a describir una ronda casi insoportable: mientras más difícil era acercarse a Elena, más me interesaba, y más me decepcionaba que no sintiera mi influjo, privándome de mi eterna revancha: ser al menos un virtuoso del banquillo.

Entonces apareció el otro.

La sirvienta abrió la puerta un jueves en la tarde y me condujo a la sala. Esperé diez minutos. Al asomarme a una de las ventanas del jardín entreví dos siluetas entre las sombras de los árboles. Se besaron. Fue un beso largo y despacioso, un desagradable adagio de las bocas. Me chocaron esas manos delgadas que tomaban la nuca de Elena como si fuera un pesado recipiente.

Del día sólo quedaba un listón anaranjado en el cielo; pronto se convirtió en una oscura ruina. Cuando volví a ver el jardín, Elena caminaba hacia la casa. El hombre debió salir por la puerta trasera.

–No sabía que estuvieras aquí.

No pude evitar la vista de sus labios, que me parecieron enrojecidos. En la clase acostumbro usar un lápiz para llevar el compás y tener las manos ocupadas. Esa tarde el lápiz fue a dar muchas veces a los pedales.

–¿Qué te pasa?

–Me siento mal. Ando un poco resfriado –y produje una mala imitación de la tos de su padre.

Elena no usaba esmalte de uñas. Lo extraño es que ese día tenía esmaltado el dedo meñique. Lo vi pasar sobre el teclado, un punto en flotación, un brillo tan molesto que al rato era lo único que veía. Elena se redujo a ser ese meñique desquiciado.

Esa tarde me dio helado en barquillo. Me gusta mucho la nieve de guanábana, pero por alguna razón no me supo a nada, era como sorber un hielo poroso. El que tomaba Elena parecía mejor. La vi extraer las últimas gotas con fruición, dejando el barquillo intacto. Luego sujetó el cono con los labios, como si le hubiera crecido un pico. Su cuerpo desembocaba en aquel pico intolerable.

Salí de su casa con mi tos fingida. Tomé un camión sin rumbo fijo. La ciudad me pareció una suma imperfecta de ciudades independientes. Me bajé en un barrio entre lunar y suburbano. Caminé entre lotes baldíos, de vez en cuando me encontraba con un búngalo que parecía tener media hora de construido. Acepté la cafetería como una afortunada imposición, un local de plástico y ventanas grandes como vitrinas que en otra ciudad hubiera sido un coágulo artificial pero que en aquel páramo resultaba un oasis.

Me extravié frente a una taza de café. De pronto oí una voz presurosa. Alcé la vista y me encontré con un compositor al que conocía superficialmente. Había interpretado algunas de sus obras. La música de vanguardia es para mí un escándalo distante, una tempestad que no me toca. Sin embargo a veces me veo obligado por instituciones entre culturales y de beneficencia a promover el estrépito de algún joven autor. Suelo aceptar con la misma resignación con que me pondría mi corbata de motas guindas para ir a una boda.

No esperó a que le ofreciera asiento, antes de bajarse el zíper de la chamarra ya me estaba impartiendo una conferencia. Sus piezas son muy breves, pero las explicaciones de por qué las notas suben y bajan como elevadores averiados pueden durar semanas. Traté de distraerme viendo a una atractiva muchacha con insólitos zapatos color de rosa. Al cabo de un rato sólo veía los zapatos. Estaba resuelto a no escuchar, no quería que su conversación se me impusiera como sus febriles composiciones. Pero cuando empezó a hablar del sueño dejé de ver las rosadas cristalizaciones en los pies de la muchacha. Abreviaré la pesadilla que me contó: yo le daba clases a una adolescente, me enamoraba de ella, pasión irrefrenable, taquicardia, forcejeos, mis labios vampirescos en pos de su cuello, empellones, Elena caía de espaldas, se desnucaba con el borde de una mesa, mi único heroísmo era no escapar, el padre me apresaba por la espalda.

Se me quedó viendo como si me hubiera hecho un regalo. Me impresionó menos que soñara conmigo a que los datos coincidieran con Elena. La despedida fue desagradable: el compositor suda en exceso, las gotas improvisan un bigote sobre sus labios y sus manos están tan húmedas que el día en que dirija un concierto la batuta saldrá disparada rumbo al público. Fui a la caja, salí a la oscuridad que casi me pareció protectora.

Cancelé la clase del martes. El jueves hablé para decir que seguía con gripe. Lo sé, estaba celoso de una mujer que sólo me gustaba a medias. ¿Qué mérito puede haber en conquistar a una muchacha probablemente destinada a perder la virginidad con un adolescente que se distingue por su apodo y sus dientes enfrenados o un cadete con el pelo cortado como un césped? Pensé en no volver. Me pagaban una bicoca por no hacer nada. Elena era tan indiferente a mis clases como a mis facciones. Sin embargo fue precisamente esto lo que al cabo de una semana me animó a regresar. Sentí un mórbido deseo de volver al sitio donde, pasara lo que pasara, yo existía sin consecuencias.

Desde mi llegada noté una obra extraña en el piano. Iba a preguntar por la partitura cuando Elena llegó con un pastel en forma de corazón. Me dijo que era 14 de febrero. Su coquetería me molestó, ¿qué necesidad tenía de fingir con esas galantes rebanadas?

La vista de un objeto untuoso en la mesa de centro interrumpió mis mordiscos. Tuve que acercarme para saber que se trataba de una muy gastada cartera de piel de cocodrilo. Por primera vez me di cuenta del ruido que ella hacía al comer. De pronto recordé la nerviosa masticación del compositor. La cartera en la mesa me pareció entonces un resultado de sus húmedos dedos. La vi a los ojos y su mirada no me pareció incierta, ahora era yo quien buscaba algo más en la sala (nunca las huellas digitales en la mesa de laca china me inquietaron tanto). Le pedí que tocáramos un rato.

Coloqué un nocturno sobre el piano, pero fue inútil. Había estrepitosos fragmentos insertados en la partitura.

Las notas cayeron sobre mí como la nieve que me hirió la cara al salir del Conservatorio Chaikovski, frías lentejuelas que se depositaban en mi rostro atractivo y fracasado.

Esa noche tuve una pesadilla demasiado vívida, de alguna manera yo sabía que soñaba. Avancé en mi sueño como en las aguas muertas de una alberca. Lo único importante era llegar al otro lado. Algo me retenía en ese denso elemento. Aguas sin contornos, la orilla que no llega. Vi a Elena en la dispar escenografía de su casa; por primera vez las luces estaban encendidas y pude contemplar las siniestras sombras de tantos objetos que se repudiaban entre sí. En realidad se trataba de una versión en interiores de la escena del jardín. De nuevo las bocas imantadas. Pero ahora podía ver con claridad que el hombre del jardín era el compositor. Supe que sólo llegaría al otro lado de mi sueño causando una disputa. Elena gritó mientras nosotros nos golpeábamos con la abusiva sobreactuación de las pesadillas. La mesa fatal del sueño del compositor también selló el mío, sólo que en este caso fue él el desnucado. Agradecí la progresiva oscuridad que eliminó las sombras y transformó el rostro de mi oponente en una mancha oscura, casi agradable. Desperté al fin, a salvo, exhausto, en la ansiada orilla de mi sueño.

El día me trajo algunos otros jirones de la pesadilla. El compositor aparecía con traje gris perla, muy a mi pesar trabajaba en su favor, mejorando su atuendo.

Llovió toda la tarde y llegué a casa de Elena con una gabardina que olía a rancio. Iba a decirle que era nuestra última clase. Tenía un aspecto tan descompuesto que la sirvienta dio un salto al abrirme la puerta. Me vi en un espejo de óvalo y traté de corregir el accidente que era mi pelo.

En la sala me encontré a Elena, descalza, las uñas con tierra delataban que había estado en el jardín. En su mano, brillaba el dedo meñique.

–Uy, estás helado, siéntate en lo que te hago un tecito.

Después de tres tazas tuve que ir al baño. Al regresar sentí una bofetada de aire frío. Las ventanas del jardín estaban abiertas, el viento entraba acompañado de hojas secas, revolviendo el pelo de Elena sobre el rostro del hombre que la besaba. El traje gris le quedaba tan bien como en mi sueño.

Un narrador más dotado sin duda hubiera dicho “fue más de lo que podía soportar”. En efecto, así fue. Corrí hacia Elena y la jalé del brazo. Me disponía a atacar al intruso (después de todo ésa era mi clase), cuando sentí las uñas de Elena en mi espalda. Me volví, tratando de esquivar sus rasguños, hasta que me libré de ella con un puñetazo que me dejó un eco en los nudillos. Este fue el contacto más estrecho entre nosotros. Elena se desplomó siguiendo una inevitable trayectoria. Me lancé para que no se golpeara contra la mesa, pero sólo logré caer sobre el tibio cadáver de mi alumna.

Lloré largo rato entre los disparatados objetos de la sala. No busqué al compositor. Salí de mi pesadilla pero sólo para alcanzar la orilla donde empezaba la del otro. ¿Hasta qué punto soy responsable de la insensata geografía de los muebles, de los relojes siempre descompuestos, de los cuadros que representan batallas oscuras y a los que la tos del general quita el polvo? Lo único seguro es que soy el autor de un crimen pasional. Nada más peligroso, a fin de cuentas, que el fuego pálido de una pasión indefinida. Durante el juicio un curioso pajarraco habló de falta de apego a la realidad. ¡Falso!, en todo caso padezco de un amor excesivo a la realidad: la he inventado. En el encierro uno se permite este tipo de frases. Son pocas las diversiones. Los jueves hay hígado de res; los viernes, peluquería.

Por lo demás, concluí mi actuación en casa de Elena con el humilde heroísmo que me atribuyó el improbable compositor: no hui. Me quedé arrodillado hasta que escuché una tos a mis espaldas.

 

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