Juan Villoro
A
Jaime Nualart
El
vaho se adhería al cristal como una membrana, una piel translúcida entre la
densa calefacción del cuarto y el áspero viento del invierno.
Sofía
se alejó de la ventana.
Estaba
a gusto en ese hotel medio decrépito. La calefacción crujía con gárgaras
resecas y las pantallas de tela verde le daban a la iluminación un tono siempre
indirecto. Una habitación chorreada de sombras y olorosa a toallas húmedas.
No
quiso llegar al Waldorf. La pura imagen del vestíbulo la hacía sentirse en un
baño de burbujas (destellos en fuga, gotas luminosas en los candiles, el
mapamundi en la pared con sus capitales encendidas, joyas auténticas y falsas,
lentejuelas, bisutería).
Se
quitó los zapatos y sintió un delicioso alivio al pasar sus pies sobre la
alfombra. Corrió el zíper de una maleta y se asomaron varias lenguas de franela.
Sólo llevó piyamas, sus camisones no tenían sitio en ese viaje.
Encontró
una revista de espectáculos en la mesa de centro. No le importó que ya hubieran
quitado la obra de teatro que tanto quería ver. Esta vez no iba de safari, no
tenía a quien mostrarle sus trofeos disecados (la nueva, cachonda, coreografía
de Bob Fosse, la deslumbrante retrospectiva de un maestro del cromatismo). Paco
y los amigos habían quedado atrás, irremediablemente atrás. Llorarían su
partida durante los gin tonics del viernes en la tarde.
Encontró
una película que llevaba siglos sin ver. La daban en un cineclub al que nunca
fue con Paco, un sitio que se remontaba a su otra encarnación en la ciudad, a
los tres meses que pasó como estudiante de verano, y la expresión no era
equivocada: si algo estudió fue el clima. Sintió una mezcla de nostalgia y pena
ajena al recordar los tres meses que eran su símbolo de los años sesenta. Se
vio despertando en una azotea colmada de gatos y botellas vacías, el sol caía a
plomo sobre su cuerpo suavemente intoxicado.
Decidió
ir en metro al cineclub. Le gustaba hacer conexiones, estar siempre a punto de
tomar un tren equivocado, algún exprés que la podía depositar a cincuenta
estaciones de su paradero.
En
el vagón fue pensando en su irresponsable viaje a Nueva York, desde los rápidos
preparativos para alejarse del sinnúmero de alfileres que la habían hostigado
en los últimos tiempos hasta su hotel de tres estrellas en la avenida Lexington.
Le tomó dos estaciones recordar esto; lo que en México le parecía un drama
digno del más desesperado de los dramaturgos suecos, se comprimió sin trabas en
el trayecto subterráneo. En unas cuantas escalas del metro, los sobresaltos de
otras épocas perdieron su relieve.
Escuchó
el sonido de sus tacones en la escalera de salida y luego el crujir del hielo
en la banqueta. El invierno cobró forma en la tira de asfalto resbaloso, en el
cielo blanco y duro, en las alas metálicas de las gaviotas.
Sorbió
la humedad que ya se le empezaba a congelar bajo la nariz, se enrolló la
bufanda sobre la boca y las orejas, siguió adelante. Su cara fue un reflejo
rosado en el cristal de una pizzería, una mancha grasosa en un escaparate
apagado.
Pasó
junto a tres muchachos que le gritaron algo: el vaho creció en torno a sus
bocas. Sintió las miradas llorosas que la desabotonaban. En el camellón de la
avenida había dos ancianos noqueados por el alcohol. Parecía inverosímil que la
vida continuara como si nada con ese frío.
Llegó
al cine. Sus dedos entumidos no pudieron contar las monedas. Prefirió sacar un
billete tibio de la bolsa. Calefacción, humedad, algo entre el olor de su hotel
y un mingitorio. Había olvidado las paredes color flamingo, las butacas de pana
raída, los candiles con velas de neón. Se dejó caer en un asiento. Se zafó las
mangas del abrigo. Las luces se apagaron. No logró ver la película. Se quedó
dormida, incómoda, la tela arrugada entre su espalda y el asiento. Cuando
despertó, un hilillo de saliva le llegaba al cuello.
Afuera,
el viento se coló bajo su abrigo. La ciudad tenía el aspecto de irrealidad que
sólo puede tener un paisaje mil veces filmado. Cada objeto pertenecía a una
toma cinematográfica: las escaleras contra incendios, una humeante
alcantarilla, un taxi amarillo enfrenando frente a una masa de peatones. Sólo
el viento era real. No pudo pensar en un nuevo recorrido en metro. Estiró un
brazo, aleteó, estuvo a punto de golpearse con la puerta del taxi.
Antes
de decir su dirección se volvió hacia el cine. Vio a un muchacho junto a la
taquilla. La cara tenía una palidez artificial bajo la marquesina. Sus miradas
se encontraron y por un momento sintió la incómoda chispa de un falso contacto.
Abrió la ventanilla que la separaba del taxista y murmuró el nombre de su hotel.
Despertó
con gripe. Las llaves de la tina, en forma de diminutos timones, reforzaron su
sensación de mareo. Abrió el agua caliente y se arrodilló a respirar vapor. En
eso sonó el teléfono. Hubiera querido aplastarlo. Sin embargo contestó con
suavidad y no se arrepintió: del otro lado surgió un acento alegre y gutural,
las palabras de Liza que se enroscaban como cuentas en la línea telefónica.
Le
dio gusto que registrara su fecha de llegada en medio de los otros compromisos,
los que convertían a Liza en una figura solitaria bajo el baño de los
reflectores. La conoció en el festival que organizaba Paco, una mujer cálida
que sabía olvidarse de su monstruoso virtuosismo en el escenario, con un acento
deliciosamente emigrado que ahora le recomendaba ungüentos, jarabes, pastillas
contra la tos, todo lo necesario para que estuviera sana y salva al día siguiente,
es que preparé una cena para ti, nada del otro mundo, unos cuantos amigos, ah,
me acordé de otras pastillas. Sofía siguió apuntando nombres hasta que de
alguna manera colgó la bocina y se dio cuenta de la horrorosa nube que se había
hinchado en su recámara.
Corrió
al baño, se quemó con el agua, regresó a la recámara y se puso a hojear una
revista húmeda.
De
nada le sirvió tomar tres cafés en el desayuno; al entrar a la farmacia su
cabeza seguía siendo un lingote insoportable. El dictado de Liza no era nada
junto al despliegue de frascos y etiquetas, una cosmogonía del celofán. No supo
qué fue lo que compró y tuvo miedo de confundir las dosis. Aun así tomó varias
cápsulas de colores y unas horribles tabletas con sabor a yeso.
Una
tranquilidad química la ayudó a visitar la exposición. No encontró pinceladas:
los artistas vomitaban, orinaban, salivaban la pintura. Estuvo a punto de
recordar lo que Paco dijo de la action painting en una cena con los
Galván, pero se distrajo al ver a un muchacho que jugaba con una navaja de
bolsillo. Oyó la vibración del resorte. No había nadie más en la sala que
pudiera evitar que una joya del expresionismo abstracto se convirtiera en jirones
de arte punk. Pero el muchacho se tardó tanto que ella pensó que también podía
ser un destino para la navaja. Decidió salir. Él la siguió y la detuvo de un
brazo antes de llegar a la puerta. Se le quedó viendo unos instantes, como si
quisiera cerciorarse de qué color eran sus ojos, y la dejó ir, riéndose del
susto que le había dado.
Tenía
que ser más cuidadosa. La violencia era otro ingrediente cinematográfico de la
ciudad, la helada barbarie que podía convertirla en una noticia de cuatro
renglones en el periódico.
Al
regresar al hotel tuvo ganas de encontrarse con Paco, de tenerlo tendido junto
a ella, sin decir palabra, existiendo por una vez de un modo silencioso.
Se
quitó los zapatos y encendió la televisión. Un partido de futbol americano:
pasto esmeralda, la multitud echando vaho en las gradas, los pañuelos amarillos
de los jueces, algo entre épico y falso, como ver una batalla célebre con
lentes de tercera dimensión. Las reglas eran complicadísimas y los colores explosivos,
manchas impresionistas cuando los jugadores se zambullían a capturar una bola
perdida, pero le dio gusto terminar su día con una actividad que en México le
hubiera parecido una pérdida de tiempo. Apagó las luces y la tele lanzó sombras
moradas y naranjas sobre el techo. Las pastillas la fueron abandonando hasta
dejarla en el torpor postmedicinal; la pantalla era un caleidoscopio, una
linterna mágica, y ella se perdía en un repaso nocturno tan amorfo como los
nerviosos reflejos que salían de la televisión.
Primero
estaba en un restorán. Paco había escogido una mesa casi en el centro del local.
Pocas personas tenían menos habilidad verbal que él. Casi nunca hablaba y de
pronto decía algo que caía como un coctel de frutas entre la sopa y el plato
fuerte. En realidad, su éxito en las reuniones se debía a una virtud tan rara
como una pieza arqueológica: sabía escuchar. Le había dicho que la invitaba a
cenar “porque tenían que hablar”, y ella se preocupó. A media cena dejó caer su
coctel de frutas: estaba enamorado de Leonora.
Después
siguieron escenas de película europea: sus amigos pretendieron que los
silencios fueran más expresivos que las palabras, aparentaron no saber nada de Paco
y Leonora, usaron las mismas evasivas con que ella fingió no saber que Magali
Galván andaba con Felipe Osorio a espaldas de Toño. Cada pequeño acto le
revelaba un nuevo engaño, las palabras de los amigos eran una monótona
partitura minimalista, una y otra vez las mismas notas traicioneras.
Así
transcurrían los días anteriores a su despegue a Nueva York, el punto de
evasión al que ella y Paco recurrieron tantas veces. Sin embargo, entre las
sacudidas del avión no pensaba en esos viajes repetidos tan difíciles de
individualizar, sino en su primera visita a la ciudad, a los dieciocho años. El
avión estornudaba entre las nubes y ella se sometía casi con gusto a la
turbulencia que le impedía seguir pensando.
De
repente estaba en una estación del metro. Un negro dormitaba en la taquilla.
Una moneda en la cuenca de madera a cambio de una ficha ebria lanzada por el
negro. El andén estaba vacío. Sofía se sentaba al lado de una máquina que
vendía chicles endurecidos desde el invierno anterior.
Sólo
se oía el rumor del viento entubado. Un papel giraba en el aire rumbo al túnel.
Cuando
veía al muchacho era demasiado tarde: la tenía a su alcance en una diagonal de
veinte pasos. Era el mismo que la jaloneó en la galería, tal vez incluso el
mismo que la observó al salir del cine.
Él
la veía con la calma de un cliente que duda del romance entre el precio y la
calidad de un producto en el supermercado. Sacaba un encendedor de plástico y
lo accionaba siete veces (Sofía contando los intentos como los latidos de su
supervivencia) antes de obtener una débil flama. Finalmente se sentaba junto a
ella, la mirada fija en la cavidad de los andenes, un perfil acariciado por el
humo. Su gesto más vehemente: un rasposo movimiento sobre las mejillas sin
rasurar.
–¿Por
qué me estás siguiendo? –pero sus palabras eran barridas por el tren que
entraba a la estación.
Lo
veía confundirse con los otros pasajeros, manchas rumbo a la penumbra, una
insensata carga de confeti.
Caminaba
entre la nieve, una actividad fatal para su catarro. No encendía las luces de
la recámara y su última imagen eran las lágrimas grises y entumidas de los
cristales.
Despertó
un momento en la madrugada, la televisión era un surtidor de puntos negros y
blancos, y se volvió a dormir.
El
teléfono y las noticias de la mañana se anudaron en un estruendo insoportable. Inició
su jornada presionando el suitch de la televisión. Descolgó la bocina para
cancelar el otro ruido: era Liza que le recordaba la cena de la noche. Sí,
gracias, no me la pierdo por nada del mundo, ya estoy un poco mejor, chao.
Luego
el delineador, la sombra, el lápiz labial, la acostumbrada negociación con sus
facciones. Por primera vez en eras su rostro le pareció simpático, aún joven.
Caminar
poco, procurar los espacios cerrados, el teatro, el bar a la salida, no
preocuparse de mezclar el alcohol con las pastillas.
Regresó
al hotel para cambiarse, ligeramente adormilada, un regusto a jarabe en el
paladar. No se sorprendió al verlo en el vestíbulo. Más que nada le dio flojera
deshacerse en inglés de ese encimoso. Él la siguió al elevador y apretó el
botón del piso.
–¿Desde
cuándo me estás siguiendo?
–Pensé
que estarías en un mejor hotel –sus dientes brillaron bajo una capa de saliva.
Sofía
esperó a que la puerta se abriera y se adelantó rumbo a su cuarto.
–Tengo
que cambiarme, me esperan a cenar.
Cerró
la puerta. Trató de distinguir la dirección que los pasos tomaban en el
pasillo, pero las alfombras amortiguaban cualquier sonido.
No
pudo dejar de pensar en él mientras se vestía. Tenía ganas de marcar el 0 de la
recepción para pedir un guardia, pero en vez de eso se entretuvo poniéndose el
único vestido que llevó al viaje, miró complacida la curva que formaban sus
senos sin brasier, se acordó de los besos rápidos que Paco le daba en el cuello
cuando se arreglaban para salir, su único recuerdo perdurable, una presencia
húmeda sobre la piel. Volvió a la puerta.
–Creí
que nunca ibas a abrir.
Pasó
directamente al baño. Sofía escuchó el vigoroso chorro sobre el excusado. No
era posible que lo siguiera tolerando.
Un
movimiento de cadera al subirse el zíper. Después la mano repasando la quijada.
–¿Por
qué no te rasuras? –Sofía interrumpió la cavilación del muchacho, segura de que
se hubiera frotado la barbilla durante cinco años antes de encontrar algo que
decir.
Tomó
el rastrillo que dejó en la tina cuando se rasuró las piernas y se lo pasó a él.
Era
más joven de lo que había pensado, su piel parecía casi depilada.
–Ya
no se usan las patillas –Sofía le enjabonó las sienes.
En
lo que terminaba fue a sacar una blusa con cuello, una corbata delgada, un
pantalón de pinzas. La ropa le quedó mejor de lo que esperaba, incluso un poco
guanga en la cintura. Revisó sus suéteres de corte masculino; prefirió pasarle
un saco blanco. No le molestó que le diera un aire de bailarín de discoteca. Por
lo demás, sus actos seguían igual de ásperos: abrió el bolso de lentejuelas,
tomó el encendedor y unos billetes, vio su nombre en el pasaporte:
–Vámonos,
Sofía.
En
el trayecto a la cena se reprochó lo simple de su historia: la divorciada que
mantiene a un gigoló. Sin proponérselo, se había ligado a un vividor de catarro
crónico. Lo oyó estornudar y al pasarle un klínex sintió que sellaba para
siempre esa historia común.
Llegaron
al departamento de Liza. Entró sin presentarlo, que sufriera el muy cabrón. Pero
él se comportó con la naturalidad de quien ha ido cientos de veces a esas cenas.
Anticipó el desconcierto en las miradas al verla llegar con un muchacho tan
joven y guapo. Sólo al saberse observada pensó en lo guapo que era.
A
pesar de la amabilidad de Liza, que aceptó tocar dos sonatas sólo porque ella
estaba en la ciudad, se arrepintió de haber ido a la cena. No habló con el
muchacho en toda la noche, pero no lo perdió de vista. De pronto le recordaba
otros rostros, entrevistos mucho tiempo atrás, falsos recuerdos, sin duda. Tenía
ganas de estar a solas con él, de regresar al hotel a hacer el amor
brutalmente, de rendirse a ese cuerpo sin nombre y sin historia de la ciudad
desconocida.
Dilató
mucho su partida. Le parecieron eternos los comentarios de un hombre de barba
de candado sobre aquel importantísimo escritor rumano. Comió demasiado y pensó
que difícilmente podría contribuir a la destreza del muchacho en la cama.
Se
despidió de Liza con la promesa de no dejar Nueva York sin una tarde donde
pudieran platicar a solas como en la época del festival. Liza se ofreció a
acompañarla de compras a la calle 57, algo que en realidad detestaba, y Sofía
trató de transmitir alguna efusividad al darle las gracias.
Liza
la acompañó por el pasillo y ya junto al elevador le dijo que la había notado
un poco rara, tal vez medio ida, como si mirara al vacío cuando le hablaban. Sofía
le explicó que estaba confundida por la gripe, las pastillas, los recuerdos de Paco.
Luego vio la sonrisa que transformaba por completo esas facciones acostumbradas
a la rigidez frente a los pentagramas, el cuadro alegre y brillante que Liza
formaba en el pasillo y que era guillotinado por la puerta del elevador.
Entonces
sintió los dedos que le rozaban las costillas y subían a sus pezones. Quiso
voltearse para abrazarlo, pero las palabras de Liza le llegaron de algún lado.
Fue como si la luz del elevador se apagara. Los números disminuían sin
sobresaltos –14, 13, 12–, pero sólo para engañarla. Pasó sus manos sobre los
fríos costados del elevador.
Llegó
a la planta baja. El vestíbulo tenía paredes de cristal. Le pareció que pasaba
de un hueco a otro ampliado. El vaho en los cristales le impedía ver la calle y
el taxi que la esperaba allá afuera. En algún lugar debía estar la salida, pero
ella sólo vio un muro sin resquicios. Gritó con todas sus fuerzas. Las paredes
se tragaron el alarido. Volvió a gritar. Una cámara sin eco. Los cristales se
hacían cargo de sus palabras. El vaho se deslizó con suavidad sobre las
ventanas, un desplazamiento gris, nuboso, que le hizo sentir que el suelo se
movía.
En
eso distinguió una silueta enmarcada en la tenue geometría de la puerta. Era
absurdo no haberla visto antes. Corrió a su alcance para fundirse en un abrazo,
pero sólo sintió un contacto helado. Sus manos chocaron con fuerza contra el
vidrio. Frente a ella, la puerta se convirtió en una cascada de cristales. El
viento que venía de afuera le produjo una doble irritación en las heridas. Sin
embargo, no le parecieron graves esas cortadas que la devolvían a su propio
cuerpo, casi agradeció las punzadas que le quitaban importancia al vacío de la
calle. Sólo un taxi amarillo brillaba en el asfalto.
Oyó
una voz a sus espaldas, pero no quiso volverse. Caminó rumbo a la calle,
pisando con fuerza los trozos de cristal desperdigados en la banqueta.
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