jueves, 23 de noviembre de 2023

El silencio de los cristales

Juan Villoro

A Jaime Nualart

 

El vaho se adhería al cristal como una membrana, una piel translúcida entre la densa calefacción del cuarto y el áspero viento del invierno.

Sofía se alejó de la ventana.

Estaba a gusto en ese hotel medio decrépito. La calefacción crujía con gárgaras resecas y las pantallas de tela verde le daban a la iluminación un tono siempre indirecto. Una habitación chorreada de sombras y olorosa a toallas húmedas.

No quiso llegar al Waldorf. La pura imagen del vestíbulo la hacía sentirse en un baño de burbujas (destellos en fuga, gotas luminosas en los candiles, el mapamundi en la pared con sus capitales encendidas, joyas auténticas y falsas, lentejuelas, bisutería).

Se quitó los zapatos y sintió un delicioso alivio al pasar sus pies sobre la alfombra. Corrió el zíper de una maleta y se asomaron varias lenguas de franela. Sólo llevó piyamas, sus camisones no tenían sitio en ese viaje.

Encontró una revista de espectáculos en la mesa de centro. No le importó que ya hubieran quitado la obra de teatro que tanto quería ver. Esta vez no iba de safari, no tenía a quien mostrarle sus trofeos disecados (la nueva, cachonda, coreografía de Bob Fosse, la deslumbrante retrospectiva de un maestro del cromatismo). Paco y los amigos habían quedado atrás, irremediablemente atrás. Llorarían su partida durante los gin tonics del viernes en la tarde.

Encontró una película que llevaba siglos sin ver. La daban en un cineclub al que nunca fue con Paco, un sitio que se remontaba a su otra encarnación en la ciudad, a los tres meses que pasó como estudiante de verano, y la expresión no era equivocada: si algo estudió fue el clima. Sintió una mezcla de nostalgia y pena ajena al recordar los tres meses que eran su símbolo de los años sesenta. Se vio despertando en una azotea colmada de gatos y botellas vacías, el sol caía a plomo sobre su cuerpo suavemente intoxicado.

Decidió ir en metro al cineclub. Le gustaba hacer conexiones, estar siempre a punto de tomar un tren equivocado, algún exprés que la podía depositar a cincuenta estaciones de su paradero.

En el vagón fue pensando en su irresponsable viaje a Nueva York, desde los rápidos preparativos para alejarse del sinnúmero de alfileres que la habían hostigado en los últimos tiempos hasta su hotel de tres estrellas en la avenida Lexington. Le tomó dos estaciones recordar esto; lo que en México le parecía un drama digno del más desesperado de los dramaturgos suecos, se comprimió sin trabas en el trayecto subterráneo. En unas cuantas escalas del metro, los sobresaltos de otras épocas perdieron su relieve.

Escuchó el sonido de sus tacones en la escalera de salida y luego el crujir del hielo en la banqueta. El invierno cobró forma en la tira de asfalto resbaloso, en el cielo blanco y duro, en las alas metálicas de las gaviotas.

Sorbió la humedad que ya se le empezaba a congelar bajo la nariz, se enrolló la bufanda sobre la boca y las orejas, siguió adelante. Su cara fue un reflejo rosado en el cristal de una pizzería, una mancha grasosa en un escaparate apagado.

Pasó junto a tres muchachos que le gritaron algo: el vaho creció en torno a sus bocas. Sintió las miradas llorosas que la desabotonaban. En el camellón de la avenida había dos ancianos noqueados por el alcohol. Parecía inverosímil que la vida continuara como si nada con ese frío.

Llegó al cine. Sus dedos entumidos no pudieron contar las monedas. Prefirió sacar un billete tibio de la bolsa. Calefacción, humedad, algo entre el olor de su hotel y un mingitorio. Había olvidado las paredes color flamingo, las butacas de pana raída, los candiles con velas de neón. Se dejó caer en un asiento. Se zafó las mangas del abrigo. Las luces se apagaron. No logró ver la película. Se quedó dormida, incómoda, la tela arrugada entre su espalda y el asiento. Cuando despertó, un hilillo de saliva le llegaba al cuello.

Afuera, el viento se coló bajo su abrigo. La ciudad tenía el aspecto de irrealidad que sólo puede tener un paisaje mil veces filmado. Cada objeto pertenecía a una toma cinematográfica: las escaleras contra incendios, una humeante alcantarilla, un taxi amarillo enfrenando frente a una masa de peatones. Sólo el viento era real. No pudo pensar en un nuevo recorrido en metro. Estiró un brazo, aleteó, estuvo a punto de golpearse con la puerta del taxi.

Antes de decir su dirección se volvió hacia el cine. Vio a un muchacho junto a la taquilla. La cara tenía una palidez artificial bajo la marquesina. Sus miradas se encontraron y por un momento sintió la incómoda chispa de un falso contacto. Abrió la ventanilla que la separaba del taxista y murmuró el nombre de su hotel.

 

Despertó con gripe. Las llaves de la tina, en forma de diminutos timones, reforzaron su sensación de mareo. Abrió el agua caliente y se arrodilló a respirar vapor. En eso sonó el teléfono. Hubiera querido aplastarlo. Sin embargo contestó con suavidad y no se arrepintió: del otro lado surgió un acento alegre y gutural, las palabras de Liza que se enroscaban como cuentas en la línea telefónica.

Le dio gusto que registrara su fecha de llegada en medio de los otros compromisos, los que convertían a Liza en una figura solitaria bajo el baño de los reflectores. La conoció en el festival que organizaba Paco, una mujer cálida que sabía olvidarse de su monstruoso virtuosismo en el escenario, con un acento deliciosamente emigrado que ahora le recomendaba ungüentos, jarabes, pastillas contra la tos, todo lo necesario para que estuviera sana y salva al día siguiente, es que preparé una cena para ti, nada del otro mundo, unos cuantos amigos, ah, me acordé de otras pastillas. Sofía siguió apuntando nombres hasta que de alguna manera colgó la bocina y se dio cuenta de la horrorosa nube que se había hinchado en su recámara.

Corrió al baño, se quemó con el agua, regresó a la recámara y se puso a hojear una revista húmeda.

De nada le sirvió tomar tres cafés en el desayuno; al entrar a la farmacia su cabeza seguía siendo un lingote insoportable. El dictado de Liza no era nada junto al despliegue de frascos y etiquetas, una cosmogonía del celofán. No supo qué fue lo que compró y tuvo miedo de confundir las dosis. Aun así tomó varias cápsulas de colores y unas horribles tabletas con sabor a yeso.

Una tranquilidad química la ayudó a visitar la exposición. No encontró pinceladas: los artistas vomitaban, orinaban, salivaban la pintura. Estuvo a punto de recordar lo que Paco dijo de la action painting en una cena con los Galván, pero se distrajo al ver a un muchacho que jugaba con una navaja de bolsillo. Oyó la vibración del resorte. No había nadie más en la sala que pudiera evitar que una joya del expresionismo abstracto se convirtiera en jirones de arte punk. Pero el muchacho se tardó tanto que ella pensó que también podía ser un destino para la navaja. Decidió salir. Él la siguió y la detuvo de un brazo antes de llegar a la puerta. Se le quedó viendo unos instantes, como si quisiera cerciorarse de qué color eran sus ojos, y la dejó ir, riéndose del susto que le había dado.

Tenía que ser más cuidadosa. La violencia era otro ingrediente cinematográfico de la ciudad, la helada barbarie que podía convertirla en una noticia de cuatro renglones en el periódico.

Al regresar al hotel tuvo ganas de encontrarse con Paco, de tenerlo tendido junto a ella, sin decir palabra, existiendo por una vez de un modo silencioso.

Se quitó los zapatos y encendió la televisión. Un partido de futbol americano: pasto esmeralda, la multitud echando vaho en las gradas, los pañuelos amarillos de los jueces, algo entre épico y falso, como ver una batalla célebre con lentes de tercera dimensión. Las reglas eran complicadísimas y los colores explosivos, manchas impresionistas cuando los jugadores se zambullían a capturar una bola perdida, pero le dio gusto terminar su día con una actividad que en México le hubiera parecido una pérdida de tiempo. Apagó las luces y la tele lanzó sombras moradas y naranjas sobre el techo. Las pastillas la fueron abandonando hasta dejarla en el torpor postmedicinal; la pantalla era un caleidoscopio, una linterna mágica, y ella se perdía en un repaso nocturno tan amorfo como los nerviosos reflejos que salían de la televisión.

Primero estaba en un restorán. Paco había escogido una mesa casi en el centro del local. Pocas personas tenían menos habilidad verbal que él. Casi nunca hablaba y de pronto decía algo que caía como un coctel de frutas entre la sopa y el plato fuerte. En realidad, su éxito en las reuniones se debía a una virtud tan rara como una pieza arqueológica: sabía escuchar. Le había dicho que la invitaba a cenar “porque tenían que hablar”, y ella se preocupó. A media cena dejó caer su coctel de frutas: estaba enamorado de Leonora.

Después siguieron escenas de película europea: sus amigos pretendieron que los silencios fueran más expresivos que las palabras, aparentaron no saber nada de Paco y Leonora, usaron las mismas evasivas con que ella fingió no saber que Magali Galván andaba con Felipe Osorio a espaldas de Toño. Cada pequeño acto le revelaba un nuevo engaño, las palabras de los amigos eran una monótona partitura minimalista, una y otra vez las mismas notas traicioneras.

Así transcurrían los días anteriores a su despegue a Nueva York, el punto de evasión al que ella y Paco recurrieron tantas veces. Sin embargo, entre las sacudidas del avión no pensaba en esos viajes repetidos tan difíciles de individualizar, sino en su primera visita a la ciudad, a los dieciocho años. El avión estornudaba entre las nubes y ella se sometía casi con gusto a la turbulencia que le impedía seguir pensando.

De repente estaba en una estación del metro. Un negro dormitaba en la taquilla. Una moneda en la cuenca de madera a cambio de una ficha ebria lanzada por el negro. El andén estaba vacío. Sofía se sentaba al lado de una máquina que vendía chicles endurecidos desde el invierno anterior.

Sólo se oía el rumor del viento entubado. Un papel giraba en el aire rumbo al túnel.

Cuando veía al muchacho era demasiado tarde: la tenía a su alcance en una diagonal de veinte pasos. Era el mismo que la jaloneó en la galería, tal vez incluso el mismo que la observó al salir del cine.

Él la veía con la calma de un cliente que duda del romance entre el precio y la calidad de un producto en el supermercado. Sacaba un encendedor de plástico y lo accionaba siete veces (Sofía contando los intentos como los latidos de su supervivencia) antes de obtener una débil flama. Finalmente se sentaba junto a ella, la mirada fija en la cavidad de los andenes, un perfil acariciado por el humo. Su gesto más vehemente: un rasposo movimiento sobre las mejillas sin rasurar.

–¿Por qué me estás siguiendo? –pero sus palabras eran barridas por el tren que entraba a la estación.

Lo veía confundirse con los otros pasajeros, manchas rumbo a la penumbra, una insensata carga de confeti.

Caminaba entre la nieve, una actividad fatal para su catarro. No encendía las luces de la recámara y su última imagen eran las lágrimas grises y entumidas de los cristales.

Despertó un momento en la madrugada, la televisión era un surtidor de puntos negros y blancos, y se volvió a dormir.

 

El teléfono y las noticias de la mañana se anudaron en un estruendo insoportable. Inició su jornada presionando el suitch de la televisión. Descolgó la bocina para cancelar el otro ruido: era Liza que le recordaba la cena de la noche. Sí, gracias, no me la pierdo por nada del mundo, ya estoy un poco mejor, chao.

Luego el delineador, la sombra, el lápiz labial, la acostumbrada negociación con sus facciones. Por primera vez en eras su rostro le pareció simpático, aún joven.

Caminar poco, procurar los espacios cerrados, el teatro, el bar a la salida, no preocuparse de mezclar el alcohol con las pastillas.

Regresó al hotel para cambiarse, ligeramente adormilada, un regusto a jarabe en el paladar. No se sorprendió al verlo en el vestíbulo. Más que nada le dio flojera deshacerse en inglés de ese encimoso. Él la siguió al elevador y apretó el botón del piso.

–¿Desde cuándo me estás siguiendo?

–Pensé que estarías en un mejor hotel –sus dientes brillaron bajo una capa de saliva.

Sofía esperó a que la puerta se abriera y se adelantó rumbo a su cuarto.

–Tengo que cambiarme, me esperan a cenar.

Cerró la puerta. Trató de distinguir la dirección que los pasos tomaban en el pasillo, pero las alfombras amortiguaban cualquier sonido.

No pudo dejar de pensar en él mientras se vestía. Tenía ganas de marcar el 0 de la recepción para pedir un guardia, pero en vez de eso se entretuvo poniéndose el único vestido que llevó al viaje, miró complacida la curva que formaban sus senos sin brasier, se acordó de los besos rápidos que Paco le daba en el cuello cuando se arreglaban para salir, su único recuerdo perdurable, una presencia húmeda sobre la piel. Volvió a la puerta.

–Creí que nunca ibas a abrir.

Pasó directamente al baño. Sofía escuchó el vigoroso chorro sobre el excusado. No era posible que lo siguiera tolerando.

Un movimiento de cadera al subirse el zíper. Después la mano repasando la quijada.

–¿Por qué no te rasuras? –Sofía interrumpió la cavilación del muchacho, segura de que se hubiera frotado la barbilla durante cinco años antes de encontrar algo que decir.

Tomó el rastrillo que dejó en la tina cuando se rasuró las piernas y se lo pasó a él.

Era más joven de lo que había pensado, su piel parecía casi depilada.

–Ya no se usan las patillas –Sofía le enjabonó las sienes.

En lo que terminaba fue a sacar una blusa con cuello, una corbata delgada, un pantalón de pinzas. La ropa le quedó mejor de lo que esperaba, incluso un poco guanga en la cintura. Revisó sus suéteres de corte masculino; prefirió pasarle un saco blanco. No le molestó que le diera un aire de bailarín de discoteca. Por lo demás, sus actos seguían igual de ásperos: abrió el bolso de lentejuelas, tomó el encendedor y unos billetes, vio su nombre en el pasaporte:

–Vámonos, Sofía.

En el trayecto a la cena se reprochó lo simple de su historia: la divorciada que mantiene a un gigoló. Sin proponérselo, se había ligado a un vividor de catarro crónico. Lo oyó estornudar y al pasarle un klínex sintió que sellaba para siempre esa historia común.

Llegaron al departamento de Liza. Entró sin presentarlo, que sufriera el muy cabrón. Pero él se comportó con la naturalidad de quien ha ido cientos de veces a esas cenas. Anticipó el desconcierto en las miradas al verla llegar con un muchacho tan joven y guapo. Sólo al saberse observada pensó en lo guapo que era.

A pesar de la amabilidad de Liza, que aceptó tocar dos sonatas sólo porque ella estaba en la ciudad, se arrepintió de haber ido a la cena. No habló con el muchacho en toda la noche, pero no lo perdió de vista. De pronto le recordaba otros rostros, entrevistos mucho tiempo atrás, falsos recuerdos, sin duda. Tenía ganas de estar a solas con él, de regresar al hotel a hacer el amor brutalmente, de rendirse a ese cuerpo sin nombre y sin historia de la ciudad desconocida.

Dilató mucho su partida. Le parecieron eternos los comentarios de un hombre de barba de candado sobre aquel importantísimo escritor rumano. Comió demasiado y pensó que difícilmente podría contribuir a la destreza del muchacho en la cama.

Se despidió de Liza con la promesa de no dejar Nueva York sin una tarde donde pudieran platicar a solas como en la época del festival. Liza se ofreció a acompañarla de compras a la calle 57, algo que en realidad detestaba, y Sofía trató de transmitir alguna efusividad al darle las gracias.

Liza la acompañó por el pasillo y ya junto al elevador le dijo que la había notado un poco rara, tal vez medio ida, como si mirara al vacío cuando le hablaban. Sofía le explicó que estaba confundida por la gripe, las pastillas, los recuerdos de Paco. Luego vio la sonrisa que transformaba por completo esas facciones acostumbradas a la rigidez frente a los pentagramas, el cuadro alegre y brillante que Liza formaba en el pasillo y que era guillotinado por la puerta del elevador.

Entonces sintió los dedos que le rozaban las costillas y subían a sus pezones. Quiso voltearse para abrazarlo, pero las palabras de Liza le llegaron de algún lado. Fue como si la luz del elevador se apagara. Los números disminuían sin sobresaltos –14, 13, 12–, pero sólo para engañarla. Pasó sus manos sobre los fríos costados del elevador.

Llegó a la planta baja. El vestíbulo tenía paredes de cristal. Le pareció que pasaba de un hueco a otro ampliado. El vaho en los cristales le impedía ver la calle y el taxi que la esperaba allá afuera. En algún lugar debía estar la salida, pero ella sólo vio un muro sin resquicios. Gritó con todas sus fuerzas. Las paredes se tragaron el alarido. Volvió a gritar. Una cámara sin eco. Los cristales se hacían cargo de sus palabras. El vaho se deslizó con suavidad sobre las ventanas, un desplazamiento gris, nuboso, que le hizo sentir que el suelo se movía.

En eso distinguió una silueta enmarcada en la tenue geometría de la puerta. Era absurdo no haberla visto antes. Corrió a su alcance para fundirse en un abrazo, pero sólo sintió un contacto helado. Sus manos chocaron con fuerza contra el vidrio. Frente a ella, la puerta se convirtió en una cascada de cristales. El viento que venía de afuera le produjo una doble irritación en las heridas. Sin embargo, no le parecieron graves esas cortadas que la devolvían a su propio cuerpo, casi agradeció las punzadas que le quitaban importancia al vacío de la calle. Sólo un taxi amarillo brillaba en el asfalto.

Oyó una voz a sus espaldas, pero no quiso volverse. Caminó rumbo a la calle, pisando con fuerza los trozos de cristal desperdigados en la banqueta.

 

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