Viktor Saparin
Loo cayó a gatas, de miedo.
Sabía muy bien que si lo hubieran visto, lo expulsarían
del rebaño por esto. Pero al aparecer en el cielo aquel rayo cegador, venido desde
las nubes, para posarse en la cima de la colina, Loo olvidó las prohibiciones, sintió
que las piernas no lo aguantaban y cayó sobre las manos.
Resonó un bramido, más fuerte que todos los truenos
que había oído. Luchando contra un tremendo pánico, Loo levantó la cabeza y vio
la luz llameante que se detenía sobre la árida cumbre de la colina.
No vio nada más. Se arrastró hacia atrás hasta que los
matorrales le ocultaron el terrible espectáculo. Se arrastró olvidando que sabía
caminar, que, erguido, podía moverse con mayor facilidad y rapidez.
Sólo volvió en sí al resbalar por la pendiente húmeda
de lluvia y caer al agua.
Resoplando, empezó a nadar en dirección a un lejano
promontorio. Como todos los suyos, Loo nadaba con la misma facilidad con que caminaba;
de otro modo hubiese resultado difícil para ellos moverse en el ambiente nativo,
donde el agua que caía de lo alto y la que brotaba entre los pies formaban un solo
elemento. La espesa vegetación hundida en el fango era un obstáculo tan insuperable,
que cuando se precisaba desplazarse rápidamente y recorrer largas distancias, Loo
y todos los suyos escogían el agua. Atravesando el lago, trepó a la orilla y sacudió
el cuerpo, desprendiendo de su vello lanoso una lluvia de gotas. Hasta llegar a
las Grandes Cavernas quedaba mucho camino por recorrer, un camino enorme. Mientras
se abría paso entre los matorrales, Loo se calmó un poco. Es difícil saber qué aspecto
del espectáculo visto poco antes lo había asombrado más. Era incomprensible y, por
lo tanto, terrible. El trueno da miedo, los relámpagos también dan miedo, pero son
algo que se explica. Son los kou celestes que discuten y se pelean para no repartirse
la presa. Lo importante es no caer en manos de un kou encolerizado. El más viejo
suele intervenir y luego pone orden; los otros, tras haber refunfuñado un poco,
se calman. Pero los kou celestes son invisibles, decía el viejo Chtz. Viven en las
alturas, por encima de las nubes, y nunca descienden.
Sólo en ocasiones arrojan desde el cielo los restos
de su comida. El pueblo de Loo los recoge y los conserva con cuidado en la Caverna
Sagrada. Son trozos pesados, duros; lo que los dientes de los kou celestes no mastican
es más duro que la piedra. Sólo una piedra, la talacha, puede resistir la comparación.
Con ella, los mejores cazadores fabrican las puntas de los “aguijones volantes”.
Pero nunca los kou celestes habían abandonado las nubes
para descender entre los bípedos.
El viejo Chtz decía que eso no había sucedido nunca.
¿Y si realmente eran los kou? Sería de aquel modo como
se hubiesen presentado. Loo pegó un salto, tanto lo impresionó la idea. No sin motivo,
estaba considerado como uno de los más inteligentes de la tribu.
Empezó a correr, impaciente de comunicar su descubrimiento.
Ngarroba corría con amplias zancadas a fin de no caer en el fango, pero la
distancia que lo separaba del tautolón disminuía.
El torpe animal, que se movía como un pato sobre las
patas posteriores, hubiera parecido ridículo en otra situación.
Por sus dimensiones y figura recordaba lejanamente a
una grúa para el montaje de un edificio de tres o cuatro pisos, admitiendo que a
la grúa se le hubiese ocurrido brincar de improviso. El pesado cuerpo se apoyaba
sobre fuertes patas y una cola gruesa como el tronco de un robusto árbol. En la
parte superior se hacía cada vez más delgado, terminando casi sin hombros en un
cuello largo y estrecho, coronado por una cabeza ridícula, semejante a la de una
serpiente. Del extremo del tronco colgaban dos débiles patas anteriores que, a cada
salto, se bamboleaban impotentes.
Karbysev sacó nerviosamente la válvula neumática del
bolsillo. Había sido una ligereza imperdonable llevar una sola pistola para los
cuatro. Pero la anterior expedición a Venus no había llevado ningún arma. Karbysev,
preocupado, pensaba si tendría tiempo de utilizar la pistola antes de que el tautolón
hubiese alcanzado al vicepresidente de la Academia Africana de Ciencias, y en lo
que sucedería en caso contrario.
Ngarroba cayó en el mismo instante en que Karbysev apretó
el gatillo. Un rayo azul alcanzó el cuerpo leonado, bruñido, semejante a goma, del
animal. El tautolón cayó; mejor dicho, la parte posterior se aflojó sobre sus patas
y la cola, mientras el pecho, el cuello y la cabeza se derrumbaron.
En aquel momento intervinieron Gargi y Sung Ling. Gargi,
esbelto y elegante hasta con su escafandra amarilla, corrió hacia Ngarroba. Sung
Ling le ayudó a levantar la cabeza del africano. A través del casco transparente,
el rostro de Ngarroba estaba gris; el africano movía los labios, pero no se oía
ningún sonido. Por fin a alguien se le ocurrió desplegar la antena del casco.
El fogoso africano volvió a adquirir el don de la palabra.
–¿Qué le pasó a ese animal? –exclamó, mirando a su alrededor–.
¡Se volvió furioso!
–Sí, ¿qué pasó? –Preguntó Sung Ling–. Salió usted repentinamente
del matorral y luego vimos a ese monstruo que lo seguía. ¿Le hizo usted algo?
–¿Quién le ha hecho nada a esa estúpida carroña? –refunfuñó
Ngarroba. Con la mano enguantada giró una llavecita colocada en la parte inferior
del casco y después de haber agarrado con los labios un tubo que se levantó en el
interior, tragó un sorbo de coñac–. ¿Sabe que estos mastodontes tienen un cerebro
de gallina? Pero no atacan al hombre; es un hecho reconocido, y consta en todos
los informes de las siete expediciones a Venus.
–Quizá el tautolón no ha leído los informes científicos
de nuestras expediciones –observó Gargi, con sorna–. No habrá tenido ocasión.
–Entonces, ¿qué pasó? –insistió Sung Ling.
Ngarroba se levantó e hizo con el brazo un gesto mecánico
como para quitarse el sudor de la frente. Lanzó una mirada sobre el cuerpo inmóvil
del leonado monstruo.
–Me acerqué al lago –empezó–, un lago vulgarísimo. Vi
el acostumbrado espectáculo venusino, por lo menos en lo que hasta ahora sabemos.
Del agua surgían a diversas distancias los capullos del famoso lirio gigante y dos
o tres carroñas de éstas –evidentemente el africano no estaba en condiciones de
espíritu tales como para llamar al tautolón con su nombre biológico–. Ya saben que
esas excavadoras con patas se mueven libremente en el agua y les gusta sentarse
en el fondo del lago y asomar su estúpida cabeza. Son animalotes gigantescos, pero
se alimentan de pequeñeces: ranas, escarabajos y otras porquerías por el estilo.
–Dé gracias que no coman turistas –observó Karbysev–.
Menos mal que aquí no hay cocodrilos gigantescos, tigres ni otros carnívoros.
–Es verdad, pero parece que los devoradores de ranas
también pueden ser peligrosos. Como un tractor enloquecido, por ejemplo.
–Adelante– indicó, pacientemente, Sung Ling.
–Observaba tranquilamente el espectáculo. De improviso
vi levantarse justamente por encima de mí la cabeza de este animalito, mientras
los matorrales se removían bajo el empuje de su cuerpo. He leído los informes de
todas las expediciones a Venus, las siete, y sé perfectamente que los tautolones
–el científico pronunció este nombre por primera vez– son los seres más inofensivos
del universo. Por eso, sin alarmarme, me alejé unos veinte pasos para continuar
mis observaciones. En aquel momento, sin embargo, ese bicho –Ngarroba ya se había
calmado– se dignó mirar hacia abajo desde su cuarto piso y se me echó encima como
si yo fuese un gusano o un caracol.
Karbysev sacudió la cabeza.
–Esa boca no es capaz de asir a un hombre como usted,
aun admitiendo que el tautolón lo haya tomado por un bocado apetitoso.
–¿Quién sabe qué le pasó por la cabeza? Hubiera podido
aplastarme sin darse cuenta siquiera. ¿Ha oído alguna vez que los tautolones corran
con tanta rapidez? Ya saben que estoy considerado buen velocista en distancias medias.
Hoy, desde luego, he batido un récord, y aunque la gravedad sea aquí inferior a
la de la Tierra, me lo homologarían. Pero este pánfilo –dio una patada en el costado
del animal–, por lo visto corre más.
–Sólo él sabrá qué pasó –comentó Gargi, pensativo–.
¿Cuándo despertará?
Karbysev miró el reloj fijado sobre la manga de la escafandra
amarilla.
–Se lo descargué todo. Suficiente para tres animales
como éste. Pero creo que dentro de diez minutos pasará el shock y podrán saberlo.
–¿No sería mejor alejarnos un poco? –propuso Gargi–.
Una aventura como la de hoy es ya suficiente. Nuestra expedición acaba de empezar…
Pero el espectáculo ha sido divertido –añadió, de repente–. Este animal, con su
caminar bamboleante como un pato asustado, y el amigo Ngarroba delante de él…
–¿Asustado? –Repitió Sung Ling–. Es una idea. Quizá
de hecho no pretendía agredir a nadie.
–¡Pero si se lanzó sobre mí! –exclamó, con vehemencia,
el africano–. Y yo no estaba en su camino.
–Probablemente, el tautolón deseaba huir de algo escondido
en la vegetación… ¡Ah! ¡Ya vuelve en sí!
El cuerpo del animal tendido en el fango fue sacudido
por un temblor. Luego la pequeña cabeza se levantó. El cuello sufrió dos o tres
convulsiones y se enderezó de golpe, como si alguien lo hubiese llenado de aire.
El cuerpo, parecido a un balón desinflado, recobró vida y la perdida elasticidad.
Los cuatro hombres, protegidos por las escafandras,
siguieron atentamente los movimientos del monstruo.
–¿Quién lo habrá asustado? –murmuró, pensativo, Karbysev–.
En Venus no hay carnívoros, lo afirman todas las precedentes expediciones. ¿Quién
puede causar miedo a una mole semejante?
Gargi se encogió de hombros.
–Nos encontramos en un continente completamente desconocido.
¿Pero qué hace? ¡Ngarroba!
Porque el africano ya se había lanzado a toda velocidad
hacia el tautolón.
El animal se bamboleaba sobre sus patas posteriores,
fuertes y elásticas como las suspensiones de un vagón de cien toneladas. Parecía
como si se dispusiera a saltar de un momento a otro.
–¡Es una locura! –Gargi palideció.
Karbysev metió rápidamente la mano en el bolsillo para
coger el cartucho de reserva. Charlando, se había olvidado de que la pistola estaba
completamente descargada.
Pero nadie consiguió detenerlo.
La escafandra azul saltó sobre la cola de la mole que
había vuelto a caminar, justamente en la base, tan gruesa como un tonel. Una mano
de Ngarroba se tendió hacia lo alto, como si quisiese golpear o pegar al animal
en el lomo. Un instante después, el tautolón sacudió su grupa con tal violencia,
que Ngarroba salió despedido a quince pasos de distancia y cayó de espaldas en un
profundo estanque.
Contoneándose sobre sus costados, el gigante se puso
a trotar hacia el agua, que, no muy lejos, enviaba pálidos reflejos bajo la espesa
cortina de nubes.
–Ahora comprendo el motivo de que el tautolón se haya
lanzado sobre él –afirmó el indio, entrando en el agua hasta la rodilla, para tender
una mano al africano–. ¡Agredió usted al pobrecillo! Sí, apóyese en ese bastón.
¿Dónde lo ha cogido? Ahora, ¡así!
–Límpiele el casco –indicó Karbysev.
Cuando le quitaron el fango grasiento que se había depositado
sobre la esfera transparente del casco, aparecieron primero los dientes blancos
y luego la cara del vicepresidente de la Academia Africana de Ciencias. Ngarroba
mostraba una sonrisa tan grande y triunfante, como nunca le habían visto sus amigos.
Embarrado de la cabeza a los pies, seguía sujetando
en la mano el bastón, una vara delgada de metro y medio de largo, parecida a un
junco o una caña.
–Si no logro coger este utensilio justo en el último
momento, ese bicho se lo hubiera llevado consigo. Esto es lo que le ha empujado
a huir del matorral.
–Parece una aguja –murmuró Gargi–. ¿Han visto alguna
vez púas de estas dimensiones?
–No –contestó Sung Ling–, no figura nada semejante en
ninguna descripción de la flora de Venus.
–Entonces, ¿es un nuevo descubrimiento?
–¡Y qué descubrimiento! –Exclamó Karbysev, que parecía
muy emocionado–, ¡Mírenlo bien!
–No comprendo. –Gargi se encogió de hombros.
–Cójalo.
Gargi tomó el bastón que Ngarroba le tendía e hizo deslizar
sus dedos de un extremo a otro. En uno de ellos, los dedos palparon un saliente
pequeño. Luego, el bastón se adelgazaba hasta terminar en una punta muy dura.
–Pero esto… es… –murmuró, emocionado.
–Un venablo –concluyó Sung Ling. Sus ojos brillaban
bajo el casco transparente.
–¡Qué descubrimiento! –gritó Ngarroba, que por poco
no se puso a saltar–. He terminado en el barro dos veces, pero al menos sirvió para
algo… ¡Qué suerte haberme cruzado con ese animalote!
–Sí, amigos –declaró solemnemente Karbysev–. Nuestra
expedición ha encontrado, probablemente, la primera prueba de la existencia en Venus
de seres racionales.
–Y con un nivel de desarrollo que los hace capaces de
construir un arma, aunque sea sencilla –terminó Gargi.
–Esperemos que sólo se utilice para la caza. –Sung Ling
tomó la azagaya de las manos de Gargi y examinó atentamente su punta.
Los expedicionarios se miraron.
–Venga, cargue la pistola –dijo Gargi.
–Sabe perfectamente que la electropistola es un medio
de defensa personal y sólo es eficaz en distancias cortas –observó Karbysev.
A pesar de todo, tomó un pequeño cilindro y lo introdujo
en el arma.
Ngarroba tendió una mano hacia el venablo.
–¡Démelo!
Lo sospesó como si se dispusiese a lanzarlo.
–Creo, amigos, que con este juguete ninguno de nosotros
conseguiría agujerear una coraza gruesa como la piel del tautolón.
–Pero en nuestra escafandra… –susurró Sung Ling.
–Este ligero tejido nos defiende de la picadura de los
insectos, del mismo modo que su piel protege al tautolón. Estamos a cubierto de
nuestros enemigos principales, las bacterias, pero frente a una jabalina…
Ngarroba frunció el ceño.
Karbysev sintió el impulso de volverse. Detrás no había
nadie. En los matorrales, a unos cincuenta pasos, se movieron dos o tres delgados
troncos.
Gargi se acercó a un árbol parecido a un gigantesco
hinojo. No tenía hojas y el tronco estaba cubierto por un espeso mantillo de pequeñas
agujas.
–Nunca podré habituarme a esta flora –dijo el indio–,
aunque comprendo que las plantas crecen tan rápidamente por el exceso de ácido carbónico
de la atmósfera. Quisiera saber de qué están hechos estos venablos. Seguro que con
este árbol no…
–Ya determinaremos a su tiempo de qué madera se trata
–objetó Sung Ling–. Es más importante descubrir las piedras que usan para las puntas.
Es de una clase que desconozco.
–Y aquí no hay montañas o rocas que afloren a la superficie.
¡Miren!
A su alrededor se extendía una lisa llanura salpicada
de lagos. Por el oeste, el horizonte estaba limitado por un espeso bosque, semejante
desde lejos a una barrera de alambre de espino. Sobre la verde extensión se levantaban
gigantes aislados con las ramas tensas como dedos abiertos de una mano. Cada “dedo”
terminaba en un nuevo racimo de ramitas.
Por el este se veían algunas colinas bajas de contornos
suaves, alisados.
Los expedicionarios se pusieron en camino para volver
al cohete, deteniéndose de cuando en cuando para tomar fotografías.
La conversación versaba sobre el venablo y sobre un
posible encuentro con los venusinos. ¿Cómo terminaría?
–También nosotros disponemos de un arma –dijo Ngarroba,
apretando el venablo– exactamente igual a la que tienen ellos.
–Una sola –objetó Gargi.
–Y que no se usará –remachó Sung Ling.
–Sí, es verdad –admitió el vicepresidente de la Academia
Africana de Ciencias–. Quizá en un caso extremo…
Karbysev tomó la pistola cargada y desplazó una palanquita.
–¿Reducir la carga?
–No tengo intención de matarlos. –Karbysev enarcó las
cejas–. ¿Bastará un doceavo?
–Es suficiente para tumbar a un toro.
–¿Y si el hombre de Venus fuera más resistente?
–¡Hay que explorar a toda prisa esta parte del planeta!
Hasta ahora las expediciones han desembarcado en las zonas ecuatoriales y cerca
de los polos. Sólo dos han tocado las regiones intermedias, y la sexta no tuvo éxito.
Thompson se puso enfermo y todos tuvieron que regresar.
–Uno de nosotros –decidió Karbysev– deberá quedarse
siempre en el cohete.
–Yo no –saltó Ngarroba.
–Al que le corresponda. Propongo que lo echemos a suertes.
–El cohete deberá estar dispuesto para el despegue,
de modo que pueda ser guiado sólo por un tripulante –observó Karbysev.
–¡Es interesante la octava expedición! –la cara de Ngarroba
estaba radiante–. Por poco no estuve en la séptima. Pero nuestro cohete de Marte
se averió y cuando mandaron otro, la de Venus ya había partido. Todavía dependemos
demasiado de los astrónomos, de sus cálculos.
–Sí, aún no hay comunicaciones regulares con los planetas.
–Para la Luna hay un puente-cohete.
–¡Bah, la Luna!
Caminaban, conversando, sobre un terreno viscoso, cenagoso,
obligados a contornear lagos, estanques e infinitas y estrechas ensenaditas. Los
espejos de agua hormigueaban de minúsculas criaturas de todo género, semejantes
a alfileres, a trozos de madera flotantes, a copos verdes.
Cerca de seis horas después se encontraron a los pies
de la colina, donde, sobre sus soportes retráctiles, reposaba el cohete.
–Descanso –ordenó Karbysev.
El interior del cohete era seco y cómodo. Los viajeros
se quitaron con satisfacción las escafandras y se extendieron en cómodas butacas,
fácilmente transformables en camas.
Por la “mañana”, según los relojes terrestres que medían
el tiempo en el cohete, después del desayuno, llegó el momento de decidir quién
se quedaría como centinela.
Ngarroba aparecía tan emocionado que daba lástima.
–Sus nervios parecen un fósil del pasado –observó Gargi.
–Pues yo pienso –replicó en seguida el científico africano–
que incluso dentro de mil años los hombres se emocionarán. Si no, no vale la pena
vivir. No creo en los hombres impasibles.
–También usted está nervioso, Gargi –observó Karbysev.
–Bueno, hasta la calma de Sung Ling es una pose –replicó
el indio–. ¿Quién no está emocionado? ¿Usted?
–Es la primera vez que encuentro un ser racional en
otro planeta –esquivó Karbysev–. Hasta la emoción es perdonable. Bien, el que haga
menos puntos se quedará como centinela. Empiezo yo.
Tomó un cubilete amarillento, un dado de juego que databa
de los tiempos de la antigua Roma, una pieza de museo que su hija le había regalado.
–Cuatro –declaró Sung Ling, mirando el dado que había
rodado hacia él. Ngarroba sacudió largamente el cubilete en la palma de su mano
y, por fin, lo lanzó sobre la mesa.
–¡Cinco! –gritó–. ¡Cinco!
Le tocó el turno al chino. Tres puntos.
–Bueno –dijo Gargi, extendiendo la mano–, me quedan
dos probabilidades sobre tres. Por lo menos en teoría…
–Dos –contestó con calma Sung Ling. Y agregó–: La teoría
de las probabilidades sólo actúa después de un gran número de tiradas.
–¿Instrucciones? –preguntó, obediente, Gargi.
–No se aleje del cohete más de diez pasos.
–¡No sea que lo roben!
–El cohete, no. Pero lo pueden robar a usted. Al mínimo
indicio sospechoso, enciérrese en el cohete y observe desde allí. El localizador
no funciona; tendrá que usar el ojo de buey; para ser francos, nuestro aterrizaje
no fue muy brillante. La patrulla estará ausente veinticuatro horas. Si no regresamos,
no abandone el cohete. Espere otras diez horas, y esté muy alerta. Doce horas después
vuelva a la Tierra.
Durante algunas horas, los tripulantes dispusieron el
cohete para la partida. Ngarroba maniobró los martinetes que accionaban las “patas”
hasta que el cohete quedó en posición inclinada. Gargi trabajó con la máquina calculadora.
Sung Ling preparó el programa del piloto automático.
–Apriete el botón a estas horas –indicó–. Durante cinco
minutos. La partida será automática. Es más seguro. No toque nada, mientras no oiga
las señales desde la Tierra. Las oirá sólo después del tercer día. Entonces empiece
a transmitir. Antes sería inútil; el Sol hace de obstáculo y…
–Ya lo sé…
–Mi deber es darle estas instrucciones. Apriete este
botón, y todo lo que le he dicho le será repetido cuantas veces desee.
–Lo sé.
–Muy bien, buena guardia.
–La patrulla saldrá dentro de media hora –advirtió Karbysev,
tras echar una ojeada al reloj–. ¡Pónganse las escafandras!
Uno tras otro, los expedicionarios entraron en el tambor,
se pusieron las escafandras y por la escalerilla móvil descendieron al exterior.
–Controlemos los relojes –dijo Karbysev.
–¡En marcha!
Un breve apretón de manos y tres de las figuras con
escafandra empezaron a caminar por el fango. La cuarta permaneció junto al cohete,
que apuntaba hacia el cielo.
–¡Los kou celestes, los kou celestes! –gritó Loo, acercándose a toda carrera
a las Grandes Cavernas– ¡Los kou celestes han descendido cerca de la Gran Agua!
Pero vio que todos callaban y miraban temerosos al viejo
Chtz. La tribu estaba reunida. Sólo dos o tres volvieron la cabeza un instante hacia
Loo. Chtz, agitando los brazos, decía:
–¡Eran bípedos! Con la cabeza redonda, la piel lisa,
como el gulu. Gente pequeña, débil. Sólo uno tenía una buena estatura, pero era
más pequeño que muchos de nuestra tribu.
Chtz indicó con gestos la estatura de los hombres de
cabeza redonda. Recogió del suelo un verde fruto del tagu y explicó que así era
la cabeza de los extraños seres. Quizá ni siquiera sabían nadar, porque sus pies
eran pequeñísimos, rectos y gruesos como vigas.
Chtz dio a entender a los reunidos que los seres que
él había visto pertenecían a un nivel de desarrollo muy bajo, más bajo que el de
los bípedos de la casta Ho, que no sabían fabricar los “punzones volantes”, por
lo cual no podían cazar al gulu y se alimentaban de lo que recogían en el bosque.
–Caminan mal –insistió Chtz.
Los había visto caer en un largo plano. Se habían puesto
hasta a gatas (en la voz de Chtz resonaba un profundo desprecio) y se arrastraban
como si no fuesen bípedos. Lo eran, desde luego, aunque en estado salvaje. Se habían
apoderado de un “punzón volante”, que extrajeron del cuerpo del gulu. Movían las
cabezas así (Chtz repitió los movimientos de los extranjeros); aunque Chtz no pudo
comprenderles, se había dado cuenta de que estaban fuertemente maravillados. No
sabían hacer los “punzones volantes”.
–¡Ah! –De la multitud se levantó una exclamación de
desprecio.
–Sabemos que nuestro pueblo es el más fuerte –continuó
Chtz–, el más valeroso, el más listo.
Gesticuló, se golpeó el pecho, asumió la actitud que
indicaba la fuerza, el valor, la astucia.
–Nadie sabe de dónde vienen esos extranjeros de cabeza
redonda.
En aquel momento, como empujado por una fuerza misteriosa,
Loo se adelantó. Mientras el viejo Chtz hablaba de los extraños forasteros, Loo
temblaba de impaciencia. ¡Cuántos acontecimientos de golpe! Cuando el jefe explicó,
desdeñoso, que los cabezas redondas se arrastraban a cuatro patas, Loo quiso ocultarse:
recordaba que él mismo había violado la ley. Pero lo que vino después le hizo olvidar
todo. Y cuando el jefe dijo que desconocía la procedencia de los forasteros, se
adelantó.
–Los kou celestes –murmuró–. Los kou celestes.
Él, Loo, había visto algo bajar desde las nubes. Loo
no sabía hablar como el viejo Chtz, el cual sabía muchas palabras y era capaz de
mostrar lo que resultaba difícil de expresar con palabras.
Loo tenía la cabeza llena de pensamientos. Nunca había
pensado tanto. Quería decir… ¿Qué quería decir? Ni siquiera él lo sabía.
Agitó los brazos y murmuró:
–Los kou celestes.
Saltaba sobre su sitio, volviendo los ojos ardientes,
suplicantes, hacia sus compañeros de tribu.
Al principio todos callaron, en espera de sus palabras,
pero luego, el jefe levantó una mano y empezó a golpearse el pecho.
–Chtz sabe lo que hay que hacer –gritó–. ¡Chtz sabe!
¡Escuchen a Chtz!
Moverse en el cohete inclinado era incómodo, aunque los equipos y parte del
pavimento hubiesen adoptado automáticamente una posición horizontal. Había que salvar
los obstáculos que se habían formado en el interior.
En el horizonte, una línea de bajas colinas ligeramente
ondulada, Gargi no notó nada. Era una grave limitación no poder comunicarse con
la patrulla por radio. Las paredes del cohete no permitían el paso de las ondas
de radio y la antena exterior estaba ya colocada para la recepción de las señales
de la Tierra. Las instrucciones eran claras: no se podía tocar nada, nada debía
modificarse en el cohete, preparado para la partida. Naturalmente, las instrucciones
preveían que, en este caso, todo el equipo estuviese en el cohete y nadie saliera
de él por ningún motivo. Evidentemente, había algo superado en las instrucciones
o en la construcción del aparato.
Tras mirar unos diez minutos la conocida y monótona
línea del horizonte, Gargi volvió a su puesto principal de observación. Sentado
en una butaca vio, a través del ojo de buey, la pendiente gris de la colina, sobre
la cual se hallaban esparcidos dos o tres docenas de venablos. Habría podido recoger
una buena colección para el museo, de poder salir. El asedio duraba ya unas buenas
dos horas.
Es probable que los seres ocultos en el bosque que limitaba
el claro donde se había posado el cohete hubieran confundido éste con un tautolón
de raza desconocida. Las dimensiones no asustaban a los venusinos, acostumbrados
a los gigantes del reino vegetal y animal. Y sabían hacer frente a los tautolones,
lanzándoles espesas nubes de venablos.
Como es natural, las puntas de piedra no habían logrado
perforar el cohete. Las jabalinas rebotaban, probablemente, ante el pasmo de los
cazadores. Pero… Gargi echó una ojeada al reloj. La patrulla ya debería haber regresado
una hora antes. Gargi se acercó de nuevo al ojo de buey de la parte opuesta. Por
muy importantes que fuesen las observaciones científicas, no podía olvidar que estaba
allí de centinela.
Por aquella parte, la pendiente de la colina aparecía
desnuda y el terreno descubierto hasta el horizonte. No, por aquella parte no era
posible acercarse al cohete sin dejarse ver.
–¿Habrán encontrado los venusinos la patrulla y han
venido aquí después? –pensó Gargi.
Pronunció estas palabras en voz alta. Hacía dos horas
que hablaba en voz alta, comentando cada uno de sus pasos, expresando cada uno de
sus pensamientos. La grabadora debía fijarlo todo en el diario.
Gargi se sobresaltó. En el horizonte había aparecido
una figura oscura. Gargi amplió el ojo de buey. La figura se acercaba, pero era
imposible distinguirla bien. Se delineó confusamente en lontananza durante sus buenos
diez minutos y luego desapareció de improviso. ¿Qué había pasado? ¿Resbaló, quizá,
por un escarpado? ¿O había caído a un barranco? Esperó, pero la figura no reapareció.
Por el contrario, vio otra en el horizonte. ¡Escafandra
azul! ¿Ngarroba? ¿Entonces, el primero era Sung Ling? Porque su escafandra es negra.
¿Y Karbysev?
Ngarroba caminaba solo, lentamente, sobre un terreno
accidentado. Gargi le vio rodear pequeños lagos. Hasta distinguió el venablo que
el africano se había llevado consigo. De improviso, Ngarroba desapareció también.
¿Adónde habían ido a parar? Gargi examinó atentamente
el punto donde las figuras desaparecieron. De repente reapareció la primera, saliendo
del punto en donde se había ocultado poco antes. Parecía reemprender el camino en
dirección al cohete.
La inquietud del científico indio aumentó cuando la
escafandra negra de Sung Ling desapareció nuevamente, tan de improviso como la primera
vez. El campo de visión del ojo de buey quedó vacío.
Pasó un minuto, dos, tres… Reapareció de nuevo una figura
humana, pero no era Sung Ling…; era Ngarroba, salido del mismo sitio que su compañero.
Ahora era él quien se dirigía al cohete.
Tras recorrer unos quinientos metros, Ngarroba desapareció
de nuevo, pero Gargi ya no se maravilló. Esperó la reaparición de Sung Ling, que
no tardó en producirse.
El indio había comprendido. La patrulla regresaba en
formación dispersa para evitar una emboscada, era evidente.
¿Pero dónde estaba el tercero? ¿Dónde se había metido
el jefe de la expedición?
¿Y qué debía hacer ahora?
¡La patrulla iba justamente al encuentro del peligro
que quería evitar!
Pero no era preciso hacer nada. Los venusinos se encontraban
al otro lado de la colina y no veían lo que Gargi divisaba desde el ojo de buey.
Bastaba con que Sung Ling y los otros se reuniesen al pie de la colina, lo más cercano
posible del cohete, para saltar con rapidez a la escotilla durante el breve instante
en que ésta se podía abrir sin peligro. En aquel momento sería conveniente distraer
la atención de los sitiadores.
Sin embargo, había que comunicar inmediatamente la situación
a la patrulla. Tenía que abrir la escotilla. Sólo se podía hacer eso.
Gargi se acercó a la escotilla de salida, quitó el seguro
y apretó un botón. El pesado postigo se deslizó lentamente sobre sus guías.
El mecanismo, ya viejo, no era muy rápido. Gargi esperó
a que se hubiese abierto lo suficiente y se introdujo al punto en el tambor. Ahora
debía esperar a que la puerta se cerrara de nuevo. Sólo entonces podría extraer
su escafandra del armario hermético.
Al ponerse la escafandra, Gargi observó el tambor. Estaba
calculado para una sola persona, pero en caso de apuro habría podido contener hasta
dos. ¿Y tres? Pensó en la maciza corpulencia de Ngarroba y sacudió la cabeza. ¿Cabrían
los tres? ¡Hasta entonces sólo había visto dos!
Ya tenía la escafandra puesta. Ahora, el portillo exterior.
Este se abrió de golpe.
Gargi gritó rápidamente las frases que tenía preparadas,
mirando más hacia el lado de donde llovían los venablos que hacia la pendiente desnuda.
Aún consiguió ver cómo Sung Ling llegaba casi al pie de la colina. Sung Ling se
tiró al suelo a su grito de atención y permaneció tendido, escuchando. Ngarroba
también escucharía, desde luego. Quizá, incluso Karbysev, a pesar de que…
El portillo al que Gargi estaba agarrado tembló y un
venablo con la punta rota cayó al suelo gris.
Involuntariamente, Gargi habló más de prisa, intentando
hacerlo con claridad. La dicción que enseñan en todas las escuelas de la Tierra
le resultaba ahora muy útil.
Un segundo venablo golpeó a Gargi en el hombro. El tejido
de la escafandra se regenera de inmediato automáticamente, pero, ¿cómo saber si
la punta de piedra había atravesado las dos capas o sólo la exterior? Gargi sabía
que bastaba un simple instante para que penetrasen por el agujero millones de microbios,
más peligrosos para los habitantes de la Tierra que los lanzadores de venablos.
Escondió la cabeza tras el portillo, dejando asomar sólo la antena.
Un tercer venablo le pasó justo por debajo de las narices,
y no supo si el lanzador había salido de los matorrales o se había mantenido allí
a cubierto.
Era suficiente. Gargi se retiró. Sólo Sung Ling le había
contestado. Una presión sobre la llave y el portillo se cerró de golpe. Los treinta
y dos pernos automotrices se dispararon. Gargi enchufó el pulverizador. Durante
diez minutos debía someterse a un sistema de corrientes desinfectantes. No hacía
falta mirar el reloj; el proceso se efectuaba automáticamente. A pesar de todo,
era imposible acelerar la operación. El proceso no terminaba hasta que los instrumentos
de control hubiesen establecido que todo estaba en orden; sólo entonces se abría
la puerta interior.
La desinfección terminó. Se quitó la escafandra y la
dejó en el armario. La puerta del tambor se abrió lentamente y, por fin, Gargi entró
en el salón.
¡Al trabajo! Debía encender la luz roja de señalización
sobre el morro del cohete. Pero para ello era necesario descender la butaca, extenderse
sobre ella y sujetarse las gruesas correas acolchadas; mientras, el botón de la
luz de señal no funcionaba. Se trataba, en efecto de la señal de partida: significaba
que el equipo estaba dispuesto para el vuelo. Por una parte, naturalmente, era conveniente
que la expedición a Venus utilizase un modelo seguro, reconocido, pero por otra,
aquel viejo sistema de señalización y de seguridad resultaba un poco ridículo. Gargi
estaba extendido sobre la butaca, atado como un cajero atacado por unos bandidos,
si hemos de creer las viejas películas que a veces pasan por la televisión. Bajo
el índice de su mano derecha se hallaba el botón.
Lo apretó una vez, dos, tres. Los rayos rojos brillaban
en la cima del cohete hasta en la luz clara del largo día de Venus. Atraería la
atención de los venusinos. El rayo debía ser visto por todos desde los matorrales.
Que levantasen la mirada hacia el cielo y que no viesen lo que sucedía abajo.
Gargi enchufó el mecanismo del portillo exterior. Para
abrirlo bastaría ahora apretar el botón exterior.
Un riesgo, porque también podrían hacerlo los venusinos.
Tumbado como se hallaba no podía ver a través del ojo
de buey. Veía sólo el gran reloj colgado ante él. En el cuadrante brillaban las
cifras: rojas las horas, verdes los minutos, amarillos los segundos. Si todo marchaba
según lo previsto, Ngarroba y Sung Ling, en aquel momento, debían correr hacia el
portillo.
Gargi marcó las fracciones sobre el pulsador. Intentó
no pensar cómo tres personas (esperaba que fuesen tres) podrían entrar en el tambor.
El primero lograría subirse fácilmente. Tendería la mano al segundo. El tercero…
¿Quién sería el tercero? Por un momento, Gargi vio claramente los pies del tercero
pender del portillo. Vio a los seres de espeso pelaje, desnudos, agarrar con sus
manos fuertes, en un apretón de acero, los pies colgantes, tirar, izarse al portillo…
Sobre el gran cuadrante brillaban las cifras luminosas.
Ahora incluso debería abandonar el pulsador, pero Gargi continuó haciendo señales.
La luz intermitente de la señal quizá podía tener un efecto mágico sobre los habitantes
de Venus.
Pasó el tiempo. Las cifras verdes se alternaban despiadada,
inevitablemente. Un minuto más, y otro, y otro…
Gargi sintió que la frente se le llenaba de sudor.
La puerta se abrió. Con sorprendente lucidez, el indio
se imaginó que un brazo peludo aparecía por la rendija.
Empezó a quitarse febrilmente la correa que lo tenía
sujeto a la butaca.
Por la puerta apareció una mano desnuda, oscura.
–¡Uf! –bufó alguien.
Gargi dio un salto.
Por el ojo de buey vio, aumentada por la lente, una
cabeza hirsuta con los arcos superciliares prominentes, pelos lacios, con ojos pequeños
casi sin párpados, que lo miraban.
–¡Cámara! –gritó el indio, casi maquinalmente. El tomavistas
instalado frente al ojo de buey entró en seguida en funciones. Silencioso, como
todos los aparatos modernos; sólo el disco giratorio con su flecha indicaba que
estaba tomando la escena.
La puerta se había abierto ya casi en su tercera parte,
pero no aparecía nadie. Sólo se oía llegar del tambor un desesperado jadeo.
Gargi dio dos pasos adelante, y los sonidos que oyó
le parecieron música.
–¡Diablo! ¡Qué estrecho es esto!
¡Era Ngarroba!
Gargi se lanzó hacia adelante. Distinguió un lío de
brazos y piernas. No se dio cuenta aún de que estaban todos. El primero en liberarse
y entrar en la sala fue Ngarroba, que cayó justo en sus brazos.
–¡Uf! –bufó–. Un minuto más y estaría muerto. No sé
cómo hemos conseguido quitarnos las escafandras.
–Y lo dice él, que ocupaba las tres cuartas partes del
tambor –se quejó Sung Ling, aparecido en segundo lugar. Añadió, vuelto hacia Gargi–:
Karbysev se ha visto obligado a usar la pistola. Nos ha cubierto la retirada. Pero
disparando al aire… Pero, ¿qué sucede?
Al salir Ngarroba y Sung Ling, en el tambor quedaba
aún una persona tumbada sobre el pavimento. Karbysev tenía un brazo tendido hacia
delante, apretando en la mano un puñado de pelos lacios; el otro brazo estaba doblado
bajo el cuerpo. La cara, palidísima, parecía la de un cadáver.
–¡Rápido! –gritó Sung Ling.
El científico chino había perdido por primera vez su
habitual sangre fría.
Ngarroba levantó el cuerpo de Karbysev y lo depositó
sobre la butaca extendida, ocupada poco antes por Gargi. Este, con manos temblorosas,
tomó una jeringa.
Sung Ling, a su vez, desnudó rápidamente a Karbysev,
El cuerpo del jefe de la expedición estaba cubierto
de grandes equimosis. En particular, las manos y los pies estaban salpicados de
manchas rojizas. Sobre el bíceps izquierdo aparecían las huellas azules de cuatro
dedos grandes. En el cuello se notaba una mancha negra.
–Ésta es la más peligrosa –silbó Sung Ling, entre dientes–.
¡Inyecte!
Gargi ya había apretado el botón de la jeringa.
–¡El electroanimador!
Ngarroba acercó un brillante reflector que había tomado,
junto con el cable, de un armarito colgado en la pared. Tras colocar el casco en
la cabeza de Karbysev, enchufó la corriente.
–¡Electrorrespiración!… ¡Electrocardio!… –se oyó en
el profundo silencio.
Rodeado de hilos y de instrumentos, Karbysev yacía exánime.
–¡Esta no se la perdonaré! –murmuró Ngarroba, desolado
y con ira, acercando la botella de oxígeno al aparato de respiración artificial.
Sólo al decimosexto minuto los párpados de Karbysev
se movieron perceptiblemente.
–Salvado –suspiró Sung Ling, con alivio–. Sólo le debía
quedar una gota de vida… Ahora, el máximo de precauciones.
Encendió el electroanimador. Gargi reguló el electrorrespirador
y el electrocardio a un régimen más bajo.
Karbysev permaneció inmóvil todavía un cuarto de hora.
Luego abrió los ojos.
–¿Todos sanos? –preguntó, volviendo la mirada al rostro
de sus compañeros.
Sus mejillas recobraron el color. Levantó la cabeza.
–Lo atizaron bien –dijo Gargi, feliz.
–Fue Ngarroba –bromeó Karbysev, moviendo, con fatiga,
los pálidos labios–. Me apretó tanto que me redujo a la mitad de mi volumen normal.
Pero entré en el tambor. ¡Gracias, Ngarroba!
–No, no fui yo –replicó Ngarroba, extendiendo una pomada
blanca sobre las equimosis del cuerpo de Karbysev.
Las manchas azules y rojas, al punto empezaron a desaparecer.
Karbysev tensó todo su cuerpo. Intentó sentarse.
–¡Los huesos están enteros, menos mal! Nunca he visto
gente tan fuerte.
–¿Y tu pistola?
–Humm…
No se encontró ni en el tambor, ni en la escafandra.
–No recuerdo… ¡Ha sido como un sueño! Extraños seres
me apretaban por todas partes, morros bestiales, de narices enormes, manos de cuatro
dedos con membranas en la base, dedos largos… Me agarraban, me estiraban. Luego
Ngarroba me subió. Creo que quitaron la escalerilla… No recuerdo más.
–Bien –Gargi sacudió la cabeza–. Se diría que armamos
a nuestros adversarios.
–No deseaba considerarlos enemigos –dijo lentamente
Karbysev, y se tendió de nuevo en la butaca.
–Intenta explicárselo –Ngarroba indicó el ojo de buey.
Aún estaba allí la cabeza hirsuta de ojos redondos.
Más lejos se veían otros venusinos. Los cazadores de tautolones habían comprendido,
evidentemente, que el cohete no podía pegar patadas, ni moverse, aunque tuviese
muchas patas. Quizá la desaparición en el interior del cohete de los tres hombres
perseguidos había suscitado en ellos ciertos pensamientos. En una palabra, se habían
hecho más valientes.
–No lo asusten –aconsejó Sung Ling, pero algo alejó
al venusino, que desapareció. El tomavistas emitió un leve silbido. Gargi se inclinó
para cambiar el rollo.
–¡Qué pena haber perdido un ejemplar semejante!
El venusino se hallaba ahora a diez pasos del ojo de
buey y podía ser observado de cuerpo entero. Alto, de una caja torácica muy saliente,
pies enormes con largos dedos, recubierto de lanas lacias, daba la impresión de
una poderosa fuerza primitiva.
–No es muy guapo –observó Gargi–. Según nuestros cánones,
naturalmente. Pero, por supuesto está sano y fuerte.
–Observen el cráneo –dijo Sung Ling–. Parece el del
hombre de Neandertal con…; palabra de honor, me parece haberlo visto ya en algún
museo de la Tierra. Probablemente tiene el cerebro muy desarrollado, más de lo que
parece. La caja torácica, sin duda, se ha hecho tan amplia por alguna necesidad.
Los pulmones tienen que absorber mucho aire, dada la carencia de oxígeno. Miren,
el volumen del tórax es casi la mitad del cuerpo.
–De todas formas, estos seres hace tiempo que olvidaron
la época en que caminaban a cuatro patas – precisó Ngarroba–. Sus ademanes son torpes,
a causa de la estructura del cuerpo, pero, en cambio, ¡qué seguridad!
De pronto, se rio.
–¿Qué pasa? –preguntó Gargi.
–Algo divertido. Durante cuatro horas hemos seguido
a estos seres y no vimos ni uno. Y usted, Gargi, el desafortunado que tuvo que quedarse
de guardia en el cohete, fue el primero en verlos.
–¿No encontraron ninguno?
–Vimos un tautolón cubierto de venablos. Después de
esto se nos pasó el deseo de hablar sin intérprete con los propietarios de esos
venablos.
–Era evidente que habían interrumpido la caza de improviso
–añadió Sung Ling.
–Comprendimos que habían descubierto el cohete. ¿Qué
otra cosa podría haberles maravillado o asustado tanto? Entonces, decidimos regresar.
Y para no caer en sus manos hemos tomado algunas medidas de seguridad. Es por esta
razón que tardamos tanto.
–¿Y su venablo? –preguntó Gargi.
–Lo tiré –declaró Ngarroba–. Me estorbaba al embarcar.
Por otra parte, cerca del cohete había tantos, que creí que quizá usted había hecho
una cosecha suficiente.
–No he podido –confesó Gargi, desolado–. Aparecieron
de golpe y me refugié inmediatamente en el cohete. Los venablos los lanzaron luego.
Es posible que ni me hayan visto; deben haber atacado al cohete.
–Creo que pretendían cogernos vivos –declaró Ngarroba–.
Debemos ser para ellos un misterio más grande del que lo puedan constituir ellos
para nosotros. ¡Quizá hayan decidido estudiarnos más a fondo!
–Parece que se preparan para marcharse –observó Gargi,
que miraba por el ojo de buey.
–Es más probable que se escondan en la maleza –repuso
Sung Ling.
–No creo que levanten el asedio.
Los venusinos abandonaban el claro que rodeaba al cohete.
Algunos recogían los venablos.
–¡Se llevan las últimas pruebas materiales! –exclamó
Gargi– Sólo nos queda la película. Y no hemos descubierto siquiera con qué roca
hacen las puntas.
–Allí queda alguien aún.
–Sí, pero de guardia.
Efectivamente, el venusino que había mirado a través
del ojo de buey no parecía tener la menor intención de irse.
–No importa –declaró, de repente, Ngarroba, con decisión–.
¡No nos lo impedirá!
–¿Pretende usted salir por los venablos?
–¿Los venablos? –Ngarroba se levantó. Tendió sus brazos
de atleta y tensó sus músculos–. Ese chico debe ser más fuerte que yo –Ngarroba
señaló al ojo de buey–, pero dudo que conozca todas las llaves de lucha libre, mi
deporte favorito cuando yo era joven.
–¿Un chico?
–Seguro. Entre nuestros asaltantes había uno lleno de
arrugas, por supuesto, el jefe, que se mantenía aparte, y se limitaba a agitar sus
largos brazos. Con respecto a él, ese de ahí fuera, es un lactante.
–Pero, ¿qué está pensando? Quiere…
–¿Por qué no?
–Un trofeo semejante… –murmuró pensativo Gargi.
Karbysev levantó una mano como si tuviese intención
de decir algo, pero la expresión del rostro de Sung Ling lo detuvo.
–No lo conseguirá –observó con calma el científico chino.
–Cuenten conmigo –Ngarroba se irguió en toda su estatura.
–Es por lo menos tres veces más fuerte que usted –insistió
Sung Ling–. Observe su musculatura.
Con la cabeza inclinada, el hombre peludo caminaba por
la ladera cubierta de pisadas, lanzando de vez en cuando, por debajo de su mata
de pelo, una ojeada al cohete. Sobre su amplia espalda se levantaban a cada movimiento
de los músculos unas gruesas protuberancias.
–No intente convencerme –cortó el africano–. Después
de todo, nosotros somos cuatro. Y tenemos ocho brazos, y también eso cuenta.
–Dejemos aparte las reglas deportivas, que aquí no sirven
para nada; si nos echamos todos sobre él, lo reduciremos.
Sung Ling miró a Ngarroba con una sonrisa infantil.
–La idea es tentadora– admitió Gargi–. Pero, ¿qué hacemos
con nuestra pistola…?
–¿Aún está cargada?
Karbysev no tuvo tiempo de contestar.
Un fugaz rayo azul salió del cañón. El hombre peludo
cayó al suelo. Su enorme y prominente pecho se quedó inmóvil.
–Magnífica ocasión para probar la resistencia del organismo
del hombre de Venus –dijo Sung Ling, plácidamente–. Será interesante observar en
cuántos minutos recuperará el sentido.
–¡Ahora! –gritó Ngarroba, lanzándose hacia la puerta.
–¡Quietos! –se opuso resueltamente Karbysev, intentando
sentarse. Estaba pálido de la emoción.
–Hay que traerlo aquí antes de que se despierte –replicó,
impaciente, el africano.
–¿Y qué ocurrirá cuando despierte? –preguntó Karbysev.
–Lo pondrá todo patas arriba –reconoció Gargi.
–¡Lo dormiremos!
Ngarroba se calmó en el acto. Se sentó en una butaca
y lanzó una mirada hacia el interior del cohete. Delicados instrumentos, producto
de la técnica más avanzada, rodeaban a los viajeros. Agujas nerviosas, cuadrantes,
lucecillas brillantes, plumas automáticas que escribían líneas infinitas sobre cintas
de papel, analizadores de aire en continua actividad, aparatos de dirección… El
cohete era un complejo organismo artificial que parecía vivir una vida propia.
Ngarroba lanzó un profundo suspiro y se acercó al ojo
de buey. El joven venusino, el ser salvaje que no conocía ni siquiera el vestido,
yacía sobre el blando suelo de su planeta natal.
–Es un ser humano –dijo Sung Ling, expresando lo que
todos pensaban.
–Ngarroba, con su carácter, es capaz de arrastrar a
cualquiera –suspiró Gargi.
–Un hombre valeroso, fuerte –añadió el científico chino–.
Todo su comportamiento lo demuestra.
–Este hombre, aun tan semejante a un animal, no ha conocido
las cadenas en su vida –dijo Karbysev, tras una pausa–. En esta zona, siempre caliente
del planeta, donde casi no existen las estaciones, él seguirá viviendo quizá durante
miles de años, desnudo, cubierto sólo por esas lanas que, probablemente, le sirven
de colchón. Pero, queridos amigos, inventó el venablo, razona. Sí, es el amo de
Venus. Aunque no lo entienda, aunque no conozca con precisión el mundo en que vive.
–Y he aquí que llegan hombres de otros planetas –terminó
Sung Ling, con una ligera sonrisa–, hombres con un nivel de desarrollo incomparablemente
más alto, y lo primero que hacen es capturar al hombre libre, a su manera, de Venus
y llevarlo prisionero a la Tierra.
–Entonces, ¿qué propone? –preguntó Ngarroba. Estaba
terriblemente herido en su ardor deportivo. La máquina tomavistas emitió un breve
silbido.
–¡Rollo! –gritó Ngarroba–. Se está despertando. En su
voz resonaba aún una ligera nota de desacuerdo. Gargi cambió el rollo.
Todos se amontonaron sobre el ojo de buey. El pecho
del hombre de Venus empezaba a palpitar con mayor fuerza.
–¿Qué propone? –gritó Ngarroba.
–Nosotros, hombres de la Tierra –declaró Karbysev–,
nos hemos convertido en el dios de cuya voluntad dependerá, de ahora en adelante,
la suerte de los habitantes de Venus. No sé si ellos poseerán una mitología, pero
somos superiores a sus dioses. Somos más poderosos. Depende de nosotros el ejercer
una influencia justa en su desarrollo y acelerarlo lo más posible. Después de amplios
contactos, cuando hayamos conseguido dar a la población de Venus una idea de lo
que es la Tierra, los invitaremos a visitar nuestro planeta.
–¿Y esto es humanidad?
–Sí.
–Debemos someter este proyecto a la población de la
Tierra –dijo Sung Ling.
–E inmediatamente –añadió Karbysev–. El cohete está
dispuesto para partir a la hora fijada –recordó Gargi–. Dentro de poco se podrá
pulsar el botón.
–Pero es una pena abandonar este planeta tan pronto–protestó
Ngarroba–. Es la primera vez que me encuentro en Venus… y había deseado tanto participar
en esta expedición… Miren, se levanta…
El cuerpo del joven aborigen fue sacudido por un estremecimiento.
El venusino abrió los ojos redondos y penetrantes y por un instante se fijó en el
cohete. ¿Vio a los terrestres? De improviso, se incorporó y echó a correr. Luego
se detuvo y volvió a caminar sin prisa, bamboleando el cuerpo, mirando a su alrededor.
Un instante después desapareció en la espesa vegetación.
–¡Simpático muchacho! –sonrió Ngarroba– Y además parece
un tipo de carácter…
Loo corrió hacia adelante, en dirección al extraño gulu posado sobre tantas
patas, sin que él mismo supiese el motivo. Algo lo empujaba hacia el gran monstruo
acurrucado en la colina. El miedo que tuvo cuando el cohete descendió de las nubes
había desaparecido. Loo no podía decir con seguridad si el objeto bajado de las
nubes, que tanto lo había asustado, y aquella masa encogida, como si estuviese a
punto de dar un salto, fuesen la misma cosa. Pero estaba emocionado, como cuando,
delante de toda la tribu, quería hablar de los kou celestes.
Loo no hubiera debido salir de la maleza. Según el plan
del jefe, tenía que permanecer al acecho con sus compañeros. Pero lo hizo, y echó
a correr como si alguien lo empujara. Vio el enorme ojo del gulu, y en su interior
vio brillar algo. Todas las criaturas que Loo había encontrado en su vida tenían
los ojos saltones y faltos de expresión, en los que no aparecía nada que se pareciera
remotamente a una sombra. Sólo los bípedos poseían ojos capaces de adoptar expresiones
distintas.
Loo se acercó y se puso a mirar en el ojo del gulu,
grande como la entrada a la Caverna del Fuego.
Y lo que vio lo impresionó. Dentro del ojo había bípedos.
Sí, sí, unos bípedos. Chtz siempre había proclamado que los seres que no caminan
a cuatro patas y no saltan como los gulus irritados son kou, bípedos. Sólo los kou
caminan erguidos. Los kou que Loo veía con los ojos abiertos de par en par no eran
semejantes a los bípedos de su tribu o a los de la tribu de Ho. Pero caminaban sobre
sus piernas y agitaban las manos, casi como hacían los kou de la tribu de Loo cuando
hablaban. Tenían una piel con pliegues, sin lana, y sus piernas eran demasiado largas.
En general eran feos, pero Loo sentía que aquellos seres eran kou.
Chtz, irritado, lo llamó. Tras el fracaso del ataque
contra los cabezas redondas, todos habían regresado a la maleza. Sólo Loo había
permanecido cerca del gran gulu. No podía alejarse de allí. ¿Dónde estarían los
extranjeros? Habían desaparecido en la boca que el gulu tenía en el vientre. Y los
kou que se hallaban en el interior del gulu no se parecían a los de cabeza lisa
que habían entrado…
En aquel momento Loo vio a sus pies un hueso brillante,
estuvo a punto de pisarlo. Lo cogió. Un golpe en la cabeza le hizo caer.
Cuando volvió a abrir los ojos, el gran gulu bailaba
sobre él. Lo miró y el gulu se calmó. De pronto fue presa del miedo. Un miedo incontenible.
Saltó sobre los pies y se puso a correr. Luego, el miedo se le pasó. Volvió a caminar
despacio, mirando en torno suyo; el gulu lo miraba con su ojo, en el que de nuevo
algo brillaba.
Chtz ordenó a todos que se escondieran tras las matas
y que no asomaran ni la nariz. El jefe pensaba que los cabezas lisas saldrían otra
vez. Entonces, los cazadores los atraparían. El jefe ignoraba quiénes eran; nunca
había visto otros parecidos por las cercanías.
Un antiguo y vago instinto engendraba en él cierta preocupación.
De haber podido expresar con palabras sus propios sentimientos, habría dicho que
lo desconocido lleva en sí un cierto peligro. Alargando la nariz, Chtz husmeó ávidamente
el aire.
Desde su escondite, Loo observaba al gran gulu. ¿Estaría
de pie o sentado? Era difícil de saber. Sólo los ojos brillaban a veces como los
de algunos animales nocturnos.
Así pasó mucho tiempo. No sucedió nada.
De improviso, un rayo cegador se desprendió del cuerpo
del gulu, lamiendo las pendientes de la colina.
Loo sintió que le fallaban las piernas.
El gulu rugía con tal fuerza que Loo comprendió claramente
que era un ser celestial. Sólo los seres celestiales truenan sobre todo el mundo
cuando charlan entre ellos. El gulu gritaba algo al cielo.
Luego empezó a levantar el morro y las patas desaparecieron.
Las había retirado o doblado, como hacen los kici, que flotan entre los lagos.
El gulu rugía. Ahora estaba tieso como el tronco de
un árbol y ya no tocaba el suelo. Se levantó. Alzaría el vuelo porque era un gulu
celeste. Y los kou que él había visto en el ojo del gulu eran los kou celestes.
El ruido era tal que no podía oír nada más.
El gulu empezó a levantarse lenta, muy lentamente. Luego,
de pronto, saltó hacia arriba y desapareció entre las nubes, Sólo el rayo, como
una cola transparente, quedó visible durante un cierto tiempo, hasta debilitarse,
y desapareció.
Loo, en pie, con la cabeza inclinada, permaneció observando
el cielo.
No sabía que allí, en el cielo de Venus, donde los kou
celestes volaban hacia un lejano planeta invisible tras la espesa cortina de nubes,
se decidiría su suerte y la de todos sus consanguíneos. Loo y las futuras generaciones
venusinas nunca conocerían la esclavitud, la guerra, la opresión. Los kou celestes
tenderían una mano a sus hermanos salvajes y los guiarían por el mundo de la razón
y de la libertad, cubriendo de golpe todas las etapas que deberían haber recorrido.
Loo no sabía nada de todo esto. Miró al cielo hasta
que se apagó la última luz del gulu celeste.
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