Silvina Ocampo
Arqueó su boca al bajar los ojos sobre la tricota azul que llevaba puesta.
Desde hacía días, una aprensión inmensa crecía insospechadamente por todas las cosas
que lo rodeaban. A veces era una corbata, a veces era una tricota o un traje que
le parecía que provocaba su desgracia. Había jurado analizar los hechos y las coincidencias
para poner fin a sus dudas.
Desde esa mañana de invierno en que había salido de
Buenos Aires, no hacía ni tres días, dejaba abierta para las traiciones una extensión
que llegaba hasta el día de su nacimiento. Aquella ausencia pesaba sobre él varios
meses atrás, como una fatalidad imprevisible; tenía que ir a revisar el campo; no
podía escapar a su destino, y dócilmente se había ido en un tren que lo mataba de
una estación a otra.
Pasó la mano por su frente, y al sentirse despeinado,
supo que estaba en el campo. Había estado hasta entonces sordo al silencio que hacían
los árboles en torno de la casa, sordo a la claridad del cielo, sordo a todo, salvo
a la turbación que lo habitaba. Ya no se acordaba más: cuando era chico, en esa
estancia le gustaba tener que cruzar la noche alumbrada por una lámpara de kerosene
o por la luna, para llegar desde el comedor hasta el cuarto de dormir, y esa felicidad
lo había llevado siempre de la mano al cruzar el patio. No había sido nunca chico
aquel día.
Súbitamente, se daba cuenta de que vivía rodeado de
la enemistad de las cosas. Se daba cuenta que el día que había estrenado esa tricota
azul con dibujos grises (que su madre le había mandado hacer), su novia había estado
distante paseando sus ojos inalcanzables por épocas misteriosas y escondidas de
su vida, que la hacían sonreír una sonrisa tierna, que a él le resultaba dura como
de piedra donde caían de rodillas las súplicas, “¿En qué piensas?”; y ella había
tenido un gesto de impaciencia, y esa impaciencia había crecido con resorte al contacto
de sus gestos, al contacto de sus palabras. En ese momento ya no sabía caminar sin
tropezar, no sabía tragar sin hacer un ruido extraordinario y su voz se había desbocado
en los momentos que requerían más silencio. El odio o la indiferencia que había
levantado aquel día estaban ahí delante de él palpables y sólidos como una pared
de piedra.
Más tarde, cuando volvió a su casa, recordó que al desvestirse
había sentido como una liberación. Llamó el teléfono, y la ternura de su novia era
para él solo: una cama donde uno se duerme cuanto uno está muy cansado.
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