Ryunosuke Akutagawa
Extrañamente, experimentaba simpatía por Gael, presidente de una compañía
de vidrio. Gael era uno de los más grandes capitalistas del país. Probablemente,
ningún otro kappa tenía un vientre tan enorme como el suyo. ¡Y cuán feliz se le
ve cuando está sentado en un sofá y tiene a su lado a su mujer que se asemeja a
una litchi y a sus hijos similares a pepinos! A menudo fui a cenar a la casa de
Gael acompañando al juez Pep y al médico Chack; además, con su carta de presentación
visité fábricas con las cuales él o sus amigos estaban relacionados de una manera
u otra. Una de las que más me interesó fue la fábrica de libros. Me acompañó un
joven ingeniero que me mostró máquinas gigantescas que se movían accionadas por
energía hidroeléctrica; me impresionó profundamente el enorme progreso que habían
realizado los kappas en el campo de la industria mecánica.
Según el ingeniero, la producción anual de esa fábrica
ascendía a siete millones de ejemplares. Pero lo que me impresionó no fue la cantidad
de libros que imprimían, sino la casi absoluta prescindencia de mano de obra. Para
imprimir un libro es suficiente poner papel, tinta y unos polvos grises en una abertura
en forma de embudo de la máquina. Una vez que esos materiales se han colocado en
ella, en menos de cinco minutos empieza a salir una gran cantidad de libros de todos
tamaños, cuartos, octavos, etc. Mirando cómo salían los libros en torrente, le pregunté
al ingeniero qué era el polvo gris que se empleaba. Éste, de pie y con aire de importancia
frente a las máquinas que relucían con negro brillo, contestó indiferentemente:
–¿Este polvo? Es de sesos de asno. Se secan los sesos
y se los convierte en polvo. El precio actual es de dos a tres centavos la tonelada.
Por supuesto, la fabricación de libros no era la única
rama industrial donde se habían logrado tales milagros. Lo mismo ocurría en las
fábricas de pintura y de música. Contaba Gael que en aquel país se inventaban alrededor
de setecientas u ochocientas clases de máquinas por mes, y que cualquier artículo
se fabricaba en gran escala, disminuyendo considerablemente la mano de obra. En
consecuencia, los obreros despedidos no bajaban de cuarenta o cincuenta mil por
mes. Pero lo curioso era que, a pesar de todo ese proceso industrial, los diarios
matutinos no anunciaban ninguna clase de huelga. Como me había parecido muy extraño
este fenómeno, cuando fui a cenar a la casa de Gael en compañía de Pep y Chack,
pregunté sobre este particular.
–Porque se los comen a todos.
Gael contestó impasiblemente, con un cigarro en la boca.
Pero yo no había entendido qué quería decir con eso de que “se los comen”. Advirtiendo
mi duda, Chack, el de los anteojos, me explicó lo siguiente, terciando en nuestra
conversación.
–Matamos a todos los obreros despedidos y comemos su
carne. Mire este diario. Este mes despidieron a 64.769 obreros, de manera que de
acuerdo con esa cifra ha bajado el precio de la carne.
–¿Y los obreros se dejan matar sin protestar?
–Nada pueden hacer aunque protesten –dijo Pep, que estaba
sentado frente a un durazno salvaje–. Tenemos la “Ley de Matanzas de Obreros”.
Por supuesto, me indignó la respuesta. Pero, no sólo
Gael, el dueño de casa, sino también Pep y Chack, encaraban el problema como lo
más natural del mundo. Efectivamente, Chack sonrió y me habló en forma burlona.
–Después de todo, el Estado le ahorra al obrero la molestia
de morir de hambre o de suicidarse. Se les hace oler un poco de gas venenoso, y
de esa manera no sufren mucho.
–Pero eso de comerse la carne, francamente…
–No diga tonterías. Si Mag escuchara esto se moriría
de risa. Dígame, ¿acaso en su país las mujeres de la clase baja no se convierten
en prostitutas? Es puro sentimentalismo eso de indignarse por la costumbre de comer
la carne de los obreros.
Gael, que escuchaba la conversación, me ofreció un plato
de sándwiches que estaba en una mesa cercana y me dijo tranquilamente:
–¿No se sirve uno? También está hecho de carne de obrero.
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