Emilio S. Belaval
Todos los meses iba Juan Candelario al almacén de don Teodorito Valdepié,
con toda la verdura de su finca:
–Aquí traigo, don Teodorito, una carguita pa que usté
me la estime.
–La carga está chiquita, Juan. Parece que se te ha cansado
la tierra.
–La seca ha sío grande, don Teodorito.
–Habrá que tener paciencia para cobrarte más adelante.
Esta vez no puedo abonarte ni siquiera el interés del préstamo. Tú sigue trabajando
que mientras yo viva, yo no dejo en la calle a ningún jíbaro decente.
–Asina Dios se me lo aconseje.
Se pusieron a trabajar Juan Candelario y su jíbara como
dos desesperados, sin hacerle dengues ni a la llovizna, ni al sol, ni al ortigal.
Eran dos lomos de bestia curvados sobre el terreno, con esa fealdad terrosa que
da la finca cuando no salva, con ese tremendo piojillo de la mala suerte que ha
acabado con la salud, con la esperanza, con la alegría de nuestros terratenientes
de la altura. Después de haber desbabado hasta el pepino angolo y de no haberse
comido nada más que los rabos de las batatas jojotas, volvió al mes siguiente Juan
Candelario al almacén de don Teodorito Valdepié, con todas las verduras de su finca:
–Aquí traigo, don Teodorito, otra carguita pa que usté
me la estime.
–La carga está más chiquita aún, Juan. Parece que se
te ha lavado la tierra.
–El chubasco ha sío grande, don Teodorito.
–Habrá que tener paciencia para cobrarte más adelante.
Esta vez no puedo abonarte ni siquiera el interés sobre los intereses del préstamo.
Tú sigue trabajando que mientras yo viva, yo no dejo en la calle a ningún jíbaro
decente.
–Asina Dios se me lo aconseje.
Se pusieron a trabajar Juan Candelario y su jíbara como
dos demonios, sin hacerle dengues ni a la fiebre, ni al tabardillo, ni al vértigo.
Eran dos lomos de bestia curvados sobre el terreno, con el sometimiento brutal que
da la finca cuando no salva, con esa voraz piojera de la desgracia que ha acabado
con la pujanza, con la ilusión, con la moral de nuestros terratenientes de altura.
Después de destallar hasta los rabos de las batatas jojotas y de no haberse comido
nada más que el palmiche de los cerdos, volvió al mes siguiente Juan Candelario
al almacén de don Teodorito Valdepié, con la última gota de verdura de su finca:
–Aquí traigo, don Teodorito, otra carguita pa que usté
me la estime.
–La carga está más chiquita que nunca, Juan. Parece
que se te ha salado la tierra.
–La hormiguilla ha sío grande, don Teodorito.
–Habrá que tener paciencia para cobrarte más adelante.
Esta vez no puedo abonarte ni siquiera el interés sobre los intereses del interés
del préstamo. Tú sigue trabajando que mientras yo viva, yo no dejo en la calle a
ningún jíbaro decente.
–Asina Dios se me lo aconseje.
Cuando hubo entregado su última carga, Juan Candelario
se sentó una noche, frente a su bohío, a seguirle la lucecita a un cucubano para
ver si se le ocurría algo. La mujer, adivinando la desazón de su hombre, se le sentó
al lado, por si acaso le daba a otro cucubano por volar cerca del primero. La jíbara
de Juan Candelario era una hembra padecedora, con el corazón más bueno que una marifinga;
sabía cuando el coraje de un hombre necesitaba de un sobo de mano encariñada. A
Juan Candelario se le adormeció la pena bajo los dedos cuarteados de su jíbara:
–Ya esta finca no es de nojotros ná más que a medias.
Semos casi agregaos, Juana.
–Tú eres el que mandas, Juan.
–Toas las cosas malas han venío juntas y don Teodorito
lleva bien la cuenta, Juana.
–Haberá que entregal la finca, Juan.
Juan Candelario se arrugó como una hoja de tabaco oyendo
la simple verdad que le había descubierto su jíbara. Para él entregar la finca era
como caer en el limbo. El finquista había visto nacer sus pies en aquel barro cipey
y tenía por la tierra ese oscuro cariño que sabe poner en su finca un terrateniente
jíbaro. La finca había sido de su bisabuelo, la achicó su abuelo, la volvió a agrandar
su padre y a Juan Candelario la pena le retorcía las tripas cuando pensaba que fuera
él quien tuviera que entregarla.
Desde el momento en que entró en cuentas la refacción,
Juan Candelario sólo tuvo un pensamiento bravo: pagar aquella manita de ayuda que
había estrangulado a tantos finquistas de Puerto Rico. La cogió porque le dio por
sembrar unos palitos de café para aprovechar una sombra baldía que le había crecido
en los barbechos. En el pueblo le hicieron un cuento fantástico de lo mucho que
producía ese grano mártir, que era el pan de la montaña, del cual todo el mundo
huía, porque al cañero le dio por decir que la flor del café atraía a los huracanes.
Don Teodorito le prestó setenta y cinco pesos y al final del año, cuando aún estaban
los palos niños, ya le debía a su prestamista más de cuatrocientos pesos, después
de haberle entregado toda la verdura de su finca; ahora el jíbaro comprendía, dentro
de su recelo de perdidoso, lo que era aquel pacto donde había que entregar los frutos
sin que se pagara nunca el rédito, en una de esas tiendas mitad almacén, mitad pulpería,
donde por unas telas y unas cuantas provisiones de boca, dejaba el jíbaro año tras
año la sangre verde de sus entrañas.
¡Casi nada, se trataba nada menos que de don Teodorito
Valdepié!, sanguijuela grasienta del interés triple sobre uno compuesto, cuyos calcetines
se paraban solos cuando se descalzaba su ñame patricio. Aquel hombre pegado todo
el día a un mondadientes, tenía una trágica matemática de pulpero. Su negocio consistía
en no dejar nunca a ningún jíbaro decente en la calle mientras él estuviera vivo
y tener a cada finquista agarrado por el pescuezo trabajando para él, sin pagar
contribuciones ni peones.
Juan Candelario era el más avispado de los parientes
de Juan Pateta y había visto demasiadas cosas en su vida para que lo engañara el
mondadientes meloso de don Teodorito. Se sentía enfermo, con esa amarra en la cintura
que padece el encorvado, con las manos tajeadas y el alma mugrienta. Su dilema era
tan claro, que tenía la disyuntiva picándole en los ojos: o le pagaba a don Teodorito
o este se llevaba la finca para su almacén. Bastaba que el pulpero le mandara los
papeles de la corte, para que él tuviera que seguir andando con su jíbara, a vivir
de las mañas. En estos momentos es cuando el pata de pon se le acerca a un jíbaro
para hacerle su propuesta; se le apareció, de pronto, un compadre ambidiestro, que
andaba con las posaderas puestas en tres tajarrias:
–¡Diache, Juan! ¿Qué te se acontece?
–Cosas de la finca que van mal. Haberá que entregal
un día de estos.
–¿Debes mucho?
–Cuatrocientos y la quema.
–Pos sí que es un pleitito ese. Yo púe salval la mía
pol unos deos que me dejé en el trabajo. Me dieron quinientos pesos pol ellos.
–¿Unos deos?
–Sí, mi amigo; un tajo de buena suelte. Me los colté
con el mocho tumbando caña. Tié que pagal el gobierno.
–¡Pol la finca daba yo una mano!
–Me han dicho que pol ahí hay un colte aonde arreglan
eso. Si te interesa, procura al crucificaol. Ese te salva.
Aquella noche la pasó Juan Candelario con desvelo de
hamaca que es el peor desvelo del mundo. El recurso era un poco fuerte, pero el
calcetín de don Teodorito era implacable. Por la mañana tenía los ojos hundidos
pero una calma absoluta. A su jíbara le dijo:
–Voy a un colte pol aquí, a vel si me lío con unos pesos.
Tú atiende la finca, Juana.
Cuando preguntó por el crucificador los cortadores bajaron
el machete, como si le presentaran armas al intruso: se le acercó un gordiflón tostado,
haciéndole un guiño de inteligencia:
–Teño un recao pa usté de un compai mío que a la ve
es compai de usté.
–Venga el recao.
–Me jallo en un apuro y voy a peldel mi finca si no
reúno cuatrocientos y pico de pesos. Lo que yo necesito es una ayúa de la comisión.
–Pa que le sobren cuatrocientos y pico limpios, haberá
que pical tres dedos y una falange. Polque aquí cobro yo y los testigos.
–Usté me arregla eso.
–Si acaso vié usté a echalse pa atrás, más vale que
no entre. Ya teña cuatro dándole tiempo a la coltá.
–Búsqueme usté trabajo que vengo mañana.
–Yo lo hablaré con el capatá pa que me lo apunte.
Juan Candelario empezó a cortar caña con tres dedos
y una falange menos en la conciencia. Cada rato se secaba el sudor de la frente,
un sudor nazareno, que le goteaba por última vez por entre cinco dedos. El crucificador
lo rondaba continuamente, espiándole el ánimo, temeroso de que pudiera arrepentírsele
su hombre, como otros picadores que allí estaban. Juan Candelario escuchaba a su
alrededor el respingo irresoluto de los aspirantes; había algunos que bromeaban
con su propio miedo:
–Adéjeme eso pa la semana que viene, ¡hom!, que me he
descubielto que teño el deo bonito.
–Tiés que resolvel o dejal el trabajo. El crucificaol
está peldiendo el aguante.
–Se lo contesto mañana.
Por las noches Juan Candelario no dormía palpándose
los dedos de la mano comprometida. El pacto concertado con el crucificador le parecía
una traición contra una pobre mano que había encallecido luchando por salvar la
finca de su padre. Noche tras noche, por sus nervios agitados, pasaba toda la tragedia
chica de la mutilación. La treta era macabra. No era cuestión de ir, estirar la
mano y que le cortaran los dedos. Había que disimular, vivir con aquella angustia
por unos cuantos días, para no tener obstáculos en la investigación.
Una mañana antes de partir, acarició a su jíbara por
última vez con los dedos completos. La envejecida lo miró con su instinto de hembra
padecedora, y le besó los dedos, como si hubiera adivinado el pacto:
–No se me apure si vengo talde. Teño que dil al pueblo,
Juana.
–Dios te abendiga, Juan –contestó la envejecida involuntariamente.
Juan Candelario se fue hasta el crucificador tan pronto llegó al corte:
–Me corre priesa el asuntito ese. Tié que sel esta talde.
–Esta talde será –contestó el feroz cirujano, asombrado
a su pesar por la sangre brava del enclenque–. Afila bien el mocho, celca del cabo,
que debe sel con tu mesmo filo.
Aquella tarde fue la crucifixión de los tres dedos y
una falange de Juan Candelario. El hombre no pudo quejarse del trabajito. Le rodearon
en el corte los testigos, le tendieron la mano sobre una piedra negra y el crucificador
no dio nada más que un solo golpe. El dolor vino en ayuda del pequeño héroe y lo
desmayó.
Del cañaveral lo recogieron el crucificador y los tres
testigos para llevarlo a curar y jurar el informe. Cuando llegó hasta el practicante
del poblacho, aún seguía sin conocimiento. Se le había desmoronado el coraje, no
ante el dolor de la mano, sino ante la tramposería del espíritu. Era la primera
canallada, una canallada impuesta por la miseria, después de haberse baldado la
cintura, de haber desbotonado hasta las cepas machorras, de no haber comido otra
cosa que no fuera el palmiche de los cerdos. El desmoronamiento lo libró de los
horrores de nuestra cirugía industrial.
Juan Candelario volvió a su finca, más pálido que un
lerén, con la mano vendada, buscando el amparo mimoso de su jíbara. La envejecida
se pasó toda la noche con los vendajes encanallecidos apretados contra su corazón.
La cura fue monstruosa, el expediente largo, pero Juan
Candelario obtuvo sus cuatrocientos y pico de pesos y fue al pueblo a buscar a don
Teodorito:
–Aquí tié usté sus chavos, don Teodorito. Deme el recibo.
–¿Para qué necesitas tú recibo, malgenioso? Deja eso
hasta el domingo que venga el tenedor de libros.
–Deme el recibo agora aquí, don Teodorito. Usté anda
muy bien de salú y sería una lástima que le ocurriera un arsidente. Pagarle a usté
me cuesta a mí tres déos y una mitá.
Don Teodorito Valdepié tenía una gran ilusión por seguir
parando su calcetín por muchos años. Le entregó el saldo, olisqueando la tragedia
de su refaccionado, con el mondadientes quieto por el miedo.
Desde aquel pago Juan Candelario fue un jíbaro enconado,
que cada vez que podía robarle un atierro a su finca, se ponía a mirarse la mano
mutilada con una extráviga fijeza. La jíbara se le sentaba al lado, a contarle cositas
buenas a la mano herida de su Juan, para que su arrullo de hembra consolara a su
hombre de aquel dolor muñoso. Algunas veces Juan Candelario se apretaba la boca,
con una pena que no era de este mundo:
–Carijo, me duele esta mano como no me había dolío nunca,
ni cuando la cura, Juana.
–Adéjame tentártela un poco, Juan.
–No, si el dolol no es asina de esos. Me duele como
pué dolel una injusticia. Este dolol no tié cura ni consuelo güeno, Juana.
En estos momentos es cuando el pata de pon se le acerca
a un jíbaro para hacerle su propuesta. Se le apareció, de pronto, un compadre ambidiestro,
que andaba con las posaderas puestas en tres tajarrias:
–¡Diache, Juan! ¿Qué se te acontece?
–Cosas de esta mano que me duele como si se me estuviera
prudriendo. Haberá que coltalse el brazo un día de estos.
–¿Duele mucho?
–Más que los cuatrocientos pesos y la quema.
–Pos sí que es un pleitito ese. A mí el dolol me lo
quitó la candela.
–¿La candela?
–Sí, mi amigo, una candelita que le metí a un ranchón
de enlatado de mi prestamista. Tié que pagarle agora él a to el mundo.
–¡Pol quitalme este dolol le pegaba yo fuego al pueblo
entero!
–Me han dicho que pol ahí vamos a tenel mucha candela
ahoritita. Si tiés interés, arrecuelda que esta noche es noche de candelaria. Esta
noche la que salva es la candela.
Como si estuvieran pendientes de una palabra diabólica,
empezaron a arder los barbechos y los resquebrajos de la lejanía. ¡Grande fiesta
de la candela la Candelaria de Puerto Rico! Fiesta que prende en barrancales y barranquillas,
donde no crecen más frutos ni más flores, que los amargos frutos y flores de la
aguantatúa; noche donde la candela se come a pedazos a la mala suerte, para que
descanse la cintura baldada de nuestro finquista; júbilo religioso cerca de fogatas
y humaredas, donde un jíbaro decente se descuelga de los hombros los murciélagos
de la desgracia. Juan Candelario se puso de pie, dinamizado por la vieja caricia
de la candela.
Era la primera vez que en la finca de Juan Candelario
no se habían encendido a tiempo los tizones alegres de la candelaria. ¡Cuando mozo
encendía su hoguerita porque le iba bien al hombre!
–¡A Juancho Candelario le va bien la candela de la candelaria!
–más tarde, para guardarle el recuerdo a su mai, que año tras año se ahumaba los
ojos con el chorrito de la candela, para darle gusto a su hijo y apagar siempre
las brasas con la misma guasita–: ¡A Juancho Candelario le va bien la candela de
la candelaria! –por el resto de los años, como una espantada grande que le puede
dar un jíbaro decente a los murciélagos de la desgracia. La jíbara de Juan Candelario
se tiró a reunir una bruca, entre la hojarasca de la finca, para que no muriera
también aquella otra parte de su hombre, un hombre que ya había empezado a morir
por tres dedos y una mitad, a quien el rencor de una injusticia estaba pudriendo
poco a poco.
Como un niño embelesado Juan Candelario se sentó junto
a su jíbara a escuchar los crujidos de las ramas estallantes. La candela se le iba
metiendo poco a poco por los ojos, removiendo sus fibras de mozo, calentándole el
coraje desmoronado, sintiendo que los dedos de la mano le estaban naciendo de nuevo,
para empuñar un pensamiento. Estuvo encuclillado junto a su jíbara hasta que se
apagó el último tizón de su candelaria. Ella lo vio levantarse más feliz que nunca:
–Muchas grasias pol habelme salvao unos recueldos que
yo quieo mucho, el de mí cuando moso, el de mí mai, Juana.
–A Juancho Candelario le va bien la candela de la candelaria,
Juan.
–Deme usté un besito pol si acaso se me acontece algo
esta noche. ¡Lo que es la candela! Jasta hoy no se me había ocurrío. Ande, deme
el besito que teño que dilme, Juana.
La jíbara tembló un momentito pero no le dijo nada.
Le dio el beso a su hombre, lo acompañó hasta los espeques y le dijo involuntariamente:
–Dios te abendiga, Juan.
Juan Candelario tiene el pecho lleno de candela, de
la candela alegre y chismosa de su mocedad, candela de candelaria, llama que achispa
al jíbaro, como si alguien le descolgara de los hombros los murciélagos de la desgracia.
Por el camino, platicaban con él cuatrocientas hogueras de jíbaros candelistas:
–¡Ahí va Juan Candelario con el pecho lleno de candela!
–¡A Juancho Candelario le va bien la candela de la candelaria!
–¡Corre a tu asunto, Juan Candelario, que esta noche
la que salva es la candela!
Llegó al pueblo en tres trancos, con todos los fósforos
de su cajeta saltando de minúsculo goce; en el pueblo le saludaron las ingenuas
candelillas de los títeres, que encendían sus pequeñas bracerías en los solares
aislados:
–¡Aquí está Juan Candelario con el pecho lleno de candela!
–¡A Juancho Candelario le va bien la candela de la candelaria!
–¡Corre a tu asunto, Juan Candelario, que esta noche
lo que salva es la candela!
Juan Candelario se metió en el patio de don Teodorito
Valdepié, con los dedos llenos de una misteriosa comezón, y se puso a reunir una
brusca entre la basura de la trastienda. ¡Juy, qué alegría la de aquella mano cuando
encendió la punta de un saco, y el saco humeó el serrín, y el serrín al cajón, y
el cajón al trasto, y el trasto a la ristra, y la ristra al gas, y el gas al calcetín,
y el calcetín al pulpero, y el pulpero a la libreta del interés triple sobre un
compuesto.
Juan Candelario se escurrió hasta la acera del frente
para contemplar, con su muñón en alto, la más grande candelaria que jamás se hubiera
encendido en aquel beatífico pueblo. Lo menos que hubiera podido sospechar la policía
era que aquel jíbaro bobón, que contemplaba la candela con la cara risueña de un
niño encandilado, fuera el autor de un incendio malicioso.
El pueblo entero creyó que el fuego del almacén había
sido otra jaibería de don Teodorito Valdepié para cobrar de sus pólizas. Cuando
la aseguradora se decidió a remover los escombros, buscando eximentes para su pleito,
se encontró con un esqueletito meloso, que dormía como un bendito, anestesiado aún
por la fragancia bruta y sucia de un calcetín de pulpero.
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