Inés Arredondo
Para Juan Vicente Melo
Cuando abrí los ojos vi que tenía los suyos fijos en mí. Mansos.
Continuó igual, sin moverlos, sin que cambiaran de expresión, a pesar de que me
había despertado.
Su cuerpo desnudo, medio cubierto por la sábana, se
veía inmenso sobre la cama. La vela permanecía encendida encima de la mesita de
noche del lado donde él estaba, y su luz hacía difusos los cabellos de la
cabeza vuelta hacia mí, pero a pesar de la sombra sus ojos resplandecían en la
cara. La claridad amarillenta acariciaba el vello de la cóncava axila y la
suave piel del costado izquierdo; también hacía salir ominosamente el bulto de
los pies envueltos en la tela blanca, como si fueran los de un cadáver.
La tormenta había pasado. Él hubiera podido apagar
la vela y enviarme a dormir en mi cama, pero no lo hacía. No se movió. Siguió
con el tronco levemente vuelto hacia la derecha y el brazo y la mano extendidos
hacia mí, con el dorso vuelto y la palma de la mano abierta, sin tocarme:
mirándome, reteniéndome.
Mi madre dormía en alguna de las abismales
habitaciones de aquella casa, o no, más bien había muerto. Pero muerta o no, él
tenía una mujer, otra, eso era lo cierto. Era la causa de que mi madre hubiera
enloquecido. Yo nunca la he visto.
Vi la blanca carne del brazo tendido hacia mí,
tersa, sin un pelo, dulce y palpitando con el vaivén de la flama. Los dedos
ligeramente curvos sobre la mano ofrecida apenas: abierta. Hubiera querido
poner un pedacito de mi lengua sobre la piel tibia, en el antebrazo.
Tenía los ojos fijos en mí, tan serenos que parecía
que no me veía. Llegué a pensar que estaba dormido, pero no, estaba todo él
fijo en algo mío. Ese algo que me impedía moverme, hablar, respirar. Algo dulce
y espeso, en el centro, que hacía extraño mi cuerpo y singularmente conocido el
suyo. Mi cuerpo hipnotizado y atraído.
Ese algo que podía ser la muerte. No, es mentira,
no está muerto: me mira, simplemente. Me mira y no me toca: no es muerte lo que
estamos compartiendo. Es otra cosa que nos une.
Pero sí lo es. Las ratas la huelen, las ratas la
rodean. Y de la sombra ha salido una gran rata erizada que se interpone entre
la vela y su cuerpo, entre la vela y mi mirada. Con sus pelos hirsutos y su
gran boca llena de grandes dientes, prieta, mugrosa, costrosa, Adelina, la hija
de la fregona, se trepa con gestos astutos y ojos rojos fijos en los míos.
Tiene siete años pero acaba de salir del caño, es una rata que va tras de su
presa.
Con sus uñas sucias se aferra al flanco blanco, sus
rodillas raspadas se hincan en la ingle, metiéndose bajo la sábana. Manotea,
abre la bocaza, su garganta gotea sonidos que no conozco. Se arrastra por su
vientre y llega al hombro izquierdo. Me hace una mueca. Luego pasa su cabezota
por detrás de la de él y se queda ahí, la mitad del cuerpo sobre un hombro, la
cabeza y la otra mitad sobre el otro, muy cerca del mío. Con las patas al aire
me enseña los dientes, sus ojillos chispean. Ha llegado. Ha triunfado.
Ahora sí creo que mi padre está muerto. Pero no, en
este preciso instante, dulcemente, sonríe: complacido. O me lo ha hecho creer
la oscilación de la vela.
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