sábado, 25 de noviembre de 2023

La posada del arrabal

Robert Musil

 

A las doce, sin diferencia de noches, se cerraba el pesado portón de entrada, y detrás se colocaban dos barras de hierro anchas como brazos; hasta ese momento, una criada adormilada, de aspecto campesino, esperaba a huéspedes retrasados. Al cuarto de hora, la ronda, lenta y larga, de una guardia que vigilaba la hora de cierre de las tabernas la traía por aquí unos momentos. A la una surgía de la niebla el paso triple in crescendo de una patrulla procedente del cercano cuartel de aprovisionamiento, resonaba al pasar y se amortiguaba de nuevo. Luego, y durante mucho tiempo, nada, sino el silencio, frío, húmedo, de aquellas noches de noviembre. Sólo a partir de las tres llegaban los primeros carros provenientes del campo. Rompían sobre el pavimento con un ruido atronador; envueltos en sus telas y sordos por el crujido y el frío de la madrugada, los cadáveres de los cocheros se bamboleaban tras de los caballos.

En una noche así, poco antes de la hora duodécima, había llegado la pareja y pidió una habitación. La criada parecía conocer al caballero, lo primero que hizo, sin prisa alguna, fue cerrar el alto portón, echando las pesadas barras, y después, sin preguntar nada más, comenzó a andar delante de ellos. Primero vino una escalera de piedra, luego un largo corredor sin ventanas, luego, breve e inopinadamente, dos rincones, una escalera de cinco peldaños de piedra con una hondonada por los muchos pies que los habían pisado, y de nuevo un corredor, cuyas sueltas baldosas se tambaleaban bajo las suelas. Al otro extremo del mismo, una angosta y empinada escalera de pocas gradas conducía, sin que esto extrañara a los huéspedes, hasta un pequeño vestíbulo adonde iban a desembocar tres puertas; y allí estaban, bajas y marrones, en torno al hueco del suelo.

–¿Están ocupadas éstas? –preguntó el caballero, señalando hacia las otras puertas. La vieja sacudió negativamente la cabeza, al tiempo que abría, alumbrando con la vela, una de las habitaciones; luego, se quedó con la luz en alto y dejó pasar a los huéspedes. No le había ocurrido con frecuencia el oír aquí el crujido de enaguas de seda ni los pasitos menudos de los tacones altos, que evitaban espantados toda sombra que hubiera en las baldosas. “¡Oh, qué horrible! ¡Uh, qué romántico!”, gritó más de una vez la dama, y seguro que la vieja, desconfiada como estaba con la de la seda, lo entendió como una censura. Terca y obtusa, se le quedó mirando a la dama, que se disponía a pasar junto a ella, a la cara. La dama, perpleja, inclinó la cabeza condescendiente. Podía tener muy bien cuarenta años o algunos más. “Todo el mundo ha sido joven una vez, y una estuvo con su hombre cuando tenía que ser: ¡pero una de éstas va a la aventura!”, pensó la criada. Luego, cogió el dinero de la habitación, apagó la última luz que quedaba en el pasillo de la casa y se metió en su cuarto.

Poco después no se oía un alma en toda la casa. La luz de la vela no había tenido aún tiempo de arrastrase hasta todos los ángulos de la mísera habitación. El desconocido estaba junto a la ventana como una sombra plana, y la dama, esperando lo incierto, se había dejado caer en el borde de la cama. Tuvo que esperar una torturante eternidad; el desconocido ni se rebullía en su sitio. Si hasta entonces todo había ido rápido, como un sueño que se remonta, ahora todo movimiento se resistía tenazmente, no dejando libre ni un miembro. Sentía que aquella mujer esperaba algo de él. ¡¿Que a ella se le permitiera hacerlo?! Ella esperaba verlo “a sus pies”. Sí, él lo sabía, ahora debes “cubrirla de besos”. Se sintió mal. El vestido de la mujer estaba cerrado hasta arriba, su cabello primoroso: el abrir todo ello era abrir la caverna inimaginable de las entrañas de una vida, la puerta de una prisión. En medio de la habitación había una mesa; junto a ella estaban sentadas las cosas de la vida de la mujer; en zapatillas, con rostros. La observó hostil y angustiado. Ella quería tenerlo; su mano apretaba la suya contra el pestillo de la ventana. ¡Al final no tendría más remedio que saltar adentro como una granada y arrancar en jirones el empapelado de las paredes! Con un esfuerzo extremo pudo, por fin, ganar a estas resistencias por lo menos una frase:

–¿Reparaste enseguida en mí, cuando yo te miré?

Ah, lo logró. Salió un surtidor de palabras.

–¡Tus ojos eran como dos negros estramonios! –¿o dijo más bien “estrellas”?– Tu boca salvaje…

–¿Y tú fuiste presa enseguida de la pasión?

–¡Pero querido! ¡¿Iba a estar yo, si no, aquí?!

Su pregunta sonaba con énfasis. ¿Y qué si ella había caído en manos de un ser desvergonzado? Ella no conocía a aquella persona; su vestido, su andar, su rostro eran elegantes, ¡y el amor es una pasión! Eso era todo.

–Te he seguido; ¡durante días…! –dijo el desconocido por lo bajo.

Sintió, en ese momento, que es completamente imposible atrapar un pájaro con la mano, ¿y aquella piel desnuda se iba a apretar contra su propia piel desnuda e indefensa? ¿Su pecho a llenarse con el calor de aquél? Trató de demorarlo con bromas. Atormentadas y angustiosas. Dijo:

–¿Las mujeres fuertes atan incluso sus pies, no es verdad? Con los zapatos. Y arriba, junto a la faja, la carne rezuma hinchada un poco, y allí se localiza un pequeño olor inimitable. ¿Un pequeño olor, amarillo como cera, como no hay otro en el mundo? ¡Vestidos abajo!

La desgraciada mujer, que, por un milagro, había callado su nombre, estaba sublevada.

–¡Usted se equivoca! –gritó–, no me trate de tú, déjeme marchar; ¡yo soy una mujer decente, una dama!

–¡Perdona! –dijo el desconocido. Tenía de nuevo un aspecto noble y doliente. Ese aspecto sólo lo presentaría una persona que ha sido capaz de un sentimiento profundo. A quien atormentara una grande, pecaminosa pasión. Leopold no vendrá antes de dos días, y tampoco me puede entender –se le ocurrió a la mujer–, sin embargo debería telefonear a casa de que no iré en toda la noche. La sangre que con el enojo se le había subido a la garganta, se le precipitó nuevamente de la cabeza a las caderas. El desconocido se había tapado los ojos con las manos. Ella sintió que había sido injusta con él. Dijo jubilosa: ¿Celos? ¡Dulce! ¡Agrio! ¡No tenía por qué serle tan difícil hacerse a ella sin conocerla! Le quería decir que si bien Leopold era una buena persona…

Pero aquel ser enigmático contestó:

–Yo te envidio por él –y al decirlo había, por primera vez, movimiento en su expresión. Sus ojos brillaban como dos antorchas, y a ella le pareció que él las quería apagar con sus palabras, tan extrañamente comenzó a arder, sin llama, como un rescoldo, aquella mirada. Continuó–: No estuve nunca celoso. Me gustan habitaciones como ésta. Una silla tan mísera. Esta ropa de la cama; ¡acaso hace una hora estuvo dentro de ella un tipo con viruelas!

Ella sonreía.

–¡Bromeas, mi salvaje! ¡Espoleador! Lo que tú quieres es hacerme sentir la grandeza del sacrificio que hago a tu hermosura.

–No –dijo el hombre–, ¿no te parece, si miras estos dos muñones de cera, que son como dos miembros que se fueran consumiendo? Han esperado aquí a que vinieras. Quizá te esperan bichos en la cama, se engancharán a la dulce, blanda masa de tu piel y tendrán parte en ti, mientras tú te olvidas de ti misma. Te agradezco que hayas venido. Sólo entre cosas así, deshojadas, desdentadas, verrugosas, me atrevo a irme. Rodando sin sentido, te lo aseguro, rodando a veces en un sinsentido total. Y si tú lo haces rápida, hay en mí un chirrido, sí, un chirrido, un sonido terrible, inhumano del todo, como de rueda de carro.

“Es un poeta –se replicó a sí misma–, o un filósofo, hoy día son así; ahora hay que dejarlo, más tarde haré sentir en él los efectos de la mujer distinguida”. Comenzó a desnudarse toda decidida; le debía su honra.

Ahora bien, él sintió angustia. Le atormentaba la imagen: ¡Abrir! Como un juguete de niños, hasta las ruedas, donde agarran las ruedas de todos los otros.

Y la segunda tortura era: Ella me persigue. ¡Rueda de dentro afuera de tal forma! Siempre ante mis narices. ¿Qué es lo que habla sin parar? Tengo que echarme como un perro sobre la redonda, rodante bola de su vida.

Estaba sentada ante él sin más que los zapatos y las medias. Se había desvestido del todo porque él había hablado de bichos. Le parecía más seguro. Sus caderas colgaban en pliegues rezumantes, hinchados. Empezó a temblar.

Los ojos del hombre tiraban de acá para allá, como perros de una cadena.

–¿No te desvistes? –preguntó ella.

–¿No quieres antes bailar? –preguntó el forastero.

En algún sitio subieron lágrimas de cólera. La dama se arrepentía de la aventura y, de haber podido, se hubiera marchado murmurando. Pero qué le quedaba sino encontrar a aquel hombre interesante y extraordinario. Ah, el amor es un caballo cubierto de espuma que salta hacia adelante aun cuando siga parado temblando.

–Tú tienes que bailar maravillosamente –volvió a decir él, demorando–. La música está quieta no pocas veces en los límites de la existencia y sopla hacia el otro lado. ¡Pero los movimientos…!

–No, yo no bailo –contestó ella–. Sé bueno, deja ya de hablar tonterías. A pesar de todo, te amo, tú, ineducado. ¡¿Por qué no me besas?!

Siguió un silencio. Luego él preguntó, con cautela:

–¿Se han marchado las muchachas que habitaban tu cuerpo?

Pero, al mismo tiempo, tuvo que oír cómo ella le decía: “Quien es joven, ama”, y en ese mismo momento sus brazos se colgaron de su cuello. Los ojos del hombre erraban de acá para allá, como peces, en la oscuridad.

–¡Deja quietos tus ojos, querido, tienes un aspecto tan noble y desgraciado!

Entonces él alzó la carga con la fuerza de la desesperación y la besó.

–¿Qué tal tu Confucio? –preguntó por lo bajo.

Ella tomó la expresión por un término técnico de una tertulia de caballeros; no quería presentar su punto flaco; él la hacía recordar su hogar. Había algo que la advertía también que la cosa sólo irá mejor cuando hayamos progresado más. La punta de la lengua del hombre tocaba sus labios. Ella conocía esa vieja forma de entendimiento de las personas, indiferentemente de las frentes que se posen por encima de tales labios. Ensanchó pausadamente su lengua y la empujó hacia adelante. Luego, la recogió de nuevo con toda rapidez y sonrió pícaramente. Su pícara sonrisa –ella lo sabía muy bien– era ya famosa cuando todavía no era más que una niña. Y dijo a la buena de Dios, acaso determinada por una inconsciente asociación fonética: Kungfutse freut sich (Confucio se alegra) –ni el más vago pensamiento le revelaba que ella hubiera oído jamás tal palabra en otro sentido.

Y, en eso, el desconocido suspiró. La redonda bola del mundo rodó sobre él. “¡Otra vez!”, pidió, y le flaquearon las piernas. Y luego sus dientes tardaron mucho en atravesar la lengua de ella. Pero, finalmente, la sintió espesamente en la boca. El huracán de una gran hazaña lo levantaba en remolinos. En sus torbellinos despidió contra un rincón del cuarto a la masa blanca, ensangrentada, de la desgraciada mujer, que se debatía con brazos y piernas, que giraba en torno a un chillido alto y enronquecido, en torno al torso tambaleante de un sonido.

 

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