Juan Villoro
Cada
vez que hay un silencio absoluto pienso en el fuego. El aislamiento, las
puertas que no rechinan, las alfombras mullidas me dan una impresión de
gravedad.
Nací
en una ciudad ruidosa. Cada tercer día había un choque en la esquina de mi casa;
despertaba con el rechinido de las llantas sobre el asfalto y el encontronazo
de hojalata. Me acostumbré a los cientos de platos y tenedores que crujen en
las cafeterías. En el polígono, en cambio, no hay sonido que atraviese el aire
por las noches. La lumbre se hace cargo de los entreactos de mis sueños, con la
impertinente solicitud de la luz general que interrumpe el desarrollo de las
óperas.
Los
servicios de panadería han mejorado considerablemente. Antonio me trajo una
canasta colmada de pan dulce, el migajón es parejo y blanco, el azúcar finísima.
Sin decir palabra he conquistado esta dieta. Llegué al extremo de sólo comer
los croutons de la sopa. Sé que mi alimentación es caprichosa, pero hay
un oscuro dietista que me vigila. Los panes están saturados de vitaminas,
hierro, calcio. Sólo así se explica la vitalidad que no he hecho nada para
merecer y que sin embargo me acompaña a todas horas.
Acabo
de rociar de migajas esta página. Muerdo con demasiada energía. Quizá hay una
propensión psicológica a morder con fuerza en el encierro. Las bestias del
zoológico se abalanzan con desesperación sobre su comida y yo le pego
angustiosas dentelladas a los panqués que se podrían disolver con la lengua y
el paladar.
Aurora
llegó a mi tienda de antigüedades y éste fue el inicio de un tren de
acontecimientos cuya última estación es mi furioso masticar sobre estas páginas.
Estoy acostumbrado a tratar con clientes que anuncian sus colecciones en la cara.
Cualquier rostro menor de cuarenta años es un verdadero acontecimiento. Al oír las
campanas en la puerta y ver a alguien joven me levanto con un movimiento que
juzgo atlético, hablo más de la cuenta y hago estúpidas rebajas (innecesarias,
pues los jóvenes sólo entran a curiosear).
Creo
que Aurora es la única muchacha que llegó a vender algo a la tienda: un camafeo
de la época de Iturbide, un objeto vulgar sin otro mérito que su relativa
antigüedad. Los ojos de Aurora tenían el brillo incierto de la desesperación. Dos
detalles de su ropa terminaron por grabarla en mi mente: su extemporánea falda
escocesa y su camiseta sin brassier (al menos así me la presentaron mi ansiedad
y el frío de la tienda).
Me
explicó que el camafeo era una herencia de su bisabuela. Siguió con esa
historia común en los anales de la compraventa de antigüedades que en sus
labios sonaba inverosímil. Desde un principio supe que lo había robado. Cuando
sonrió vi que uno de sus dientes se superponía apenas sobre un incisivo. En mi
profesión he aprendido a disfrutar el efecto que causa un finísimo cristal
resquebrajado. La mentirosa sonrisa de Aurora tenía el mismo tipo de perfección.
Le
pedí que dejara el camafeo para estudiarlo. Sabía tan poco de antigüedades que
creyó que el trasto merecía una inspección. En su siguiente visita me enteró de
los motivos para la venta. Me apresuro a consignarlos con el desagrado de quien
escucha el chirrido de un tenedor sobre la porcelana: se quería ir de compras a
Houston. La vi partir en su Volkswagen amarillo y pensé que no podía haber
separación más definitiva.
Es
cierto: compré el camafeo, y lo tiré a la basura. No sé con qué otros medios
pensaba hacer el viaje, pero fracasó de cualquier forma. A la semana siguiente
estaba en la tienda. Me dijo que su escuela quedaba por ahí cerca (la falda
escocesa era el uniforme reglamentario) y que había entrado a matar el tiempo.
Le
ofrecí del té que compro para los clientes y me preparé un café con leche. Hablamos
durante media hora. Después se quedó dormida sobre una incómoda otomana. La cubrí
con una delgada alfombra oriental. En medio del sueño entreabrió los labios y
pude ver el diente encimado. Estuve a punto de tocarlo. Cuando despertó, los
ojos interrogantes, asustados, me di cuenta de que habían transcurrido dos
horas,
He
ocultado un detalle que al fin tendrá que caer con la crueldad de un sable: mi edad.
He llegado a lo que en un abuso de generosidad se llama “edad indefinida”. No
soy un anciano, pero mis impulsos ya dependen demasiado de la aritmética: por
lo menos le doblo la edad a Aurora. Aun así (debería decir “por eso mismo”,
pero la frase me entristece) nunca antes sentí una atracción tan violenta por
una mujer. Tal vez esto se explique recurriendo a mi arsenal psicosomático. Fui
un hijo único y enfermizo y un adolescente hipocondriaco. Sólo desde hace unos
años empecé a gozar de una cabal salud, como si mi organismo hubiera seguido un
curso inverso al de la mayoría de los mortales. Me admira no tener retortijones
ni urticarias, despertar sin las jaquecas que con tanta fidelidad me
acompañaron en otras épocas. Tal vez la gente que no está llamada a las
actividades prácticas sólo alcanza el cenit de su salud al aplacar las incontables
enfermedades de la sensibilidad. En este sentido, puedo decir que he conquistado
la plácida salud de los imprácticos. Es obvio que mi cuerpo se ha deteriorado
con los años y mi sobrevaloración del pan, pero nunca he sentido tal cúmulo de
energía como frente al sueño de Aurora. Estaba a punto de lanzarme sobre ella.
Me bastó verme reflejado en sus ojos (de pronto mi edad perdía su decorosa indefinición)
para seguir en mi silla estilo imperio.
He
creado minuciosamente un espacio donde los únicos destellos provienen de los tibores
chinos y la porcelana de Meissen repentinamente iluminados por un rayo de sol
que cae del tragaluz, un mundo cerrado en sí mismo, de relojes con péndulos
inertes, donde los ruidos capitalinos llegan sin mayores sombras: los escucho
con la misma tolerancia con que un aficionado a los conciertos admite la tos de
su vecino. En esas condiciones surgió Aurora, un inquietante destello entre las
ruinas.
Cada
una de sus visitas siguientes me perturbó en la misma forma. Invariablemente se
quedaba dormida. Yo corría a cerrar la tienda para que nadie alterara aquel sueño
impecable. A veces pensaba que el cansancio de Aurora se debía a una
vertiginosa vida sexual. Me castigaba con esta suposición mientras los muebles
hacían crujir su antigüedad.
En
comparación con las siestas los momentos de plática eran escasos. Le gustaba
contradecirme; subrayaba sus mentiras con una sonrisa, la punta de la lengua en
el diente desviado. Me interesaba precisamente por estos trucos al descubierto:
es obvio que alguien hermosa y estúpida como una modelo también habría alterado
la precisión con que mis jornadas se calcaban, pero la idea de que ella tratara
de engañarme le daba a su belleza, de por sí improbable entre mis cachivaches,
un sentido: me convertía en su objetivo.
Siempre
llegaba con un morral demasiado grueso, como si Aurora cargara un bulto.
Durante una de sus siestas atisbé algo brilloso en el morral, no me atreví a hurgar
pero pude distinguir un muñeco de peluche. Jamás vi que el morral adoptara la
forma cuadrangular de los cuadernos, tampoco escuché el ruido familiar de las llaves
o los útiles escolares. El peluche refulgía levemente en la penumbra de mi tienda.
Una
tarde, al pasar junto a las vidrieras de la juguetería Ara, sentí un
estremecimiento, pero no la vulgar taquicardia de quien es sorprendido en
falta, sino una helada caricia en la espina dorsal. Los muñecos de peluche
inflamaban el escaparate.
Cualquier
cosa que tuviera que ver con ella me parecía digna de atención: estuve cinco
ridículos minutos frente a las mascotas de colores.
Creo
que al día siguiente llegó con un suéter negro de cuello de tortuga que la
hacía verse aún más delgada y pantalones de mezclilla entalladísimos (busqué en
vano la línea de sus calzones).
–Hoy
tenemos cena en la casa.
Sus
ojos brillaban más que en otras ocasiones. Me explicó que sus padres me invitaban
esa noche. Estaba decidido a aceptar a Aurora sin reservas en mi tienda, no me parecía
mal que compartiéramos ese espacio donde el objeto más reciente fue fabricado
por alguien muerto décadas atrás, pero más allá de la puerta de madera me
esperaba la ciudad con sus ruidosos predicamentos morales. Le dije que tenía
otro compromiso. Ella rechazó una a una mis excusas, me pidió que cancelara mi
presunto compromiso, insistió en que no era necesario llevar flores ni corbata,
en fin: cedí.
Desde
luego, los pruritos morales tenían que ser mayores de mi parte: yo era quien
había buscado las líneas de su ropa interior. Dudo mucho que ella tuviera
preocupaciones semejantes, y no me refiero a una ridícula constatación de mis
obligadas camisetas de basquetbolista: Aurora no tenía que temer porque ya se había
encargado de asignarme un papel en la cena familiar.
Insistió
en que fuéramos en su coche. Atravesamos la ciudad en el bólido amarillo. Treinta
colonias de mal gusto desfilaron por mi ventana hasta llegar a una que me
pareció el resumen de todas las anteriores: techos de pizarra azul turquesa,
ventanas de ojo de buey, un fraude parisino.
Aurora
me presentó como su maestro de biología y no tuve fuerza para contradecirla. El
sentido de la invitación quedó claro desde un principio: Aurora reprobó el examen
de botánica. Nada me interesa menos que el universo crudo de las plantas; aun
así logré elogiar la propiedades nutritivas de la sopa de acelgas y la ensalada
de berros. Los padres de Aurora me pidieron mi opinión sobre clases privadas y,
en un momento en que ella salió del comedor, me recordaron sus problemas
psicológicos.
–Ya
sabe que la pobre ha tenido que estar en curas de hospital. Tengo miedo de que
la decepción de reprobar le provoque una recaída –dijo el padre y en mi calidad
de botánico le señalé un trozo de espinaca en su barba (una barba obsesivamente
bien cuidada, por cierto). Quizá fue al ver la barba con detenimiento que me di
cuenta del orden que imperaba en la casa. No había un objeto sucio o fuera de
lugar, tampoco una sola prueba de destreza humana en los adornos y los muebles.
La disciplina y la vulgaridad son defectos que al unirse provocan desastres poderosos.
Uno de ellos era la casa de Aurora.
No
necesito decir que la mente de los padres era como su casa. En realidad
parecían esperar que dictara estrictas medidas punitivas contra la loca de la
casa. En estas circunstancias, las mentiras de Aurora me parecieron un
saludable ejercicio de divagación. Tal vez por eso dije que no se preocuparan:
en lo que a mí concernía, su hija se podía dar por aprobada, unas cuantas
clases particulares la ayudarían a librar el examen extraordinario.
Aurora
me llevó de regreso a la tienda.
–Gracias
–fue todo lo que me dijo al despedirse.
Me
dio un beso en la mejilla y yo tomé su palma sonrosada, sus dedos largos y
blancos. No me atreví a alterar en otra forma la complicidad ganada esa noche.
Aurora
siguió frecuentándome hasta una tarde en que llegó a la tienda con un vestido color
crema abierto en una pierna. Llevaba aretes y un collar de perlas. Una botella
de sidra la hacía inclinarse un poco a la derecha.
–No
me alcanzó para champaña.
Me
contó que iba a una fiesta de fin de cursos. Logró pasar el examen en un golpe de
suerte. Por un momento pensé que me pediría que la acompañara, pero se despidió
de mí con un “gracias, profesor” y la verdad es que me sentí aliviado.
Pasaron
dos semanas en las que no supe de ella. Por primera vez la tienda me pareció
vacía. Traté de imaginar sus siestas prolongadas. En vano. Quizá yo había
dejado de serle útil una vez superado el examen. Quizá había tenido una nueva
crisis nerviosa. Me avergüenza confesar que me alegré al saber que así era. Fui
a casa de sus padres y me enteré de que su condición empeoró en los últimos
días. Estaba en una clínica de reposo.
Esa
misma noche hablé a la clínica. La llamada se convirtió en un abrir y cerrar de
puertas que me devolvió al punto de partida. Los pacientes no podían hablar por
teléfono, no se aceptaban visitas, cartas, flores, intermitencias del mundo exterior.
A
pesar de todo al colgar la bocina estaba contento. Nunca disfruté en tal forma
algo que ha sido una constante en mi vida: el gusto por lo inevitable. Me
cuesta un trabajo enorme tomar decisiones. Las consecuencias de mi inseguridad
en un mundo numeroso son obvias. Esta debe ser otra de las causas por las que
he simplificado mi vida hasta conseguir una felicidad sin disyuntivas,
semejante a la entropía.
El
hecho de que Aurora estuviera en un sitio al que sólo se podía ingresar como
médico o paciente me acercó a una decisión que en condiciones normales me
hubiera tardado meses en tomar. Claro que un chequeo no me vendría mal. Como he
dicho, de seguro con demasiada arrogancia, las enfermedades menores han
emigrado de mi cuerpo; sin embargo desconozco las tramas que el cáncer, la
diabetes y la insuficiencia cardíaca puedan estar tejiendo a mis expensas. Volví
a llamar a la clínica y reservé un cuarto para un chequeo general.
El
taxi me llevó por un barrio que además de miserable parecía infinito. Innumerables
casas de un piso, trapos a manera de puertas o ventanas, láminas reforzando las
grietas en el adobe y los tabiques. En alguna parte estaban poniendo tuberías y
tomamos una desviación por calles lodosas. El chasís dio muchas veces contra
los bordes de los baches. Conté tres perros callejeros muertos y otros veinte a
punto de caer. Finalmente reptamos por una pendiente hasta alcanzar una calzada
en la que encontramos los objetos más inesperados en ese desierto de piedra
caliza: palmeras. Seguimos, escoltados por la verde demencia de las plantas, el
césped que no por amarillo dejaba de ser lujoso en esa zona, las rejas que
declaraban el uso privado del corredor de acceso a la clínica. El taxi me dejó
al pie de una rampa de mármol. La clínica era un edificio pequeño, de forma
piramidal.
Lo
primero que me sorprendió al entrar al vestíbulo fue encontrar un espacio abierto.
Normalmente, los hospitales rehúyen todo lo que no sean puertas, pasillos y cubículos.
Este vestíbulo, en cambio, era una especie de plaza interior, rematada en lo alto
por un domo de cristal. Quizá para aprovechar más el espacio, la construcción
escapaba al convencional cubo de luz. En este caso se trataba de un polígono. Sentí
vértigo ante tantas esquinas y no pude precisar si se trataba de un hexágono. La
luz que caía hasta el piso jugaba con las lascas azules y blancas del mármol
haciendo que pareciera la superficie de una alberca. He dicho que la construcción
era pequeña. El inesperado vestíbulo la ampliaba en forma prodigiosa.
En
cuanto uno entra al polígono no vuelve a ver el vestíbulo, al menos no completo;
lo he atisbado por las ventanas: las gentes atraviesan el piso allá abajo como
si nadaran sobre el mármol. Los pasillos parecen dispuestos en línea recta,
pero a veces me descubro en otra cara del polígono. Para que una curva se
presentara en la forma de una recta los corredores tendrían que ser inconmensurables.
Mi hipótesis es que los cambios de orientación se realizan en los elevadores; todos
tienen dos puertas, la de salida suele yuxtaponerse hacia un nuevo corredor.
Las
tres enfermeras con las que traté el primer día estaban enteradas de mi llegada.
En mi cuarto llené los formularios de inscripción. Tenía vista a la ciudad, o a
lo que quedaba de ella: un mero amasijo, los restos de una nave incrustada en el
desierto.
La
primera visita del médico fue de una cortesía irreprochable. Me explicó los exámenes
a los que me habría de someter. Algunos de ellos duraban varias semanas. Yo
mismo podía escogerlos de acuerdo a una lista de precios. Me entregó un folleto
en el que los análisis venían ordenados en “paquetes”, como si se tratara de
programas turísticos.
Le
pregunté por Aurora.
–No
la conozco. Tenemos muchos pacientes. Es probable que esté en otro piso.
Lo
mismo me dijeron las enfermeras con las que hablé al día siguiente. No me preocupé:
estaba convencido de que la casualidad nos brindaría un encuentro al margen de
las reglas de la clínica.
Los
análisis se llevaron a cabo a un ritmo que sólo puedo calificar de
aristocrático. Lo que en una institución de asistencia pública hubiera durado
un par de días, aquí se dilató semanas enteras. Desde un principio me aclararon
que esto no alteraría el precio de mi estancia; tenían demasiados pacientes y
preferían trabajar con calma.
En
ocasiones había cineclub. Seguramente eran pocos los pacientes que podían llegar
por su propio pie a la sala de proyecciones, pues sólo encontré a otros dos espectadores.
Nos pasaron una catástrofe americana. Cuando las luces se encendieron, vi las
cabezas inclinadas de mis acompañantes; un enfermero tuvo que despertarlos.
La
noche que siguió a mi primera visita al cineclub fue rociada con la gasolina de
mis visiones. El silencio me preocupó más que los masivos accidentes de la
película. La quietud me pareció abusiva, sospechosa. Pensé en el fuego. En vano
traté de distraerme con la idea de que Aurora dormía en un cuarto cercano; tal
vez nos encontraríamos pronto en la alberca hirviente de la fisioterapia o en
algún elevador.
La
comida tenía en un principio esa insulsa cualidad que los malos restoranes llaman
“internacional”, platos neutros que jamás se comprometen con los sabores. Como
ya he dicho, mis remilgos fueron elocuentes. Alguien detectó mis preferencias. En
general, bastaba la mención de un deseo para verlo cumplido. Me proporcionaron
revistas, televisión, una botella de vodka con pimienta, un tablero de ajedrez.
Más
que nada decidí escribirle a Aurora por aburrimiento (me empezó a cansar la
rutina donde una prueba de orina constituía el evento del día). Le di el sobre
y quinientos pesos a una enfermera. Se limitó a salir como si le entregara una
camisa para lavar. Uno de los médicos regresó con la carta y el dinero. Tuve
que aceptar el cargo de soborno.
Durante
una semana fui un enfermo modelo. Lo de “enfermo” no es casual: en una forma
casi imperceptible el chequeo se fue convirtiendo en tratamiento. Cada vez tomaba
más pastillas para ayudar o compensar los análisis.
En
mis visitas al laboratorio o a la sala de rayos X busqué alguna flecha que me
pudiera desviar a Neurología o Psicoterapia. También aproveché para ver el
polígono desde nuevos ángulos. Al asomarme a una ventana (la enfermera
preparaba una dosis de contrastante para la sesión de rayos X) alcancé a ver,
en el piso de enfrente, un pájaro verde, sin duda un muñeco de peluche. De
pronto noté otro pájaro oscilando en la ventana de enfrente y al cabo de unos
segundos me convencí de que se trataba de un móvil con cuatro o cinco
ejemplares de peluche. Por alguna razón pensé que los pájaros suspendidos
correspondían más al pabellón de los psiquiatras que al de Pediatría.
–¿Qué
hay allá enfrente? –le pregunté a la enfermera.
Se
tardó medio minuto en contestar. Cuando al fin produjo la palabra “aves”, me
dio coraje que esa estúpida fuera capaz de clavar agujas en mi carne.
Traté
de hablar con otros enfermeros acerca de los pájaros. Todos mostraron la misma,
estudiada, estupidez de la enfermera: los ojos hacia el techo, dos dedos sobre
la sien, un movimiento como si quisieran que les saliera agua de las orejas. Nada.
¿Aves?
Recordé
a Aurora durmiendo, el morral a modo de almohada (una fisura en la tela dejaba
ver el brillo del peluche). Esta vez no sentí un frío sublime en la espalda. Regresé
a mi cuarto pensando en la manera de registrar la clínica. En eso llegó un
médico a decirme que estaba a cargo de mi “caso”.
Hasta
entonces me había entrevistado con múltiples especialistas. El nuevo médico me
explicó que mi diagnóstico aún no era definitivo, pero que convenía estar
preparado para una operación, nada serio, desde luego, ya me explicaría. De todos
los médicos éste fue el primero que me resultó antipático. Su pelo sin canas
producía un efecto paradójico: lo avejentaba. Las arrugas bajo los ojos y la
piel reseca y sonrosada le daban un aspecto artificial a su cabello; tal vez no
se lo pintara, pero en cualquier caso la negrura trabajaba en su contra. También
me molestaron sus modales, urbanos en exceso. Prefiero al médico que
diagnostica con crueldad. La operación se convirtió en sus labios en un asunto
de relaciones públicas. Después de unas horas de entrevista me dejó sin saber
qué oscuro mal se había refugiado en mi organismo.
Con
el médico llegó una nueva enfermera. “Lydia”, decía su gafete. Hasta entonces
tomé como un hecho que el personal fuera relativamente estúpido; a fin de
cuentas ésta es una de las razones que impulsan a alguien a pasar el día
lavando vómitos ajenos. Pero en Lydia la estupidez hermanaba con la botánica. ¡Un
día se quedó dormida en la silla de mi cuarto! Olvidaba las cosas que le pedía
y confundía las dosis de mis pastillas, al menos eso fue lo que creí. Cuando me
quejé con el médico, me explicó que había redoblado mi tratamiento para la
operación.
–¿Y
por qué no me lo dijo antes a mí?
–Las
enfermeras de esta clínica han dado prueba de una entera competencia, usted
está aquí para acatar sus prescripciones.
¡Prescripciones!,
una palabra sublime para los mudos mensajes de Lydia: cinco cápsulas rojas en
vez de dos y media. No soporté el alarde de cinismo, el pelo negro pareció
brillar con mayor intensidad, y me lancé contra el médico. Mis manos dieron con
torpeza en su rostro, me enredé con la bata y poco a poco me fui desvaneciendo
sobre el piso de linóleo. Alguien agregó otra inyección al tratamiento.
Desperté
en el cuarto en el que ahora escribo. No tengo ventanas. La verdad es que la
vista de la ciudad se había vuelto intolerable, aun y cuando la distancia le
diera una dignidad de ruina a esa miserable orilla de la capital.
Antonio
llegó a ver si no se me ofrecía algo. Estoy acostumbrado a los movimientos del
personal; mi nuevo enfermero carece de la condición vegetativa de Lydia, sin
embargo me quejé con el médico.
–¿Quería
otro enfermero, no? Comprendo que se altere con facilidad, de alguna manera
nosotros hemos inducido esas reacciones, justamente estamos esperando que los
efectos residuales de sus últimos análisis desaparezcan para poder operarlo.
Acepté
la explicación del médico, justificando mi agresividad con una reacción
química, por más que sabía que se trataba de un engaño. ¿Puede haber algo más
desagradable que ponerse bajo el bisturí de un ser despreciado?
Decidí
renunciar a la clínica al término de los análisis, llevaría los resultados a
algún médico de mi confianza.
Antonio
pagó las consecuencias de mi enojo. Me negué a hablar con él y no agradecí sus
atenciones. Sin que se lo pidiera me trajo el papel en el que ahora escribo. Durante
varios días las hojas permanecieron en blanco sobre el escritorio.
Una
tarde estaba leyendo. Antonio me trajo el café y las galletas de las cinco, y
creí oírlo salir de la habitación. Al voltear la hoja de mi revista distinguí
una presencia junto a la cama. Era Antonio, sentado en el taburete que el
médico usa para auscultarme. Movió la cabeza como si una mosca se le parara en
la mejilla. Lo vi cabecear contra el sueño, a la manera de un pasajero
involuntariamente dormido en un camión. Despertó con gran esfuerzo y salió de
la recámara. No me molestó asociar su sueño con el de Lydia y los espectadores
del cineclub sino a todos ellos con Aurora; por primera vez sus largas siestas
me parecieron salidas del polígono, probablemente eran el efecto secundario de
las operaciones. El interés de los médicos no era la curación sino el experimento,
sólo así me explicaba esa legión de seres bostezantes.
Pensé
en huir, aunque intuía que el polígono no permitiría fuga alguna. Sólo una
operación me conduciría a Aurora, y quizá ni eso, tal vez ella estaba lejos,
atrayendo al polígono a otro incauto.
La
forma en que Antonio regresó al cuarto fue por demás extravagante. Estaba
acostado, las letras de mi libro empezaban a vacilar bajo la luz del velador,
cuando Antonio abrió la puerta.
–Disculpe
que lo moleste a estas horas.
No
fueron sus palabras sino lo que traía en las manos lo que me sacó de mi modorra.
El peluche era muy morado.
–Un
regalo de la administración –y sin decir más trepó a una silla y colgó el
pájaro del techo con un hilo de nylon.
Salió
del cuarto con la misma premura con que había entrado. Me acerqué a ver el
pájaro, pero otro objeto atrajo mi atención. Sobre las hojas blancas había una
credencial enmicada. Sé que Antonio la olvidó adrede. La fotografía mostraba a
mi enfermero, levemente deslumbrado por el flash, pero el nombre no
correspondía al de su gafete. Más que revelarme su identidad (el nuevo nombre
no me dijo nada), Antonio me dio una oportunidad de seguirlo. Abrí la puerta,
la credencial en la mano como un pasaporte, y ya en el pasillo experimenté una
felicidad casi infantil: nunca había recorrido el polígono de noche. No sé qué
hubiera pasado de querer abandonar mi habitación en noches anteriores. Imagino
una puerta bien cerrada.
Caminé
entre los indicadores fluorescentes de los pasillos. Mi pesquisa pactaba con la
filosofía: tenía muchos motivos para encontrar algo que no sabía qué era.
Avancé
hasta una esquina donde un resplandor morado partía la pared en forma vertical.
Entré a un cuarto de tamaño regular, sumido en la atmósfera fantástica de un
tubo de neón demasiado alto. Los bultos en la semioscuridad me sugirieron una
bodega. Sin embargo, en la primera mesa a mi alcance encontré un objeto que
rectificó salvajemente el curso de mis pensamientos: una bandeja con algo cuya
forma no identifiqué pero que indudablemente pertenecía a un cuerpo, una masa
fofa y sanguinolenta. Evitaré describir la compleja maquinaria del horror en la
que ese residuo corporal equivalía a una rondana. No hubiera resistido más de
un minuto en aquella cámara de las vivisecciones de no ser por los anaqueles
que descubrí al fondo: ahí estaban los alarmantes tarros de formol.
Regresé
a mi cuarto. Apenas había entrado cuando escuché la cerradura girando a mis
espaldas. Preso. Vi el papel sobre el escritorio, empecé a escribir.
Sé
que no saldré de aquí, al menos no como entré. Desconozco el interés que la
secta quirúrgica pueda tener en mi inútil existencia. Tal vez resulte vanidoso,
pero me niego a creer que estoy aquí por azar, ellos me rastrearon como yo lo
hubiera hecho para conseguir una valiosa figura etrusca. Quizá mi atractivo
radique precisamente en haber consagrado mi vida a un proyecto inservible y
caprichoso, es probable que en una forma vaga sea una especie de enemigo.
Sin
embargo, prefiero una opción aún más vanidosa: Aurora no fue un anzuelo de los
otros, sino que me escogió por voluntad propia.
Las
operaciones deben estar sujetas a errores. Antonio es la mejor prueba: me ha
permitido enterarme de demasiadas cosas y seguramente hará llegar mi testimonio
a otras manos. Anticipo un destino dichoso: hay alguien que lee esta línea.
Interrumpí
el escrito. Desperté sobre las hojas, el cuello torcido. Cuando Antonio llegó
con un vaso de agua y unas cápsulas pensé que me llevaría a la sala de
operaciones. Me explicó que se trataba de un último análisis.
–Anoche
traté de devolverle su credencial.
–Gracias
–se la guardó en la bolsa de la camisa. No esperaba otra reacción de su parte,
sin embargo noté un breve temblor en las comisuras de su boca al ver las hojas
escritas sobre el escritorio; pensé en un bañista que al fin se topa con el
manuscrito en la botella.
Fuimos
al laboratorio. Por la ventana miré la alberca de mármol allá abajo. Había
varias siluetas detenidas, como si tomaran el sol que caía del domo de cristal
o como si fueran las figuras de algún juego; esto último parecía más probable:
cada determinado tiempo se movían y adoptaban una nueva posición. Me pareció
una manía agradable que cada quien llevara un bulto de peluche bajo el brazo. Contemplé
las figuras durante un rato, sin buscar explicación para aquel juego
incomprensible (confieso que me gustó que el peluche siempre apareciera en
forma de pajarracos), hasta que distinguí una que casi me hizo precipitarme por
la ventana: el pelo castaño de Aurora brillaba en el cielo azul improvisado por
el mármol.
Cuando
regresé al cuarto, el pájaro morado y las hojas, salvo una en blanco, habían
desaparecido. Han pasado varias horas desde el último análisis. No me trajeron
de comer. Allá afuera, debe oscurecer sobre la ciudad derruida y la calzada de
palmeras.
No
exagero si digo que soy feliz. Antonio traicionará la seguridad del polígono y
yo me reuniré con Aurora. Desconozco las emociones que tendré al verla, pero
aun si la decisión estuviera en mis manos, optaría por la felicidad de los
durmientes.
Esta
noche no pensaré en el fuego. Unas pisadas aniquilan la quietud, la puerta
rechina por primera vez. No es la puerta: alcanzo a ver la camilla que me
llevará al cielo de allá abajo.
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