sábado, 18 de noviembre de 2023

El cielo inferior

Juan Villoro

 

Cada vez que hay un silencio absoluto pienso en el fuego. El aislamiento, las puertas que no rechinan, las alfombras mullidas me dan una impresión de gravedad.

Nací en una ciudad ruidosa. Cada tercer día había un choque en la esquina de mi casa; despertaba con el rechinido de las llantas sobre el asfalto y el encontronazo de hojalata. Me acostumbré a los cientos de platos y tenedores que crujen en las cafeterías. En el polígono, en cambio, no hay sonido que atraviese el aire por las noches. La lumbre se hace cargo de los entreactos de mis sueños, con la impertinente solicitud de la luz general que interrumpe el desarrollo de las óperas.

Los servicios de panadería han mejorado considerablemente. Antonio me trajo una canasta colmada de pan dulce, el migajón es parejo y blanco, el azúcar finísima. Sin decir palabra he conquistado esta dieta. Llegué al extremo de sólo comer los croutons de la sopa. Sé que mi alimentación es caprichosa, pero hay un oscuro dietista que me vigila. Los panes están saturados de vitaminas, hierro, calcio. Sólo así se explica la vitalidad que no he hecho nada para merecer y que sin embargo me acompaña a todas horas.

Acabo de rociar de migajas esta página. Muerdo con demasiada energía. Quizá hay una propensión psicológica a morder con fuerza en el encierro. Las bestias del zoológico se abalanzan con desesperación sobre su comida y yo le pego angustiosas dentelladas a los panqués que se podrían disolver con la lengua y el paladar.

Aurora llegó a mi tienda de antigüedades y éste fue el inicio de un tren de acontecimientos cuya última estación es mi furioso masticar sobre estas páginas. Estoy acostumbrado a tratar con clientes que anuncian sus colecciones en la cara. Cualquier rostro menor de cuarenta años es un verdadero acontecimiento. Al oír las campanas en la puerta y ver a alguien joven me levanto con un movimiento que juzgo atlético, hablo más de la cuenta y hago estúpidas rebajas (innecesarias, pues los jóvenes sólo entran a curiosear).

Creo que Aurora es la única muchacha que llegó a vender algo a la tienda: un camafeo de la época de Iturbide, un objeto vulgar sin otro mérito que su relativa antigüedad. Los ojos de Aurora tenían el brillo incierto de la desesperación. Dos detalles de su ropa terminaron por grabarla en mi mente: su extemporánea falda escocesa y su camiseta sin brassier (al menos así me la presentaron mi ansiedad y el frío de la tienda).

Me explicó que el camafeo era una herencia de su bisabuela. Siguió con esa historia común en los anales de la compraventa de antigüedades que en sus labios sonaba inverosímil. Desde un principio supe que lo había robado. Cuando sonrió vi que uno de sus dientes se superponía apenas sobre un incisivo. En mi profesión he aprendido a disfrutar el efecto que causa un finísimo cristal resquebrajado. La mentirosa sonrisa de Aurora tenía el mismo tipo de perfección.

Le pedí que dejara el camafeo para estudiarlo. Sabía tan poco de antigüedades que creyó que el trasto merecía una inspección. En su siguiente visita me enteró de los motivos para la venta. Me apresuro a consignarlos con el desagrado de quien escucha el chirrido de un tenedor sobre la porcelana: se quería ir de compras a Houston. La vi partir en su Volkswagen amarillo y pensé que no podía haber separación más definitiva.

Es cierto: compré el camafeo, y lo tiré a la basura. No sé con qué otros medios pensaba hacer el viaje, pero fracasó de cualquier forma. A la semana siguiente estaba en la tienda. Me dijo que su escuela quedaba por ahí cerca (la falda escocesa era el uniforme reglamentario) y que había entrado a matar el tiempo.

Le ofrecí del té que compro para los clientes y me preparé un café con leche. Hablamos durante media hora. Después se quedó dormida sobre una incómoda otomana. La cubrí con una delgada alfombra oriental. En medio del sueño entreabrió los labios y pude ver el diente encimado. Estuve a punto de tocarlo. Cuando despertó, los ojos interrogantes, asustados, me di cuenta de que habían transcurrido dos horas,

He ocultado un detalle que al fin tendrá que caer con la crueldad de un sable: mi edad. He llegado a lo que en un abuso de generosidad se llama “edad indefinida”. No soy un anciano, pero mis impulsos ya dependen demasiado de la aritmética: por lo menos le doblo la edad a Aurora. Aun así (debería decir “por eso mismo”, pero la frase me entristece) nunca antes sentí una atracción tan violenta por una mujer. Tal vez esto se explique recurriendo a mi arsenal psicosomático. Fui un hijo único y enfermizo y un adolescente hipocondriaco. Sólo desde hace unos años empecé a gozar de una cabal salud, como si mi organismo hubiera seguido un curso inverso al de la mayoría de los mortales. Me admira no tener retortijones ni urticarias, despertar sin las jaquecas que con tanta fidelidad me acompañaron en otras épocas. Tal vez la gente que no está llamada a las actividades prácticas sólo alcanza el cenit de su salud al aplacar las incontables enfermedades de la sensibilidad. En este sentido, puedo decir que he conquistado la plácida salud de los imprácticos. Es obvio que mi cuerpo se ha deteriorado con los años y mi sobrevaloración del pan, pero nunca he sentido tal cúmulo de energía como frente al sueño de Aurora. Estaba a punto de lanzarme sobre ella. Me bastó verme reflejado en sus ojos (de pronto mi edad perdía su decorosa indefinición) para seguir en mi silla estilo imperio.

He creado minuciosamente un espacio donde los únicos destellos provienen de los tibores chinos y la porcelana de Meissen repentinamente iluminados por un rayo de sol que cae del tragaluz, un mundo cerrado en sí mismo, de relojes con péndulos inertes, donde los ruidos capitalinos llegan sin mayores sombras: los escucho con la misma tolerancia con que un aficionado a los conciertos admite la tos de su vecino. En esas condiciones surgió Aurora, un inquietante destello entre las ruinas.

Cada una de sus visitas siguientes me perturbó en la misma forma. Invariablemente se quedaba dormida. Yo corría a cerrar la tienda para que nadie alterara aquel sueño impecable. A veces pensaba que el cansancio de Aurora se debía a una vertiginosa vida sexual. Me castigaba con esta suposición mientras los muebles hacían crujir su antigüedad.

En comparación con las siestas los momentos de plática eran escasos. Le gustaba contradecirme; subrayaba sus mentiras con una sonrisa, la punta de la lengua en el diente desviado. Me interesaba precisamente por estos trucos al descubierto: es obvio que alguien hermosa y estúpida como una modelo también habría alterado la precisión con que mis jornadas se calcaban, pero la idea de que ella tratara de engañarme le daba a su belleza, de por sí improbable entre mis cachivaches, un sentido: me convertía en su objetivo.

Siempre llegaba con un morral demasiado grueso, como si Aurora cargara un bulto. Durante una de sus siestas atisbé algo brilloso en el morral, no me atreví a hurgar pero pude distinguir un muñeco de peluche. Jamás vi que el morral adoptara la forma cuadrangular de los cuadernos, tampoco escuché el ruido familiar de las llaves o los útiles escolares. El peluche refulgía levemente en la penumbra de mi tienda.

Una tarde, al pasar junto a las vidrieras de la juguetería Ara, sentí un estremecimiento, pero no la vulgar taquicardia de quien es sorprendido en falta, sino una helada caricia en la espina dorsal. Los muñecos de peluche inflamaban el escaparate.

Cualquier cosa que tuviera que ver con ella me parecía digna de atención: estuve cinco ridículos minutos frente a las mascotas de colores.

Creo que al día siguiente llegó con un suéter negro de cuello de tortuga que la hacía verse aún más delgada y pantalones de mezclilla entalladísimos (busqué en vano la línea de sus calzones).

–Hoy tenemos cena en la casa.

Sus ojos brillaban más que en otras ocasiones. Me explicó que sus padres me invitaban esa noche. Estaba decidido a aceptar a Aurora sin reservas en mi tienda, no me parecía mal que compartiéramos ese espacio donde el objeto más reciente fue fabricado por alguien muerto décadas atrás, pero más allá de la puerta de madera me esperaba la ciudad con sus ruidosos predicamentos morales. Le dije que tenía otro compromiso. Ella rechazó una a una mis excusas, me pidió que cancelara mi presunto compromiso, insistió en que no era necesario llevar flores ni corbata, en fin: cedí.

Desde luego, los pruritos morales tenían que ser mayores de mi parte: yo era quien había buscado las líneas de su ropa interior. Dudo mucho que ella tuviera preocupaciones semejantes, y no me refiero a una ridícula constatación de mis obligadas camisetas de basquetbolista: Aurora no tenía que temer porque ya se había encargado de asignarme un papel en la cena familiar.

Insistió en que fuéramos en su coche. Atravesamos la ciudad en el bólido amarillo. Treinta colonias de mal gusto desfilaron por mi ventana hasta llegar a una que me pareció el resumen de todas las anteriores: techos de pizarra azul turquesa, ventanas de ojo de buey, un fraude parisino.

Aurora me presentó como su maestro de biología y no tuve fuerza para contradecirla. El sentido de la invitación quedó claro desde un principio: Aurora reprobó el examen de botánica. Nada me interesa menos que el universo crudo de las plantas; aun así logré elogiar la propiedades nutritivas de la sopa de acelgas y la ensalada de berros. Los padres de Aurora me pidieron mi opinión sobre clases privadas y, en un momento en que ella salió del comedor, me recordaron sus problemas psicológicos.

–Ya sabe que la pobre ha tenido que estar en curas de hospital. Tengo miedo de que la decepción de reprobar le provoque una recaída –dijo el padre y en mi calidad de botánico le señalé un trozo de espinaca en su barba (una barba obsesivamente bien cuidada, por cierto). Quizá fue al ver la barba con detenimiento que me di cuenta del orden que imperaba en la casa. No había un objeto sucio o fuera de lugar, tampoco una sola prueba de destreza humana en los adornos y los muebles. La disciplina y la vulgaridad son defectos que al unirse provocan desastres poderosos. Uno de ellos era la casa de Aurora.

No necesito decir que la mente de los padres era como su casa. En realidad parecían esperar que dictara estrictas medidas punitivas contra la loca de la casa. En estas circunstancias, las mentiras de Aurora me parecieron un saludable ejercicio de divagación. Tal vez por eso dije que no se preocuparan: en lo que a mí concernía, su hija se podía dar por aprobada, unas cuantas clases particulares la ayudarían a librar el examen extraordinario.

Aurora me llevó de regreso a la tienda.

–Gracias –fue todo lo que me dijo al despedirse.

Me dio un beso en la mejilla y yo tomé su palma sonrosada, sus dedos largos y blancos. No me atreví a alterar en otra forma la complicidad ganada esa noche.

Aurora siguió frecuentándome hasta una tarde en que llegó a la tienda con un vestido color crema abierto en una pierna. Llevaba aretes y un collar de perlas. Una botella de sidra la hacía inclinarse un poco a la derecha.

–No me alcanzó para champaña.

Me contó que iba a una fiesta de fin de cursos. Logró pasar el examen en un golpe de suerte. Por un momento pensé que me pediría que la acompañara, pero se despidió de mí con un “gracias, profesor” y la verdad es que me sentí aliviado.

Pasaron dos semanas en las que no supe de ella. Por primera vez la tienda me pareció vacía. Traté de imaginar sus siestas prolongadas. En vano. Quizá yo había dejado de serle útil una vez superado el examen. Quizá había tenido una nueva crisis nerviosa. Me avergüenza confesar que me alegré al saber que así era. Fui a casa de sus padres y me enteré de que su condición empeoró en los últimos días. Estaba en una clínica de reposo.

Esa misma noche hablé a la clínica. La llamada se convirtió en un abrir y cerrar de puertas que me devolvió al punto de partida. Los pacientes no podían hablar por teléfono, no se aceptaban visitas, cartas, flores, intermitencias del mundo exterior.

A pesar de todo al colgar la bocina estaba contento. Nunca disfruté en tal forma algo que ha sido una constante en mi vida: el gusto por lo inevitable. Me cuesta un trabajo enorme tomar decisiones. Las consecuencias de mi inseguridad en un mundo numeroso son obvias. Esta debe ser otra de las causas por las que he simplificado mi vida hasta conseguir una felicidad sin disyuntivas, semejante a la entropía.

El hecho de que Aurora estuviera en un sitio al que sólo se podía ingresar como médico o paciente me acercó a una decisión que en condiciones normales me hubiera tardado meses en tomar. Claro que un chequeo no me vendría mal. Como he dicho, de seguro con demasiada arrogancia, las enfermedades menores han emigrado de mi cuerpo; sin embargo desconozco las tramas que el cáncer, la diabetes y la insuficiencia cardíaca puedan estar tejiendo a mis expensas. Volví a llamar a la clínica y reservé un cuarto para un chequeo general.

El taxi me llevó por un barrio que además de miserable parecía infinito. Innumerables casas de un piso, trapos a manera de puertas o ventanas, láminas reforzando las grietas en el adobe y los tabiques. En alguna parte estaban poniendo tuberías y tomamos una desviación por calles lodosas. El chasís dio muchas veces contra los bordes de los baches. Conté tres perros callejeros muertos y otros veinte a punto de caer. Finalmente reptamos por una pendiente hasta alcanzar una calzada en la que encontramos los objetos más inesperados en ese desierto de piedra caliza: palmeras. Seguimos, escoltados por la verde demencia de las plantas, el césped que no por amarillo dejaba de ser lujoso en esa zona, las rejas que declaraban el uso privado del corredor de acceso a la clínica. El taxi me dejó al pie de una rampa de mármol. La clínica era un edificio pequeño, de forma piramidal.

Lo primero que me sorprendió al entrar al vestíbulo fue encontrar un espacio abierto. Normalmente, los hospitales rehúyen todo lo que no sean puertas, pasillos y cubículos. Este vestíbulo, en cambio, era una especie de plaza interior, rematada en lo alto por un domo de cristal. Quizá para aprovechar más el espacio, la construcción escapaba al convencional cubo de luz. En este caso se trataba de un polígono. Sentí vértigo ante tantas esquinas y no pude precisar si se trataba de un hexágono. La luz que caía hasta el piso jugaba con las lascas azules y blancas del mármol haciendo que pareciera la superficie de una alberca. He dicho que la construcción era pequeña. El inesperado vestíbulo la ampliaba en forma prodigiosa.

En cuanto uno entra al polígono no vuelve a ver el vestíbulo, al menos no completo; lo he atisbado por las ventanas: las gentes atraviesan el piso allá abajo como si nadaran sobre el mármol. Los pasillos parecen dispuestos en línea recta, pero a veces me descubro en otra cara del polígono. Para que una curva se presentara en la forma de una recta los corredores tendrían que ser inconmensurables. Mi hipótesis es que los cambios de orientación se realizan en los elevadores; todos tienen dos puertas, la de salida suele yuxtaponerse hacia un nuevo corredor.

Las tres enfermeras con las que traté el primer día estaban enteradas de mi llegada. En mi cuarto llené los formularios de inscripción. Tenía vista a la ciudad, o a lo que quedaba de ella: un mero amasijo, los restos de una nave incrustada en el desierto.

La primera visita del médico fue de una cortesía irreprochable. Me explicó los exámenes a los que me habría de someter. Algunos de ellos duraban varias semanas. Yo mismo podía escogerlos de acuerdo a una lista de precios. Me entregó un folleto en el que los análisis venían ordenados en “paquetes”, como si se tratara de programas turísticos.

Le pregunté por Aurora.

–No la conozco. Tenemos muchos pacientes. Es probable que esté en otro piso.

Lo mismo me dijeron las enfermeras con las que hablé al día siguiente. No me preocupé: estaba convencido de que la casualidad nos brindaría un encuentro al margen de las reglas de la clínica.

Los análisis se llevaron a cabo a un ritmo que sólo puedo calificar de aristocrático. Lo que en una institución de asistencia pública hubiera durado un par de días, aquí se dilató semanas enteras. Desde un principio me aclararon que esto no alteraría el precio de mi estancia; tenían demasiados pacientes y preferían trabajar con calma.

En ocasiones había cineclub. Seguramente eran pocos los pacientes que podían llegar por su propio pie a la sala de proyecciones, pues sólo encontré a otros dos espectadores. Nos pasaron una catástrofe americana. Cuando las luces se encendieron, vi las cabezas inclinadas de mis acompañantes; un enfermero tuvo que despertarlos.

La noche que siguió a mi primera visita al cineclub fue rociada con la gasolina de mis visiones. El silencio me preocupó más que los masivos accidentes de la película. La quietud me pareció abusiva, sospechosa. Pensé en el fuego. En vano traté de distraerme con la idea de que Aurora dormía en un cuarto cercano; tal vez nos encontraríamos pronto en la alberca hirviente de la fisioterapia o en algún elevador.

La comida tenía en un principio esa insulsa cualidad que los malos restoranes llaman “internacional”, platos neutros que jamás se comprometen con los sabores. Como ya he dicho, mis remilgos fueron elocuentes. Alguien detectó mis preferencias. En general, bastaba la mención de un deseo para verlo cumplido. Me proporcionaron revistas, televisión, una botella de vodka con pimienta, un tablero de ajedrez.

Más que nada decidí escribirle a Aurora por aburrimiento (me empezó a cansar la rutina donde una prueba de orina constituía el evento del día). Le di el sobre y quinientos pesos a una enfermera. Se limitó a salir como si le entregara una camisa para lavar. Uno de los médicos regresó con la carta y el dinero. Tuve que aceptar el cargo de soborno.

Durante una semana fui un enfermo modelo. Lo de “enfermo” no es casual: en una forma casi imperceptible el chequeo se fue convirtiendo en tratamiento. Cada vez tomaba más pastillas para ayudar o compensar los análisis.

En mis visitas al laboratorio o a la sala de rayos X busqué alguna flecha que me pudiera desviar a Neurología o Psicoterapia. También aproveché para ver el polígono desde nuevos ángulos. Al asomarme a una ventana (la enfermera preparaba una dosis de contrastante para la sesión de rayos X) alcancé a ver, en el piso de enfrente, un pájaro verde, sin duda un muñeco de peluche. De pronto noté otro pájaro oscilando en la ventana de enfrente y al cabo de unos segundos me convencí de que se trataba de un móvil con cuatro o cinco ejemplares de peluche. Por alguna razón pensé que los pájaros suspendidos correspondían más al pabellón de los psiquiatras que al de Pediatría.

–¿Qué hay allá enfrente? –le pregunté a la enfermera.

Se tardó medio minuto en contestar. Cuando al fin produjo la palabra “aves”, me dio coraje que esa estúpida fuera capaz de clavar agujas en mi carne.

Traté de hablar con otros enfermeros acerca de los pájaros. Todos mostraron la misma, estudiada, estupidez de la enfermera: los ojos hacia el techo, dos dedos sobre la sien, un movimiento como si quisieran que les saliera agua de las orejas. Nada. ¿Aves?

Recordé a Aurora durmiendo, el morral a modo de almohada (una fisura en la tela dejaba ver el brillo del peluche). Esta vez no sentí un frío sublime en la espalda. Regresé a mi cuarto pensando en la manera de registrar la clínica. En eso llegó un médico a decirme que estaba a cargo de mi “caso”.

Hasta entonces me había entrevistado con múltiples especialistas. El nuevo médico me explicó que mi diagnóstico aún no era definitivo, pero que convenía estar preparado para una operación, nada serio, desde luego, ya me explicaría. De todos los médicos éste fue el primero que me resultó antipático. Su pelo sin canas producía un efecto paradójico: lo avejentaba. Las arrugas bajo los ojos y la piel reseca y sonrosada le daban un aspecto artificial a su cabello; tal vez no se lo pintara, pero en cualquier caso la negrura trabajaba en su contra. También me molestaron sus modales, urbanos en exceso. Prefiero al médico que diagnostica con crueldad. La operación se convirtió en sus labios en un asunto de relaciones públicas. Después de unas horas de entrevista me dejó sin saber qué oscuro mal se había refugiado en mi organismo.

Con el médico llegó una nueva enfermera. “Lydia”, decía su gafete. Hasta entonces tomé como un hecho que el personal fuera relativamente estúpido; a fin de cuentas ésta es una de las razones que impulsan a alguien a pasar el día lavando vómitos ajenos. Pero en Lydia la estupidez hermanaba con la botánica. ¡Un día se quedó dormida en la silla de mi cuarto! Olvidaba las cosas que le pedía y confundía las dosis de mis pastillas, al menos eso fue lo que creí. Cuando me quejé con el médico, me explicó que había redoblado mi tratamiento para la operación.

–¿Y por qué no me lo dijo antes a mí?

–Las enfermeras de esta clínica han dado prueba de una entera competencia, usted está aquí para acatar sus prescripciones.

¡Prescripciones!, una palabra sublime para los mudos mensajes de Lydia: cinco cápsulas rojas en vez de dos y media. No soporté el alarde de cinismo, el pelo negro pareció brillar con mayor intensidad, y me lancé contra el médico. Mis manos dieron con torpeza en su rostro, me enredé con la bata y poco a poco me fui desvaneciendo sobre el piso de linóleo. Alguien agregó otra inyección al tratamiento.

Desperté en el cuarto en el que ahora escribo. No tengo ventanas. La verdad es que la vista de la ciudad se había vuelto intolerable, aun y cuando la distancia le diera una dignidad de ruina a esa miserable orilla de la capital.

Antonio llegó a ver si no se me ofrecía algo. Estoy acostumbrado a los movimientos del personal; mi nuevo enfermero carece de la condición vegetativa de Lydia, sin embargo me quejé con el médico.

–¿Quería otro enfermero, no? Comprendo que se altere con facilidad, de alguna manera nosotros hemos inducido esas reacciones, justamente estamos esperando que los efectos residuales de sus últimos análisis desaparezcan para poder operarlo.

Acepté la explicación del médico, justificando mi agresividad con una reacción química, por más que sabía que se trataba de un engaño. ¿Puede haber algo más desagradable que ponerse bajo el bisturí de un ser despreciado?

Decidí renunciar a la clínica al término de los análisis, llevaría los resultados a algún médico de mi confianza.

Antonio pagó las consecuencias de mi enojo. Me negué a hablar con él y no agradecí sus atenciones. Sin que se lo pidiera me trajo el papel en el que ahora escribo. Durante varios días las hojas permanecieron en blanco sobre el escritorio.

Una tarde estaba leyendo. Antonio me trajo el café y las galletas de las cinco, y creí oírlo salir de la habitación. Al voltear la hoja de mi revista distinguí una presencia junto a la cama. Era Antonio, sentado en el taburete que el médico usa para auscultarme. Movió la cabeza como si una mosca se le parara en la mejilla. Lo vi cabecear contra el sueño, a la manera de un pasajero involuntariamente dormido en un camión. Despertó con gran esfuerzo y salió de la recámara. No me molestó asociar su sueño con el de Lydia y los espectadores del cineclub sino a todos ellos con Aurora; por primera vez sus largas siestas me parecieron salidas del polígono, probablemente eran el efecto secundario de las operaciones. El interés de los médicos no era la curación sino el experimento, sólo así me explicaba esa legión de seres bostezantes.

Pensé en huir, aunque intuía que el polígono no permitiría fuga alguna. Sólo una operación me conduciría a Aurora, y quizá ni eso, tal vez ella estaba lejos, atrayendo al polígono a otro incauto.

La forma en que Antonio regresó al cuarto fue por demás extravagante. Estaba acostado, las letras de mi libro empezaban a vacilar bajo la luz del velador, cuando Antonio abrió la puerta.

–Disculpe que lo moleste a estas horas.

No fueron sus palabras sino lo que traía en las manos lo que me sacó de mi modorra. El peluche era muy morado.

–Un regalo de la administración –y sin decir más trepó a una silla y colgó el pájaro del techo con un hilo de nylon.

Salió del cuarto con la misma premura con que había entrado. Me acerqué a ver el pájaro, pero otro objeto atrajo mi atención. Sobre las hojas blancas había una credencial enmicada. Sé que Antonio la olvidó adrede. La fotografía mostraba a mi enfermero, levemente deslumbrado por el flash, pero el nombre no correspondía al de su gafete. Más que revelarme su identidad (el nuevo nombre no me dijo nada), Antonio me dio una oportunidad de seguirlo. Abrí la puerta, la credencial en la mano como un pasaporte, y ya en el pasillo experimenté una felicidad casi infantil: nunca había recorrido el polígono de noche. No sé qué hubiera pasado de querer abandonar mi habitación en noches anteriores. Imagino una puerta bien cerrada.

Caminé entre los indicadores fluorescentes de los pasillos. Mi pesquisa pactaba con la filosofía: tenía muchos motivos para encontrar algo que no sabía qué era.

Avancé hasta una esquina donde un resplandor morado partía la pared en forma vertical. Entré a un cuarto de tamaño regular, sumido en la atmósfera fantástica de un tubo de neón demasiado alto. Los bultos en la semioscuridad me sugirieron una bodega. Sin embargo, en la primera mesa a mi alcance encontré un objeto que rectificó salvajemente el curso de mis pensamientos: una bandeja con algo cuya forma no identifiqué pero que indudablemente pertenecía a un cuerpo, una masa fofa y sanguinolenta. Evitaré describir la compleja maquinaria del horror en la que ese residuo corporal equivalía a una rondana. No hubiera resistido más de un minuto en aquella cámara de las vivisecciones de no ser por los anaqueles que descubrí al fondo: ahí estaban los alarmantes tarros de formol.

Regresé a mi cuarto. Apenas había entrado cuando escuché la cerradura girando a mis espaldas. Preso. Vi el papel sobre el escritorio, empecé a escribir.

Sé que no saldré de aquí, al menos no como entré. Desconozco el interés que la secta quirúrgica pueda tener en mi inútil existencia. Tal vez resulte vanidoso, pero me niego a creer que estoy aquí por azar, ellos me rastrearon como yo lo hubiera hecho para conseguir una valiosa figura etrusca. Quizá mi atractivo radique precisamente en haber consagrado mi vida a un proyecto inservible y caprichoso, es probable que en una forma vaga sea una especie de enemigo.

Sin embargo, prefiero una opción aún más vanidosa: Aurora no fue un anzuelo de los otros, sino que me escogió por voluntad propia.

Las operaciones deben estar sujetas a errores. Antonio es la mejor prueba: me ha permitido enterarme de demasiadas cosas y seguramente hará llegar mi testimonio a otras manos. Anticipo un destino dichoso: hay alguien que lee esta línea.

Interrumpí el escrito. Desperté sobre las hojas, el cuello torcido. Cuando Antonio llegó con un vaso de agua y unas cápsulas pensé que me llevaría a la sala de operaciones. Me explicó que se trataba de un último análisis.

–Anoche traté de devolverle su credencial.

–Gracias –se la guardó en la bolsa de la camisa. No esperaba otra reacción de su parte, sin embargo noté un breve temblor en las comisuras de su boca al ver las hojas escritas sobre el escritorio; pensé en un bañista que al fin se topa con el manuscrito en la botella.

Fuimos al laboratorio. Por la ventana miré la alberca de mármol allá abajo. Había varias siluetas detenidas, como si tomaran el sol que caía del domo de cristal o como si fueran las figuras de algún juego; esto último parecía más probable: cada determinado tiempo se movían y adoptaban una nueva posición. Me pareció una manía agradable que cada quien llevara un bulto de peluche bajo el brazo. Contemplé las figuras durante un rato, sin buscar explicación para aquel juego incomprensible (confieso que me gustó que el peluche siempre apareciera en forma de pajarracos), hasta que distinguí una que casi me hizo precipitarme por la ventana: el pelo castaño de Aurora brillaba en el cielo azul improvisado por el mármol.

Cuando regresé al cuarto, el pájaro morado y las hojas, salvo una en blanco, habían desaparecido. Han pasado varias horas desde el último análisis. No me trajeron de comer. Allá afuera, debe oscurecer sobre la ciudad derruida y la calzada de palmeras.

No exagero si digo que soy feliz. Antonio traicionará la seguridad del polígono y yo me reuniré con Aurora. Desconozco las emociones que tendré al verla, pero aun si la decisión estuviera en mis manos, optaría por la felicidad de los durmientes.

Esta noche no pensaré en el fuego. Unas pisadas aniquilan la quietud, la puerta rechina por primera vez. No es la puerta: alcanzo a ver la camilla que me llevará al cielo de allá abajo.

 

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