Eraclio Zepeda
A Efraín Barquero
El último de los amigos se despidió. Él cerró la puerta cuidando no hacer
ruido. Eran las cuatro de la mañana y quería ahorrar a sus vecinos el golpe de un
portazo; precaución extraña después de las voces altas y la música que, durante
horas, habían partido de la reunión ahora muerta.
Ella permanecía sentada en el sillón de cuero, deseando
encontrar licor en la copa ya vacía. Encendió un fósforo mientras buscaba la cajetilla
de cigarros. Él se acercó a la ventana, la abrió para limpiar la atmósfera pesada.
Después se dirigió al baño.
Habían reunido a los amigos para celebrar sus siete
años de casados ¿o eran ocho? La velada resultó ni mejor ni peor que otras anteriores.
Y, sin embargo, desde hora muy temprana, sin entenderlo cabalmente, él y ella experimentaron
la presencia de un muro.
Al principio fue sólo una sensación. Pero al paso de
las horas, la fábrica de aquella resuelta pared progresaba a ritmo franco. El más
pequeño ademán de él o la más simple inflexión en la voz de ella colaboraban, eficazmente,
en su erección.
Había sido un descubrimiento repentino logrado al mismo
tiempo por él y por ella, un hallazgo simultáneo reservado sólo a la pareja. Fue
cuando él relataba la historia repetida en todas las reuniones, en que como siempre,
la risa de los oyentes rubricaba el pasaje exacto, la frase precisa, siempre igual.
Aquella historia que tanto había celebrado ella las primeras veces, al principio
de su matrimonio, y que ahora, a fuerza de oírla odiaba. El relato reveló el primer
síntoma de lo que estaba ocurriendo. Las miradas de él y de ella se encontraron
como si vinieran de muy lejos para cruzarse sin especial intención. Sin embargo,
ambos advirtieron que la muralla estaba allí, recién nacida, a la altura de las
rodillas.
Ya no fue posible ocultarla. En realidad hacía tiempo
que esperaban su advenimiento, pero no dejaba de ser extraño que ello sucediera
precisamente en la fiesta de su aniversario.
Los invitados, los amigos íntimos, permanecían ajenos
a la construcción que ante sus ojos ausentes progresaba. Para ellos era una espléndida
ocasión de hablar de lo que siempre se había conversado.
Cuando el último invitado se despidió, el muro llegaba
ya muy cerca del techo y la sala había quedado dividida, sin posibilidad de contemplarse
uno a otro los rostros ni los cuerpos ni nada.
Al salir del baño encontró que la sala estaba definitivamente
cercenada por un cancel de cal y canto, pintado hermosamente de blanco, con grandes
contrafuertes de piedra a cada extremo. Lo más sorprendente era la falta de asombro.
Serenamente, él golpeó el muro con el puño, suaves golpes espaciados cuidando los
intervalos, de modo tal que al otro lado pudiera entenderse la intención de un mensaje.
Aguardó con atención: al cabo de un momento escucho, muy lejanas, las noticias de
ella al otro lado de la muralla.
Él se volvió camino de la alcoba. Buscó en ciertas gavetas
un retrato de ella, hecho en los días de su primer encuentro; le colocó, amorosamente,
un listón de luto alrededor del marco, volvió a la sala sin apresurarse y colgó
del muro la imagen. Después se sentó en el suelo y lloró hasta que el sueño lo cubrió
totalmente.
Al despertar, el muro permanecía allí. Algunas yedras
trepaban con audacia hasta perderse en las nubes tenuemente coloreadas por el sol;
las manchas de una pátina bronceada aparecieron en la pared que un día había sido
blanca.
Estudiaba las formas caprichosas que lograban cuando
escuchó aquel rumor, primero casi imperceptible, de una corriente de agua. Imaginó
un escape en los grifos del baño, y al ir a comprobarlo descubrió que del muro nacía
un manantial. Observando atentamente comprendió que no era una suerte de arroyo,
sino un gran río de viaje largo que simplemente atravesaba la muralla.
Se sentó a la orilla para ver pasar las aguas que arrastraban
recuerdos del mundo y algunos detalles, sorprendentemente bien conservados, de escenas
capitales en su relación con ella. A veces, semisumergidas, pasaban tarjetas postales
de ciudades amadas por ambos, y también, nadando por el río, antiguos amigos encontrados
en tierras lejanas, que muy serios suspendían el ritmo del braceo para saludar muy
correctamente, levantando con la mano sus chisteras.
De pronto, en un levantar la vista hacia el horizonte,
aguas arriba venía un barco de papel. Sacó su pañuelo y lo agitó largamente hasta
que el barco, seguramente al advertirlo, dirigió su proa hacia la orilla. Cuando
hubo atracado, él subió anhelante a bordo porque creyó ver a ella en cubierta.
Estaba sentada en una silla de lona, contemplando una
casa destruida que sostenía entre las manos, vestida con el uniforme escolar que
llevaba el día en que la amó por primera vez. Cuando abrazó no a ella, sino a una
estatua de sal, advirtió su soledad de muchos años.
Sintió entonces que el barco se movía y corriendo a
la baranda del castillo de popa pudo comprobar que la corriente del río había cambiado
de sentido, y llevaba al barco rumbo hacia donde, si el astrolabio no lo engañaba,
debía estar la muralla.
Las aguas iban ganando en caudal y los rápidos se sucedían
en forma tan peligrosa que llegó a experimentar un ansia cierta de naufragio. Viajaba
ahora por una zona de praderas portentosas, que se convirtieron después en bosques
espesos de abedules. Empezó a nevar copiosamente y los abedules se disolvieron en
la nieve quedando tan sólo algunas manchas negras, mariposas casi, que volaban.
A lo lejos se veían aldeas sepultadas, adivinadas únicamente por el humo de sus
chimeneas y las marcas del tráfico de trineos. Cuando la nieve se agotó, se encontró
navegando en el desierto.
Subiéndose al mástil pudo divisar a lo lejos la muralla.
Conforme iba acercándose surgían indicios claros de que el río acabaría por atravesarla.
Un día llegó al túnel enorme por medio del cual el río
ganaba el otro lado. Era un túnel de piedra negra en forma octagonal en cuyas paredes
se relataban, por medio de bajorrelieves, encuentros y regresos. Al lado de cada
alegoría enormes lápidas de mármol labradas con inscripciones citaban el Texto de
la Verdad y la Palabra.
Pudo comprobar que una vez atravesado el túnel, el río
no desembocaba al otro lado de la muralla sino que, mediante un caprichoso meandro,
penetraba en la sala cerrada a través de la ventana que él dejara abierta aquella
noche del desastre.
La barca atracó suavemente, él saltó a tierra y corrió
al encuentro de ella. No dejó de entender, sin embargo, que avanzaba en verdad por
la sala de su primera casa, la que habitaron en los primeros meses. Al fondo ella
pintaba un retrato de su hijo enmarcado por una larga leyenda de caracteres armenios
donde se contaba una historia de derrumbes. Estaba amaneciendo y en la calle se
escuchaba el paso majestuoso de los dromedarios y los pregones de los vendedores
de tamales. Al acercarse a ella advirtió que había crecido.
–Buenos días –dijo él y notó que eran las primeras palabras
verdaderas en muchos años.
Hombrecillos que reían mientras trabajaban se dispusieron
a demoler el muro. Apenas si podían ser advertidos allá en lo alto. Todo parecía
indicar que se trataba de una tarea a largo plazo. Ella le tomó de la mano, abrió
la puerta y salieron a la calle.
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