Bruno Schulz
Ya
por entonces se hundía más y más nuestra ciudad en el gríseo crónico del ocaso,
se untaba con el eczema de las sombras, del moho peludo y de la molicie color
hierro.
Apenas
desnudo de humos pardos y nieblas matutinas, el día se inclinaba inmediatamente
hacia la tarde ambarina, se volvía transparente y dorado como la cerveza para
descender después bajo la fantástica bóveda de las noches coloreadas y extensas,
varias veces desmembradas.
Vivíamos
en la plaza Mayor, en una de esas casas oscuras con fachadas viejas y ciegas
que resultan tan difíciles de diferenciar entre sí.
Eso
causaba numerosas confusiones ya que, una vez que habíamos entrado en el
vestíbulo y ascendíamos la escalera equivocada, uno caía en un verdadero laberinto
de pisos ajenos, porches, salidas inesperadas hacia otros patios, y se olvidaba
del fin primario de su expedición para, varios días después, al regresar de los
confines de aventuras extrañas y complejas, en un amanecer descolorido,
recordar con remordimiento la casa familiar.
Nuestro
apartamento, repleto de gigantescos armarios, sofás profundos, espejos pálidos
y palmeras artificiales de pacotilla, se sumía cada vez más en un estado de
descuido causado por la lentitud de mi madre, quien dedicaba largas horas a la
tienda, y la dejadez de la patilarga Adela que, no supervisada por nadie,
gastaba días enteros ante los espejos de tocador sembrando en todas partes
vestigios suyos en forma de palos, zapatitos dispersos y corsés.
El
piso no contó jamás con un número determinado de habitaciones y nadie se
acordaba de cuántas eran arrendadas a personas ajenas. Sucedía que, por
casualidad, abríamos uno de estos cuartos olvidados y lo hallábamos vacío. El
inquilino se había marchado hacía mucho tiempo y en esos cajones intactos desde
hacía meses descubríamos cosas inesperadas.
En
las habitaciones del piso bajo vivían los dependientes y en ocasiones, de
noche, nos despertaban sus gemidos, sus manifestaciones de alguna pesadilla. En
invierno, la noche sorda reinaba aún cuando el padre bajaba a estas
habitaciones frías y oscuras espantando con la luz de una vela manadas de
sombras que revoloteaban alrededor, por el suelo y las paredes; iba a
despertarlos, sumergidos como estaban en su sueño duro como la piedra, cuando
aún roncaban sonoramente.
A
la luz de la vela se desenvolvían perezosamente de las sábanas sucias y,
sentados en el borde de la cama, sacaban sus pies desnudos y feos, y, con el
calcetín en la mano, se abandonaban por un instante al placer de bostezar con
bostezos que se alargaban hasta la lujuria y la dolorosa contracción del
paladar, parecida a una fuente vomitona.
En
los rincones permanecían inmóviles enormes cucarachas que aumentaban en sus
propias sombras otorgadas por la vela llameante que no se separaba de ellos ni
siquiera cuando uno de esos pequeños troncos planos, repentinamente
descabezado, comenzaba a correr con su paso fantástico y arácnido.
En
estos tiempos la salud de mi padre empezó a decaer. Ocurrió ya en las primeras
semanas de este invierno temprano. Se pasaba días enteros en la cama, rodeado
de botellitas, píldoras y libros de cálculo que le traían del mostrador. El
sabor amargo de la enfermedad se posaba en el fondo del cuarto espesando el
empapelado con el trenzado más oscuro de arabescos.
Al
anochecer, cuando mi madre regresaba de la tienda, solía estar excitado y era
propenso a discusiones; le reprochaba su falta de minuciosidad en la
contabilidad, se llenaba de colores y se acaloraba hasta la enajenación. Recuerdo
que una vez, al despertarme muy entrada la noche lo vi, en camisón y descalzo,
cómo iba y venía corriendo por el sofá de cuero, testimoniando de esta manera
su irritación ante mi madre impotente.
Otros
días estaba tranquilo y concentrado, y se sumía enteramente en sus libros
errando por los laberintos profundos de los cálculos complicados.
Lo
veo a la luz de la lámpara humeante, acurrucado entre las almohadas, bajo el
cabezal esculpido de la cama, la enorme sombra de su cabeza sobre la pared,
balanceándose en una meditación muda.
En
algún instante, sacaba la cabeza de los cálculos, diríase para tomar aliento,
abría con disgusto la boca, chasqueaba la lengua seca y amarga, y miraba
impotente a su alrededor buscando algo.
Entonces
ocurría que en silencio descendía de la cama y se dirigía hacia un rincón del
cuarto, la pared donde colgaba su instrumento querido. Era una especie de
clepsidra de agua o una gran ampolla de vidrio dividida en onzas y repleta de
un líquido oscuro. Mi padre se conectaba a este aparato a través de un conducto
de goma semejante a un cordón umbilical enrevesado y doloroso. Y así, enlazado
al preciado instrumento se quedaba inmóvil. Sus ojos oscurecían y surgían en su
rostro pálido estigmas de sufrimiento o de placer lascivo.
Después
regresaban de nuevo los días de trabajo silencioso y concentrado entrelazados
por monólogos solitarios. Cuando se hallaba así, sentado a la vera de la
lámpara, entre las almohadas de la enorme cama, y la habitación crecía hasta
ser una montaña sombría que lo unía al gran elemento de la noche urbana,
regocijante tras las ventanas, sin mirar, sentía que el espacio le incrustaba
en la frondosidad palpitante de empapelados, llenos de susurros, silbidos y
ceceos. Oía, sin mirar, ese complot colmado de guiños de conjura, ojitos
persas, lóbulos de orejas que escuchaban entre las flores, y labios oscuros que
sonreían.
Entonces,
se enfrascaba aparentemente aún más en el trabajo, contaba y sumaba, temiendo
revelar esa ira que crecía en él, y luchando contra la tentación para no
arrojarse a ciegas con un grito repentino y no agarrar puñados llenos de esos
arabescos crespos, esos manojos de ojos y orejas que la noche sembraba y que
crecían y se multiplicaban, delirando cada vez más, en ramas y bifurcaciones
del ombligo materno de la oscuridad. Sólo se tranquilizaba cuando, al marcharse
la noche, los empapelados se marchitaban, se encogían, perdían hojas y flores y
raleaban otoñales, dejando pasar el lejano amanecer.
Entonces,
entre el gorjeo de los pájaros del empapelado, en el alba amarillo invernal, se
dormía algunas horas y caía en un sueño negro.
Desde
hacía días, desde hacía semanas, cuando parecía sumido en complicadas cuentas
corrientes, el pensamiento se dirigía secretamente hacia los laberintos de sus
propias entrañas. Paraba la respiración y escuchaba. Y cuando su mirada volvía
palidecida y opaca de aquellas profundidades, la tranquilizaba con una sonrisa.
Aún no lo creía y rechazaba esas visiones, esas propuestas que lo invadían,
como algo absurdo.
De
día eran una suerte de razonamientos y persuasiones, divagaciones largas y
monótonas llevadas a media voz y llenas de interludios humorísticos, altercados
coquetos. Mas, de noche, las voces se alzaban con mayor pasión, la exigencia se
tornaba más imperiosa y lo oíamos hablar con Dios, implorando algo y rehusando
algunas pretensiones obstinadas e insistentes.
Hasta
que, una noche, esa voz se levantó severa e irrefutable reclamando que le diera
testimonio con sus propios labios y sus propias entrañas. Y oímos cómo el
espíritu entró en él, cómo se levantó de la cama, largo y creciente en su ira
profética, ahogándose en ruidosas palabras que él espetaba como metralla.
Oíamos
el estrépito de la batalla y los gemidos de mi padre, el quejido de un titán
con la cadera rota que aún logra vituperar.
Jamás
he visto a los profetas del Viejo Testamento, pero al observar a este hombre
derrumbado por la ira divina despatarrado sobre un enorme orinal de porcelana
cubierto por el huracán de brazos y el nubarrón de desesperadas contorsiones
sobre las que se elevaba, aún más alta, su voz ajena y dura, yo comprendía la
ira divina de los hombres santos.
Era
un diálogo tan peligroso como el de los relámpagos. Los gestos desordenados de
sus manos hacían añicos el cielo y en sus grietas aparecía el rostro de Jehová
hinchado por la rabia, escupiendo insultos. Sin mirar yo veía al Demiurgo
severo yaciendo sobre la oscuridad como sobre el monte Sinaí, apoyando sus
colosales manos sobre la cornisa de los visillos, apretaba su gran cara a los
cristales altos de la ventana, aplastando su nariz terriblemente carnosa.
Percibía
su voz en los descansos de la parrafada profética de mi padre, oía ese
fortísimo gruñir de sus labios abultados que hacía temblar los cristales,
mezclándose con las explosiones de conjuros, lamentos y amenazas de mi padre.
A
veces, las voces se apaciguaban y murmullaban a media voz como el viento de una
chimenea nocturna, para estallar de nuevo con un ruido estrepitoso en una
tormenta de sollozos e injurias. Se abría de repente la ventana con un bostezo
negruzco y una capa de oscuridad barría el cuarto.
A
la luz del relámpago observé a mi padre y vi cómo, en paños menores, con una
terrible blasfemia en los labios, vertía, con un potente lanzamiento, el
contenido del orinal en la noche que ronroneaba fuera como una gran concha. Mi
padre desaparecía poco a poco y se marchitaba visiblemente.
Acurrucado
bajo enormes almohadones, los mechones de sus cabellos salvajemente revueltos,
hablaba en susurros consigo mismo, sumido todo él en confusas especulaciones
interiores. Podía parecer que su personalidad se descomponía en varias, reñidas
y disonantes, ya que discutía con su persona ardientemente, peroraba
apasionadamente, persuadía, rogaba, o bien semejaba presidir una reunión de
varios clientes a quienes intentaba conciliar a toda costa. Mas, cada vez, esas
reuniones ruidosas, colmadas de temperamentos acalorados se hacían al final añicos
entre juramentos, maldiciones e insultos.
Más
tarde llegó la temporada del sosiego y el reposo interior, una placentera paz
espiritual.
De
nuevo se extendieron grandes folios sobre la cama, la mesa, el suelo y yacía la
tranquilidad benedictina del trabajo en la ropa blanca de la cama, bajo la luz
de la lámpara y sobre la cabeza inclinada de mi padre. Y cuando, entrada la
noche, mi madre regresaba de la tienda, mi padre se animaba, la llamaba y le
enseñaba con orgullo las calcomanías de colores, con las cuales había
empapelado minuciosamente las páginas del libro de cuentas.
Entonces
fue cuando nos apercibimos de que el padre se encogía cada día, parecido a una
nuez que se seca en el interior de la cáscara.
No
obstante, esta disminución no iba acompañada de una decaída de fuerzas. Al
contrario, su estado de salud, su humor y su movilidad mejoraban.
Reía
a menudo a pleno pulmón, se reía literalmente a carcajadas o bien, sus nudillos
golpeaban durante horas la cama y se contestaba a sí mismo “pase” en diferentes
tonos. De vez en cuando descendía de la cama, se subía en el armario y,
acuclillado bajo el techo, ordenaba algo entre aquellos trastos viejos
cubiertos de herrumbre y polvo. En otras ocasiones colocaba dos sillas, una
frente a otra, y apoyándose en los respaldos, balanceaba sus piernas hacia
delante y hacia atrás buscando con sus ojos resplandecientes una expresión de
admiración y ánimo en nuestro rostro. Creía haberse reconciliado con Dios. A
veces, de noche, la faz del barbudo Demiurgo aparecía en la ventana del
dormitorio bañada en la púrpura oscura de la luz de una bengala y miraba con
bondad al padre profundamente dormido cuyo ronquido cantarín parecía vagar
lejos, por terrenos desconocidos en mundos oníricos.
En
el transcurso de las largas y oscuras tardes de ese invierno tardío, se perdía
mi padre con alguna frecuencia entre los recovecos colmados de trastos,
buscando algo afanosamente.
Y
a menudo sucedía que a la hora de la comida, cuando todos nos sentábamos a la
mesa, mi padre se hallaba ausente. Mi madre golpeaba la mesa con la cuchara y
clamaba largamente “Jacob” hasta que emergía de algún armario envuelto en
telarañas y polvo, la mirada ausente, sumido en aquellos asuntos enrevesados y
sólo para él conocidos que lo atormentaban.
En
ocasiones, trepaba hasta la cornisa y adquiría una pose inmóvil y simétrica a
la de un gran buitre disecado que colgaba de la pared de enfrente. En esta
postura, con la mirada nebulosa y el rostro sonriendo astutamente, permanecía
horas para después, cuando alguien entraba, aletear los brazos y cantar como un
gallo.
Dejamos
de prestar atención a estas excentricidades que día a día lo enredaban más. Despojado
de casi todas las necesidades corpóreas, no recibía alimentos durante semanas y
se mecía en complicadas y extrañas especulaciones que nosotros ignorábamos. Inaccesible
a nuestras persuasiones y ruegos, contestaba con fragmentos de un monólogo
interior cuyo transcurso nada podía interrumpir. Ensimismado siempre, animado
enfermizamente y con rubor en sus mejillas secas, no nos veía, nos desconocía.
Nos
acostumbramos a su presencia inofensiva, a su gorjeo infantil y abstraído,
cuyos trinos se situaban al margen de nuestro tiempo. Ya entonces desaparecía
durante varios días, se perdía en los lejanos laberintos de la casa y resultaba
imposible encontrarlo.
Paulatinamente
esas desapariciones dejaron de impresionarnos, nos habituamos a ellas y cuando,
tras varios días, reaparecía, unas pulgadas más pequeño y delgado, eso no
lograba atraer nuestra atención mucho tiempo. Simplemente dejamos de tenerlo en
cuenta, tanto se había alejado de todo lo humano y real. Nudo tras nudo se
soltaba, punto a punto perdía los lazos que lo unían a la comunidad humana. Lo
que aún quedaba de él era algo de su cuerpo, una capa somática y ese puñado de
excentricidades sin sentido; podían dejar de existir algún día tan inadvertidos
como aquel montón gris de esa suciedad que se acumulaba en el rincón y que,
cada día, Adela tiraba al cubo de la basura.
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