José María Arguedas
–Recién es el amanecer,
pero Yanamayu está resondrando ya a la pampa con su gritar rabioso.
–¿Sabes,
Nicacha? A este río le pusieron ese nombre porque es malo. Yanamayu, alma negra,
asesino. Nadie le quiere en la Pampa de Yanamayu, ni las ovejitas, ni las vacas,
ni los caballos cerriles; con odio le oyen roncar todo el año. Los viajeros le tiemblan,
es enemigo de los viajeros. En diciembre se llevó al chiquito de don Apa; se salió,
dicen, y como con un brazo le arrastró de la cintura y lo envolvió entre su barro
negro; Yanamayu nos busca a nosotros los mak’tillos. ¡Yanamayu odioso!
Sobre
la pampa eriaza silbaba el viento helado, el ischu se agachaba humilde a su paso
y besaba la tierra. La tropita de ovejas caminaba con pasos menudos, recogiendo
las patas difícilmente y balando en coro con voz triste y alargada. Sobre los cerros
lejanos, semioscuros, dormitaban nubes blancas. El agua de las lagunas estaba tranquila;
wikus negros, aplastados por el frío, esperaban al sol acurrucados en sus nidos
a la orilla de las pequeñas islas. Sólo el pájaro preferido, el rey de las lagunas
del alto, hecho de sangre y de nube, vigilaba de pie las lagunas de la pampa.
–¡Pariona!
–gritaron alegres los ovejeritos.
Erguidos
sobre una pata, con la cabeza oculta entre las alas, parecían grandes flores acuáticas,
de corola blanquísima con manchas de sangre purpurina.
–¡Parionachakuna!
Las
voces de los pastores sonaron llenas de cariño y de respeto.
Los
mak’tillos arrearon su tropa de ovejas hacia la laguna donde vieron las parionas.
El yayanmachu iba por delante; sus cuernos retorcidos, escamosos y pesados le obligaban
a llevar la cabeza gacha; su hocico curvo, fuerte y largo, sus ojos serios, pardo-oscuros
y su cuero de lana tupida, gruesa y sucia, le daban aire de padre, de jefe; era,
pues el yayan, el padrillo, el guía de la estancia. Nicacha y Tachucha le respetaban,
no le resondraban nunca y por las mañanas le ayudaban a levantarse, porque sus piernas
entumecidas por la helada y débiles por su vejez no le obedecían ya como antes.
–Machu-tayta,
ya es hora –le decían–, tu familia tiene hambre.
Abrazaban
su cuello corto y grueso y pegaban sus caritas sobre el rostro serio del carnero-padre.
–El
yayan está viejo, Tachucha; en la cuesta se cansa mucho –dijo Nicacha viendo el
andar calmado del jefe de la tropa.
–Pero
ya tiene su reemplazo, el Pringo va a ser su reemplazo.
Tras
del yayan caminaba un carnero grande, de cuernos poderosos, de lana muy blanca;
era el yayan próximo.
Cuando
la tropa y los mak’tillos estuvieron cerca de la laguna, las parionas dieron unos
pasos hacia el fondo del agua y levantaron el vuelo; extendieron en toda su anchura
sus grandes alas y se elevaron muy alto. La mancha purpúrea de sus alas y de sus
pechos, desde el cielo limpio, semejaba muchas banderitas rojas.
–¡Kuyay
patuchakuna!
En
los ojos de los mak’tillos brilló una alegría pura y tierna.
Las
dos parionas volaron en dirección de las nieves del K’arwaraso y se perdieron rápidamente
en el horizonte.
¿Dónde
nacen las parionas? Ningún comunero puede decir que ha visto uno solo de sus nidos.
Las parionas son orgullosas y solitarias, no se ven jamás más de dos o cuatro en
una laguna, y siempre vuelan muy alto, entre las nubes u ocultas por el azul del
cielo. Son hurañas, vuelan apenas sienten que alguien se aproxima a sus lagunas;
no se mezclan con los patos ordinarios que pueblan las islas y las orillas de las
lagunas, son silenciosas, nadie las ha oído gritar, son como el alma de las pampas
frías y calladas de la puna.
Cuando
en los meses de junio y julio iba a K’ellk’ata don Rufino, principal del distrito,
siempre andaba rondando las lagunas en busca de parionas. Pero todo había caído
bajo el plomo de su carabina; él mataba carneros, llamas, caballos cerriles, vacas
y vicuñas; solo el pájaro amado por los comuneros de la puna escapaba siempre. Don
Rufino rabiaba, zapateaba furioso tras de sus escondites, porque las parionas levantaban
el vuelo antes que él disparara su carabina.
Cuando
el patrón se acercaba agazapado a las lagunas, los mak’tillos y los comuneros se
rogaban en voz alta:
–¡Taytay:
que el plomo se derrita en medio camino; que a los oídos de todas las parionas de
K’ellk’ata lleguen siempre desde lejos las pisadas del patrón; que nunca tenga entre
sus manos las plumas blancas de nuestras parionas!
Y
se cumplía el deseo de los “endios” k’ellk’atas. Don Rufino regresaba cansado después
de haber probado en todas las lagunas y desfogaba su rabia atravesando a balazos
las vicuñitas de las laderas, los animales extraños que encontraba en sus pastales
y pateando enojado a los comuneros que se alegraban al verlo llegar con las manos
vacías.
La pampa se llenó
de tropas de ovejas; de todas las estancias, de todas las quebraditas, salían manadas
de carneros que balaban, balaban incansablemente, alegrando la pampa fría, acallando
el silbido cansado del viento.
Las
pocas aves de la puna comenzaron a revolotear en el aire, y el día empezó sobre
la cordillera, semisilencioso, semialegre, porque en el horizonte inmenso, lleno
del gris monótono del ischu, se perdía el griterío de las ovejas, de los perros
y de los pastores.
Nicacha
y Tachucha llegaron a la orilla de Yanamayu.
El
río corre por una quebrada poco profunda; las piedras del fondo son negras y oscurecen
el agua. No es torrentoso Yanamayu, al contrario, se arrastra callado sobre la pampa,
formando pequeños saltos de trecho en trecho; pero es hondo y de orillas cortadas;
por eso los animales que caen allí ya no salen; lentamente los lleva el agua, sin
que puedan encaramarse a ninguna de las orillas.
Esa
mañana Yanamayu estaba turbio: había llovido mucho y cargaba el fango arrastrado
por el aguacero.
Los
dos mak’tillos se arrodillaron en la orilla y tocaron la corriente fría con las
manos.
–¡Tayta
Yanamayu: no le hagas nada a mis ovejitas, ni a las ovejitas de los otros; no te
enojes por gusto; no seas perro con los viajeros que cruzan K’ellk’atay-pampa. No
hagas llorar a la gente porque la sal de sus ojos te llega y ennegrece tu agua!
En
ese momento, sobre el filo de la cordillera, apareció el sol y extendió su luz alegre
sobre K’ellk’ata; abrazó amoroso a toda la pampa, a todos los animales, a todos
los mak’tillos y comuneros de las estancias.
El
corazón de los ovejeritos se hinchó de regocijo; los carneros se animaron y empezaron
a retozar entre el ischu alto y duro; el yayan se sacudió contento y estiró su hocico
al cielo. Nicacha y Tachucha se levantaron. Nicacha cantó:
K’ellk’atay-pampa
tu viento es frío
tu ischu es llorón y humilde
K’ellk’atay-pampa.
Tachucha empezó
a bailar el ayarachi delante de Yanamayu. El sol ardía sobre su carne visible por
las roturas de su chamarra.
K’ellk’atay-pampa
yo te quiero
y en los pueblos extraños he llorado por ti
K’ellk’atay-pampa.
La voz tierna
y sonora del mak’tillo fue llevada por el viento a todos los rincones de K’ellk’atay-pampa
y en las otras tropitas de ovejas los otros mak’tillos iban repitiendo el canto
humilde y puro de los proletarios de la puna.
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