Silvina Ocampo
A Helena y Eduardo
Antonio nos llamó a Ruperto y a mí al cuarto del fondo de la casa. Con voz
imperiosa ordenó que nos sentáramos. La cama estaba tendida. Salió al patio para
abrir la puerta de la pajarera, volvió y se echó en la cama.
–Voy a mostrarles una prueba –nos dijo.
–¿Van a contratarte en un circo? –le pregunté.
Silbó dos o tres veces y entraron en el cuarto Favorita,
la María Callas y Mandarín, que es coloradito. Mirando el techo fijamente volvió
a silbar con un silbido más agudo y trémulo ¿Era ésa la prueba? ¿Por qué nos llamaba
a Ruperto y a mí? ¿Por qué no esperaba que llegara Cleóbula? Pensé que toda esa
representación serviría para demostrar que Ruperto no era ciego, sino más bien loco;
que en algún momento de emoción frente a la destreza de Antonio lo demostraría.
El vaivén de los canarios me daba sueño. Mis recuerdos volaban en mi mente con la
misma persistencia. Dicen que en el momento de morir uno revive su vida: yo la reviví
esa tarde con remoto desconsuelo.
Vi, como pintado en la pared, mi casamiento con Antonio
a las cinco de la tarde, en el mes de diciembre. Hacía calor ya, y cuando llegamos
a nuestra casa, desde la ventana del dormitorio donde me quité el vestido y el tul
de novia, vi con sorpresa un canario. Ahora me doy cuenta de que era el mismo Mandarín
que picoteaba la única naranja que había quedado en el árbol del patio. Antonio
no interrumpió sus besos al verme tan interesada en ese espectáculo. El ensañamiento
del pájaro con la naranja me fascinaba. Contemplé la escena hasta que Antonio me
arrastró temblando a la cama nupcial, cuya colcha, entre los regalos, había sido
para él fuente de felicidad y para mí terror durante las vísperas de nuestro casamiento.
La colcha de terciopelo granate llevaba bordado un viaje en diligencia. Cerré los
ojos y apenas supe lo que sucedió después. El amor es también un viaje; durante
muchos días fui aprendiendo sus lecciones, sin ver ni comprender en qué consistían
las dulzuras y suplicios que prodiga. Al principio, creo que Antonio y yo nos amábamos
parejamente, sin dificultad, salvo la que nos imponía mi inocencia y su timidez.
Esta casa diminuta que tiene un jardín igualmente diminuto
está situada en la entrada del pueblo. El aire saludable de las montañas nos rodea:
el campo queda cerca y lo vemos al abrir las ventanas.
Teníamos ya una radio y una heladera. Numerosos amigos
frecuentaban nuestra casa en los días de fiesta o para festejar alguna fecha de
familia. ¿Qué más podíamos pedir? Cleóbula y Ruperto nos visitaban más a menudo
porque eran nuestros amigos de infancia. Antonio se había enamorado de mí, ellos
lo sabían. No me había buscado, no me había elegido; era más bien yo la que lo había
elegido a él. Su única ambición era ser amado por su mujer, conservar su fidelidad.
Poca importancia le daba al dinero.
Ruperto se sentaba en un rincón del patio y sin preámbulos
mientras afinaba la guitarra, pedía un mate, o bien una naranjada cuando hacía calor.
Yo lo consideraba como uno de los tantos amigos o parientes que forman, casi podría
decir, parte de los muebles de una casa y que uno advierte sólo cuándo están estropeados
o colocados en distinto lugar del habitual.
“Son cantores los canarios” decía Cleóbula invariablemente,
pero si hubiera podido matarlos con una escoba lo hubiera hecho porque los detestaba.
¡Qué hubiera dicho al verlos hacer tantas pruebas ridículas sin que Antonio les
ofreciera ni una hojita de lechuga ni una vainilla!
Yo alcanzaba el mate o el vaso de naranjada a Ruperto,
mecánicamente, bajo la sombra del parral, donde siempre se sentaba, en una silla
de Viena, como un perro en su rincón. Yo no lo consideraba como una mujer considera
a un hombre, yo no observaba la más elemental coquetería para recibirlo. Muchas
veces, después de haberme lavado la cabeza, con el pelo mojado, recogido por horquillitas,
como un esperpento, o bien con el cepillo de dientes en la boca y con dentífrico
en los labios, o con las manos llenas de espuma de jabón en el momento de lavar
la ropa, con el delantal recogido en la cintura, barrigona como una mujer encinta,
lo hacía pasar abriéndole la puerta de calle, sin mirarlo siquiera. Muchas veces,
en mi descuido, creo que me vio salir del cuarto de baño envuelta en una toalla
turca, arrastrando las chancletas como una vieja o como una mujer cualquiera.
Chusco, Albahaca y Serranito volaron al recipiente que
contenía pequeñas flechas con espinas. Llevando las flechas volaban afanosos a otros
recipientes que contenían un líquido oscuro donde humedecían la punta diminuta de
las flechas. Parecían pajaritos de juguete, palilleros baratos, adornos de sombrero
de una tatarabuela.
Cleóbula, que no es maliciosa, había advertido, y me
lo dijo, que Ruperto me miraba con demasiada insistencia. “¡Qué ojos!”, repetía
sin cesar. “¡Qué ojos!”
–He conseguido conservar los ojos abiertos cuando duermo
–musitó Antonio–; es una de las pruebas más difíciles que he logrado en mi vida.
Me sobresalté al oír su voz. ¿Era ésa la prueba? Después
de todo, ¿qué había de extraordinario en ella?
–Como Ruperto –dije con voz extraña.
–Como Ruperto –repitió Antonio–. Los canarios, más fácilmente
que mis párpados, obedecen mis órdenes.
Los tres estábamos en ese cuarto en penumbra como en
penitencia. Pero ¿qué relación podía haber entre sus ojos abiertos durante el sueño
y las órdenes que impartía a los canarios? No era de extrañar que Antonio me dejara
de algún modo perpleja: ¡era tan distinto de los otros hombres!
Cleóbula también me había asegurado que mientras Ruperto
afinaba la guitarra sus miradas me recorrían desde la punta del pelo hasta la punta
de los pies, que una noche al quedar dormido en el patio, medio borracho, sus ojos
habían quedado fijos en mí. En consecuencia perdí la naturalidad, tal vez la falta
de coquetería. Para mi ilusión, Ruperto me miraba a través de una suerte de antifaz
en el que se engarzaban sus ojos de animal, esos ojos que no cerraba ni para dormir.
Como al vaso de naranjada o al mate que yo le servía, con una misteriosa fijeza
me clavaba sus pupilas cuando tenía sed, Dios sabe con qué intención. Ojos que miraran
tanto no existían en toda la provincia, en todo el mundo; un brillo azul y profundo
como si el cielo se hubiera metido en ellos los diferenciaba de los otros, cuyas
miradas parecían apagadas o muertas. Ruperto no era un hombre: era un par de ojos,
sin cara, sin voz, sin cuerpo; así me parecía, pero así no lo sentía Antonio. Durante
muchos días en que mi inconsciencia llegó a exasperarlo, por cualquier nimiedad
me hablaba de mal modo o me infligía trabajos penosos, como si en lugar de ser su
mujer yo hubiera sido su esclava. La transformación en el carácter de Antonio me
afligió.
¡Qué extraños son los hombres! ¿En qué consistía la
prueba que quería mostrarnos? Lo del circo no había sido una broma.
Al poco tiempo de casarnos muchas veces dejaba de ir
a su trabajo, pretextando un dolor de cabeza o un inexplicable malestar de estómago.
¿Todos los maridos eran iguales?
En el fondo de la casa la enorme pajarera llena de canarios
que Antonio había cuidado siempre con afán estaba abandonada. Por las mañanas cuando
yo tenía tiempo limpiaba la pajarera, colocaba alpiste, agua y lechuga en los recipientes
blancos y cuando las hembras estaban por tener cría, preparaba los niditos. Antonio
se había ocupado siempre de estas cosas, pero ya no demostraba ningún interés en
hacerlo ni en que yo lo hiciera.
¡Hacía dos años que nos habíamos casado! ¡Ni un hijo!
En cambio ¡cuánta cría habían tenido los canarios!
Un olor a almizcle y a cedrón llenó el cuarto. Los canarios
olían a gallina, Antonio a tabaco y a sudor, pero Ruperto últimamente no olía sino
a alcohol. Me decían que se emborrachaba. ¡Qué sucio estaba el cuarto! Alpiste,
miguitas de pan, hojas de lechuga, colillas y ceniza estaban diseminados en el piso.
Desde la infancia Antonio se había dedicado, en los
momentos libres, a amaestrar animales: primero usó de su arte pues era un verdadero
artista, con un perro, con un caballo, luego con un zorrino operado, que llevó durante
un tiempo en su bolsillo; después, cuando me conoció y porque me agradaban, se le
ocurrió amaestrar canarios. En los meses de noviazgo, para conquistarme, me había
enviado con ellos papelitos con frases de amor o flores atadas con una cintita.
De la casa donde él habitaba a la mía se extendían quince largas cuadras: los alados
mensajeros iban de una casa a la otra sin vacilar. Por increíble que parezca llegaron
a colocar flores en mi pelo y un papelito dentro del bolsillo de mi blusa.
Que los canarios colocaran flores en mi pelo y papelitos
en mi bolsillo ¿no era más difícil que las tonterías que estaban haciendo con las
benditas flechas?
En el pueblo, Antonio llegó a gozar de un gran prestigio.
“Si hipnotizaras a las mujeres como a los pájaros, nadie resistiría a tus encantos;
le decían sus tías con la esperanza de que el sobrino se casara con alguna millonaria.
Como dije anteriormente, Antonio no se interesaba por el dinero. Desde los quince
años había trabajado de mecánico y tenía lo que deseaba tener, lo que me ofreció
con su casamiento. Nada nos faltaba para ser felices. Yo no podía comprender por
qué Antonio no buscaba un pretexto para alejar a Ruperto. Cualquier motivo hubiera
servido para ese fin, aunque más no fuera una reyerta por cuestiones de trabajo
o de política que, sin llegar a una riña a puñetazos o con armas, hubiera vedado
la entrada de ese amigo a nuestra casa. Antonio no dejaba traslucir ninguno de sus
sentimientos, salvo en ese cambio de carácter que yo supe interpretar. Contrariando
mi modestia, advertí que los celos que yo podía inspirar enajenaban a un hombre
que había sido siempre, a mi juicio, el ejemplo de la normalidad.
Antonio silbó, se quitó la camiseta. Su torso desnudo
parecía de bronce. Me estremecí al verlo. Recuerdo que antes de casarme me ruboricé
frente a una estatua muy parecida a él. ¿Acaso no lo había visto nunca desnudo?
¡Por qué me asombraba tanto!
Pero el carácter de Antonio sufrió otro cambio que en
parte me tranquilizó: de inerte se volvió extremadamente activo, de melancólico
se volvió, aparentemente, alegre. Su vida se llenó de misteriosas ocupaciones, de
un ir y venir que denotaba interés extremo por la vida. Después de la cena ni siquiera
encontrábamos un momento de solaz para oír la radio, o para leer los diarios, o
para no hacer nada, o para conversar unos instantes sobre los acontecimientos del
día. Los domingos y días de fiesta tampoco eran un pretexto para permitirnos un
descanso; yo que soy como un espejo de Antonio, contagiada por su inquietud, iba
y venía por la casa, ordenando roperos ya ordenados, o lavando fundas impecables,
por una imperiosa necesidad de contemporizar con las enigmáticas ocupaciones de
mi marido. Un redoblamiento de amor y de solicitud por los pájaros ocupó parte de
sus días. Arregló nuevas dependencias de la pajarera; el arbolito seco, que ocupaba
el centro, fue reemplazado por otro, más grande y más gracioso, que la embellecía.
Abandonando las flechas dos canarios empezaron a pelear:
las plumitas volaron por el cuarto, la cara de Antonio se oscureció de cólera. ¿Sería
capaz de matarlos? Cleóbula me había dicho que era cruel. “Tiene cara de llevar
un cuchillo en el cinto”, había aclarado.
Antonio ya no permitía que yo limpiara la pajarera.
En aquellos días él ocupó un cuarto que servía de depósito en los fondos de la casa
y abandonó nuestra cama matrimonial. En una cama turca donde mi hermano solía dormir
la siesta cuando venía de visita, Antonio pasaba las noches (sin dormir, lo sospecho,
pues hasta el alba yo oía sus pasos incansables sobre las baldosas). A veces se
encerraba horas enteras en ese cuarto maldito.
Uno por uno los canarios dejaron caer de sus picos las
pequeñas flechas, se posaron sobre el respaldo de una silla, modularon un canto
suave. Antonio se incorporó y mirando a María Callas, al que siempre había llamado
“La reina de la desobediencia”, dijo una palabra que no tiene sentido para mí. Los
canarios volvieron a revolotear.
A través de los vidrios pintados de la ventana yo trataba
de atisbar sus movimientos. Me lastimé una mano intencionalmente, con un cuchillo:
de ese modo me atreví a golpear a su puerta. Cuando me abrió, salió volando una
bandada de canarios que volvió a la pajarera. Antonio curó mi herida pero, como
si hubiera sospechado que era un pretexto para llamar su atención, me trató con
sequedad y desconfianza. En aquellos días hizo un viaje de dos semanas, en un camión,
no sé a dónde y volvió con una bolsa llena de plantas.
Miré de soslayo mi falda manchada. Los pájaros son tan
chiquitos y tan sucios. ¿En qué momento me habían ensuciado? Los observé con odio:
me gusta estar limpia aun en la penumbra de un cuarto.
Ruperto, ignorando la mala impresión que causaban sus
visitas, venía con la misma frecuencia y con los mismos hábitos. A veces, cuando
yo me retiraba del patio para evitar sus miradas, mi marido con algún pretexto me
hacía volver. Pensé que de algún modo le agradaba aquello que tanto le desagradaba.
Las miradas de Ruperto me parecían ya obscenas, me desnudaban bajo la sombra del
parral, me ordenaban actos inconfesables cuando a la caída de la tarde una brisa
fresca acariciaba mis mejillas. Antonio, en cambio, nunca me miraba o fingía no
mirarme, según me lo aseguraba Cleóbula. No haberlo conocido, no haberme casado
con él, ni conocido sus caricias, para volver a encontrarlo, a descubrirlo, a entregarme
a él, fue durante un tiempo uno de mis deseos más ardientes. ¿Pero quién recupera
lo que ya perdió?
Me incorporé, me dolían las piernas. No me gusta estar
quieta tanto tiempo. ¡Qué envidia tengo a los pájaros que vuelan! Pero los canarios
me dan pena. Parece que sufrieran cuando obedecen.
Antonio no trataba de evitar las visitas de Ruperto:
por lo contrario, las fomentaba. Durante los días de carnaval llegó al extremo de
invitarlo a quedarse en nuestra casa, una noche en que se demoró hasta muy tarde.
Tuvimos que alojarlo en el cuarto que Antonio ocupaba provisoriamente. Aquella noche,
como la cosa más natural del mundo, volvimos a dormir juntos, mi marido y yo, en
la cama de matrimonio. Mi vida se encauzó de nuevo desde aquel momento en su antigua
normalidad; así lo creí, al menos.
Vislumbré en un rincón, debajo de la mesa de luz, el
famoso muñeco. Pensé que podría recogerlo. Como si hubiese hecho un ademán, Antonio
me dijo:
–No te muevas.
Recordé aquel día en que al acomodar los cuartos, en
la semana de carnaval, descubrí, para mal de mis pecados, arrumbado sobre el armario
de Antonio, ese muñeco hecho de estopa, con grandes ojos azules, de un material
blando, como de género, con dos círculos oscuros en el centro, imitando las pupilas.
Vestido de gaucho hubiera servido de adorno en nuestro dormitorio. Riendo se lo
mostré a Antonio, que me lo quitó de las manos con fastidio.
–Es un recuerdo de infancia –me dijo–. No me gusta que
toques mis cosas.
–¿Qué mal hay en tocar un muñeco con el cual jugabas
en tu infancia? Conozco niños que juegan con muñecos ¿acaso te da vergüenza? ¿No
eres un hombre ya? –le dije.
–No tengo que dar ninguna explicación. Lo mejor será
que te calles.
Antonio, malhumorado, colocó el muñeco de nuevo sobre
el armario y no me dirigió la palabra durante varios días. Pero volvimos a abrazarnos
como en nuestros mejores tiempos.
Pasé la mano por mi frente húmeda. ¿Se me habrían deshecho
los rulos? No había ningún espejo en el cuarto, por suerte, pues no hubiera resistido
la tentación de mirarme en lugar de mirar los canarios que me parecían tan tontos.
A menudo Antonio se encerraba en el cuarto del fondo
y advertí que dejaba abierta la puerta de la pajarera para que entrara por la ventana
alguno de los pajaritos. Llevada por la curiosidad, una tarde lo espié, subida sobre
una silla, pues la ventana quedaba muy alta (lo que naturalmente no me permitía
mirar hacia adentro del cuarto cuando yo pasaba por el patio).
Miraba el torso desnudo de Antonio. ¿Era mi marido o
una estatua? Acusaba a Ruperto de loco, pero él era más loco tal vez. ¡Cuánto dinero
había gastado en la compra de canarios, en vez de comprarme una máquina de lavar!
Un día pude entrever el muñeco acostado en la cama.
Un enjambre de pajaritos lo rodeaba. El cuarto se había transformado en una especie
de laboratorio. En un recipiente de barro había un montón de hojas, de tallos, de
cortezas oscuras; en otro, unas flechitas hechas con espinas; en otro, un líquido
brillante castaño. Me pareció que yo había visto esos objetos en sueños y para salir
de mi perplejidad conté la escena a Cleóbula, que me respondió:
–Así son los indios: usan flechas con curare.
No le pregunté lo que quería decir curare. Ni sabía
si me lo decía con desdén o con admiración.
–Se dedican a las brujerías. Tu marido es un indio –y
al ver mi asombro, interrogó–: ¿No lo sabes?
Sacudí la cabeza con fastidio. Mi marido era mi marido.
No había pensado que pudiera pertenecer a otra raza ni a otro mundo que el mío.
–¿Cómo lo sabes? –interrogué con vehemencia.
–¿No has mirado sus ojos, sus pómulos salientes? ¿No
adviertes lo ladino que es? Mandarín, la misma María Callas, son más francos que
él. Esa reserva, esa manera de no contestar cuando se le pregunta algo, ese modo
que tiene de tratar a las mujeres, ¿no bastan para demostrarte que es un indio?
Mi madre está enterada de todo. Lo sacaron de un campamento cuando tenía cinco años.
Tal vez eso fue lo que te gustó en él: ese misterio que lo distingue de los otros
hombres.
Antonio traspiraba y el sudor hacía brillar su torso.
¡Tan buen mozo y perdiendo el tiempo! Si me hubiera casado con Juan Leston, el abogado,
o con Roberto Cuentas, el tenedor de libros, no hubiera padecido tanto, seguramente.
Pero ¿qué mujer sensible se casa por interés? Dicen que hay hombres que amaestran
pulgas, ¿de qué sirve?
Perdí la confianza en Cleóbula. Sin duda decía que mi
marido era indio para afligirme o para hacerme perder la confianza en él; pero al
hojear un libro de historia donde había láminas con campamentos de indios, e indios
a caballo, con boleadoras, encontré una similitud entre Antonio y esos hombres desnudos,
con plumas. Advertí simultáneamente que lo que me había atraído en Antonio era tal
vez la diferencia que había entre él y mis hermanos y los amigos de mis hermanos,
el color bronceado de la piel, los ojos rasgados y ese aire ladino que Cleóbula
mencionaba con perverso deleite.
–¿Y la prueba? –interrogué.
Antonio no me respondió. Fijamente miraba los canarios
que volvieron a revolotear. Mandarín se apartó de sus compañeros y permaneció solo
en la penumbra modulando un canto parecido al de las calandrias.
Mi soledad comenzó a crecer. A nadie comunicaba mis
inquietudes.
Para Semana Santa, por segunda vez, Antonio insistió
en que Ruperto se quedara de huésped en nuestra casa. Llovía como suele llover para
Semana Santa. Fuimos con Cleóbula a la iglesia para hacer el Viacrucis.
–¿Cómo está el indio? –me preguntó Cleóbula, con insolencia.
–¿Quién?
–El indio, tu marido –me respondió–. En el pueblo todo
el mundo lo llama así.
–Me gustan los indios, aunque mi marido no lo fuera,
me seguirían gustando –le respondí, tratando de seguir mis oraciones.
Antonio estaba en actitud de oración. ¿Había rezado
alguna vez? Para el día de nuestro casamiento mi madre le pidió que comulgara; Antonio
no quiso complacerla.
Mientras tanto la amistad de Antonio con Ruperto se
estrechaba. Una suerte de camaradería, de la que yo estaba en cierto modo excluida,
los vinculaba de una manera que me pareció veraz. En aquellos días Antonio hizo
gala de sus poderes. Para entretenerse, mandó mensajes a Ruperto, hasta su casa,
con los canarios. Decían que jugaban al truco por medio de ellos, pues una vez intercambiaron
algunos naipes españoles. ¿Se burlaban de mí? Me fastidió el juego de esos dos hombres
grandes y resolví no tomarlos en serio. ¿Tuve que admitir que la amistad es más
importante que el amor? Nada había desunido a Antonio y a Ruperto, en cambio Antonio,
injustamente en cierto modo, se había alejado de mí. Sufrí en mi orgullo de mujer.
Ruperto siguió mirándome. Todo aquel drama ¿sólo había sido una farsa? ¿Añoraba
el drama conyugal, ese martirio al que me habían abocado los celos de un marido
enloquecido durante tantos días?
Seguíamos amándonos, a pesar de todo.
En un circo Antonio podía ganar dinero con sus pruebas,
¿por qué no? La María Callas inclinó la cabecita para un lado, luego para el otro,
y se posó en el respaldo de una silla.
Una mañana como si me anunciara el incendio de la casa,
Antonio entró en mi cuarto y me dijo:
–Ruperto está muriendo. Me mandaron llamar. Salgo para
verlo.
Esperé a Antonio hasta mediodía, distraída con los quehaceres
domésticos. Volvió cuando yo estaba lavándome el pelo.
–Vamos –me dijo–, Ruperto está en el patio. Lo salvé.
–¿Cómo? ¿Fue una broma?
–Ninguna. Lo salvé, con la respiración artificial.
Apresuradamente, sin comprender nada, recogí mi pelo,
me vestí, salí al patio. Ruperto, inmóvil, de pie junto a la puerta miraba ya sin
ver las baldosas del patio. Antonio le arrimó una silla para que se sentara.
Antonio no me miraba, miraba al techo como conteniendo
la respiración. De improviso Mandarín voló junto a Antonio y le clavó una de las
flechas en un brazo. Aplaudí: pensé que debía hacerlo para contentar a Antonio.
Era sin embargo una prueba absurda. ¡Por qué no utilizaba su ingenio para sanar
a Ruperto!
Aquel día fatal Ruperto al sentarse se cubrió la cara
con las manos.
¡Cómo había cambiado! Miré su cara inanimada, fría,
sus manos oscuras.
¡Cuándo me dejarían sola! Tenía que hacerme los rulos
con el pelo mojado. Interrogué a Ruperto disimulando mi fastidio:
–¿Qué ha sucedido?
Un largo silencio que hacía resaltar el canto de los
pájaros tembló en el sol. Ruperto respondió por fin:
–Soñé que los canarios picoteaban mis brazos, mi cuello,
mi pecho; que no podía cerrar mis párpados para proteger mis ojos. Soñé que mis
brazos y que mis piernas pesaban como sacos de arena. Mis manos no podían espantar
esos picos monstruosos que picoteaban mis pupilas. Dormía sin dormir, como si hubiera
ingerido un narcótico. Cuando desperté de ese sueño, que no era sueño, vi la oscuridad:
sin embargo oí cantar los pájaros y oí los ruidos habituales de la mañana. Haciendo
un gran esfuerzo llamé a mi hermana, que acudió. Con voz que no era mía, le dije:
“Tienes que llamar a Antonio para que me salve”. “¿De qué?” interrogó mi hermana.
No pude articular otra palabra. Mi hermana salió corriendo, y acompañada de Antonio
volvió media hora después. ¡Media hora que me pareció un siglo! Lentamente, a medida
que Antonio movía mis brazos recuperé la fuerza pero no la vista.
–Voy a hacerles una confesión –murmuró Antonio, y agregó,
lentamente–, pero sin palabras.
Favorita siguió a Mandarín y clavó una flechita en el
cuello de Antonio, María Callas sobrevoló un momento sobre su pecho donde le clavó
otra flechita. Los ojos de Antonio, fijos en el techo cambiaron, se hubiera dicho,
de color. ¿Antonio era un indio? ¿Un indio tiene los ojos azules? De algún modo
sus ojos se parecieron a los de Ruperto.
–¿Qué significa todo esto? –musité.
–¿Qué está haciendo? –dijo Ruperto, que no comprendía
nada.
Antonio no respondió. Inmóvil como una estatua recibía
las flechas de aspecto inofensivo que los canarios le clavaban. Me acerqué a la
cama y lo zarandeé.
–Contéstame –le dije–. Contéstame. ¿Qué significa todo
esto?
No me respondió. Llorando lo abracé, echándome sobre
su cuerpo; olvidando todo pudor lo besé en la boca como sólo podría hacerlo una
estrella de cine. Un enjambre de canarios revoloteó sobre mi cabeza.
Aquella mañana Antonio miraba a Ruperto con horror.
Ahora yo comprendía que Antonio era doblemente culpable: para que nadie descubriera
su crimen, me había dicho y lo había dicho después a todo el mundo:
–Ruperto se ha vuelto loco. Cree que está ciego, pero
ve como cualquiera de nosotros.
Como la luz se había alejado de los ojos de Ruperto
el amor se alejó de nuestra casa. Se hubiera dicho que aquellas miradas eran indispensables
para nuestro amor. Las reuniones en el patio carecían de animación. Antonio cayó
en una tenebrosa tristeza. Me explicaba:
–Peor que la muerte es la locura de un amigo. Ruperto
ve pero cree que está ciego.
Pensé con despecho, tal vez con celos, que la amistad
en la vida de un hombre era más importante que el amor.
Cuando dejé de besar a Antonio y aparté mi cara de la
suya, advertí que los canarios estaban a punto de picotear sus ojos. Le tapé la
cara con mi cara y con mi cabellera que es espesa como un manto. Ordené a Ruperto
que cerrara la puerta y las ventanas para que el cuarto quedara en completa oscuridad,
esperando que los canarios se durmieran. Me dolían las piernas. ¿El tiempo que habré
quedado en esa postura? No lo sé. Lentamente comprendí la confesión de Antonio.
Fue una confesión que me unió a él con frenesí, con el frenesí de la desdicha. Comprendí
el dolor que él habría soportado para sacrificar y estar dispuesto a sacrificar
tan ingeniosamente, con esa dosis tan infinitesimal de curare y con esos monstruos
alados que obedecían sus caprichosas órdenes como enfermeros, los ojos de Ruperto,
su amigo, y los de él, para que no pudieran mirarme, pobrecitos, nunca más.
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