Inés Arredondo
A Inés Segovia
Esperaba el camión en la esquina de siempre. Mirando los edificios mugrientos,
la gente desesperada que se golpea y se insulta, el acoso de los autos, se vio solo
y el hambre que sentía se transformó en rabia. Pensó en lo que tardaría aún en llegar
a su casa, por culpa de todos aquellos idiotas que se atravesaban por todas partes
y no dejaban lugar en el camión que él necesitaba tomar. Tuvo, como siempre, el
deseo preciso de volverse y romperle la cara al que fuera pasando: era un día igual
a todos, las 2 de la tarde de un día cualquiera.
Hacía un buen rato que estaba allí parado, sintiendo
arder el pavimento a través de las suelas gastadas de sus zapatos, cuando llegó
la muchacha. La revisó como a todas las mujeres, del tobillo al cuello, con procaz
aburrimiento. No era su tipo.
El calor, el vaho sofocante de los millones de cuerpos
apretujados, el cemento requemado… si al menos pudiera quitarse el saco; se abanicó
con el periódico doblado. Maldito camión que no llegaba nunca. No, ni fijándose
mucho; bonita podría ser, pero alta, y le faltaba gordura donde las mujeres deben
de tenerla; a él le gustaba que por delante y por detrás se vieran bien pesadas,
que se sintiera que casi se les caían y que no quedaba otro remedio que meter la
mano para ayudarlas, pobrecitas. Casi se rio. Volteó buscando un ejemplo de lo que
pensaba, casi deseaba, pero en ese momento no había en la parada más mujer que la
muchacha; sí, a lo lejos estaban dos vendedoras de tacos, gordas, envejecidas y
con carnes colgantes que retemblaban a los más pequeños movimientos. Le hubiera
gustado enseñárselas a la muchacha y hacerle ver que eran más deseables que ella,
pero la muchacha miraba tranquila a la gente sin prestarle atención a él, y no estaba
impaciente ni siquiera acalorada. Silvio se apoyó en el arbotante y la observó de
una manera ostensible, con el mayor descaro y la sonrisa más burlona que pudo componer,
pero ella pareció no sentir los ojos expertos caminar sobre su cuerpo. Eso lo enfureció.
El camión se acercaba. Por lo menos quince personas
pretendían abordarlo. El cochino del chofer lo paró a media calle, justo en medio
de la doble fila de coches, bien lejos de donde estaban los que esperaban, pero
ellos, como locos, se metían entre los autos y corrían a treparse. Sólo que pudieran
ir pegados por las patas como las moscas. Estaban poseídos de esa furia que Silvio
conocía tan bien y lo molestaba tanto porque la sabía inútil; se empujaban como
si no pudieran darse cuenta de que el camión venía repleto. Pero bueno, si se trataba
de empujar, a darle, a meterse entre los bocinazos y las maldiciones, porque sí,
para nada, porque eso hacen los demás. Ahora todos apelmazados frente a la puerta
cerrada, golpeándola inútilmente con las manos, insultando al chofer a gritos, a
sabiendas de que no abriría. La muchacha había quedado muy cerca de él; se arrimó
a ella con disimulo y le pasó la mano a lo largo del muslo. Un muslo curvo, duro,
una carne extraña: un contacto que no le decía nada de la otra persona ni de sí
mismo. Ella lo miró a la cara y él le sonrió con una sonrisa podrida.
–Completo –dijo con una máscara de inocencia que a él
mismo le pareció asquerosa.
Se encendió la luz verde y los carros gruñeron amenazantes.
Había que dejar en paz el camión, y volvieron a sus lugares en la banqueta con una
fidelidad cansada.
Entonces se dio cuenta de que ella lo observaba y mentalmente
fue repasando su aspecto: traje azul marino, la camisa blanca un poco sucia, la
corbata de flores, los zapatos negros con tacones gastados, y los calcetines a rayas
rojas, azules, verdes, amarillas. Sintió vergüenza como si estuviera desnudo. Se
había visto con aquellos ojos ajenos, serenos, diferentes. Enrojeció y se volvió
de espaldas a ella.
Estuvo un rato mirando pasar los coches, embebido en
su rencor. Era un hombre pobre, seguramente no le habría parecido bien por eso,
pero era mucho mejor que los señoritingos que iban al Departamento a sacar la licencia
de manejar, tan alicusados, tan cucos, maricas todos, y que con toda seguridad le
gustarían a esa tonta que no era siquiera una mujer deseable. No debía de ser rica,
pero todas las muchachas que no parecen gatas, y las que lo parecen también, quieren
pescar un millonario, ir al Departamento a sacar una licencia que no sabe uno cómo
se las dan, pues no se ha visto nunca ni una sola que sepa estacionarse, y luego
andan muy orondas atropellando cristianos. Hubo un momento en que sintió que le
ardían los ojos y se le contraía el estómago, y no supo si era de cansancio y de
hambre o de rabia. Tendría que demostrarle de algún modo que no le importaba lo
que ella pensara. Si él llegaba a ser jefe del Departamento, aunque no fuera militar
(las cosas tienen que cambiar alguna vez) prohibiría de plano que manejaran las
mujeres, ¡cómo se iban a poner! irían a chillar como ratas frente a la puerta de
su despacho, y él nada más voltearía y las miraría un momento por encima del hombro,
a través del vidrio, como el chofer del camión, y se volvería muy tranquilo a seguir
firmando acuerdos, oficios, permisos, multas, pero a ésta cuando llegara le daría
muy amable una oportunidad única, y personalmente la sometería a la prueba: reversa,
fíjese en esa señal, estaciónese, ¿cómo?, cinco metros son más que suficientes;
¿no mira usted bien?, a la derecha… Cuánto se iba a divertir. Se pondría humildita,
bajaría los ojos… igual que si… hay muchas a las que les da vergüenza gritar ¡pelado!,
porque todo el camión se da cuenta y nomás se ponen coloradas y se encogen porque
en las apreturas es imposible cambiar de lugar. Pero ésta era capaz de mirarlo de
frente, como hace un rato. En cambio siendo jefe y portándose tan serio como él
se portaría, no tendría otro remedio que bajar la cabeza; por supuesto que no le
daría licencia, la despediría correcto y seco, sin una sonrisa.
Y mirando como si fuera un hombre mucho más alto, se
volvió triunfante a ver a la muchacha. No estaba en su sitio. Era indignante, no
podía ser que se hubiera ido precisamente ahora que él necesitaba encontrar la satisfacción
que ella o alguien le debía. Qué alivio cuando descubrió que no se había ido. Estaba
un poco atrás, en el parquecillo pisoteado y sucio. Se había parado debajo de un
arbolito recién plantado, un tabachín que apenas cubría su cabeza con dos ramas
raquíticas que casi le rozaban la frente. Hubiera debido de ser un cuadro ridículo,
tal vez lo era, pero Silvio se quedó quieto, mirándolo: la muchacha estaba erguida,
imperceptiblemente echado el tronco hacia adelante, resistiendo un viento fresco
y dulce que nadie más sentía; entrecerraba los ojos al respirar con delicia un aire
evidentemente marino, se la sentía consciente y feliz de que su pelo flotara al
viento, de que la ropa se pegara a su cuerpo. Ardía en una llama sensual y pura
en mitad del tiempo detenido, de un espacio increíble y hermoso.
Silvio lo sintió y miró casi sin verlos el dedo manchado
de tinta de ella y los calcetines rayados de él. No tenía sentido, pero por un instante
todo cabía en un paisaje marino, en un aire y un tiempo perfectos.
Cuando el camión llegó, se acercó a la muchacha, debía
de tener dieciocho años, y cuidadosamente la ayudó a subir. Ella lo miró sin sorpresa
y le sonrió desde aquel mismo lugar asoleado y claro, sin recuerdos ni ironías,
que él había descubierto.
Y cuando ella se bajó y la vio perderse por las calles
vulgares, no deseó volver a encontrarla ni amarla. Se contentó simplemente con aquella
hora diferente, aquellas 2 de la tarde conquistadas.
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