lunes, 27 de noviembre de 2023

Amenazaba tormenta

Martha Cerda

 

Una hora de más o de menos no tiene importancia, salvo que estés muriéndote o naciendo. “Muriéndome”, es decir, morirse uno a sí mismo, no a otro; por lo tanto, no es igual un minuto antes que después. Pero esta reflexión no la hice cuando se interpuso por primera vez en mi vida una nube entre las tres y las cuatro de la tarde, impidiéndome ver a mi alrededor durante esa hora. Tampoco me di cuenta de que sólo me cubría a mí, como una venda sobre mis párpados. Por lo demás, no estaba mal, aparecía justo a la hora de la siesta, protegiéndome con su sombra de algún rayo de sol inoportuno. Era grato despertar en medio de una luz amortiguada, sin los deslumbramientos tan comunes del mes de abril. Porque era abril y aún no llegaban las lluvias, así que la nube era más bien blanca. La única en protestar fue mi esposa, quien no dejó de creer era cosa mía para fastidiarla. Le parecía de lo más extravagante traer una nube en los ojos, en lugar de unos lentes oscuros. Tal vez hubiera preferido un antifaz y no mi algodonosa compañía. Sin embargo, ahí estaba y lo mejor era dormir la siesta bajo su cobijo.

Fue hasta algunos días después que me percaté de su movimiento. Estábamos en una comida de bodas, de esas en que sirven a las cuatro de la tarde, cuando mi mujer, malhumorada, me reclamó: “¿No pudiste dejarla en la casa?” “¿A quién?”, le pregunté. “A tu maldita nube”. La cual a esas fechas había descendido a la altura de mi cuello, semejando una escafandra. Por cierto que, a las cinco, la nube persistía en ese sitio. Me hubiera gustado verificar si en mi casa no estaba en ese momento nube alguna, mas la sola idea me pareció desleal. Indudablemente la nube era mi seguidora, no tenía derecho a desconfiar de ella. Excepto que mi tiempo de observar se iba acortando, no podía objetarle nada; era juguetona, aunque discreta, no pasaba de envolverme la cara, con lo cual me defendía de los ruidos. ¿Se han puesto alguna vez algodones en los oídos para no escuchar a su cónyuge? También me permitía reírme sin que me vieran y eludir las respuestas a la misma pregunta: “¿De dónde diablos sacaste esa cosa?

Cuando la nube se extendió hasta la hora del crepúsculo, adquirió un tono rosado que me sentaba mejor y, mientras el mundo de afuera se esforzaba en agredirme por medio de los insultos de mi mujer, a quien cada vez oía menos gracias a la nube; mi mundo de adentro crecía y se ensanchaba: el vapor ya me envolvía de la cabeza a los pies, desde las tres de la tarde hasta el anochecer.

Un lunes amanecí nublado. Mi nube había decidido quedarse conmigo la noche anterior, porque amenazaba tormenta. Mi mujer estaba furiosa. Como a las diez de la mañana comencé a llover. “Augusto, deja de hacer payasadas”, gritó mi mujer a eso de las doce, pero yo seguí lloviendo hasta que mi última gota empapó la alfombra, ante los gritos ya inaudibles de la que fuera mi esposa.

 

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