Martha Cerda
Una hora de más o de menos no tiene importancia, salvo que estés muriéndote
o naciendo. “Muriéndome”, es decir, morirse uno a sí mismo, no a otro; por
lo tanto, no es igual un minuto antes que después. Pero esta reflexión no la hice
cuando se interpuso por primera vez en mi vida una nube entre las tres y las cuatro
de la tarde, impidiéndome ver a mi alrededor durante esa hora. Tampoco me di cuenta
de que sólo me cubría a mí, como una venda sobre mis párpados. Por lo demás, no
estaba mal, aparecía justo a la hora de la siesta, protegiéndome con su sombra de
algún rayo de sol inoportuno. Era grato despertar en medio de una luz amortiguada,
sin los deslumbramientos tan comunes del mes de abril. Porque era abril y aún no
llegaban las lluvias, así que la nube era más bien blanca. La única en protestar
fue mi esposa, quien no dejó de creer era cosa mía para fastidiarla. Le parecía
de lo más extravagante traer una nube en los ojos, en lugar de unos lentes oscuros.
Tal vez hubiera preferido un antifaz y no mi algodonosa compañía. Sin embargo, ahí
estaba y lo mejor era dormir la siesta bajo su cobijo.
Fue hasta algunos días después que me percaté de su
movimiento. Estábamos en una comida de bodas, de esas en que sirven a las cuatro
de la tarde, cuando mi mujer, malhumorada, me reclamó: “¿No pudiste dejarla en
la casa?” “¿A quién?”, le pregunté. “A tu maldita nube”. La cual
a esas fechas había descendido a la altura de mi cuello, semejando una escafandra.
Por cierto que, a las cinco, la nube persistía en ese sitio. Me hubiera gustado
verificar si en mi casa no estaba en ese momento nube alguna, mas la sola idea me
pareció desleal. Indudablemente la nube era mi seguidora, no tenía derecho a desconfiar
de ella. Excepto que mi tiempo de observar se iba acortando, no podía objetarle
nada; era juguetona, aunque discreta, no pasaba de envolverme la cara, con lo cual
me defendía de los ruidos. ¿Se han puesto alguna vez algodones en los oídos para
no escuchar a su cónyuge? También me permitía reírme sin que me vieran y eludir
las respuestas a la misma pregunta: “¿De dónde diablos sacaste esa cosa?”
Cuando la nube se extendió hasta la hora del crepúsculo,
adquirió un tono rosado que me sentaba mejor y, mientras el mundo de afuera se esforzaba
en agredirme por medio de los insultos de mi mujer, a quien cada vez oía menos gracias
a la nube; mi mundo de adentro crecía y se ensanchaba: el vapor ya me envolvía de
la cabeza a los pies, desde las tres de la tarde hasta el anochecer.
Un lunes amanecí nublado. Mi nube había decidido quedarse
conmigo la noche anterior, porque amenazaba tormenta. Mi mujer estaba furiosa. Como
a las diez de la mañana comencé a llover. “Augusto, deja de hacer payasadas”,
gritó mi mujer a eso de las doce, pero yo seguí lloviendo hasta que mi última gota
empapó la alfombra, ante los gritos ya inaudibles de la que fuera mi esposa.
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