Umberto Senegal
Esa noche, hasta los tripulantes de un submarino que navegara cerca, habrían
naufragado, fascinados por el canto de la sirena. Estaba sola en el islote de coral,
difusa entre la neblina. Su lamento se extendió por un radio mayor al habitual,
cuando se distanciaba del grupo para presenciar el amanecer encallada en el amenazante
atolón. Sus canciones crecían en intensidad y tristeza desde cuando acechó la concurrida
playa…
Hubiera sido mejor no transgredir normas. No permitir
a su corazón adolescente anhelar aquello que jamás podría acompañarle en las profundidades
de su hogar. Hasta sus oídos llegaban las risas, la algarabía de sensuales jóvenes.
La primera vez que lo vio, jugaba por la playa, se tendía sobre la arena sin pudor
alguno, se paseaba seguro de sí mismo por entre semidesnudas mujeres. Lo vio y quiso
tenerlo a su lado, raptarlo si lo hubiera encontrado solo, cantar para él sus más
hipnóticas canciones. Desconocía el tipo de sentimiento que le embargaba, convirtiéndole
el océano en estrecho acuario. Ni su melindroso pulpo, ni su veloz caballito de
mar, ni sus obedientes calamares gigantes, ninguno de los animales que sus padres
le entrenaron, la seducía tanto como ese perrito negro que correteaba por la playa,
revolcándose en la arena sin pudor alguno.
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