Juan José Arreola
Las páginas abrumadoras de la Patrología griega de Paul Migne han
sepultado la memoria frágil de Sinesio de Rodas, que proclamó el imperio terrestre
de los ángeles del azar.
Con su habitual exageración, Orígenes dio a los ángeles
una importancia excesiva dentro de la economía celestial. Por su parte, el piadoso
Clemente de Alejandría reconoció por primera vez un ángel guardián a nuestra espalda.
Y entre los primeros cristianos del Asia Menor se propagó un afecto desordenado
por las multiplicidades jerárquicas.
Entre la masa oscura de los herejes angelólogos, Valentino
el Gnóstico y Basílides, su eufórico discípulo, emergen con brillo luciferino. Ellos
dieron alas al culto maniático de los ángeles. En pleno siglo II quisieron alzar
del suelo pesadísimas criaturas positivas, que llevan hermosos nombres científicos,
como Dínamo y Sofía, a cuya progenie bestial debe el género humano sus desdichas.
Menos ambicioso que sus predecesores, Sinesio de Rodas
aceptó el Paraíso tal y como fue concebido por los Padres de la iglesia, y se limitó
a vaciarlo de sus ángeles. Dijo que los ángeles viven entre nosotros y que a ellos
debemos entregar directamente todas nuestras plegarias, en su calidad de concesionarios
y distribuidores exclusivos de las contingencias humanas. Por un mandato supremo,
los ángeles dispersan, provocan y acarrean los mil y mil accidentes de la vida.
Los hacen cruzar y entretejerse unos con otros, en un movimiento acelerado y aparentemente
arbitrario. Pero a los ojos de Dios, van urdiendo una tela de complicados arabescos,
mucho más hermosa que el constelado cielo nocturno. Los dibujos del azar se transforman,
ante la mirada eterna, en misteriosos signos cabalísticos que narran la aventura
del mundo.
Los ángeles de Sinesio, como innumerables y veloces
lanzaderas, están tejiendo desde el principio de los tiempos la trama de la vida.
Vuelan de un lado a otro, sin cesar, trayendo y llevando voliciones, ideas, vivencias
y recuerdos, dentro de un cerebro infinito y comunicante, cuyas células nacen y
mueren con la vida efímera de los hombres.
Tentado por el auge maniqueo, Sinesio de Rodas no tuvo
inconveniente en alojar en su teoría a las huestes de Lucifer, y admitió los diablos
en calidad de saboteadores. Ellos complican la urdimbre sobre la que los ángeles
traman; rompen el buen hilo de nuestros pensamientos, alteran los colores puros,
se birlan la seda, el oro y la plata, y los suplen con burdo cañamazo. Y la humanidad
ofrece a los ojos de Dios su lamentable tapicería, donde aparecen tristemente alteradas
las líneas del diseño original
Sinesio se pasó la vida reclutando operarios que trabajaran
del lado de los ángeles buenos, pero no tuvo continuadores dignos de estima. Solamente
se sabe que Fausto de Milevio, el patriarca maniqueo, cuando ya viejo y desteñido
volvía de aquella memorable entrevista africana en que fue decisivamente vapuleado
por San Agustín, se detuvo en Rodas para escuchar las prédicas de Sinesio, que quiso
ganarlo para una causa sin porvenir. Fausto escuchó las peticiones del angelófilo
con deferencia senil, y aceptó fletar una pequeña y desmantelada embarcación que
el apóstol abordó peligrosamente con todos sus discípulos, rumbo a una empresa continental.
No se volvió a saber nada de ellos, después de que se alejaron de las costas de
Rodas, en un día que presagiaba tempestad.
La herejía de Sinesio careció de renombre y se perdió
en el horizonte cristiano sin estela aparente. Ni siguiera obtuvo el honor de ser
condenada oficialmente en concilio, a pesar de que Eutiques, abad de Constantinopla,
presentó a los sinodales una extensa refutación, que nadie leyó, titulada Contra
Sinesio.
Su frágil memoria ha naufragado en un mar de páginas:
la Patrología griega de Paul Migne.
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