Roberto Arlt
Yo me hubiera casado. Antes
sí, pero ahora no. ¿Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?
Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse
“debe conocerse” o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia,
y conocer al otro, para embromarlo, sí vale. Mi suegra, o mi futura suegra, me mira
y gruñe, cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín.
Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue
la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene
una mirada agudísima. A los dos años de estar de novio, tanto “ella” como yo nos
acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar
con capital propio o ajeno. Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término
medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y
medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la
greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo
mismo. Mi novia me decía:
–Vos
tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos, querido?
Mi
suegra, en cambio:
–Usted
no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede
casar.
Yo,
miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia
amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la conjunción
de dos miradas así. Él estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo
miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa
sonrisa torcida. Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor
fase durante el noviazgo), sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera
empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto…! ¡ciento cincuenta
pesos! Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga
al cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que
me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son
novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todos los razonamientos;
cuando se casan el fenómeno se invierte, somos los hombres los que tenemos que aceptar
sus razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era
inteligente. Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son
más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco
de paciencia se podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Mi novia puso
cara de “piola”, y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas claras
y más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables.
Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto
de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo
de trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos
cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.
Mi
futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente curioso,
pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato simple. Al mismo tiempo
que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba
con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera “morir por su ideal”.
Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas
verdaderas batallas de conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado se
encuentra ausente. Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo
una semana en que se moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos
durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven
que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintanario por
la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me
sonó a esto: “Le llevaré flores”. Me imagino que su antojo de llevarme flores no
llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención
de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos. Llegó el otro aumento.
Es decir, el aumento de setenta y cinco pesos. Mi suegra me dijo en un tono que
se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:
–Supongo
que no tendrá intención de esperar otro aumento.
Y
cuando le iba a contestar estalló la revolución. Casarse bajo un régimen revolucionario
sería demostrar hasta la evidencia que se está loco. O cuando menos que se tienen
alteradas las facultades mentales. Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:
–No,
señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elecciones y a que resuelva
si se reforma la constitución o no. Una vez que el Congreso esté constituido y que
todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al
cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno Provisional no entregue
el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden
dejarme cesante.
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