Silvina Ocampo
Cuando vio Icera en el escaparate de aquella enorme juguetería del Bazar
Colón el juego de muebles para muñecas lo codició. No lo quiso para las muñecas
(no tenía ninguna) sino para ella misma, pues deseaba dormir en esa exigua cama
de madera, con molduras que formaban guirnaldas, cestos de flores, mirarse en el
espejo del armario, que tenía diminutos cajoncitos, puerta con cerradura y llave,
sentarse en la sillita con el asiento de esterilla y los barrotes torneados, frente
a la mesa de vestir, en cuyo mármol había una palangana y una jarra, con un jaboncito
de yapa, y un peine, que serviría para peinar las cabelleras más rebeldes.
El jefe de la sección muñecas, Darío Cuerda, tomó simpatía
a la niña.
–Es tan feúcha –solía decir para disculparse ante los
otros empleados de las atenciones que le prodigaba.
Icera consideraba las muñecas como rivales; no las aceptaba
ni de regalo; sólo quería ocupar el lugar que ellas ocupaban; como era testaruda,
se mantuvo firme en sus gustos. Esta particularidad de su carácter, a más de su
estatura, que era muy por debajo de la normal, llamaba la atención. La niña iba
siempre con su madre a mirar, porque eran pobres, y no a comprar juguetes. El jefe
de la sección muñecas, Darío Cuerda, permitía que Icera se acostara en la diminuta
cama, se mirara en el diminuto espejo del armario y se sentara en la silla, frente
a la mesa de vestir, para peinarse el pelo, como lo hacía una señora que vivía frente
a su casa.
Nadie regalaba juguetes a Icera, pero Darío Cuerda,
para el día de Navidad, le regaló un vestido, un sombrerito, guantes y zapatitos
de muñecas, averiados, que se vendían como saldos. Icera, delirando de felicidad,
salió a pasear con las prendas puestas. Todavía las conserva.
Con sus visitas, la niña creaba complicaciones a Cuerda,
pues si le daba a elegir algún regalo, la niña siempre elegía el de más precio.
–Este Cuerda, tan generoso –decían sus compañeros de
trabajo a los clientes que frecuentaban la casa.
La fama de generoso le costaba algunos pesos. A la niña
le agradaban los juguetes prácticos: máquinas de coser, de lavar, un piano de cola,
una caja de costura con todos los implementos y ese baúl con un ajuar, que costaban
una fortuna. Darío Cuerda le dio una guitarra y un rastrillo; luego, como los juguetes
baratos no abundaban, optó por regalarle jaboncitos, perchitas, peinecitos que dejaban
satisfecha a la niña, porque le eran de alguna utilidad.
–Los niños crecen –decía la madre de Icera con sincera
tristeza–. ¡Qué madre no deplora secretamente el crecimiento de su hija, aunque
la quiera más alta y más robusta que las demás! La madre de Icera era como todas
las madres, un poco más pobre y más apasionada, tal vez.
–Un día, este vestidito no te servirá –proseguía, enseñándole
el vestidito de la muñeca.
–¡Qué pena! Yo también fui chiquita, y aquí me ve.
Icera miraba a su madre que era desconsoladamente alta.
Los niños crecían, era cierto. Pocas cosas en el mundo eran tan ciertas. Ferdinando
llevaba pantalón largo, Próspera no encontraba zapatos a su medida, Marina no se
trepaba a los árboles porque todos eran pequeños para su altura de jirafa. Una angustia
diminuta carcomió por unos días el corazón de Icera, pero se le antojó que una frase
que repetiría incesantemente dentro de sí misma “no debo crecer, no debo crecer”,
detendría su ilusorio crecimiento. Además, si diariamente se calzaba los zapatitos,
si se ponía el vestido, los guantes y el sombrero de muñeca, forzosamente siempre
seguiría siendo del mismo tamaño. Su fe obró un milagro. Icera no creció.
Cayó enferma y durante cuatro semanas no pudo vestirse.
Cuando se levantó medía diez centímetros más. Sintió una gran pena, como si ese
aumento de centímetros hubiera sido una pérdida. Y lo fue en verdad. No sólo pararse
sobre la mesa le fue prohibido; el baño en la palangana de lavar la ropa no volvió
a repetirse, el vino bebido en el dedal de la madre se suspendió; ni las uvas que
le dieron, ni los macachines que juntaba en el campo ocuparon tanto lugar en el
hueco de su mano. El vestido, los guantes y los zapatos ya no le servían. El sombrero
le quedaba en la punta de la cabeza. Fácil le sería a cualquiera imaginar el disgusto
que sentía la niña si recuerda el disgusto que él mismo siente cuando engorda, cuando
el pie o la cabeza se hinchan, cuando los dedos de los guantes se arrugan como salchichas
crudas. Pero se encuentra solución a un problema, a fuerza de buscarla: el vestido
le sirvió de blusa; los guantes, reformándolos, de mitones; los zapatos, recortando
los talones, de chinelas.
Icera vivió feliz, de nuevo, hasta que un mal intencionado
le recordó su infortunio.
–¡Cómo has crecido! –le dijo el malhadado vecino.
Para demostrar que no era cierto, Icera trató de esconderse
debajo del helecho del patio, pero la descubrieron en el acto tres otros malhadados
vecinos, para seguir hablando de su estatura anormal.
Icera acudió a la juguetería, que era su bálsamo de
lágrimas. Con el corazón henchido de amargura, se detuvo en la puerta. En el escaparate,
aquel día, se exhibían sólo muñecas. ¡Las detestadas muñecas, con ese olor rígido
a pelo y a vestido nuevo que tienen, brillaban sobre el vidrio entre los reflejados
admiradores que pasan a toda hora por la calle Florida! Algunas estaban vestidas
de primera comunión, otras de esquiadores, otras de Caperucita Roja, otras de colegiala;
una sola, de novia. La muñeca vestida de novia era un poco diferente de la que estaba
vestida de primera comunión: llevaba un ramito de azahares en la mano y estaba metida
adentro de una caja de cartón celeste, cuyos bordes tenían un festón de encaje,
de papel, como lo tienen las cajas de bombones. Icera, olvidando su natural timidez,
entró en la juguetería en busca de Darío Cuerda. Preguntó por él a otros dependientes
de la casa, pues no lo encontró en su puesto habitual.
–¿El señor Darío Cuerda? (La tan callada Icera olvidaba
su timidez.) ¿No podría llamarlo? –dijo a uno de los dependientes más temidos.
–Aquí está –dijo el cajero, señalando a un viejito que
parecía Darío Cuerda disfrazado de viejito.
Darío Cuerda estaba tan cubierto de arrugas que Icera
no lo reconoció. En cambio él, en su vaga memoria, la recordó a ella por su estatura.
–Su mamita venía a mirar los juguetes. ¡Cómo le gustaban
los juegos de dormitorio y las maquinitas de coser! –dijo con deferencia Darío Cuerda,
adelantándose con maternal dulzura. Advirtió que la niña tenía bigotes, barba y
dentadura postizas.
–Estas criaturas modernas –exclamó– son como adultos
para los odontólogos.
¡Qué arrugados estamos todos! pensó Darío Cuerda. Luego
imaginó que todo aquello era un sueño, nacido de su cansancio. ¡Tantas caras viejas,
tantas caras nuevas, tantos juguetes elegidos, tantas boletas de venta escritas
sobre papel carbónico, mientras el cliente se impacienta! ¡Tantos niños que se hacen
los viejos y viejos que se hacen los niños!
–Tengo que decirle un secreto –dijo Icera.
Para que la boca de Icera llegara a alcanzar la oreja
larguísima de Darío Cuerda, fue menester subir a la niña al mostrador.
–Soy Icera –susurró Icera.
–¿También te llamas Icera? Es natural. Los hijos se
llaman como los padres –dijo el jefe de la sección muñecas pensando me obsesiona
la vejez: hasta los niños parecen viejos. (Aprovechando pronunciar mal las palabras
mientras pensaba.)
–Señor Cuerda, quisiera que me regale la caja donde
está la muñeca vestida de novia –susurró Icera, haciéndole intolerables cosquillas
en la oreja.
Nunca Icera había dicho una frase tan larga ni tan bien
pronunciada. Aquella caja aseguraría según sus convicciones la dicha del porvenir.
Conseguirla era cuestión de vida o muerte.
–Todo se hereda –exclamó Cuerda–, especialmente los
gustos. Existe poca diferencia entre esta niña y su madre. Ésta habla mejor pero
parece una viejita –agregó, dirigiéndose a la que creía ser la abuela de Icera,
que era como un fantasma.
Icera pensó que al introducirse en esa caja no seguiría
creciendo, pero también pensó que se vengaba un poco de todas las muñecas del mundo,
quitándole a la más importante esa caja con puntilla de papel.
Darío Cuerda, maltratando su cansancio, pues no era
poco trabajo retirar cualquier objeto del escaparate, desanudó las cintas que ataban
la muñeca al cartón, y regaló a Icera la caja.
Fue en ese momento cuando un inesperado fotógrafo pasó
con sus herramientas de trabajo: al ver gente agolpada en el Bazar Colón, se enteró
de que Icera, a quien buscaba desde hacia tiempo, estaba en la juguetería. El fotógrafo
pidió permiso para sacar una fotografía, mientras Icera se acomodaba adentro de
la caja y Cuerda le ataba cintas. Hincó una rodilla, blandió la cámara, se alejó,
volvió a acercarse como un verdadero muñeco. Tal vez esa escena formaba parte de
la propaganda de la casa, pensó Cuerda con orgullo y, mientras sonreía, olvidó sus
arrugas y las de la niñita, deslumbrado por la luz de relámpago que los iluminó.
El fotógrafo, que era un cronista del diario, por fórmula
pues conocía nombre, domicilio, edad, vida y milagros de la niña, comenzó a tomar
notas consultando a la viejita que acompañaba a Icera.
–¿Cuándo cumplió cuarenta años su hija? –preguntó.
–El mes pasado –respondió la madre de Icera.
Entonces Darío Cuerda advirtió que todo lo que ocurría
no era obra de su cansancio. Habían transcurrido treinta y cinco años desde la anterior
visita de Icera al Bazar Colón y pensó, acaso confusamente (porque en verdad estaba
cansadísimo), que Icera no había crecido más de diez centímetros en ese ínterin
por estar destinada a dormir noches futuras en aquella caja, que impediría su crecimiento
en el pasado.
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