jueves, 23 de noviembre de 2023

Icera

Silvina Ocampo

 

Cuando vio Icera en el escaparate de aquella enorme juguetería del Bazar Colón el juego de muebles para muñecas lo codició. No lo quiso para las muñecas (no tenía ninguna) sino para ella misma, pues deseaba dormir en esa exigua cama de madera, con molduras que formaban guirnaldas, cestos de flores, mirarse en el espejo del armario, que tenía diminutos cajoncitos, puerta con cerradura y llave, sentarse en la sillita con el asiento de esterilla y los barrotes torneados, frente a la mesa de vestir, en cuyo mármol había una palangana y una jarra, con un jaboncito de yapa, y un peine, que serviría para peinar las cabelleras más rebeldes.

El jefe de la sección muñecas, Darío Cuerda, tomó simpatía a la niña.

–Es tan feúcha –solía decir para disculparse ante los otros empleados de las atenciones que le prodigaba.

Icera consideraba las muñecas como rivales; no las aceptaba ni de regalo; sólo quería ocupar el lugar que ellas ocupaban; como era testaruda, se mantuvo firme en sus gustos. Esta particularidad de su carácter, a más de su estatura, que era muy por debajo de la normal, llamaba la atención. La niña iba siempre con su madre a mirar, porque eran pobres, y no a comprar juguetes. El jefe de la sección muñecas, Darío Cuerda, permitía que Icera se acostara en la diminuta cama, se mirara en el diminuto espejo del armario y se sentara en la silla, frente a la mesa de vestir, para peinarse el pelo, como lo hacía una señora que vivía frente a su casa.

Nadie regalaba juguetes a Icera, pero Darío Cuerda, para el día de Navidad, le regaló un vestido, un sombrerito, guantes y zapatitos de muñecas, averiados, que se vendían como saldos. Icera, delirando de felicidad, salió a pasear con las prendas puestas. Todavía las conserva.

Con sus visitas, la niña creaba complicaciones a Cuerda, pues si le daba a elegir algún regalo, la niña siempre elegía el de más precio.

–Este Cuerda, tan generoso –decían sus compañeros de trabajo a los clientes que frecuentaban la casa.

La fama de generoso le costaba algunos pesos. A la niña le agradaban los juguetes prácticos: máquinas de coser, de lavar, un piano de cola, una caja de costura con todos los implementos y ese baúl con un ajuar, que costaban una fortuna. Darío Cuerda le dio una guitarra y un rastrillo; luego, como los juguetes baratos no abundaban, optó por regalarle jaboncitos, perchitas, peinecitos que dejaban satisfecha a la niña, porque le eran de alguna utilidad.

–Los niños crecen –decía la madre de Icera con sincera tristeza–. ¡Qué madre no deplora secretamente el crecimiento de su hija, aunque la quiera más alta y más robusta que las demás! La madre de Icera era como todas las madres, un poco más pobre y más apasionada, tal vez.

–Un día, este vestidito no te servirá –proseguía, enseñándole el vestidito de la muñeca.

–¡Qué pena! Yo también fui chiquita, y aquí me ve.

Icera miraba a su madre que era desconsoladamente alta. Los niños crecían, era cierto. Pocas cosas en el mundo eran tan ciertas. Ferdinando llevaba pantalón largo, Próspera no encontraba zapatos a su medida, Marina no se trepaba a los árboles porque todos eran pequeños para su altura de jirafa. Una angustia diminuta carcomió por unos días el corazón de Icera, pero se le antojó que una frase que repetiría incesantemente dentro de sí misma “no debo crecer, no debo crecer”, detendría su ilusorio crecimiento. Además, si diariamente se calzaba los zapatitos, si se ponía el vestido, los guantes y el sombrero de muñeca, forzosamente siempre seguiría siendo del mismo tamaño. Su fe obró un milagro. Icera no creció.

Cayó enferma y durante cuatro semanas no pudo vestirse. Cuando se levantó medía diez centímetros más. Sintió una gran pena, como si ese aumento de centímetros hubiera sido una pérdida. Y lo fue en verdad. No sólo pararse sobre la mesa le fue prohibido; el baño en la palangana de lavar la ropa no volvió a repetirse, el vino bebido en el dedal de la madre se suspendió; ni las uvas que le dieron, ni los macachines que juntaba en el campo ocuparon tanto lugar en el hueco de su mano. El vestido, los guantes y los zapatos ya no le servían. El sombrero le quedaba en la punta de la cabeza. Fácil le sería a cualquiera imaginar el disgusto que sentía la niña si recuerda el disgusto que él mismo siente cuando engorda, cuando el pie o la cabeza se hinchan, cuando los dedos de los guantes se arrugan como salchichas crudas. Pero se encuentra solución a un problema, a fuerza de buscarla: el vestido le sirvió de blusa; los guantes, reformándolos, de mitones; los zapatos, recortando los talones, de chinelas.

Icera vivió feliz, de nuevo, hasta que un mal intencionado le recordó su infortunio.

–¡Cómo has crecido! –le dijo el malhadado vecino.

Para demostrar que no era cierto, Icera trató de esconderse debajo del helecho del patio, pero la descubrieron en el acto tres otros malhadados vecinos, para seguir hablando de su estatura anormal.

Icera acudió a la juguetería, que era su bálsamo de lágrimas. Con el corazón henchido de amargura, se detuvo en la puerta. En el escaparate, aquel día, se exhibían sólo muñecas. ¡Las detestadas muñecas, con ese olor rígido a pelo y a vestido nuevo que tienen, brillaban sobre el vidrio entre los reflejados admiradores que pasan a toda hora por la calle Florida! Algunas estaban vestidas de primera comunión, otras de esquiadores, otras de Caperucita Roja, otras de colegiala; una sola, de novia. La muñeca vestida de novia era un poco diferente de la que estaba vestida de primera comunión: llevaba un ramito de azahares en la mano y estaba metida adentro de una caja de cartón celeste, cuyos bordes tenían un festón de encaje, de papel, como lo tienen las cajas de bombones. Icera, olvidando su natural timidez, entró en la juguetería en busca de Darío Cuerda. Preguntó por él a otros dependientes de la casa, pues no lo encontró en su puesto habitual.

–¿El señor Darío Cuerda? (La tan callada Icera olvidaba su timidez.) ¿No podría llamarlo? –dijo a uno de los dependientes más temidos.

–Aquí está –dijo el cajero, señalando a un viejito que parecía Darío Cuerda disfrazado de viejito.

Darío Cuerda estaba tan cubierto de arrugas que Icera no lo reconoció. En cambio él, en su vaga memoria, la recordó a ella por su estatura.

–Su mamita venía a mirar los juguetes. ¡Cómo le gustaban los juegos de dormitorio y las maquinitas de coser! –dijo con deferencia Darío Cuerda, adelantándose con maternal dulzura. Advirtió que la niña tenía bigotes, barba y dentadura postizas.

–Estas criaturas modernas –exclamó– son como adultos para los odontólogos.

¡Qué arrugados estamos todos! pensó Darío Cuerda. Luego imaginó que todo aquello era un sueño, nacido de su cansancio. ¡Tantas caras viejas, tantas caras nuevas, tantos juguetes elegidos, tantas boletas de venta escritas sobre papel carbónico, mientras el cliente se impacienta! ¡Tantos niños que se hacen los viejos y viejos que se hacen los niños!

–Tengo que decirle un secreto –dijo Icera.

Para que la boca de Icera llegara a alcanzar la oreja larguísima de Darío Cuerda, fue menester subir a la niña al mostrador.

–Soy Icera –susurró Icera.

–¿También te llamas Icera? Es natural. Los hijos se llaman como los padres –dijo el jefe de la sección muñecas pensando me obsesiona la vejez: hasta los niños parecen viejos. (Aprovechando pronunciar mal las palabras mientras pensaba.)

–Señor Cuerda, quisiera que me regale la caja donde está la muñeca vestida de novia –susurró Icera, haciéndole intolerables cosquillas en la oreja.

Nunca Icera había dicho una frase tan larga ni tan bien pronunciada. Aquella caja aseguraría según sus convicciones la dicha del porvenir. Conseguirla era cuestión de vida o muerte.

–Todo se hereda –exclamó Cuerda–, especialmente los gustos. Existe poca diferencia entre esta niña y su madre. Ésta habla mejor pero parece una viejita –agregó, dirigiéndose a la que creía ser la abuela de Icera, que era como un fantasma.

Icera pensó que al introducirse en esa caja no seguiría creciendo, pero también pensó que se vengaba un poco de todas las muñecas del mundo, quitándole a la más importante esa caja con puntilla de papel.

Darío Cuerda, maltratando su cansancio, pues no era poco trabajo retirar cualquier objeto del escaparate, desanudó las cintas que ataban la muñeca al cartón, y regaló a Icera la caja.

Fue en ese momento cuando un inesperado fotógrafo pasó con sus herramientas de trabajo: al ver gente agolpada en el Bazar Colón, se enteró de que Icera, a quien buscaba desde hacia tiempo, estaba en la juguetería. El fotógrafo pidió permiso para sacar una fotografía, mientras Icera se acomodaba adentro de la caja y Cuerda le ataba cintas. Hincó una rodilla, blandió la cámara, se alejó, volvió a acercarse como un verdadero muñeco. Tal vez esa escena formaba parte de la propaganda de la casa, pensó Cuerda con orgullo y, mientras sonreía, olvidó sus arrugas y las de la niñita, deslumbrado por la luz de relámpago que los iluminó.

El fotógrafo, que era un cronista del diario, por fórmula pues conocía nombre, domicilio, edad, vida y milagros de la niña, comenzó a tomar notas consultando a la viejita que acompañaba a Icera.

–¿Cuándo cumplió cuarenta años su hija? –preguntó.

–El mes pasado –respondió la madre de Icera.

Entonces Darío Cuerda advirtió que todo lo que ocurría no era obra de su cansancio. Habían transcurrido treinta y cinco años desde la anterior visita de Icera al Bazar Colón y pensó, acaso confusamente (porque en verdad estaba cansadísimo), que Icera no había crecido más de diez centímetros en ese ínterin por estar destinada a dormir noches futuras en aquella caja, que impediría su crecimiento en el pasado.

 

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