Isaac Asimov
En la Gran Plaza, que ofrece un remanso de paz entre los
bulliciosos setenta mil kilómetros cuadrados consagrados a los imponentes
edificios donde late el pulso de los Mundos Unidos de la Galaxia, se yergue una
estatua.
Ocupa
un lugar desde el cual puede mirar las estrellas por la noche. Hay otras
estatuas alrededor de la plaza, pero ésta se levanta en el centro y en
solitario.
No
es una estatua muy buena. El rostro es demasiado noble y carece de arrugas que
le den vida. La frente es demasiado alta, la nariz demasiado simétrica y el
atuendo demasiado atildado. El porte rezuma santidad y no resulta creíble. Uno
supone que el hombre de la vida real pondría mala cara de vez en cuando o
tendría hipo en alguna ocasión, pero la estatua se empeña en proclamar que
tales imperfecciones eran imposibles.
Se
trata de un comprensible exceso de compensación. Al hombre no se le levantó
ninguna estatua mientras vivía, y las generaciones posteriores, con la ventaja
de la retrospección, se sintieron culpables.
El
nombre inscrito en el pedestal es “Richard Sayama Altmayer”. Debajo hay una
frase breve y tres fechas dispuestas verticalmente. La frase reza: “En una
buena causa no hay fracasos”. Las tres fechas son: 17 de junio de 2755, 5 de
septiembre de 2788 y 21 de diciembre de 2800. Los años se cuentan al estilo
habitual de la época, es decir, a partir de la fecha de la primera explosión
atómica del año 1945 de la era antigua.
Ninguna
de esas fechas representa su nacimiento ni su muerte. No conmemoran una boda ni
una gran hazaña, ni nada que los habitantes de los Mundos Unidos puedan
recordar con placer y orgullo. Constituyen, en cambio, la expresión final de un
sentimiento de culpa.
Aluden,
sencillamente, a las tres fechas en las cuales a Richard Sayama Altmayer lo
encarcelaron por sus opiniones.
A sus veintidós años, Dick Altmayer era plenamente capaz de
enfurecerse. Seguía teniendo el cabello castaño oscuro y aún no lucía el bigote
que en años posteriores resultaría tan característico en él. Tenía ya, por
supuesto, esa nariz fina y de puente alto, pero los contornos del rostro eran
juveniles. Sólo después las mejillas, cada vez más enjutas convertirían la
nariz en el hito prominente que está ahora en la mente de billones de
escolares.
Geoffrey
Stock estaba de pie en la puerta, mirando los resultados de la furia de su
amigo. Ya tenía ese rostro redondo y frío y los ojos firmes, pero aún no se
había puesto el primero de los uniformes militares que lo cubrirían durante el
resto de su vida.
–¡Gran
galaxia! –exclamó.
–Hola,
Jeff –lo saludó Altmayer.
–¿Qué
ha sucedido, Dick? Creía que tus principios te prohibían todo tipo de
destrucción. Pero ese libro-pantalla parece bastante destruido.
Recogió
los fragmentos.
–Tenía
el aparato en la mano cuando mi receptor de ondas emitió un mensaje oficial –le
explicó Altmayer–. Y tú sabes cuál es.
–Lo
sé. Lo mismo me ocurrió a mí. ¿Dónde está?
–En
el suelo. Lo arranqué de la bobina en cuanto escupió el mensaje. Espera, lo
arrojaremos al incinerador atómico.
–Oye,
oye. No puedes…
–¿Por
qué no?
–Porque
no lograrás nada. Tendrás que presentarte.
–¿Y
por qué? …
–No
seas tonto, Dick….
–¡Santo
Espacio, es una cuestión de principios!
–¡Demonios!
No puedes luchar contra el planeta entero.
–No
me propongo luchar contra el planeta entero, sólo contra los pocos que
nos meten en guerras…
Stock
se encogió de hombros.
–Eso
significa el planeta entero. Tu perorata acerca de los líderes, que engatusan
inocentes para mandarlos a luchar, es puro polvo estelar. ¿Crees que si se
resolviera por votación la gente no votaría abrumadoramente a favor de esta
guerra?
–Eso
no significa nada, Jeff. El gobierno controla…
–Los
órganos de propaganda. Sí, lo sé. Ya te lo he oído a menudo. Pero, ¿por qué no
presentarse?
Altmayer
le dio la espalda.
–Ante
todo –agregó Stock–, no aprobarías el examen físico.
–Lo
aprobaría. He estado en el espacio.
–Eso
no significa nada. Que los médicos te dejen subirte a una nave de línea
significa sólo que no tienes un soplo cardíaco ni un aneurisma. Para el
servicio militar a bordo de una nave espacial necesitas mucho más. ¿Cómo sabes
que te aprobarían?
–Esa
cuestión es secundaria, Jeff, y además es insultante que la menciones. No es
que tenga miedo de luchar.
–¿Crees
que así detendrás la guerra?
–Ojalá
pudiera. –Le tembló la voz al decirlo–. Pero sostengo la idea de que toda la
humanidad debería constituir una sola unidad. No tendría que haber guerras ni
flotas espaciales armadas únicamente con fines destructivos. La galaxia está
abierta a todo esfuerzo mancomunado de la raza humana. En cambio, nos hemos
dividido en facciones durante casi dos mil años y hemos desdeñado toda la
galaxia.
Stock
se echó a reír.
–No
nos va tan mal. Hay más de ochenta sistemas planetarios independientes.
–¿Y
somos las únicas inteligencias de la galaxia?
–Oh,
están los diáboli, tus demonios particulares.
Apoyó
los puños en las sienes, extendió los índices y los movió con rapidez.
–Y
también los tuyos… y los de todos. Tienen un gobierno único que abarca más
planetas que todos los ocupados por nuestros preciosos ochenta sistemas
independientes.
–Claro,
y su planeta más próximo está a sólo mil quinientos años luz de la Tierra y no
pueden vivir en planetas con oxígeno. –Abandonó su tono amistoso y añadió–:
Mira, he pasado para avisarte que la semana próxima me presentaré al examen.
¿Vendrás conmigo?
–No.
–Estás
decidido de verdad.
–Estoy
decidido de verdad.
–Sabes
que no lograrás nada. No vas a encender una gran llama en la Tierra ni
conseguirás que millones de jóvenes se entusiasmen con tu ejemplo y organicen
una huelga antibélica. Simplemente, irás a la cárcel.
–De
acuerdo, iré a la cárcel.
Y
fue a la cárcel. El 17 de junio de 2755 de la era atómica, tras un breve
juicio, en el que Richard Sayama Altmayer se negó a presentar una defensa, fue
condenado a tres años de prisión, o bien a permanecer encarcelado mientras
durase la guerra, dependiendo de cuál de los periodos fuese el más largo.
Estuvo en la cárcel un poco más de cuatro años y dos meses, hasta el momento en
que la guerra terminó con una definida, aunque no aplastante, derrota
santanniana. La Tierra obtuvo el control total de ciertos asteroides en
disputa, varias ventajas comerciales y una limitación de la flota santanniana.
Las
pérdidas humanas totales de la guerra ascendieron a más de dos mil naves, con
la mayor parte de sus tripulantes, además de varios millones de vidas segadas
durante el bombardeo de superficies planetarias desde el espacio. Las flotas de
las dos potencias contendientes eran lo suficientemente fuertes como para
limitar estos bombardeos a los puestos de avanzada de sus respectivos sistemas,
de modo que los planetas Tierra y Santanni sufrieron pocos daños.
El
conflicto consagró a la Tierra como la potencia militar humana más poderosa.
Geoffrey
Stock luchó durante toda la guerra, entró en combate más de una vez y conservó
la vida y la integridad física a pesar de ello. Al final de la guerra poseía
rango de comandante. Intervino en la primera misión diplomática que la Tierra
envió a los mundos de los diáboli, lo cual representó el primer paso en su
creciente importancia en la vida tanto militar como política de la Tierra.
Eran los primeros diáboli que aparecían en la superficie de
la Tierra. Los carteles y los noticiarios del Partido Federalista lo dejaban
bien claro para quien lo ignorara. Una y otra vez repetían la cronología de los
acontecimientos.
A
principios de siglo, los exploradores humanos se encontraron con los diáboli.
Eran seres inteligentes y habían descubierto el viaje interestelar por su
cuenta un poco antes que los hombres. La cantidad de sus dominios galácticos
era, ya entonces, mayor que la de los ocupados por los humanos.
Las
relaciones diplomáticas regulares entre los diáboli y las principales potencias
humanas llevaban establecidas veinte años, desde poco después de la guerra
entre Santanni y la Tierra. En esa época, los puestos de avanzada de los
diáboli se encontraban ya a veinte años luz de los puestos de avanzada humanos.
Sus delegaciones iban a todas partes, concertaban tratos comerciales y obtenían
concesiones sobre asteroides desocupados.
Y
ya estaban en la Tierra misma. Eran tratados como iguales, y quizá mejor que
iguales, por los gobernantes del mayor centro de población humana de la
galaxia. La estadística más negativa era también la que los federalistas
proclamaban con mayor énfasis: aunque el número de diáboli existentes era
inferior a la cantidad total de humanos, la humanidad no había abierto más de
cinco mundos nuevos a la colonización en cincuenta años, mientras que los
diáboli habían iniciado la ocupación de casi quinientos.
“Cien
a uno en contra nuestra”, clamaban los federalistas, “porque ellos poseen una
organización política y nosotros un centenar”. Pero relativamente pocos en la
Tierra, y menos aún en la totalidad de la galaxia, prestaban atención a los
federalistas y a su reclamo de una Unión Galáctica.
Las
muchedumbres que bordeaban las calles, por donde diariamente los cinco diáboli
de la delegación viajaban desde su suite especialmente condicionada en el mejor
hotel de la ciudad hasta la Secretaría de Defensa, no sentían hostilidad. La
mayoría sentían curiosidad, y bastante repulsión.
Los diáboli no eran criaturas de aspecto agradable. De mayor
tamaño y más robustos que los terrícolas, contaban con cuatro piernas rollizas
en la parte inferior y dos brazos de dedos flexibles en la superior. Tenían una
piel rugosa y lampiña y no usaban ropa. Sus rostros anchos y escamosos no
mostraban expresiones inteligibles para los terrícolas y, en las zonas
achatadas que había encima de sus ojos de grandes pupilas, nacían unos cuernos
cortos. De ahí derivaba el nombre de estas criaturas. Al principio los llamaron
demonios, pero luego se recurrió a un latinajo más cortés.
Cada
uno de ellos llevaba sobre la espalda –o lomo– unos tubos flexibles que les
llegaban hasta las fosas nasales, ceñidos con fuerza. Los tubos contenían soda
cáustica con el fin de que absorbieran el dióxido de carbono, que para ellos
era venenoso. Su metabolismo se centraba en la reducción de azufre, y a veces
los que se encontraban en la primera fila de la muchedumbre de humanos captaban
el pestilente hedor a sulfuro de hidrógeno exhalado por los diáboli.
El
cabecilla de los federalistas se hallaba entre la multitud. Estaba en un sitio
donde no llamaba la atención de los policías que acordonaban las avenidas y se
mantenían alerta, montados en pequeños brincadores capaces de maniobrar
velozmente a través de la multitud más densa. El líder federalista tenía rostro
enjuto, nariz delgada, prominente y recta, y cabello entrecano.
–No
soporto mirarlos –dijo, desviando la mirada.
Su
compañero fue más filosófico:
–No
son más feos en cuanto a su espíritu que algunos de nuestros apuestos
funcionarios. Al menos, estas criaturas son fieles a sí mismas.
–Es
una triste verdad. ¿Ya estamos preparados?
–Totalmente.
Ninguno de ellos quedará vivo para regresar a su mundo.
–¡Bien!
Me quedaré aquí para dar la señal.
Los
diáboli también hablaban, lo que no resultaba evidente para los humanos, por
cerca que estuviesen. Podían comunicarse emitiendo sonidos, pero no optaron por
ese método. La piel que unía los dos cuernos vibraba con rapidez mediante
contracciones de músculos cuya configuración resultaba desconocida para los
humanos. Las diminutas ondas así transmitidas al aire eran demasiado rápidas
para que las captara el oído humano y demasiado delicadas para ser detectadas
por ninguno de los aparatos existentes, salvo por los más sensibles. En esa
época, de hecho, los humanos desconocían la existencia de esa clase de
comunicación.
–¿Sabían
que éste fue el planeta de origen de los dos-piernas? –dijo una vibración.
Hubo
un coro de negativas:
–No.
Luego,
otra vibración:
–¿Lo
deduces de las comunicaciones de los dos-piernas que has estudiado,
extravagante?
–¿Dices
eso porque estudio las comunicaciones? Más de los nuestros deberían hacer eso
en vez de insistir tanto en la total inutilidad de la cultura de los
dos-piernas. Por lo pronto, estaremos en mejor posición para negociar si
sabemos algo sobre ellos. Tienen una historia interesante por lo espantosa. Me
alegra haberme animado a ver sus bobinas filmadas.
–Sin
embargo –objetó otra vibración–, por nuestros contactos anteriores con ellos,
uno pensaría que desconocían cuál era su planeta de origen. Desde luego, no hay
veneración por este planeta Tierra ni existen ritos conmemorativos asociados
con él. ¿Estás seguro de que la información es correcta?
–Absolutamente.
La falta de rituales y el hecho de que este planeta no sea un lugar santo se
comprenden por completo a la luz de la historia de los dos-piernas. Los de su
especie que viven en otros mundos no les concederían ese honor, ya que
rebajaría la dignidad y la independencia de sus propios mundos.
–No
lo comprendo.
–Yo
tampoco, la verdad, pero tras varios días de lectura creo vislumbrar algo.
Parece ser que, originalmente, cuando los dos-piernas descubrieron el viaje
interestelar vivían bajo una sola unidad política.
–Como
es lógico.
–No
tan lógico para ellos. Fue una etapa inusitada de su historia y no duró
demasiado. Cuando las colonias de los diversos mundos crecieron y alcanzaron
una madurez razonable, decidieron emanciparse del mundo madre. Así estallaron
las primeras guerras interestelares entre los dos-piernas.
–Espantoso.
Como caníbales.
–Sí,
¿verdad? Me han arruinado la digestión durante días. Mi bolo alimenticio está
rancio. En cualquier caso, las diversas colonias obtuvieron la independencia,
así que ahora tenemos la situación que bien conocemos. Todos los reinos, las
repúblicas, las aristocracias y las demás organizaciones de los dos-piernas son
simplemente pequeños conglomerados de varios mundos, cada uno de ellos
consistente en un mundo dominante y unos cuantos secundarios, los cuales, a su
vez, andan buscando la independencia o cambiando de manos. Los de la Tierra son
los más fuertes y, sin embargo, cuentan con la fidelidad de menos de una docena
de mundos.
–Es
increíble que estas criaturas estén tan ciegas para con sus propios intereses.
¿No poseen ya la tradición de gobierno único que poseían cuando abarcaban sólo
un mundo?
–Como
he dicho, fue algo inusitado para ellos. El gobierno único existió sólo varias
décadas. Antes de eso, este mismo planeta estaba dividido en varias unidades
políticas subplanetarias.
–Nunca
oí hablar de nada semejante.
Durante
un rato, las vibraciones supersónicas de las diversas criaturas interfirieron
entre sí.
–Es
un hecho cierto. Es simplemente la naturaleza de la bestia.
Y
así llegaron a la Secretaría de Defensa.
Los
cinco diáboli se pusieron uno al lado del otro ante la mesa. Permanecieron de
pie porque su anatomía no permitía nada parecido a estar sentado. Al otro lado
de la mesa, cinco terrícolas también de pie. Para ellos habría sido más cómodo
sentarse, pero, comprensiblemente, no deseaban dejar en evidencia más aún la
desventaja de su menor tamaño. La mesa era bastante ancha, la más ancha que se
había podido conseguir, por respeto al olfato humano, pues los diáboli
despedían un suave y continuo aroma de sulfuro de hidrógeno; un poco cuando
respiraban, mucho más cuando hablaban. Se trataba de una dificultad sin
precedente en las negociaciones diplomáticas.
Por
lo general las reuniones no duraban más de media hora y al final de ese
intervalo los diáboli concluían sus conversaciones sin ceremonias, se daban
media vuelta y se marchaban. Esta vez, sin embargo, la despedida se vio
interrumpida. Entró un hombre, y los cinco negociadores humanos le abrieron el
paso. Era alto, más alto que los demás terrícolas, y llevaba el uniforme con la
soltura de quien posee un viejo hábito. Tenía rostro redondo, ojos fríos y
firmes y cabello negro y ralo, pero aún no tocado por el gris. Una mancha
irregular de tejido cicatrizado le corría desde la punta de la mandíbula hasta
el borde del alto cuello de cuero marrón. Tal vez fuese resultado de un rayo
energético lanzado por un anónimo enemigo humano en cualquiera de las cinco guerras
en las que este hombre había participado activamente.
–Señores
–anunció el terrícola que había encabezado hasta ese momento las negociaciones–,
les presento al secretario de Defensa.
Los
desconcertados diáboli mantuvieron inescrutables expresiones de calma, pero las
placas sónicas de sus frentes vibraron activamente. Aquello atentaba contra su
rígido sentido de la jerarquía. El secretario no era más que otro dos-piernas,
pero según las pautas de los dos-piernas los superaba en rango. No podían
entablar conversaciones oficiales con él.
El
secretario sabía lo que estaban pensando, pero no tenía opción en el asunto.
Había que demorar la partida de los diáboli por lo menos diez minutos, y una
interrupción cualquiera no hubiera servido para retenerlos.
–Señores,
debo pedirles el favor de que permanezcan más tiempo esta vez –les dijo.
El
diábolus del centro replicó en su remedo del idioma terrícola. Podría decirse
que un diábolus poseía dos bocas. Una se articulaba en la extremidad más
externa de la mandíbula y la utilizaban para comer; los seres humanos rara vez
la veían en movimiento, pues los diáboli preferían comer en compañía de los de
su especie. Pero tenían una apertura más angosta y que utilizaban para hablar.
Se fruncía al abrirla, revelando el orificio viscoso donde deberían haber
estado los incisivos ausentes en los diáboli. Permanecía abierta para el habla,
y los necesarios bloqueos de las consonantes los efectuaban el paladar y el
dorso de la lengua. El resultado era ronco y confuso, pero comprensible.
–Tendrán
que disculparnos, pero ya estamos sufriendo –contestó el diábolus. Y con la
frente emitió un mensaje inaudible para los humanos–: Se proponen asfixiarnos
con su pestilente atmósfera. Hemos de pedir cilindros absorbentes de veneno de
mayor tamaño.
–Comprendo
sus sentimientos –asintió el secretario de Defensa–. Sin embargo, ésta podría
ser mi única oportunidad de hablar con ustedes. Tal vez pudieran honrarnos
comiendo en nuestra compañía.
El
terrícola que estaba al lado del secretario no pudo contener un gesto de
disgusto. Garrapateó una nota en un papel y se la pasó al secretario, quien la
miró de soslayo.
Decía:
“No. Comen heno sulfuroso. El tufo es inaguantable”. El secretario arrugó la
nota y la tiró.
–El
honor es nuestro –habló el diábolus–. Si pudiéramos resistir físicamente esta
extraña atmósfera de ustedes durante tanto tiempo, aceptaríamos con suma
gratitud. –Y por la frente añadió muy nervioso–: No esperarán que
comamos con ellos y los veamos consumir cadáveres de animales. Nunca más
disfrutaría de mi bolo alimenticio.
–Respetamos
sus razones –accedió el secretario–. Entonces, resumamos ahora nuestras
transacciones. En las negociaciones realizadas hasta ahora, no hemos podido
obtener de su gobierno, representado aquí por ustedes, ningún indicio claro
acerca de dónde se encuentran los límites de su esfera de influencia, a juicio
de ustedes. Hemos presentado varias propuestas al respecto.
–En
lo concerniente a los territorios de la Tierra, señor secretario, se ha
ofrecido una limitación.
–Pero
sin duda entienden que es insatisfactoria. Los límites entre la Tierra y sus
territorios no están en contacto. Hasta ahora, ustedes no han hecho sino
afirmar esta realidad. Aunque necesaria, una mera declaración no es suficiente.
–No
comprendemos del todo. ¿Pretende que discutamos los límites existentes entre
nosotros y los reinos humanos independientes, como, por ejemplo, Vega?
–Exactamente.
Sí.
–No
es posible. Sin duda se da usted cuenta de que cualquier relación entre
nosotros y el reino soberano de Vega no es de la incumbencia de la Tierra. Sólo
se puede discutir con Vega.
–O
sea que entrarán en cien negociaciones con los cien mundos gobernados por
humanos.
–Es
necesario. De todos modos, cabe señalar que esta necesidad no la imponemos
nosotros, sino la índole de la propia organización de los humanos.
–Pues
eso reduce drásticamente los alcances de nuestra negociación. El secretario
parecía distraído. No escuchaba a los diáboli que tenía enfrente, sino, más
bien, algo lejano.
Y
de pronto se oyó un débil alboroto fuera de la Secretaría. La algarabía de
voces distantes, el vigoroso crepitar de pistolas energéticas, enmudecido por
la distancia, y el presuroso chasquido de los brincadores policiales.
Los
diáboli no dieron señales de haber oído nada, lo cual no era una muestra más de
cortesía; aunque poseían una capacidad, para recibir ondas sonoras
supersónicas, mucho más sensibles y agudas que cualquier producto del ingenio
humano, su recepción de las ondas sonoras comunes resultaba limitada.
–Solicitamos
autorización para manifestar nuestra sorpresa –continuó la conversación el
diábolus–. Suponíamos que todo esto ya lo conocían ustedes.
Un
hombre con uniforme de policía apareció en la puerta. El secretario se volvió
hacia él; el policía hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y se marchó.
El
secretario habló con repentina vivacidad:
–Perfecto.
Sólo deseaba cerciorarme de que así era. Confío en que estén dispuestos a
reanudar las negociaciones mañana.
–Por
supuesto.
Uno
a uno, lentamente, con una dignidad propia de los herederos del universo, los
diáboli fueron saliendo de la estancia.
–Me
alegra que se negaran a comer con nosotros –comentó un terrícola.
–Sabía
que no aceptarían –dijo pensativamente el secretario–. Son vegetarianos. Se
descomponen ante la sola idea de comer carne. Los he visto comer, que es algo
que no han visto muchos humanos. Se parecen a nuestros bovinos en ese aspecto.
Engullen los alimentos y, luego, permanecen solemnemente de pie, en círculos y
mascando los bolos, en una gran comunidad de pensamiento. Tal vez se
intercomunican mediante algún método que desconocemos. Su enorme mandíbula
inferior gira en sentido horizontal, en un proceso lento y triturador…
El
policía reapareció en la puerta. El secretario le preguntó:
–¿Los
tienen a todos?
–Sí,
señor.
–¿Tienen
a Altmayer?
–Sí,
señor.
–Bien.
La muchedumbre se había vuelto a reunir cuando los cinco
diáboli salieron de la Secretaría. El horario era estricto. A las tres de la
tarde de cada día abandonaban la suite y pasaban cinco minutos caminando hacia
la Secretaría. A las cuatro menos veinticinco salían de allí para regresar a la
suite, mientras la policía despejaba el camino. Recorrían impasibles, casi como
autómatas, la ancha avenida.
A
medio camino se oyeron gritos. La mayor parte de los presentes no entendió las
palabras, pero se oyó el sonido de una pistola energética y la fluorescencia
azulada hendió el aire. Los policías se pusieron en movimiento, desenfundaron
sus pistolas, saltaron un par de metros en sus brincadores, aterrizaron entre
grupos de personas, sin tocar a nadie, y saltaron de nuevo al instante. La
gente se dispersó y sus voces se sumaron a la algarabía general.
Entre
tanto, los diáboli, por sus defectos auditivos o por exceso de dignidad,
continuaron la marcha mecánicamente.
Al
otro lado de la muchedumbre, casi en el extremo opuesto del alboroto, Richard
Sayama Altmayer se acariciaba la nariz con satisfacción. La estricta cronología
de los diáboli había permitido un plan relámpago. El primer disturbio pretendió
únicamente distraer la atención de la policía. Era el momento…
Disparó
una inofensiva cápsula sonora al aire.
Al
instante, desde cuatro puntos distintos, balas de verdad rasgaron el aire. Los
francotiradores disparaban desde los tejados de los edificios alineados a lo
largo del camino.
Los
diáboli, destrozados por las balas, temblaban y estallaban a medida que las
cápsulas detonaban en su interior. Uno a uno se desplomaron.
Y
de pronto unos policías aparecieron junto a Altmayer. Los miró sorprendido y
manifestó afablemente (pues en veinte años había perdido la furia y aprendió a
mostrarse amable):
–Se
mueven con rapidez, pero aun así llegan demasiado tarde.
Señaló
a los diáboli destrozados.
La
muchedumbre era presa del pánico. Nuevos escuadrones de policía, llegados en
tiempo récord, la encauzaban hacia lugares donde no pudieran sufrir daño.
El
policía que sujetaba a Altmayer le arrebató la pistola sonora y lo cacheó. Era
un capitán. Le dijo en tono conminatorio:
–Creo
que cometió un error, señor Altmayer. Notará que no ha derramado sangre.
Y
también señaló a los diáboli que yacían inmóviles.
Altmayer
se volvió desconcertado. Las criaturas estaban tumbadas; algunas destrozadas,
con la piel desgarrada en jirones y el cuerpo deformado y arqueado. Pero el
capitán de policía decía la verdad: no había sangre ni carne. Altmayer movió
los labios pálidos, sin decir palabra.
El
capitán de policía interpretó correctamente aquel movimiento de labios.
–Está
usted en lo cierto. Son robots.
Y
por las grandes puertas de la Secretaría de Defensa salieron los verdaderos
diáboli. Policías con porras despejaron el camino, pero siguiendo otra ruta,
para que no tuvieran que pasar por delante de los destrozados remedos de
plástico y aluminio que durante tres minutos actuaron como criaturas vivientes.
–Le
pido que me acompañe sin resistirse, señor Altmayer –dijo el policía–. El
secretario de Defensa desea verlo.
–Muy
bien, señor –contestó.
Empezaba
a invadirlo un impresionante sentimiento de frustración.
En
el despacho del secretario, Geoffrey Stock y Richard Altmayer se enfrentaron
por primera vez en un cuarto de siglo. Era un despacho austero: un escritorio,
una butaca y dos sillas; todo en un tono marrón apagado y las sillas revestidas
de espumilla, también marrón y mullida, pero no lujosa. Sobre el escritorio
había un microproyector y una pequeña vitrina, en la que cabían varias docenas
de bobinas ópticas, y enfrente una vista tridimensional de la vieja Intrépida,
la primera nave que comandó el secretario.
–Es
ridículo encontrarse así al cabo de tantos años –dijo Stock–. Lo lamento.
–¿Qué
lamentas, Jeff? –Altmayer forzó una sonrisa–. Yo no lamento nada, salvo que me
hayas engañado con esos robots.
–No
fue difícil engañarte, y era una excelente oportunidad para desbaratar tu
partido. Sin duda quedará en descrédito después de esto. El pacifista trata de
provocar la guerra, el apóstol de la dulzura intenta asesinar.
–La
guerra contra el verdadero enemigo –replicó Altmayer con tristeza–. Pero tienes
razón. Me vi forzado a actuar así por desesperación. ¿Cómo te enteraste de mis
planes?
–Sigues
sobreestimando a la humanidad, Dick. En cualquier conspiración, los puntos más
débiles los forman las personas que la componen. Tenías veinticinco cómplices;
¿no se te ocurrió que por lo menos uno podía ser un soplón o incluso un
empleado mío?
Los
altos pómulos de Altmayer enrojecieron.
–¿Cuál
de ellos? –preguntó.
–Lo
siento. Podríamos necesitarlo de nuevo.
Altmayer
se reclinó fatigosamente en la silla.
–¿Qué
has ganado?
–¿Qué
has ganado tú? Eres tan poco práctico ahora como el último día en que te vi, el
día que decidiste ir a la cárcel en vez de presentarte para el servicio. No has
cambiado.
Altmayer
sacudió la cabeza.
–La
verdad no cambia.
–Si
es la verdad, ¿por qué fracasa siempre? –le espetó Stock–. Tu estancia en la
cárcel no sirvió de nada. La guerra continuó. No se salvó una sola vida. A
partir de entonces fundaste un partido político, y todas las causas que
respaldaste fracasaron. Tu conspiración ha fracasado. Tienes casi cincuenta
años, Dick, ¿y qué has logrado? Nada.
–Y
tú fuiste a la guerra, obtuviste el mando de una nave y luego un puesto en el gabinete.
Dicen que serás el próximo coordinador. Has logrado muchísimo. Pero el éxito y
el fracaso no existen por sí solos. ¿Éxito en qué? Éxito en conseguir la ruina
de la humanidad. ¿Fracaso en qué? ¿En salvarla? No quisiera estar en tu lugar.
Recuerda esto, Jeff: en una buena causa no hay fracasos, sólo éxitos
postergados.
–¿Aunque
te ejecuten por lo que has hecho hoy?
–Aunque
me ejecuten. Alguien me sucederá y su éxito será el mío.
–¿En
qué consiste ese éxito? ¿De veras puedes imaginar una unión de los mundos, una
Federación Galáctica? ¿Quieres que Santanni administre nuestros asuntos?
¿Quieres que alguien de Vega te diga qué tienes que hacer? ¿Quieres que la
Tierra decida su propio destino, o estar a merced de cualquier posible
combinación de potencias?
–No
estaríamos a su merced más de lo que ellos lo estarían a la nuestra.
–Excepto
que nosotros somos más ricos. Nos saquearían en nombre de los deprimidos mundos
del sector de Sirio.
–Y
pagaríamos ese saqueo con lo que ahorraríamos en guerras, que ya no
estallarían.
–¿Tienes
respuestas para todas las preguntas, Dick?
–En
veinte años nos han planteado todas las preguntas, Jeff.
–Entonces,
responde a ésta. ¿Cómo impondrías esta unión a una humanidad reacia a ella?
–Por
eso quería matar a los diáboli. –Por primera vez, Altmayer demostró emoción–.
Eso significaría la guerra con ellos, pero toda la humanidad se uniría contra
el enemigo común. Nuestras diferencias políticas e ideológicas perderían
relevancia.
–¿De
veras lo crees? ¿Aunque los diáboli jamás nos hayan causado daño? Ellos no
pueden vivir en nuestros mundos; deben permanecer en sus mundos, con atmósfera
de sulfuro y océanos que son soluciones de sulfato de sodio.
–La
humanidad sabe que no es así, Jeff. Se están esparciendo de mundo en mundo como
una explosión atómica. Obstruyen el viaje espacial a zonas donde hay mundos de
oxígeno desocupados, los mundos que nosotros podríamos usar. Planifican con
vistas al futuro, creando espacio para un sinfín de generaciones de diáboli,
mientras que nosotros nos quedamos confinados a un rincón de la galaxia y nos
desangramos en nuestras guerras. Dentro de mil años seremos sus esclavos, y
dentro de diez mil estaremos extinguidos. Pues claro que sí, son el enemigo
común. La humanidad lo sabe. Tal vez lo descubras antes de lo que crees.
–Los
miembros de tu partido hablan mucho de la antigua Grecia de la era preatómica.
Nos dicen que los griegos eran un pueblo maravilloso, la cultura más avanzada
de su tiempo y tal vez de todos los tiempos. Ellos imprimieron a la humanidad
un curso que nunca ha abandonado del todo. Sólo cometieron un error: no fueron
capaces de unirse. Acabaron siendo conquistados y con el tiempo se
extinguieron. Y nosotros seguimos sus pasos, ¿verdad?
–Te
has aprendido bien la lección, Jeff.
–¿Y
tú, Dick?
–¿A
qué te refieres?
–¿Acaso
los griegos no tenían un enemigo común contra el que unirse? –Altmayer guardó
silencio. Stock prosiguió–: Los griegos lucharon contra Persia, su gran enemigo
común. ¿No es verdad que una buena parte de los Estados griegos se pusieron del
lado de Persia?
–Sí.
Porque pensaban que la victoria persa era inevitable y querían estar con los
ganadores.
–Los
seres humanos no han cambiado, Dick. ¿Por qué crees que los diáboli están aquí?
¿Qué estamos negociando?
–Yo
no soy miembro del gobierno.
–¡Tú
no, pero yo sí! La Liga de Vega se ha aliado con los diáboli.
–No
te creo. No puede ser.
–Puede
ser y es. Los diáboli han acordado suministrarles quinientas naves cada vez que
estén en guerra con la Tierra. A cambio, Vega renuncia a cualquier reclamación
sobre el grupo de estrellas de Nigel. Si hubieras liquidado a los diáboli
habrías desatado una guerra, pero con media humanidad peleando del lado de tu
presunto enemigo común. Estamos tratando de impedir algo semejante.
–Estoy
preparado para que me juzguen –murmuró Altmayer–. ¿O me ejecutarán sin celebrar
ningún juicio?
–Sigues
siendo un tonto. Si te ejecutamos, Dick, te convertirás en un mártir. Si te
mantenemos con vida y sólo ejecutamos a tus subordinados, serás sospechoso de
haberlos delatado. Resultarás inofensivo en el futuro, por presunto traidor.
Y
así, el 5 de septiembre de 2788, a Richard Sayama Altmayer, tras un brevísimo
juicio secreto, lo sentenciaron a cinco años de prisión. Cumplió toda la
sentencia. El año en que Altmayer salió de la cárcel, Geoffrey Stock fue
elegido coordinador de la Tierra.
Simón Devoire no las tenía todas consigo. Era un hombre
menudo, de cabello rubio rojizo y rostro pecoso y rubicundo.
–Lamento
haber venido a verte, Altmayer. A ti no te servirá de nada y para mí será
perjudicial.
–Soy
un anciano –dijo Altmayer–. No podría hacerte daño.
Y,
en efecto, era un anciano. El final del siglo lo sorprendía con más de sesenta
años de edad, pero parecía más viejo, tanto por dentro como por fuera. La ropa
le quedaba grande, como si él se estuviera encogiendo. Sólo la nariz no había
envejecido; seguía siendo esa nariz fina, aristocrática y puntiaguda de
Altmayer.
–No
es a ti a quien temo –replicó Devoire.
–¿Por
qué no? Tal vez crees que traicioné a mis hombres en el 88.
–No,
claro que no. Nadie con sentido común creería semejante cosa. Pero los tiempos
de los federalistas han llegado a su fin, Altmayer.
Procuró
sonreír. Sentía hambre, pues ese día no había comido, por falta de tiempo. ¿De
modo que los tiempos de los federalistas habían llegado a su fin? Tal vez otros
lo creyeran así. El movimiento murió en medio de una oleada de burlas. Una
conspiración frustrada, una “causa perdida”, resulta a menudo romántica, se la
recuerda con simpatía durante generaciones, siempre que la pérdida sea digna al
menos; pero disparar contra criaturas supuestamente vivas y descubrir que son
robots, ser vencido con rapidez y astucia, ser ridiculizado… eso es fatal. Es
más fatal que la traición, el error y el pecado. No mucha gente se creyó que
Altmayer hubiera comprado su vida traicionando a sus cómplices, pero la
carcajada general fue igual de eficaz para acabar con el federalismo.
Sólo
que él se había mantenido impasible en su tenacidad.
–Los
tiempos de los federalistas nunca pasarán mientras viva la raza humana.
–Palabras
–rezongó Devoire–. Significaban mucho para mí cuando era joven. Ahora estoy un
poco cansado.
–Simón,
necesito acceder al sistema subetéreo.
El
rostro de Devoire se endureció.
–Y
pensaste en mí. Pues lo lamento, Altmayer, pero no puedo dejarte usar mis
emisiones para tus propósitos.
–En
un tiempo fuiste federalista.
–Olvídalo.
Eso pertenece al pasado. Ahora soy… no soy nada. Sólo un “devoirista”. Quiero
vivir.
–¿Sometido
a los diáboli? ¿Quieres vivir cuando ellos están dispuestos, morir cuando están
preparados?
–¡Palabras!
–¿Apruebas
la conferencia galáctica?
Devoire
enrojeció, como si su cuerpo contuviera más sangre de la necesaria.
–¿Por
qué no? –vociferó–. ¿Qué importa el modo en que fundemos la Federación del
Hombre? Si aún eres federalista, ¿por qué te opones a una humanidad unida?
–¿Unida
bajo los diáboli?
–¿Cuál
es la diferencia? La humanidad no es capaz de unirse por sí sola. Que nos lo
impongan con tal de que se consiga. Estoy harto, Altmayer, harto de tu estúpida
historia. Estoy harto de tratar de ser un idealista sin ningún objetivo al que
dirigir mi idealismo. Los seres humanos son seres humanos y eso es lo
lamentable del asunto. Tal vez necesitemos unos azotes para que nos lleven al
orden. Estoy dispuesto a permitir que los diáboli empuñen el látigo.
–Eres
un necio, Devoire –murmuró Altmayer–. No será una verdadera unión, y lo sabes.
Los diáboli convocaron a esta conferencia para poder actuar como árbitros en
todas las actuales rencillas interhumanas, sacar partido de ellas y erigirse
así en nuestro tribunal supremo a partir de ahora. Sabes que no tienen
intenciones de establecer un verdadero gobierno central de humanos. Será una
especie de mandato interconectado: cada gobierno humano administrará sus
asuntos como antes y defenderá sus intereses como antes; sólo que nos
acostumbraremos a acudir a los diáboli con nuestros problemitas.
–¿Cómo
sabes cuál va a ser el resultado?
–¿Piensas
seriamente que hay otro resultado posible?
Devoire
se mordió el labio inferior.
–¡Tal
vez no!
–Pues
ahí tienes una hoja de vidrio por la que mirar, Simón. Toda la independencia
que hoy poseemos se perderá.
–La
independencia no nos ha servido de mucho… Además, es inútil. No podemos
impedirlo. Probablemente el coordinador Stock rechace esta conferencia tanto
como tú, pero ¿de qué le sirve? Si la Tierra decide no asistir, la unión se
formará sin nosotros, y entonces nos enfrentaremos a una guerra con el resto de
la humanidad y con los diáboli. Y esto vale para cualquier otro gobierno que se
mantenga al margen.
–¿Y
si todos los gobiernos se mantuviesen al margen? ¿La conferencia no se
disolvería?
–¿Alguna
vez has visto que todos los gobiernos de la humanidad hagan algo juntos? Nunca
aprendes, Altmayer.
–Disponemos
de nuevos datos.
–¿Por
ejemplo? Sé que es tonto preguntarlo, pero dime.
–Durante
veinte años, la mayor parte de la galaxia ha permanecido cerrada a las naves
humanas. Lo sabes. Ninguno de nosotros tiene la menor idea de lo que ocurre
dentro de la esfera de influencia de los diáboli. Y, sin embargo, existen
algunas colonias humanas dentro de esa esfera.
–¿Y
qué?
–Pues
que, de vez en cuando, algunos seres humanos se escapan a la pequeña porción de
la galaxia que sigue siendo humana y libre. El gobierno de la Tierra recibe
informes, aunque no se atreve a publicarlos. Pero no todos los funcionarios
gubernamentales pueden soportar eternamente tamaña cobardía. Uno de ellos ha
venido a verme. No puedo revelarte quién, desde luego… Así, que tengo
documentos, Devoire. Oficiales, fidedignos, veraces.
Devoire
se encogió de hombros.
–¿Sobre
qué?
Giró
con cierta ostentación el cronómetro del escritorio para que Altmayer viera la
parte de reluciente metal donde resaltaban con intensidad las brillantes cifras
rojas. Figuraban las veintidós horas y treinta y un minutos y, nada más
girarlo, el uno se desvaneció y apareció en su lugar un dos resplandeciente.
Altmayer
continuó hablando:
–Existe
un planeta al que sus colonos pusieron el nombre de Chu Hsi. No poseía una gran
población, tal vez dos millones. Hace quince años, los diáboli ocuparon los
mundos cercanos y durante esos quince años ninguna nave humana aterrizó en el
planeta. El año pasado lo hicieron los propios diáboli. Llevaron consigo
enormes naves de carga, repletos de sulfato sódico y de cultivos bacterianos
originarios de sus mundos.
–¿Qué…?
No puedo creerlo.
–Inténtalo
–ironizó Altmayer–. No es difícil. El sulfato de sodio se disuelve en los
océanos de cualquier mundo. En un océano de sulfato, sus bacterias crecen, se
multiplican y generan sulfuro de hidrógeno en tremendas cantidades que llenan
los océanos y la atmósfera. Luego, pueden introducir sus plantas y sus animales
y, con el tiempo, ir ellos mismos. Otro planeta resulta así habitable para los
diáboli… e inhabitable para los humanos. Lleva tiempo, por supuesto, pero los
diáboli disponen de mucho. Son un pueblo unido y…
–Oye
–objetó Devoire, agitando la mano–, eso no se sostiene. Los diáboli tienen
tantos mundos que no saben qué hacer con ellos.
–Para
sus propósitos actuales, sí; pero son criaturas que tienen en cuenta el futuro.
Su índice de natalidad es elevado y, a la larga, llenarán la galaxia. Y se
sentirían mucho más cómodos si fueran la única inteligencia del universo.
–Pero
eso es imposible por puras razones físicas. ¿Sabes cuántos millones de
toneladas de sulfato de sodio se necesitarían para llenar los océanos y
adaptarlos a sus requerimientos?
–Obviamente,
el abastecimiento de un planeta entero.
–¿Y
crees que despojarían uno de sus propios mundos para crear uno nuevo? ¿Qué
ganarían con ello?
–Simón,
Simón; hay millones de planetas en la galaxia que, por sus condiciones
atmosféricas, por su temperatura o por su gravedad, serán siempre inhabitables
para los humanos o para los diáboli. Muchos de ellos son muy ricos en azufre.
Devoire
reflexionó.
–¿Y
qué pasa con los seres humanos del planeta?
–¿Con
los de Chu Hsi? Eutanasia; excepto para los que escaparon a tiempo. Sin dolor,
supongo. Los diáboli no son innecesariamente crueles; sólo eficientes. –Altmayer
esperó un poco. Devoire abría y cerraba una mano–. Publica la noticia –le dijo–.
Difúndela por la red subetérea interestelar. Envía los documentos a los centros
de recepción de los diversos mundos. Puedes hacerlo, y cuando lo hagas la
conferencia galáctica se disgregará.
Devoire
movió la silla y se puso de pie.
–¿Dónde
están tus pruebas?
–¿Lo harás?
–Quiero
ver las pruebas.
Altmayer
sonrió.
–Ven
conmigo.
Lo estaban esperando cuando regresó a la habitación amueblada
donde vivía. Al principio no los vio. No se dio cuenta del pequeño vehículo que
lo seguía con lentitud y a prudente distancia, pues caminaba con la cabeza
gacha, calculando el tiempo que tardaría Devoire en comunicar la información a
los confines del espacio, cuánto tardarían las emisoras receptoras de Vega, de
Santanni y de Centauro en lanzar la noticia, cuánto tardaría en difundirse por
toda la galaxia. Y así pasó, distraído, entre los dos policías de paisano que
flanqueaban la entrada de la casa de huéspedes.
Sólo
cuando abrió la puerta del cuarto se paró en seco y dio media vuelta para
escapar, pero los policías de paisano estaban ya a sus espaldas. No intentó una
fuga violenta, sino que entró en la habitación y se sentó, sintiéndose muy
viejo. Sólo necesito distraerlos una hora y diez minutos, pensó febrilmente.
El
hombre que aguardaba en la oscuridad tendió la mano hacia el interruptor de las
luces de la pared. Con aquella suave iluminación, el rostro redondo y la calva
mechada de canas aparecían asombrosamente nítidos.
–Conque
el coordinador mismo me honra con su visita –murmuró Altmayer.
–Tú
y yo somos viejos amigos, Dick –dijo Stock–. Nos encontramos de cuando en
cuando.
Altmayer
no respondió.
–Tienes
en tus manos ciertos papeles del gobierno, Dick. –Si eso crees, Jeff, tendrás
que encontrarlos. Stock se levantó con aire de fastidio.
–Sin
heroísmos, Dick. Te diré qué contenían esos papeles. Eran informes detallados
sobre el sulfatado del planeta de Chu Hsi. ¿Es cierto?
Altmayer
se limitó a mirar su reloj.
–Si
lo que pretendes es hacernos perder tiempo, echarnos el anzuelo como si
fuéramos peces, sufrirás una desilusión –le advirtió Stock–. Sabemos dónde has
estado, sabemos que Devoire tiene los papeles, sabemos qué piensa hacer con
ellos.
Altmayer
se puso tenso. Sus mejillas apergaminadas temblaron.
–¿Cuánto
hace que lo sabes?
–Tanto
como tú, Dick. Eres un hombre previsible. Por eso decidimos utilizarte. ¿Crees
que el archivero hubiera ido a verte sin que nos enteráramos?
–No
comprendo.
–El
gobierno de la Tierra, Dick, no desea la continuación de la conferencia
galáctica. Sin embargo, no somos federalistas; sabemos cómo es la humanidad.
¿Qué crees que ocurriría si el resto de la galaxia descubriera que los diáboli
transformaron un mundo de sal-oxígeno en un mundo de sulfato-sulfuro? No, no
respondas. Eres Dick Altmayer y sin duda me dirás que en un fiero arrebato de
indignación abandonarían la conferencia, se unirían en una amorosa
confraternidad, se arrojarían contra los diáboli y los arrasarían.
Hizo
una pausa, tan larga como si no pensara hablar más. Luego, continuó en un
susurro:
–Pamplinas.
Los otros mundos dirían que el gobierno de la Tierra, con propósitos
específicos, inició un fraude y falsificó documentos en un intento de boicotear
la conferencia. Los diáboli lo negarían todo, y la mayoría de los mundos
humanos hallarían conveniente creerse esa negativa. Se concentrarían en las
iniquidades de la Tierra y olvidarían las de los diáboli. Así que, como ves, no
podíamos respaldar una revelación como ésa.
Altmayer
se sintió agotado, inútil.
–Entonces,
detendrás a Devoire. Siempre estás muy seguro del fracaso, con antelación;
siempre crees lo peor de tus congéneres…
–¡Espera!
No he hablado de detener a Devoire; sólo dije que el gobierno no podía
respaldar semejante revelación, y no lo haremos. Pero se hará público
igualmente, y luego los arrestaremos a Devoire y a ti y denunciaremos todo el
asunto con tanta vehemencia como los diáboli. Entonces todo cambiará. El gobierno
de la Tierra se habrá disociado de esas afirmaciones. Los demás gobiernos
humanos pensarán que por motivos egoístas nos proponemos ocultar los actos de
los diáboli, que quizá tenemos algún entendimiento con ellos. Le temerán a ese
entendimiento y se unirán contra nosotros. Pero estar contra nosotros
significará estar contra los diáboli. Insistirán en creer que la denuncia es
cierta y que los documentos son reales; y la conferencia se disolverá.
–Eso
supondrá una nueva guerra –indicó Altmayer, con desesperanza– y no contra el
verdadero enemigo. Supondrá luchas entre los humanos y una mayor victoria para
los diáboli cuando todo termine.
–No
habrá guerra. Ningún gobierno atacará a la Tierra estando los diáboli de
nuestra parte. Los otros gobiernos se distanciarán de nosotros y darán a su
propaganda un matiz antidiáboli. Posteriormente, en el caso de una guerra entre
nosotros y los diáboli, al menos los demás permanecerán neutrales.
Parece
muy viejo. Somos hombres viejos y moribundos, pensó Altmayer.
–¿Por
qué crees que los diáboli respaldarán a la Tierra? –preguntó–. Puedes engañar
al resto de la humanidad fingiendo que intentas ocultar datos concernientes al
planeta de Chu Hsi, pero no engañarás a los diáboli. Ellos no creerán ni por un
instante que la Tierra es sincera al afirmar que considera que los documentos son
fraudulentos.
–Oh,
claro que lo creerán. –Geoffrey Stock se levantó–. Verás, es que los documentos
son realmente fraudulentos. Tal vez los diáboli tengan pensado sulfatar
planetas en un futuro, pero, que nosotros sepamos, aún no lo han intentado.
El 21 de diciembre de 2800, Richard Sayama Altmayer entró en
prisión por tercera y última vez. No hubo juicio ni sentencia definitiva y
apenas hubo encarcelamiento en el sentido literal del término. Sus movimientos
fueron restringidos, y sólo algunos funcionarios podían comunicarse con él;
pero, por otra parte, se procuraba mantenerlo cómodo. Dado que no tenía acceso
a las noticias, no se enteró de que en el segundo año de su tercer
encarcelamiento estalló la guerra entre la Tierra y los diáboli cuando, en las
inmediaciones de Sirio, un escuadrón terrícola atacó por sorpresa a varias
naves de la flota alienígena.
En el año 2802, Geoffrey Stock visitó a Altmayer en la
cárcel. El preso se levantó para saludarlo.
–Tienes
buen aspecto, Dick –le dijo Stock.
Él,
en cambio, no tenía muy buen aspecto. La tez se le había vuelto gris. Seguía
llevando el uniforme de capitán, pero se le había encorvado un poco el cuerpo.
Moriría pocos meses después y, en cierto modo, lo presentía. No le preocupaba
demasiado. He vivido los años que debía vivir, pensaba a menudo.
A
Altmayer, que parecía más viejo, le quedaban más de nueve años de vida por
delante.
–Un
placer inesperado, Jeff, pero esta vez no puedes venir a encarcelarme. Ya estoy
en la cárcel.
–He
venido a liberarte, si te parece bien.
–¿Con
qué propósito, Jeff? Pues sin duda, tienes algún propósito, un astuto modo de
utilizarme.
La
sonrisa de Stock fue una mueca fugaz.
–Un
modo de utilizarte, sí, pero esta vez lo aprobarás… Estamos en guerra.
–¿Con
quién? –preguntó Altmayer, sobresaltado.
–Con
los diáboli. Hace seis meses que estamos en guerra.
Altmayer
juntó sus manos y entrelazó los dedos nerviosamente.
–No
he oído hablar de ello.
–Lo
sé. –El coordinador se apretó las manos a la espalda y se sorprendió vagamente
al notar que temblaban–. Ha sido una larga travesía para ambos, Dick. Teníamos
la misma meta, tú y yo… No, déjame hablar. Muchas veces quise explicarte mi
punto de vista, pero jamás lo habrías comprendido. No eras hombre capaz de
entender, a menos que te presentara los resultados… Yo tenía veinticinco años
cuando visité uno de los mundos de los diáboli, Dick. Supe entonces que se
trataba de ellos o nosotros.
–Te
lo dije desde el principio –murmuró Altmayer.
–No
bastaba con decirlo. Tú querías obligar a todos los gobiernos humanos a unirse
contra ellos, y esa idea era quimérica y carecía de realismo político. Ni
siquiera era deseable. Los humanos no son diáboli. Entre éstos la conciencia
individual es baja, casi inexistente; la nuestra es abrumadora. Ellos no tienen
actividad política; nosotros no tenemos otra cosa. A ellos no les permiten
disentir, no pueden tener más que un gobierno; nosotros no podemos ponernos de
acuerdo y, si sólo tuviéramos una isla donde vivir, la dividiríamos en tres.
“¡Pero
nuestras desavenencias son nuestra fuerza! Tu Partido Federalista hablaba
muchísimo de la antigua Grecia. ¿Recuerdas? Pero tu gente no lo entendía bien.
Por supuesto, Grecia no fue capaz de unirse y finalmente fue conquistada. Pero
aun en su estado de desunión derrotó al gigantesco imperio persa. ¿Por qué?
“Me
gustaría señalar que las ciudades-Estado griegas combatieron entre sí durante
siglos. Eso las forzó a especializarse en asuntos militares mucho más que los
persas. Los persas lo comprendieron y, en el último siglo de su existencia
imperial, los mercenarios griegos constituyeron las partes más valiosas de sus
ejércitos.
“Lo
mismo podría decirse de las pequeñas naciones-Estado de la Europa preatómica,
que a lo largo de siglos de lucha refinaron sus artes militares hasta el
extremo de que superaron y contuvieron durante doscientos años a los imperios
relativamente gigantescos de Asia.
“Así
ocurre con nosotros. Los diáboli, con vastas extensiones de espacio galáctico,
nunca han librado una guerra. Su maquinaria militar es enorme, pero jamás se ha
puesto a prueba. En cincuenta años sus únicos progresos han sido los que
copiaron de las diversas flotas humanas. La humanidad, por el contrario, ha
competido ferozmente en diversas guerras. Cada gobierno ha procurado mantenerse
a la cabeza de sus vecinos en cuanto a las ciencias militares. ¡Tenían que
hacerlo! Nuestra desunión volvía necesaria la terrible carrera por la
supervivencia, de modo que al final cualquiera de nosotros era capaz de
enfrentarse a todos los diáboli, siempre que ninguno luchara al lado de ellos
en el transcurso de una guerra generalizada.
“Toda
la diplomacia terrícola iba dirigida a impedir esta posibilidad. Mientras no
existiera la certeza de que el resto de la humanidad permanecería neutral en un
conflicto bélico entre la Tierra y los diáboli, no podía haber guerra; y
tampoco se podía permitir una unión de gobiernos humanos, pues la carrera por
la perfección militar debía continuar. Una vez que estuvimos seguros de esa
neutralidad, mediante la estratagema que disolvió la conferencia hace dos años,
provocamos la guerra, y ya la tenemos”.
Altmayer
parecía petrificado. Tardó largo rato en hablar.
–¿Y
si los diáboli vencen a pesar de todo? –musitó.
–No
vencerán. Hace dos semanas las flotas principales unieron sus esfuerzos y la de
ellos fue aniquilada con pérdidas mínimas para las nuestras, pese a que nos
superaban en número. Era como luchar contra naves desarmadas. Poseíamos
armamento más potente y de mayor alcance y precisión, y teníamos el triple de
su velocidad efectiva, pues contábamos con dispositivos de antiaceleración, de
lo que ellos carecían. Desde esa batalla, varios gobiernos humanos decidieron
unirse al bando vencedor y declararon la guerra a los alienígenas. Ayer los
diáboli solicitaron la iniciación de negociaciones para un armisticio. La
guerra está prácticamente terminada y, a partir de ahora, quedarán confinados a
sus planetas originales y nosotros controlaremos sus expansiones futuras.
Altmayer
murmuró algo ininteligible.
–Y
ahora es necesaria la unión –prosiguió Stock–. Después de que las ciudades-Estado
griegas derrotaran a Persia, se hundieron por sus continuas guerras entre sí,
con el resultado de que primero las conquistó Macedonia y, posteriormente Roma.
Igualmente, después de que Europa colonizara América, dividiera África y
conquistara Asia, una serie de continuas guerras europeas la llevó a la ruina.
“¡Desunión
hasta la conquista, unión a partir de entonces! Y ahora la unión resulta fácil.
Dejemos que una subdivisión triunfe por sí misma y el resto reclamará formar
parte de ese éxito. El antiguo historiador Toynbee fue el primero en señalar la
diferencia entre lo que él denominaba una ‘minoría dominante’ y una ‘minoría
creativa’.
“Ahora
somos la minoría creativa. En un gesto casi espontáneo, varios gobiernos
humanos han sugerido el establecimiento de una organización de Mundos Unidos.
Otros setenta más están dispuestos a asistir a las primeras sesiones para
redactar una Carta de la Federación. Los otros se unirán después, sin duda. Me
agradaría que fueras uno de los delegados de la Tierra, Dick”.
Altmayer
tenía los ojos empañados por las lágrimas.
–No…
no entiendo tu propósito. ¿Todo esto es verdad?
–Es
tal como digo. Eras una voz en el desierto, Dick, predicando la unión. Tus
palabras tendrán mucho peso. Una vez dijiste: “En una buena causa no hay
fracasos.”
–¡No!
–exclamó Altmayer–. Parece que la tuya era la buena causa.
El
rostro de Stock aparecía severo y carente de toda emoción.
–Nunca
supiste entender la naturaleza humana, Dick. Cuando los Mundos Unidos sean una
realidad y una vez que generaciones de hombres y de mujeres evoquen durante sus
siglos de paz ininterrumpida estos días de conflictos bélicos, habrán olvidado
el propósito de los métodos que yo he utilizado. Para ellos representarán la
guerra y la muerte. Tus convocatorias a la unión, tu idealismo, serán
recordados para siempre.
Dio media vuelta y Altmayer apenas oyó sus últimas palabras:
–Y
cuando construyan estatuas, a mí no me levantarán ninguna.
En
la Gran Plaza, que ofrece un remanso de paz entre los bulliciosos setenta mil
kilómetros cuadrados consagrados a los imponentes edificios donde late el pulso
de los Mundos Unidos de la Galaxia, se yergue una estatua.
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