Isaac Asimov
No
fue culpa nuestra. Ignorábamos que algo anduviera mal hasta que llamé a Cliff Anderson
y le hablé cuando él no estaba allí. Más aún, yo no hubiera sabido que no estaba
allí si no hubiese entrado mientras yo hablaba con él.
No, no, no, no…
Nunca puedo contar
esto con claridad. Me dejo llevar… Será mejor que empiece por el principio. Yo soy
Bill Billings, mi amigo es Cliff Anderson. Yo soy ingeniero electrónico, él es matemático
y los dos somos profesores en el Instituto de Tecnología del Medio Oeste. Ahora
ya saben ustedes quiénes somos.
Desde que abandonamos
el uniforme, Cliff y yo hemos estado trabajando en las máquinas de calcular. Ya
saben de qué se trata. Norbert Wiener las popularizó con su libro Cibernética.
Si han visto fotos, sabrán que son aparatos realmente grandes. Ocupan una pared
entera y son muy complicados; y también son caros.
Pero Cliff y yo teníamos
ciertas ideas. Verán, una máquina pensante es grande y cara porque está llena de
relés y de tubos de vacío, de modo que las corrientes eléctricas microscópicas se
puedan controlar, encender y apagar, aquí y allá. Lo que de verdad importa está
en esas pequeñas corrientes eléctricas, así que…
Una vez le dije a Cliff:
–¿Por qué no podemos
controlar las corrientes sin tanto aderezo?
–¿Por qué no, en efecto?
–dijo él, y se puso a trabajar en la matemática del asunto.
No importa cómo llegamos
allí en dos años. El problema fue lo que obtuvimos después de concluir. Resultó
que terminamos con algo de esta altura y de esta anchura y tal vez de esta profundidad…
No, no. Olvidaba que
ustedes no pueden verme. Les daré las cifras: un metro de altura, dos metros de
longitud y algo más de medio metro de fondo. ¿Entendido? Se necesitaban dos hombres
para transportarlo, pero se podía transportar y eso era lo importante. Y, además,
escuchen lo que les digo: era capaz de hacer cualquier tarea que pudieran hacer
las calculadoras gigantes. No tan rápidamente, quizá, pero seguíamos trabajando
en eso.
Teníamos grandes planes,
planes colosales. Podíamos instalar esa cosa en barcos o en aviones. Al cabo de
un tiempo, si lográbamos reducir su tamaño lo bastante podríamos montar una en un
automóvil.
Estábamos interesados
especialmente en el tema de los automóviles. Supongamos que uno tiene una pequeña
máquina pensante en el salpicadero, conectada con el motor y con la batería y equipada
con células fotoeléctricas. Se podría entonces fijar el itinerario ideal, eludir
coches, detenerse ante los semáforos y escoger la velocidad óptima para el terreno
en cuestión. Todos podrían sentarse en el asiento trasero y se acabarían los accidentes
automovilísticos.
Era sensacional. Resultaba
tan estimulante y nos entusiasmábamos tanto con cada nuevo logro que aún podría
llorar cuando recuerdo aquella vez en que descolgué el teléfono para llamar al laboratorio
y todo se fue al demonio.
Esa noche estaba en
casa de Mary Ann… ¿Les he hablado de Mary Ann? No. Creo que no.
Mary Ann era la chica
que habría sido mi novia si se hubiesen dado dos condicionantes. Primero, si ella
hubiera querido; segundo, si yo hubiera tenido agallas para pedírselo. Tiene el
cabello rojo y alberga dos toneladas de energía en un cuerpo de cincuenta kilos,
que está perfectamente configurado desde el suelo hasta el metro sesenta de altura.
Yo me moría por pedírselo, pero cada vez que ella se acercaba, encendiéndome el
corazón como si cada contoneo fuera una cerilla, yo me deshacía.
No es que no sea guapo.
La gente me dice que soy aceptable. Tengo todo mi cabello y mido casi uno ochenta
de estatura. Hasta sé bailar. Lo que pasa es que no tengo nada que ofrecer. No necesito
contarles cuánto ganan los profesores universitarios. Con la inflación y con los
impuestos, equivale a casi nada. Desde luego, si lográbamos obtener las patentes
básicas para nuestra maquinita pensante, todo cambiaría. Pero yo no podía pedirle
que esperara. Tal vez, una vez que todo estuviera organizado…
Sea como fuere, esa
noche yo estaba allí, cavilando, cuando ella entró en la sala de estar. Mi brazo
buscaba a tientas el teléfono.
–Estoy lista, Bill
–dijo Mary Ann–. Vamos.
–Aguarda un minuto.
Quiero llamar a Cliff.
Frunció el ceño.
–¿No puede esperar?
–Tenía que haberlo
llamado hace dos horas.
Sólo me llevó dos minutos.
Llamé al laboratorio. Cliff estaba trabajando esa noche, así que contestó. Pregunté
algo, respondió algo, pregunté algo más y me dio alguna explicación. Los detalles
no importan, pero, como ya he dicho, él es el matemático del equipo. Cuando yo construyo
los circuitos y ensamblo las cosas de modo que parecen imposibles, él es quien baraja
los símbolos y me dice si son imposibles o no. En cuanto colgué llamaron a la puerta.
Temí que Mary Ann tuviera
otro visitante y sentí una rigidez en la espalda cuando ella fue a abrir. La miré
de reojo mientras garrapateaba lo que Cliff acababa de decirme. Entonces, Mary Ann
abrió la puerta y allí estaba Cliff Anderson.
–Pensé que te encontraría
aquí… –dijo–. Hola,
Mary Ann. Oye, ¿no ibas a llamarme a las seis? Eres tan
de fiar como una silla de cartón.
Cliff es bajo, rechoncho
y pendenciero, pero lo conozco y no le presto atención.
–Hubo novedades y se
me olvidó. De todas formas, acabo de llamarte. ¿A qué viene tanto jaleo?
–¿Llamarme? ¿A mí?
¿Cuándo?
Iba a señalar el teléfono
y me quedé mudo. Fue como si el mundo se derrumbara. Cinco segundos antes de que
llamaran a la puerta yo hablaba con Cliff, que estaba en el laboratorio, y el laboratorio
se encontraba a diez kilómetros de la casa de Mary Ann.
–Acabo de hablar contigo
–tartamudeé.
Evidentemente no me
hice entender.
–¿A mí? –repitió Cliff.
Señalé el teléfono
con ambas manos.
–Por teléfono. Llamé
al laboratorio. ¡Con este teléfono! Mary Ann me oyó. Mary Ann, ¿yo no estaba hablando
con…?
–No sé con quién hablabas
–me cortó Mary Ann–. Bien, ¿nos vamos?
Así es Mary Ann. Una
fanática de la sinceridad.
Me senté. Traté de
hablar con voz baja y clara:
–Cliff, marqué el número
del laboratorio, atendiste el teléfono, te pregunté si habías resuelto los detalles,
dijiste que sí y me los diste. Aquí están. Los he anotado. ¿Esto es correcto, o
no?
Le entregué el papel
donde había anotado las ecuaciones. Cliff las miró.
–Son correctas –admitió–.
Pero ¿cómo las conseguiste? No las habrás resuelto solo, ¿verdad?
–Acabo de decírtelo.
Me las diste por teléfono.
Cliff sacudió la cabeza.
–Bill, me fui del laboratorio
a las siete y cuarto. No hay nadie allí.
–Pues yo hablé con
alguien, te lo juro.
Mary Ann se estaba poniendo los guantes.
–Se hace tarde –me
apremió.
Le hice señas para
que esperase un poco.
–¿Estás seguro…? –le
dije a Cliff.
–No hay nadie allí,
a menos que cuentes a Júnior.
Júnior era como llamábamos
a nuestro cerebro mecánico de tamaño portátil.
Nos quedamos mirándonos.
El pie de Mary Ann tamborileaba sobre el suelo como una bomba de relojería a punto
de estallar.
Cliff se echó a reír.
–Me estoy acordando
de un chiste que vi. Un robot que atiende el teléfono y dice: “¡Le juro, jefe, que
aquí no hay nadie excepto nosotros, las complicadas máquinas pensantes!” No me pareció
gracioso.
–Vamos al laboratorio
–decidí.
–¡Oye! –protestó Mary
Ann–. No llegaremos al teatro.
–Mira, Mary Ann, esto
es muy importante. Sólo será un momento. Ven con nosotros y desde allí iremos directamente
al teatro.
–El espectáculo empieza…
–empezó Mary Ann, pero no pudo decir nada más, porque la agarré de la muñeca y nos
fuimos.
Eso demuestra que yo
estaba fuera de mí. En circunstancias normales jamás la habría tratado con brusquedad.
Mary Ann es toda una dama. Pero yo tenía demasiadas cosas en la mente. Ni siquiera
recuerdo haberla agarrado de la muñeca, sólo que de pronto estaba en el coche, con
Cliff y con Mary Ann, y que ella se frotaba la muñeca y mascullaba algo sobre los
gorilas.
–¿Te he hecho daño, Mary Ann?
–No, claro que no.
Todos los días me hago arrancar el brazo, para divertirme un poco.
Y me dio una patada
en el tobillo. Sólo hace esas cosas porque tiene el cabello rojo. En realidad es
de un temperamento muy dulce, pero se esfuerza por estar a la altura del mito de
las pelirrojas. Yo la tengo calada, por supuesto, aunque trato de complacerla, pobre
chica.
Llegamos al laboratorio
en veinte minutos.
El
instituto está desierto de noche. Parece más desierto que otros edificios, pues
está diseñado para albergar multitudes de estudiantes que recorran los pasillos;
cuando ellos no están, la soledad es antinatural. O tal vez sólo fuera que yo tenía
miedo de ver qué pudiera estar sentado en nuestro laboratorio. De cualquier modo,
los pasos resonaban con ecos intimidatorios y el ascensor parecía especialmente
siniestro.
–No nos llevará mucho
tiempo –le insistí a Mary Ann, pero ella se limitó a sorber por la nariz y a ponerse
guapísima. Y es que no puede evitar ponerse guapísima.
Cliff tenía la llave
del laboratorio y yo miré por encima de su hombro cuando abrió la puerta. No se
veía nada. Júnior estaba allí, por supuesto, pero no había cambiado desde la última
vez que lo vi. Los cuadrantes no registraban nada anormal y, aparte de ellos, sólo
había una caja grande, de la que salía un cable que iba conectado al enchufe de
la pared.
Cliff y yo nos acercamos
a Júnior por ambos flancos. Creo que íbamos pensando en apresarlo en cuanto hiciera
un movimiento brusco. Pero Júnior no hizo nada. Mary Ann también lo miraba. Incluso
le pasó el dedo anular por la parte superior, se miró la yema y se la frotó con
el pulgar para limpiarse el polvo.
–Mary Ann –le advertí–,
no te acerques a él tanto. Quédate al otro lado de la habitación.
–Allí está igual de
sucio –me contestó.
Nunca había visitado
nuestro laboratorio, así que no comprendía que un laboratorio no es lo mismo que
el dormitorio de un bebé. El ordenanza va dos veces al día y todo lo que hace es
vaciar las papeleras. Una vez por semana entra con una fregona sucia, enfanga el
suelo y se mueve de un lado a otro.
–El teléfono no está
donde lo dejé –observó Cliff.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque lo dejé allí.
–Señaló–. Y ahora está aquí.
Si tenía razón, el
teléfono se había acercado a Júnior. Tragué saliva.
–Tal vez no lo recuerdas
bien. –Traté de sonreír, pero no resultó muy natural–. ¿Dónde está el desarmador?
–¿Qué piensas hacer?
–Sólo echar un vistazo
al interior. Para divertirme un poco.
–Te ensuciarás todo
–me avisó Mary Ann, así que me puse la bata. Mary Ann es una chica muy previsora.
Empecé a trabajar con
el desarmador. Una vez que Júnior estuviera perfeccionado, teníamos intención de
manufacturar modelos con estuches soldados, de una sola pieza. Incluso pensábamos
en plásticos moldeados, de diversos colores, para uso hogareño. Pero el modelo de
laboratorio estaba ensamblado con tornillos con el fin de que pudiéramos desarmarlo
y armarlo cuando fuera necesario.
Sólo que los tornillos
no salían. Resoplé.
–Algún bromista ha
apretado demasiado los tornillos cuando los puso.
–Tú eres el único que
los toca –me recordó Cliff.
Y tenía razón, pero
eso no me facilitaba las cosas. Me puse de pie y me pasé el dorso de la mano por
la frente. Le pasé el desarmador.
–¿Quieres intentarlo
tú?
Lo intentó, y no logró
mucho más que yo.
–Qué raro –comentó.
–¿Qué es lo raro?
–Estaba haciendo girar
un tornillo. Se movió unos tres milímetros y luego el desarmador se me ha escapado.
–¿Qué tiene de raro?
Cliff retrocedió y
dejó el desarmador con dos dedos.
–Lo raro es que vi
que el tornillo volvía a moverse tres milímetros hasta ajustarse de nuevo.
Mary Ann se estaba
impacientando.
–¡Vaya, genios científicos!
¿Por qué no usan un soplete si están tan ansiosos?
Señaló el soplete que
descansaba sobre uno de los bancos.
Bien; por lo general,
jamás se me hubiera ocurrido usar un soplete con Júnior, como no lo usaría conmigo
mismo. Pero yo andaba pensando algo y Cliff también pensaba algo y ambos pensábamos
lo mismo: Júnior no quería que lo abrieran.
–¿Tú qué crees, Bill?
–me preguntó Cliff.
–No sé, Cliff.
–Pues date prisa, zopenco
–resolvió Mary Ann–. Nos perderemos el espectáculo.
Así que tomé el soplete
y gradué la salida de oxígeno. Era como apuñalar a un amigo.
Mary Ann interrumpió
el procedimiento al exclamar:
–¡Vaya, qué estúpidos
son los hombres! Estos tornillos están flojos. Hicieron girar el desarmador al revés.
No hay muchas probabilidades
de hacer girar un desarmador al revés. De todos modos no me gusta contradecir a
Mary Ann, así que le dije:
–Mary Ann, no te acerques
tanto a Júnior. ¿Por qué no esperas junto a la puerta?
–¡Pues mira! –replicó
ella.
Me mostró el tornillo
que tenía en la mano y el orificio vacío en la caja de Júnior. Lo había quitado
con la mano. Cliff exclamó:
–¡Santo cielo!
Todos los tornillos
estaban girando. Giraban solos, como gusanos saliendo de sus agujeros; giraban y
giraban y luego caían al suelo. Los recogí y sólo faltaba uno, que se quedó suspendido
un momento, con el panel del frente apoyado en él, hasta que extendí el brazo. Entonces,
cayó el último tornillo y el panel se desplomó suavemente en mis brazos. Lo puse
a un lado.
–Lo ha hecho a propósito
–comentó Cliff–. Nos oyó mencionar el soplete y desistió.
Habitualmente tiene
la tez rosada, pero ahora estaba blanco.
Y yo no las tenía todas
conmigo.
–¿Qué trata de ocultar?
–pregunté.
–No sé.
Nos agachamos ante
las entrañas abiertas y nos quedamos mirando un rato. El pie de Mary Ann volvía
a tamborilear sobre el suelo. Miré mi reloj de pulsera y tuve que admitir que no
nos quedaba mucho tiempo. Mejor dicho, no nos quedaba tiempo.
–Tiene un diafragma
–observé.
–¿Dónde? –preguntó
Cliff, acercándose.
Se lo señalé.
–Y un altavoz.
–¿Tú no los pusiste?
–Claro que no. Se supone
que sé lo que he puesto. Si lo hubiera hecho lo recordaría.
–Y entonces ¿cómo es
que están ahí?
Estábamos discutiendo
en cuclillas.
–Supongo que los ha
fabricado él. Quizá los deja crecer. Mira eso.
Señalé de nuevo. Dentro
de la caja, en dos lugares, había sendos rollos de lo que parecía una delgada manguera
de regar el jardín, sólo que eran de metal. Cada una de ellas formaba una espiral
tan apretada que la hacía plana. En la punta el metal se dividía en cinco o seis
filamentos finos que formaban a su vez pequeñas subespirales.
–¿Tampoco lo pusiste
tú?
–No, tampoco.
–¿Qué es?
Cliff sabía qué era
y yo sabía qué era. Algo tenía que estirarse para que Júnior obtuviera los materiales
con los que fabricar partes de sí mismo; algo tenía que salir para descolgar el
teléfono. Recogí el panel frontal y lo miré de nuevo. Había dos círculos de metal
cortados y ajustados de tal modo que pudieran levantarse hacia delante y dejar un
orificio para que algo pasara por ellos. Metí un dedo en uno de los orificios y
se lo mostré a Cliff.
–Tampoco hice esto
–dije.
Mary Ann, que miraba
por encima de mi hombro, estiró el brazo. Yo me estaba limpiando los dedos con una
toalla de papel, para quitarme el polvo y la grasa, y no tuve tiempo de detenerla.
Pero debí haberlo sabido; pues ella siempre está deseando ayudar.
El caso es que metió
la mano para tocar uno de los… bien, ¿por qué no decirlo?, uno de los tentáculos.
No sé si los tocó o no. Luego afirmó que no. Pero, de cualquier modo, en ese momento
soltó un chillido, se sentó y se puso a frotarse el brazo.
–Lo mismo –gimoteó–.
Primero tú y ahora eso.
La ayudé a levantarse.
–Debió de ser una conexión
floja, Mary Ann. Lo lamento, pero te dije …
–¡Pamplinas! –exclamó
Cliff–. No es una conexión floja. Júnior intenta defenderse.
Yo había pensado lo
mismo. Había pensado muchas cosas. Júnior era una nueva clase de máquina. Hasta
la matemática que la controlaba carecía de precedente. Quizá tuviese algo que ninguna
máquina había tenido jamás. Tal vez sentía el deseo de permanecer con vida y crecer.
Acaso pretendía fabricar más máquinas hasta que hubiera millones en toda la Tierra,
rivalizando con los seres humanos por tomar el control.
Abrí la boca y Cliff
debió de adivinar lo que yo iba a decir, porque gritó:
–¡No, no! ¡No lo digas!
Pero no pude contenerme:
–Bueno, oye, desconectemos
a Júnior… ¿Qué sucede?
–Está escuchando lo
que decimos, pedazo de burro –gruñó Cliff–. Te oyó hablar del soplete, ¿verdad?
Yo pensaba escabullirme por detrás, pero ahora es probable que me electrocute si
lo intento.
Mary Ann se estaba
sacudiendo con la mano la parte de atrás del vestido y no paraba de refunfuñar por
la cantidad de mugre que había en el suelo, aunque yo insistía en decirle que no
era culpa mía. El que lo ensucia todo es el ordenanza.
–¿Por qué no te pones
unos guantes de goma y tiras del cable? –sugirió Mary Ann.
Noté que Cliff procuraba
pensar razones por las cuales eso no funcionaría. No se le ocurrió ninguna, así
que se puso los guantes de goma y caminó hacia Júnior.
–¡Cuidado! –grité.
Fue estúpido advertirle.
Cliff tenía que cuidarse, no le quedaba otra opción. Uno de los tentáculos se movió
y ya no quedaron dudas de lo que eran. Se desenrolló y se interpuso entre Cliff
y el cable eléctrico. Se quedó allí, vibrando y extendiendo sus zarcillos de seis
dedos. En el interior de Júnior comenzaron a brillar unos tubos. Cliff no intentó
habérselas con el tentáculo. Retrocedió, y poco después el tentáculo se retrajo.
Cliff se quitó los guantes de goma y dijo:
–Bill, así no vamos
a ninguna parte. Este artilugio es más listo de lo que creíamos. Fue tan listo que
utilizó mi voz como modelo cuando construyó ese diafragma. Tal vez llegue a hacerse
tan listo como para… –Miró por encima del hombro y susurró–: Para aprender a generar
energía y volverse autónomo. Bill, tenemos que detenerlo o un día alguien telefoneará
al planeta Tierra y le contestarán: “¡Le juro, jefe, que aquí no hay nadie excepto
nosotros, las complicadas máquinas pensantes!”
–Llamemos a la policía.
Se lo explicaremos. Con una granada o algo parecido…
Cliff sacudió la cabeza.
–No podemos permitir
que nadie lo descubra. Construirían otros Júnior, y todo parece indicar que aún
no estamos preparados para un proyecto de esta naturaleza.
–Entonces, ¿qué hacemos?
–No sé.
Sentí un fuerte golpe
en el pecho. Miré y vi que era Mary Ann, dispuesta a escupir fuego.
–Mira, zopenco, si
salimos, salimos y, si no salimos, no salimos. Decídete.
–Pero, Mary Ann…
–Respóndeme. Nunca
he oído cosa tan ridícula. Me visto para ir al teatro y me traes a un sucio laboratorio
con una máquina absurda y te pasas el resto de la tarde jugando con botoncitos.
–Mary Ann, yo no…
Pero no me escuchaba;
hablaba ella. Ojalá pudiera recordar lo que dijo. O tal vez no; tal vez sea mejor
no recordar sus palabras, pues no fueron precisamente halagadoras. De cuando en
cuando, yo intercalaba un “pero, Mary Ann…”, que acababa arrollado por su torrente
de frases.
En realidad, como ya
he dicho, es una criatura muy dulce y sólo se pone parlanchina e insensata cuando
se altera. Como es pelirroja, piensa que le corresponde alterarse con frecuencia.
Ésa es mi teoría. Cree que debe hacer honor a su pelo rojo.
De cualquier modo,
recuerdo claramente que, para terminar, me dio un pisotón en el pie derecho, se
giró y se marchó. La seguí al trote y balbuceé; una vez más:
–Pero, Mary Ann…
Entonces Cliff gritó.
En general no nos presta atención, pero esta vez gritó a todo pulmón:
–¿Por qué no le pides
que se case contigo, zopenco?
Mary Ann se detuvo.
Estaba en la puerta, pero no se dio media vuelta. Yo también me detuve, y sentí
que las palabras se me atascaban en la garganta. Ni siquiera atinaba a pronunciar
otro “pero, Mary Ann…”
Cliff seguía gritando.
Yo lo oía como si estuviera a un kilómetro de distancia.
–¡Lo tengo, lo tengo!
–chillaba una y otra vez.
Entonces, Mary Ann
se dio la vuelta, y estaba tan bella… ¿Les he dicho que tiene los ojos verdes, con
una pizca de azul? Pues bien, estaba tan hermosa que todas las palabras se me anudaron
en la garganta y salieron formando ese ruido raro que uno hace al tragar.
–¿Ibas a decirme algo,
Bill? –preguntó ella.
Bueno, lo cierto era
que Cliff me lo había metido en la cabeza.
–¿Quieres casarte conmigo,
Mary Ann? –conseguí decir, con la voz enronquecida.
En cuanto lo dije me
arrepentí, porque supuse que no volvería a hablarme nunca más. Pero dos segundos
después me alegré, pues me rodeó con los brazos y se puso de puntillas para besarme.
Tardé un rato en comprender qué sucedía, y al fin respondí al beso. Esto duró un
buen rato, hasta que Cliff logró llamar mi atención dándome un golpe en el hombro.
Me volví con mal ceño.
–¿Qué demonios quieres?
Era un poco ingrato
por mi parte. A fin de cuentas, él lo había propiciado.
–¡Mira! –dijo.
Sostenía en la mano
el cable principal que conectaba a Júnior con el suministro energético.
Me había olvidado de
Júnior, pero volvía a recordarlo.
–Entonces, está desconectado.
–¡Frío!
–¿Cómo lo lograste?
–Júnior estaba tan
ocupado viéndote reñir con ella que conseguí escabullirme por detrás. Mary Ann ha
dado un buen espectáculo.
No me agradó el comentario,
pues Mary Ann es una chica muy fina y recatada y no da “espectáculos”. De todos
modos, tenía ya demasiados problemas como para pelearme con Cliff.
–No tengo mucho que
ofrecer, Mary Ann –me dirigí a Mary Ann–, sólo el sueldo de profesor. Ahora que
hemos desmantelado a Júnior, ni siquiera hay posibilidades de…
–No me importa, Bill
–me interrumpió ella–. Estaba a punto de abandonar, mi amor, zopenco. Lo he intentado
todo…
–¿Cómo darme patadas
en los tobillos y pisarme los pies?
–Se me habían agotado
los recursos. Estaba desesperada.
La lógica del razonamiento
no era muy clara, pero no repliqué porque me acordé del teatro. Miré la hora y dije:
–Oye, Mary Ann, sí
nos apresuramos llegaremos al segundo acto.
–¿Quién quiere ver
esa obra de teatro?
La besé de nuevo, y
nunca fuimos a ver esa obra.
Ahora sólo me preocupa
una cosa. Mary Ann y yo estamos casados y somos muy felices. Acaban de ascenderme;
ahora soy profesor adjunto. Cliff sigue trabajando en planes para construir un Júnior
controlable y está progresando.
Pero aquí no terminó
todo.
Verán ustedes: hablé
con Cliff la noche siguiente para anunciarle que Mary Ann y yo íbamos a casarnos
y para agradecerle que me hubiera dado la idea y, después de mirarme un momento,
juró que él no había dicho nada, que no me había gritado que le propusiera el matrimonio.
Y, claro, en el laboratorio
había algo más que tenía la voz de Cliff.
Me sigue preocupando
que Mary Ann lo descubra. Es la chica más dulce que conozco, pero, a fin de cuentas,
es pelirroja y creo que ya he dicho que se empeña en hacer honor a la fama de las
pelirrojas.
De cualquier modo,
¿qué diría si alguna vez descubre que no tuve el sentido común de declararme hasta
que una máquina me lo aconsejó?
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