José María Arguedas
Para
Héctor
Araujo
Álvarez,
mi
amigo
Voy a faltar a mi palabra, voy a romper la promesa más solemne que
he hecho en mi vida; me siento demasiado humano, no puedo guardar por más tiempo
esa tremenda historia. Durante tres años he envejecido por respetar un juramento
que ha caducado ahora. ¡Tres años! Reprimiendo el deseo impetuoso que sentía por
declarar, resondrando con todas mis fuerzas al impulso, que en mil circunstancias
propicias, me obligaba a salvarme de un sufrimiento injusto.
Tres años ha sido mi conciencia un escenario de
lucha: por una parte la voz autoritaria y desgarrada de él, su ruego, acompañado
siempre de la imagen que me hacía de su rostro en aquel supremo momento; y por otra,
la súplica de ella, aquel grito desesperado con que pidió justicia, grito que él
mismo se sintió débil para omitirlo en su carta. Estoy seguro que él me escribió
obedeciendo como un abúlico a ese horrible grito; fue tan intenso, tan grande, que
a través de las disculpas del criminal, a pesar de todos sus esfuerzos por atenuarlo,
aún lo he sentido en toda su desgracia, con todo su insoportable dolor. Pero entre
la justicia y él, no he dudado; preferí a Silvestre y me callé porque en su tragedia
hay un salvajismo que atropella e impone silencio. No sólo, pues, fue mi promesa
solemne; tras del juramento que hice, estuvo siempre la autoridad de él, la influencia
impositiva de su salvajismo.
Pero hoy quiero declarar y salvarme. Voy a descubriros
la carta de Silvestre, es preferible que ustedes oigan esa historia tal cual la
recibí; la rapidez y pasión con que está escrita, no podría yo reemplazarlas con
ninguna otra cualidad literaria, que borrándole su demasiado tono sanguinario y
su franqueza la hiciera igualmente interesante.
Hermano:
Fue a eso de las once y media de la noche. Había
llovido y hacía frío. La calle estaba sembrada de charcos y tenía que caminar saltando
los pozos de agua. Como siempre, a esa hora el pueblo estaba en silencio. A pesar
de la neblina había un poco de claridad y podían distinguirse las puertas de las
casas. Es que era luna llena.
Iba a llegar al final de la cuadra, pero me detuve:
oí que en la esquina alguien pronunciaba mi nombre.
Eran dos comuneros los que hablaban; yo no los distinguía,
pero comprendí que conversaban sentados en el corredor de la cárcel, mirando hacia
la plaza. Estaba a pocos metros de ellos y oía muy bien sus voces:
–¿Don Silvestre? ¡Ah, caraya! Es sonso como los
novillos.
Era Tomascha el que me insultaba, el amansador de
mis potros.
–No digas, Tomascha. Don Silvestre es buen patrón.
–Yo no digo; pero don Silvestre cree que ha sido
él solito.
–¿Acaso?
–¡Mentira! Él, como los animales, la ha conocido
en los retamales de Sullkaray y ahora también se ven en los corrales no más, o en
la cueva de Santa Bárbara.
–¡Claro, pues! Los mistis con las blancas hacen
eso.
–¡Ja, ja, ja! ¿Y yo? ¡Buen mak’ta! Yo entré en su
mediagua. Como gente, en el blanco de su cama, bajo el azul de su cortinita. Yo,
Tomascha, pobre amansador de potrancas y padrillos, indio de la pampa de Koñani.
¡Ja, ja, ja! Primero he sido yo, antes que el patrón don Silvestre, principal de
San Juan. ¿Qué dices, Camilo?
Yo no grité, ni siquiera salté a la plaza y le impuse
silencio al cholo. Una felicidad venenosa recorría todo mi cuerpo; era el grandioso
placer de la rabia.
–¡Tú no sabes, Camilo! Ahora ya me puedo morir.
Después de estar con esa niña, ¿qué más hay para mí en la vida?
–¡Tomascha!
El miedo le impidió moverse al indio.
–¡Tomascha! Por delante, a mi casa. Tú, Camilo,
vete. No has oído nada de la niña. ¿Entiendes?
Los indios me obedecen siempre como esclavos. El
amansador saltó del corredor a la plaza; Camilo, a la calle por donde había venido
yo.
–¡Camilo!
El cholo sacó la cabeza por el ángulo de la pared.
–No has oído nada de la niña. Callado como la tierra
hasta tu muerte. ¿Entiendes?
–Sí, papay.
–¡Vete!
–Nosotros, a mi tienda, Tomascha.
La fachada de la iglesia se distinguía a través
de la neblina; la ventana grande del coro se veía negra. El eucalipto del centro
de la plaza estaba como dormido, parecía un indio emponchado defendiéndose del frío.
Los romazales tendidos en la pampa también eran negros, como el corazón de ella.
Marchábamos despacio. Yo iba pisando la sombra de
Tomascha. Poco a poco, a cada paso, sentía que me transformaba, que me convertía
en hiena o en tigre, que me hacía feroz. Tú no sabes lo dichosa que debe ser la
fiera si tiene conciencia de su alma sanguinaria; yo lo aprendí aquella noche, mientras
caminaba tras de Tomascha. Sólo sentía cierto temor al ir comprendiendo que tan
dichoso puede ser el hombre por el amor como por la rabia. ¡Qué valiente es mi corazón,
hermano! Temblaba de felicidad cuando ella me ofrecía su vida, su cuerpo, y esa
noche se estremeció de satisfacción cuando pensé en su castigo, y en su sangre.
Llegamos a la puerta de mi tienda; tú recuerdas
que se abre a la calle. El indio parecía sereno, ya no había miedo en su rostro.
Abrí la puerta. El amansador, sin esperar que le
ordenase, entró tranquilamente a la tienda; yo lo seguí. Mi catre está tras de los
andamios. Prendí mi lámpara de kerosene y nos vimos otra vez la cara: la mirada
del indio seguía impasible.
–Toma asiento, mak’ta. En la silla, como gente.
–Yo hombre, tú hombre, Tomascha. Esa mujer ha sido
de los dos. La verdad no más para tu patrón.
Yo me puse frente a él, sentado en la cama. La lámpara
nos alumbraba un lado de la cara.
Con las manos sobre la rodilla, serio y casi triste,
el cholo me contó la primera rendición de ella:
–Don Silvestre, ya sabes: La suerte, pues ha querido;
Dios mismo seguro ha querido; fue en la cosecha de maíz, patrón: ese día don Constantino
y doña Eloísa durmieron en la era de Utek’pampa. Al atardecer, cuando el Inti amarilleaba
en la cabeza del tayta Chitulla, yo aparejé mis burros para cargar el maíz al pueblo;
sesenta sacos fue la cosecha. Ayudado del mak’tillo Vicente terminé de cargar al
empezar la noche. Salimos de la era cuando los chiwacos acababan sus rezos sobre
los retamales. Arreando y gritoneando a los burros subimos la cuesta de Sullu-puquio.
Como ahora, llovió en la noche y el agua me entró hasta la carne. Apurando, apurando,
llegamos al pueblo bien entrada ya la noche. Los concertados se habían ido a sus
casas y Donatacha no más nos abrió el zaguán. Largo rato tardamos para descargar
a los burros. Los costales de maíz los amontonamos unos sobre otros en el corredor.
Después mandé a Vicenticha con los burros. Nadie había en la casa; la cocinera y
Donatacha estaban roncando en la cocina, la pasña se metió en la cama mientras descargábamos
a los burros. En la mediagua, la niña tenía su luz prendida. Cuando estaba descansando
tirado sobre una jerga, la niña me llamó; miedoso empujé la puerta de su cuarto
y entré. La niña estaba sentada sobre su cama, con un librito en las manos.
–Sube ese baúl sobre la silla –me dijo.
Callado no más obedecí.
De regreso, al pasar por el lado de la patrona,
mi brazo le tocó en la cadera. Su cuarto es, pues, chiquito; entre su catre y la
pared un solo hombre puede pasar y la niña estaba parada junto a su cama.
–¡Tomascha! –me dijo–. ¡Tomascha! ¡Pareces ak’chi!
De verdad, patrón, en el ojo de la niña estaba el
cariño para mí, su carita blanca como la flor de sanky, se reía; clarito oí el cansancio
de su corazón. De otro modo me miró; entonces como el de ella, la sangre se alborotó
en mi cuerpo. Soy, pues, hombre, como tú, don Silvestre.
–¡Niñacha! ¡Por ti voy a morir! ¡Como al Inti, como
a Chulla-pampa te quiero!
Eso le dije, patrón… y me quedé en su mediagua.
A pesar de la pasión con que hablaba, el semblante
del indio no se modificó; siguió siendo tranquilo, casi indiferente. Pero al final
me miró de frente, con expresión atrevida, algo torpe.
–¿Acaso, don Silvestre? ¡Ni yo, ni la niña, Satanás
tiene la culpa!
Se paró; su cabeza se puso a la altura de la lámpara
y la luz aclaró su rostro. Hasta esa noche no lo había notado: Tomascha era casi
hermoso, su cara de gavilán era enérgica; tenía un cerquillo en la frente, como
los potros cerriles de las pampas. Sus ojos hundidos eran casi iguales a los de
los gavilanes andinos, tenían esa expresión; parecían estar mirando siempre muy
lejos y eran claros y profundos. Además, Tomascha era musculoso, tenía las espaldas
anchas, como todos los indios de K’oñani.
–Sí, Tomascha, Satanás es ella. Yo hombre, tú hombre;
callado como la tierra hasta tu muerte ¿juras?
–Sí, patrón.
–No soy ahora don Silvestre, hombre como tú soy,
habla de tu voluntad.
–Juro, don Silvestre.
–¿Desde tu adentro me respetas, Tomascha?
–De verdad te quiero, don Silvestre, porque eres
buen principal y haces respetar a los indios contra los mistis abusivos de Puquio.
–Hasta mañana, Tomascha.
–Hasta mañana, patrón. Nos apretamos las manos,
de igual a igual.
El indio se fue, con su andar lento y pesado, hacia
el centro de la plaza. Daba pasos largos y se mecía al caminar.
La neblina había subido al cielo; extendida en el
espacio era más tenue y dejaba pasar fácilmente a los rayos de la luna. El blanqueo
de las paredes se distinguía muy bien en los corredores de la plaza. Tomascha se
hacía más pequeño a cada paso, se perdió un momento en la sombra del eucalipto y
volvió a aparecer más lejos, como un punto negro; y le seguía con la mirada. Cuando
desapareció en la esquina sentí como si algo me faltase, se desprendió de mi cuerpo
una especie de alegría, de felicidad pesada e intensa. Me había acostumbrado a verlo;
entre él y yo se había establecido una corriente extraña que mantuvo la tensión
de mi conciencia; al perderse él en la esquina opuesta, sentí como si se rompiera
mi equilibrio. Estuve largo rato parado en la esquina de mi tienda, sentía placer
en la inmovilidad; pero el frío me obligó a retirarme.
Cuando me examiné con calma encontré en mi interior
una sola realidad, una sola pasión grande y fuerte: la rabia.
Eran las tres de la mañana; los gallos del pueblo
se contestaban de lejos a lejos, con voz sonora; parecían innumerables; cada uno
cantaba varias veces, con ese grito largo de los gallos serranos. Yo les oía con
atención abstraída. Al poco rato me sentí pendiente de esos cantos nocturnos; desaparecieron
lentamente todas mis ideas, todo el bullir de mi rabia; y ya no había en mi interior
sino el repercutir del grito placentero de los gallos. Pero también ellos empezaron
a guardar silencio; unos tras otros, volvieron a quedarse dormidos. Y en el silencio
absoluto, otra vez sentí como si se rompiera mi equilibrio, la tensión que suprimió
la voz de mi conciencia. Inmóvil sobre mi cama, durante dos horas fui víctima de
la expresión odiosa de dos rostros: ella y Tomascha. Los ojos de ambos vertieron
sobre mi alma un chorro continuo de sangre.
Al amanecer, cuando los chiwacos y las tuyas cantaron
sobre los saúcos del cementerio, sentí como un peso en el pecho; mi corazón estaba
inmenso de rabia.
El día empezó con un cielo claro. En las faldas de los cerros se
veían nubes blancas en reposo. En Santa Bárbara, sobre los tayales y las ortigas
verdes, los pájaros silbaban alegres. Los chanchos mostrencos hociqueaban en los
romazales de la plaza. El pueblo, silencioso y humilde, me pareció, más que nunca,
un disparate.
–¡Ramoncha!
El cholillo corrió desde el zaguán.
–Ensilla mi caballo.
Yo estaba en la esquina de mi casa.
–¡Esta mañana! El día está bueno –exclamé, cuando
Ramoncha se dirigió al patio para obedecerme.
De la tierra húmeda se elevaba un vapor blanco.
La quebrada del Credo. ¿Recuerdas? El camino se
ve de lejos como una línea angular sobre el barranco amarillo. El arroyo corre por
el fondo de la quebrada, blanquisco y gritón; de salto en salto se precipita hasta
llegar al río grande que avanza, entre los cerros, y se pierde, encajonándose muy
lejos, en el corazón de la cordillera. Yo escogí el barranco del Credo para el castigo
de ella.
Eran las doce del día y ya debía estar cerca. El
viejo Constantino estaba enfermo y ella fue a ver sus maizales de Chulla-pampa en
reemplazo de su padre. Yo y el tordillo cerrábamos el camino por donde era más angosto.
Las flores de los sankys enanos del barranco parecían más sanguinolentos a esa hora,
en que el sol quemaba el campo e imponía silencio sobre los sembríos. El tordillo
dormitaba, vencido por el calor; sólo yo vigilaba el camino, con la cara vuelta
hacia el bosque del frente, donde empieza la quebrada. No tenía inquietud, ni sentía
miedo, esperaba casi tranquilo.
Mi rabia había llegado a nivelarse con mi resolución
de matarla; si crecía, era colmado inmediatamente con la proximidad cada vez más
inminente de la “hora”. Era por eso que en cada minuto me sentía pasionalmente más
grande, más alto, más feroz, sin perder mi equilibrio.
Por encima de los molles que dan sombra al camino
en la entrada del Credo, vi avanzar la cabeza de ella; el potro negro que le regalé
yo, mi gran potro negro, domado por Tomascha, estiró el cuello y relinchó, reconociendo
al tordillo, su hermano de tropa.
Me estremecí. Era ella que entraba a la quebrada,
a su tumba. El corazón me sacudió, como antes, cuando la vi llegar a los retamales
de Sullkaray, donde la esperé para gozar de su vida. ¡Qué misterio es el corazón,
hermano! Empecé a temblar a pesar de mi valentía. Vi amarillo, todo amarillo, como
la tierra del barranco. La tempestad, azuzada durante diez horas, engrandecida en
su escondite, apretada en la oscuridad del corazón, me sacudió a la vista de ella,
hasta tumbarme. Se oscurecieron mis ojos; una película negra, danzante, cubrió la
claridad del cielo, y caí de espaldas sobre el camino.
Al despertar me encontré en las faldas de ella;
mi cabeza reposaba sobre sus muslos y mis ojos se encontraron muy cerca de sus senos
que se movían, golpeados por el corazón. El tordillo y el negro nos miraban; parados
al filo del barranco, parecían defenderla de la muerte.
–¡Silve! ¡Qué pálido estás! –me dijo.
Sus ojos pardos, como hojas de k’eru, me alumbraban
con luz clara y dulce; pero su mirada no llegó hasta el fondo de mi conciencia,
porque no pude perdonarla.
–Habla, Silve. ¿Por qué desmayaste?
–¡Tomascha! ¡Tiene ojos de ak’chi y frente de potro
cerril! ¿No es cierto? ¡Parece que siempre estuvieran hundiéndose en la lejanía
sus ojos de ak’chi! ¡Tomascha! ¡Indio!
Salté hasta espantar a los caballos. Ella se quedó
ahí, aplastada en el suelo. Yo temblé otra vez; la furia de la rabia me vencía,
a pesar de que ya estaba en mis manos, de que iba a morir. La “hora” y mi ferocidad
habían crecido tanto, que perdía el dominio y parecía que iba a lanzarlo sobre mí,
porque el abismo estaba en mi delante, llamándome con su lengua amarilla.
–¡Perdón, Silve! ¡Soy inocente!
Me reí, grité a carcajadas. Los caballos huyeron
al oír mi risa.
–¡Inocente! ¡Inocente!
Arranqué el puñal de mi cinturón y me acerqué a
ella con pasos lentos y firmes. Ella se arrastró de espaldas sobre la roca, hacia
atrás. Sus ojos parecían dominados por el filo de mi cuchillo, no me miraban ya,
seguían el puñal como imantados. Di un paso largo y pisé un extremo de su falda.
Cuando sintió que ya no podía moverse, que iba a morir, se arrodilló otra vez y
me dijo, con esa voz absurda de los condenados:
–¡No, Silve! ¡Soy mujer! ¡Perdón!
Pero en vez de conmoverme, su voz me enardeció más.
Sentí en mi brazo el verdadero impulso de la muerte, me curvé con violencia y clavé
mi cuchillo en su pecho, sobre el corazón. Al mismo tiempo gritó ella:
–¡Asesino! ¡Justicia!
Su sangre saltó en un chorro grueso sobre el barranco.
Ella se tambaleó unos segundos en el filo del camino, y rodó después al fondo de
la quebrada.
Cuando desapareció ella y me encontré solo, con
un puñal enrojecido en la mano, temblé por tercera vez; pero entonces sentí espanto.
No oí ninguna voz en mi interior, ninguna idea que me dirigiese, que me salvase:
un vacío atroz en el corazón y en el cerebro. La nada, frente a ese barranco que
me llamaba; la nada, como resultado de una caída horrible desde lo alto de un torbellino
de rabia. Y después ya no fui más que la encarnación de un solo sentimiento invencible:
el espanto.
Miré con pavor a un lado y otro del camino. Nadie.
El sol grandioso del mediodía seguía imponiendo silencio en el campo. Las flores
del sanky enano reían sangre, sangre humana, roja y vengativa.
Me eché a correr, huyendo de la quebrada, con dirección
a los maizales.
Algo, algo, se rompía en el interior de mi conciencia.
De repente, sentí lágrimas sobre mi cara: lloraba.
El tordillo y el potro miraban un alfalfar, estirando
el cuello por encima del muro. Salté sobre el caballo y lo hice galopar sobre la
pampa del Utek’: las flores de los retamales pasaban por delante de mis ojos como
un mar amarillo; los sauces que bordean la cequia grande, corrían hacia atrás, como
un releje verde y alto.
Tenía miedo, un miedo furioso e indomable.
El potro negro me seguía, galopaba a mi derecha;
le crucé a látigos la cabeza, le grité; no, no obedecía, galopaba con furia; su
cerquillo era batido por el viento y la crin del cuello se sacudía como una bandera
negra.
–¡Eh, potro, potro! ¡Maldito!
Era imposible, me hubiera seguido hasta los infiernos.
En el callejón de Rollo, atropelló a un indio. La presencia brusca de un hombre
me devolvió el sentido. Del espanto volví a la realidad. Tiré de las riendas con
fuerza; vencido por la carrera, el tordillo dio varios saltos antes de pararse.
–¡Camilo!
–Casi me has matado, don Silvestre.
Su voz humilde, obediente, me hizo recordar la autoridad
de don Silvestre, principal del pueblo.
–¡Camilo! ¡Sácala! ¡El potro la ha tumbado en el
Credo!
–¿El potro, taytay?
–¡El potro! ¡Indio!
–¡Jesús! ¡Don Silvestre! ¡Ha muerto, entonces!
–Anda, Camilo; sácala. Si tiene herida en el pecho,
dirás que un palo de molle le había entrado hasta el corazón. ¿Entiendes?
–¿Herida, patrón?
–Sí, en el pecho. Monta en el potro. Tú solo, Camilo.
La traerás hasta el pueblo. Dirás que has visto corcovear al potro en el peligro.
Te daré una chacra y dos novillos. Camilo, vas a hacer favor a tu patrón, nunca
dirás a nadie que me viste corriéndome del Credo, perseguido por el potro negro.
No contestes. ¡Anda!
La última palabra salió ronca de mi cuello; grité
con tono de mando.
El indio obedeció, saltó al potro, y se lanzó a
galope por el callejón. Cuando lo vi, ya lejos, comprendí que me había salvado.
¿Dios o Satanás me mandó a Camilo?
Subí paso a paso la cuesta de Sullu-puquio.
De los nevados del frente –Chitulla, Ventanilla–
se levantaban nubes negras de aguacero; el trueno y el relámpago amenazaban. El
cielo oscureció rápidamente, y los campos lejanos se entoldaron de un azul sombrío.
Ya no tenía miedo, ni me sacudía ninguna pasión fuerte. Parecía un enfermo, atontado
y tembloroso.
–¡Tomascha! –le dije, cuando lo encontré parado
en la esquina de la plaza.
El indio tembló.
–Sígueme, Tomascha. Por delante, a mi cuarto.
Estábamos como aquella noche: mirándonos frente
a frente en el interior de mi tienda, tras de los andamios; él sentado en la silla,
y yo sobre mi catre. Sus ojos de gavilán no decían nada.
–¡Vete de aquí, Tomascha! El tordillo está ensillado
en el patio; mi apero, mi pellón, llévatelos. En este sobre hay doscientos soles,
para que negocies. A Huamanga, Cuzco, Arequipa o Tarma. Pero no regreses. Vete para
siempre, ak’chi. ¡Ahora mismo! Aquí te puedo matar, Tomascha.
El indio se puso de pie; parecía triste.
–Boyno, patrón. Morir no importa. Yo no tengo padre,
mujer, ni hermana; a ti no más te obedezco. Pero tu plata no quiero. ¡Adiós, don
Silvestre! Una libra está bien.
Puso el sobre en la mesa y me tendió la mano.
–¡Nada, nada! ¡Lárgate! Y no voltees la cabeza hasta
diez leguas.
El amansador tiró la puerta con fuerza y el andamio
tembló.
Al poco rato sentí el golpe de los herrajes de mi
tordillo sobre el empedrado.
Se llevó mi mujer y mi caballo.
Hermano: todo ha pasado. En el pueblo lloraron por
ella. Las mujeres regaron flores de k’antu, de dalia y retama en el camino del panteón.
Yo mismo fui por delante del ataúd; casi sereno atravesé los trigales de don Eustaquio
guiando a las cholas que gemían y a los indios pálidos de tristeza, porque ella
fue buena con la gente del pueblo. Recuerdo que entonces creí ser hombre perdido
para el más allá. Pero soy hombre de sierra y tengo alma de mestizo. Hijo de gamonales
que tuvieron corazón de piedra, después de haber aprobado todos mis actos, he vuelto
con indiferencia mis espaldas al pasado y he dicho:
–Está bien.
Ahora, hermano, ponte de pie y jura callar como
la tierra.
Silvestre,
Y yo le prometí solemnemente.
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