Conrad Aiken
1
Por qué tuvo que suceder
precisamente o por qué tuvo que suceder exactamente cuando tuvo lugar, era algo
a lo que no podía responder, y que quizá tampoco se había preguntado. Ante todo,
se trataba de un secreto, de algo que había que esconder celosamente de la madre
y del padre; y a este hecho en sí se debía en gran parte el deleite. Era como una
chuchería extrañamente bella para llevar, sin hablar de ella, en el bolsillo del
pantalón –un sello curioso, una moneda antigua, unos diminutos eslabones de oro
hallados pisoteados y deformados en el camino del parque, una piedrecita de calcedonia
roja, una concha que se destacaba de las demás por una mancha o una raya infrecuente–
y, como si se tratara de algo así, él experimentaba esa cálida y persistente sensación,
ese sentimiento cada vez más hermoso, de llevar consigo aquella posesión a todas
partes. Tampoco era sólo una sensación de posesión, era también una sensación de
protección. Era como si, de alguna mágica manera, su secreto le diera una fortaleza,
un muro detrás del cual podía escapar hacia un aislamiento celestial. Eso fue casi
la primera cosa que él notó –aparte de la rareza de la cosa en sí misma– y era eso
lo que ahora, una vez más, por quincuagésima vez, se le ocurría pensar mientras
estaba sentado en el aula. Era la media hora de la clase de geografía. Con un dedo
y lentamente, la señorita Buell daba vueltas a un globo terráqueo enorme que había
colocado en su escritorio. Los continentes verdes y amarillos pasaban y volvían
a pasar, se formulaban preguntas y los alumnos respondían, y ahora la niña sentada
delante de él, Deirdre, la que tenía una extraña y pequeña constelación de pecas
en la nuca, exactamente como la Osa Mayor, se ponía en pie y le respondía a la señorita
Buell que el Ecuador era la línea que recorre la Tierra por la mitad.
La
cara de la señorita Buell –vieja, pero afable, con unos rizos canosos y rígidos
a ambos lados de las mejillas, y unos ojos que nadaban brillantemente, como dos
pececillos, detrás de los gruesos lentes– se arrugó más aún en una sucesión de mohines
aguantando la risa.
–¡Ah!
Ya veo. La Tierra lleva puesto un cinturón o una faja. ¡O quizá alguien dibujó una
línea alrededor de ella!
–Oh,
no… eso no… quiero decir que…
Él
no participó en la risotada general, o sólo un poquito. Pensaba en las regiones
árticas y antárticas que, por supuesto, en el globo, eran blancas. La señorita Buell
les hablaba ahora de los trópicos, las junglas, el calor vaporoso de los pantanos
ecuatoriales, donde los pájaros y las mariposas, y hasta las serpientes, eran como
joyas vivientes. Mientras escuchaba estas cosas, ya con la sensación agradable de
estar haciendo un esfuerzo a medias, interpuso su secreto entre él y las palabras.
¿De veras era un esfuerzo? Porque un esfuerzo sugería algo voluntario, y quizá incluso
algo que uno hacía sin querer especialmente; mientras que esto era evidentemente
placentero, y llegaba casi por sí solo. Lo único que tenía que hacer era pensar
en aquella mañana, la primera, y luego en todas las demás…
¡Pero
todo era tan absurdamente sencillo! Equivalía a tan poco. No era nada, sólo una
idea –y precisamente ¿por qué tenía que haberse convertido en algo tan maravilloso,
tan permanente?: eso era un misterio–, un misterio muy agradable, es cierto, pero
también divertidamente tonto. Y no obstante, sin dejar de escuchar a la señorita
Buell, quien ya estaba por la zona templada del norte, deliberadamente evocó el
recuerdo de aquella primera mañana. Sucedió al poco de despertarse, o quizá en el
mismo momento del despertar. Pero, precisando, ¿había de verdad un momento exacto?
¿Se despierta uno de golpe? ¿O es algo gradual? De todas maneras, fue una mañana
de diciembre, después de extender una mano perezosa hacia la cabecera de la cama,
después de bostezar y de haberse vuelto a arrebujar entre sus mantas calientes,
de lo más agradecido de que aquello hubiera sucedido. De repente, sin venir a cuento,
pensó en el cartero, se acordó del cartero. Quizá no había nada raro en eso. A fin
de cuentas, escuchaba al cartero todas y cada una de las mañanas de su vida: podía
oír sus pesadas botas pisando fuerte, dando la vuelta en la esquina, en la cima
de la pequeña calle en forma de colina adoquinada, y luego –progresivamente más
cercanos, progresivamente más resonantes– los dos aldabonazos que daba en cada puerta,
cruzando y volviendo a cruzar la calle, hasta que por fin los torpes pasos llegaban
trastabillando hasta su propia puerta, y, con ellos, el tremendo aldabonazo que
estremecía la casa.
(La
señorita Buell decía: “Extensos trigales en Norteamérica y en Siberia”. Deirdre,
de momento, se había llevado la mano izquierda a la nuca). Pero aquella mañana en
particular, la primera mañana, mientras se quedaba allí tumbado, con los ojos cerrados,
por alguna razón había esperado al cartero. Había querido oírlo dar la
vuelta a la esquina. Y precisamente eso era lo curioso: nunca lo hizo. Nunca dio
la vuelta a la esquina. Porque cuando por fin sí oyó los pasos, estaba seguro
de que ya procedían de un poco más abajo de la cima de la colina, a la altura de
la primera casa; y aun así, curiosamente los pasos sonaban distintos: más suaves,
con un nuevo secreto, apagados y confusos; y a pesar de que el ritmo era el mismo,
ahora decían cosas nuevas: decían paz, decían lejanía, decían frío, decían sueño.
Y él comprendió la situación enseguida –nada le hubiera podido parecer más simple–:
había nevado durante la noche, tal como él había deseado todo el invierno, y eso
era lo que había hecho inaudibles los primeros pasos del cartero, y lo que amortiguaba
los que venían después. ¡Por supuesto! ¡Qué bonito! E incluso ahora debía estar
nevando –iba a ser un día nevado–, las largas y desiguales ráfagas blancas ventiscaban
esparciéndose a lo largo de la calle, pasando por las fachadas de las viejas casas,
susurrando e imponiendo silencio, formando pequeños triángulos de blancura en las
esquinas, entre los adoquines, revoloteando un rato, cuando el viento las soplaba
a ras de suelo hasta un rincón donde se amontonaba la nieve; y así estaría acumulándose
durante todo el día, cada vez más profunda y silenciosa.
(La
señorita Buell dijo: “La tierra de la nieves perpetuas”.) Durante todo este tiempo,
por supuesto (mientras permanecía en la cama), había mantenido los ojos cerrados,
escuchando la progresión cada vez más cercana del cartero, los pasos apagados golpeando
y resbalando en los adoquines alfombrados de nieve; y todos los demás sonidos –los
aldabonazos dobles, una o dos voces heladas y lejanas, un timbre sonando débil y
bajo, como si estuviera debajo de una lámina de hielo– tenían esa misma propiedad
ligeramente abstraída, como si estuvieran separados de la realidad por un grado,
como si todo en el mundo hubiera quedado aislado por la nieve. Pero cuando por fin,
agradecido, abrió los ojos, y los dirigió hacia la ventana, para ver ese milagro
tan largamente anhelado y ahora tan claramente imaginado, lo que vio fue la luz
del sol fulgurando sobre un tejado; y cuando, asombrado, saltó de la cama y miró
hacia abajo, a la calle, esperando ver los adoquines sepultados por la nieve, no
vio sino los propios adoquines brillantes y desnudos.
Fue
extraño el efecto que esta sorpresa extraordinaria produjo en él; durante toda la
mañana tuvo la sensación de que la nieve caía a su alrededor, una nueva y secreta
mampara de nieve entre él y el mundo. Si no había soñado aquello, entonces ¿cómo
podía haberlo soñado mientras estaba despierto?… ¿De qué otra forma podría explicarlo?
De todos modos, la alucinación había sido tan vívida como para afectar toda su conducta.
Ahora no podía recordar si fue la primera o la segunda mañana –¿o acaso la tercera?–
cuando su madre le llamó la atención por ciertos detalles de su comportamiento.
–Pero,
cariño –le había dicho en la mesa mientras desayunaban–, ¿qué te pasa? No parece
que estés escuchando…
¡Y
con cuánta frecuencia eso mismo había sucedido a partir de entonces!
(La
señorita Buell preguntaba ahora si alguien sabía la diferencia entre el Polo Norte
y el polo magnético. Deirdre levantó una temblorosa mano morena, y él pudo ver los
cuatro hoyitos que marcaban los nudillos.)
Quizá
no había sido ni la segunda ni la tercera mañana, ni siquiera la cuarta o la quinta.
¿Cómo podía estar seguro? ¿Cómo podía estar seguro de cuándo exactamente la deliciosa
progresión había devenido tan clara? ¿Justo cuando todo realmente había
empezado? Los intervalos no eran muy precisos… Sólo sabía que en algún
momento –quizá el segundo día, quizá el sexto– había notado que la presencia de
la nieve era un poco más insistente, su sonido más nítido; y que, a la inversa,
el sonido de los pasos del cartero se volvía más indistinto. No sólo no podía escuchar
los pasos dando la vuelta a la esquina, ni siquiera podía oírlos en la primera casa.
Los oía venir desde más abajo de la primera casa; y luego, unos días más tarde,
desde más abajo de la segunda casa; y unos días después, más abajo de la tercera.
Poco a poco, la nieve se volvía más tenaz, el susurro de su revoloteo aumentaba,
los adoquines eran cada vez más sordos. Cuando cada mañana –al asomarse a la ventana,
después del ritual de escuchar– descubría que los tejados y los adoquines estaban
tan descubiertos como siempre, no le importaba. Después de todo, ya se lo esperaba.
Incluso eso era lo que le gustaba, lo que lo recompensaba: la cosa era suya, no
pertenecía a nadie más.
Nadie
conocía su secreto, ni siquiera su madre ni su padre. Allí fuera estaban los adoquines
desnudos; y, aquí dentro, la nieve. La nieve que se volvía cada vez más tenaz con
el paso de los días, amortiguando el mundo, ocultando lo feo, y –sobre todo– desvaneciendo
cada vez más los pasos del cartero.
–Pero,
cariño –le dijo ella mientras almorzaban–, ¿qué te pasa? No parece que escuches
cuando la gente te habla. Ésta es la tercera vez que te pido que me alcances tu
plato…
¿Cómo
podría explicarle aquello a su madre o a su padre? Por supuesto, no había nada que
hacer al respecto: nada. Lo único que podía hacer era reírse desazonadamente, fingiendo
estar un poco avergonzado, pedir disculpas, e interesarse repentina, y no del todo
sinceramente, por lo que estaban haciendo o diciendo en la mesa: que si el gato
se había quedado fuera toda la noche, que si tenía una curiosa hinchazón en la sien
izquierda –quizá alguien le había dado una patada o una pedrada–, que si la señorita
Kempton venía o no venía a tomar el té; que si iban a limpiar la casa –o a “ponerla
patas arriba”– el miércoles en vez del viernes; que si le iban a regalar una lámpara
nueva para que estudiara por las noches –quizá era la vista cansada lo que explicaba
aquel nuevo despiste suyo tan peculiar–; la madre lo miraba divertida mientras decía
esto, pero al mismo tiempo dejaba traslucir otra emoción. ¿Una lámpara nueva? Una
lámpara nueva. Sí, madre. No, madre. Sí, madre.
La
escuela iba bien. La geometría es muy fácil. La historia es muy aburrida. La geografía
es muy interesante, particularmente cuando lo lleva a uno al Polo Norte.
¿Por
qué el Polo Norte? Oh, pues, sería divertido ser explorador. Ser otro Peary o un
Scott o un Shackleton. Y entonces, abruptamente, descubrió que ya no sentía interés
por la charla, miró el pudín en su plato, escuchó, esperó, y de nuevo empezó: ¡ah,
qué maravilloso era también al principio oírla o sentirla!, porque… ¿de veras podía
oírla?
¿Podía
oír la nieve silenciosa, la nieve secreta?
(La
señorita Buell les hablaba de la búsqueda del paso del noroeste, de Hendrik Hudson,
del Half Moon).
De
hecho, aquél era el único aspecto perturbador de la nueva experiencia: el hecho
de que tan a menudo provocara esa especie de mudo –y hasta conflictivo– malentendido
con sus padres. Era como si intentara vivir una doble vida. Por una parte, tenía
que ser Paul Hasleman, y aparentar ser esa persona –lavarse, vestirse y responder
de manera inteligente cuando alguien le hablaba–; y, por otra, tenía que explorar
ese nuevo mundo que se había abierto ante él. Tampoco cabía ninguna duda –ni la
más mínima duda– de que el nuevo mundo era el más profundo y maravilloso de los
dos. Era irresistible. Era milagroso. Simple y llanamente su belleza iba más allá
de cualquier cosa –más allá tanto del lenguaje como del pensamiento–, era algo absolutamente
inefable. Pero, entonces, ¿cómo iba a mantener el equilibrio entre esos dos mundos
de los que era constantemente consciente? Tenía que levantarse, tenía que bajar
a desayunar, tenía que hablar con su madre, ir a la escuela, hacer sus deberes,
y, en medio de todo eso, tratar de no parecer demasiado tonto. Pero si durante todo
ese tiempo también trataba de deleitarse con aquella otra existencia tan distinta,
de la que difícilmente (por no decir en modo alguno) se podía hablar… ¿cómo se las
iba a arreglar? ¿Cómo iba a explicarlo? ¿Estaba seguro de poderlo explicar? ¿No
resultaría absurdo? ¿No equivaldría sencillamente a meterse en una especie de oscuro
lío?
Estas
ideas iban y venían, iban y venían, tan suave y clandestinamente como la nieve;
no eran precisamente un trastorno, a lo mejor hasta eran placenteras; a él le gustaba
rumiarlas; casi podía palparlas, acariciarlas con la mano, sin cerrar los ojos,
y sin dejar de ver a la señorita Buell y el aula y el globo terráqueo y las pecas
en la nuca de Deirdre; sin embargo, en cierto sentido sí dejaba de ver, o dejaba
de ver el mundo exterior evidente, sustituyéndolo por esa visión de la nieve, por
el sonido de la nieve, y la aproximación lenta, casi inaudible, del cartero. Ayer
los pasos del cartero se dejaron oír sólo a la altura de la sexta casa; la capa
de nieve era ahora mucho más profunda, los copos caían más rápidamente y con más
fuerza, el rumor de su revoloteo era más claro, más tranquilizador, más persistente.
Y esta mañana –según sus cálculos– los pasos del cartero se habían dejado oír poco
antes de llegar a la séptima casa, quizá sólo uno o dos pasos antes: como mucho,
había escuchado dos o tres pasos antes de que sonara el aldabonazo… Y a medida que
se reducía la esfera, mientras más se acercaba el límite donde por primera vez el
cartero se tornaba audible, resultaba extraño cuanto más bruscamente se incrementaba
la cantidad de ilusión que tenía que poner en los asuntos ordinarios de la vida
cotidiana. Cada día era más difícil salir de la cama, asomarse a la ventana, mirar
a la calle, como siempre, perfectamente vacía y sin nieve. Cada día era más arduo
cumplir con la elemental rutina de saludar a la madre o al padre en el desayuno,
responder a sus preguntas, recoger sus libros e ir al colegio. Y en la escuela,
cuán extraordinariamente difícil resultaba conciliar exitosa y simultáneamente la
vida pública con la otra vida que era un secreto. A ratos deseaba hablarles a todos
del asunto, realmente suspiraba por hacerlo, por soltarlo en una explosión, pero
inmediatamente experimentaba una sensación lejana, como de una vaga absurdidad inherente
a todo aquello –pero… ¿era absurdo?– y, más importante aún, experimentaba
un misterioso sentimiento de poder en su afán de clandestinidad. Sí: aquello había
que mantenerlo en secreto. Eso estaba cada vez más claro. Mantenerlo en secreto
a toda costa, pese a quien pese y duela a quien duela…
(La
señorita Buell lo miró directamente, y dijo sonriendo: “¿Qué tal si le preguntamos
a Paul? Estoy segura de que Paul saldrá de su ensueño el tiempo necesario para darnos
la respuesta. ¿No es verdad, Paul?”. Él se levantó de la silla, apoyando una mano
en el pupitre tersamente barnizado, y deliberadamente traspasó la nieve con su mirada
para ver la pizarra. Era un esfuerzo, pero casi le divirtió hacerlo. “Sí”, dijo
lentamente, “era lo que ahora llamamos el río Hudson. Él creyó que era el paso del
noroeste. Estaba decepcionado”. Se sentó de nuevo, y mientras lo hacía, Deirdre
se volvió en su silla y le regaló una sonrisa tímida, de aprobación y de admiración).
Pese
a quien pese y duela a quien duela.
Esta
parte del asunto era extraña, muy extraña. Su madre era muy simpática, y también
lo era su padre. Sí, todo eso era verdad. Él quería ser simpático con ellos, contarles
todo, y no obstante, ¿de verdad era tan malo él por querer tener un lugar secreto
para sí solo?
La
noche anterior, a la hora de ir a la cama, su madre le había dicho: “Si esto sigue
así, querido, tendremos que llamar al médico, ¡sí, señor! No podemos permitir que
nuestro hijo…” Pero ¿qué era lo que había dicho a continuación?: “¿…que nuestro
hijo viva en otro mundo?” o “¿…que viva tan alejado?” Había usado la palabra “alejado”,
de eso estaba seguro, y entonces su madre había cogido una revista y se había reído
un poco, pero con una expresión que no era alegre. Y él sintió lástima por ella…
El
timbre sonó señalando el final de la clase. El sonido le llegó como a través de
largos y curvados paralelos de nieve cayendo. Vio levantarse a Deirdre, y él también
se levantó, casi al mismo tiempo, pero no tan pronto como ella.
2
En el camino
de vuelta a casa, que era eterno, le gustaba ver a través del acompañamiento o del
contrapunto de la nieve los detalles meramente externos del recorrido. Había muchas
clases de ladrillos en las aceras, y puestos de muy diversas maneras. Las cercas
de los jardines también eran distintas, unas hechas con estacas de madera, otras
de yeso, otras de piedra. Las ramitas de los arbustos se derramaban sobre los muros;
los capullos invernales de las lilas, duros y verdes, con tallos grises, gruesos
y con vainas; otras ramas eran muy delgadas y finas y negras y estaban desecadas.
Los gorriones manchados se apiñaban en los arbustos, y sus colores eran tan desteñidos
como las frutas muertas que quedaban en los árboles sin hojas. Un solo estornino
chilló en una veleta. En el arroyo de la calle, al lado de una alcantarilla, había
un trozo de periódico rasgado y mugriento, atrapado en un pequeño delta de suciedad:
la palabra ECZEMA apareció en mayúsculas y, debajo de ella, una carta de la señora
Amelia D. Cravath, 2100 Pine Street, Fort Worth, Texas, especificando que después
de sufrir durante años, se había curado con el ungüento Caley. En el pequeño delta,
al lado del continente de fango marrón en forma de abanico y profundamente surcado
por numerosos riachuelos, había unas ramitas extraviadas, caídas de la planta madre,
una cerilla con la cabeza carbonizada, el erizo mohoso de un castaño de Indias,
una pequeña concentración de grava centelleante en el borde del sumidero, un fragmento
de cáscara de huevo, una raya de serrín amarillo que estuvo mojado y ahora estaba
seco y congelado, una piedrecita de color marrón y una pluma rota. Más allá, había
una acera de cemento, dividida en paralelogramos geométricos, con una placa de latón
conmemorativa incrustada en un extremo, en recuerdo de los contratistas que la habían
hecho, y, atravesando la acera, una desordenada sucesión de huellas de perro, inmortalizadas
en la piedra sintética. Conocía muy bien esas huellas, y siempre las pisaba; tapar
los hoyitos con su pie siempre le producía un extraño placer; hoy lo hizo una vez
más, pero a la ligera, con cierta indiferencia, pensando todo el tiempo en otra
cosa. Hacía mucho tiempo un perro había pisado por descuido el cemento cuando todavía
estaba fresco. Probablemente había sacudido la cola, pero esto no había quedado
grabado. Ahora, Paul Hasleman, a sus doce años, de camino a casa desde el colegio,
atravesaba el mismo río, que entretanto se había congelado y petrificado. Hacia
casa a través de la nieve, la nieve que caía en el sol brillante.
¿Hacia
casa?
Luego
venía la portada con jambas coronadas por sendas piedras en forma de huevo ingeniosamente
equilibradas en sus puntas, como si fuera obra de Colón, y argamasadas en el mismo
acto de equilibrio: una fuente permanente de asombro. Un poco más allá, en la pared
de ladrillos, aparecía rotulada la letra H, supuestamente por algún motivo. ¿H?
H.
La
boca de incendios verde, con una pequeña cadena pintada de verde, sujetada al tapón
metálico de rosca.
El
olmo cuya corteza mostraba la gran herida gris en forma de riñón en la que siempre
ponía la mano: para sentir la madera fría, pero viva. Estaba convencido de que la
herida se debía a los mordiscos de un caballo atado al tronco del árbol. Pero ahora
sólo merecía una caricia, una mirada meramente tolerante. Había cosas más importantes.
Milagros. Cosas que estaban más allá de las reflexiones acerca de los árboles, de
los simples olmos. Más allá de las meditaciones sobre las aceras, las simples piedras,
los simples ladrillos, el simple cemento. Incluso más allá de los pensamientos de
sus propios zapatos, que pisaban estas aceras de manera obediente, llevando una
carga –muy por encima de ellos– de intrincado misterio. Los miró.
No
estaban muy bien lustrados; los tenía abandonados, por un buen motivo: formaban
parte del creciente cúmulo de dificultades que entrañaba el regreso diario a la
vida cotidiana, la lucha de cada mañana. Levantarse, tras haber abierto por fin
los ojos, asomarse a la ventana y descubrir que no hay nieve, lavarse, vestirse,
bajar la escalera siguiendo sus curvas para desayunar…
Sin
embargo –pese a quien pese y duela a quien duela–, tenía que perseverar en la ruptura,
ya que así lo exigía la inefabilidad de la experiencia. Por supuesto, era conveniente
ser amable con la madre y con el padre, especialmente teniendo en cuenta que parecían
tan preocupados, pero también era preciso ser resuelto. Si decidían –como parecía
probable– llamar al médico, el doctor Howells, y pedirle que examinara a Paul, que
auscultara su corazón usando una especie de dictáfono, sus pulmones, su estómago,
pues eso estaba bien. Se sometería al chequeo. También contestaría a sus preguntas:
¿acaso con respuestas que ellos no esperarían? No. Eso nunca estaría bien. Porque
el mundo secreto había que preservarlo, a toda costa.
La
casita de los pájaros en el manzano estaba vacía: no era la época de reyezuelos.
La negra abertura redondeada que hacía las veces de puerta había perdido su encanto.
Los reyezuelos disfrutaban de otras casas, de otros nidos, de otros árboles más
remotos. Pero ésta era también una noción que consideraba sólo vaga y superficialmente,
como si, de momento, se conformara con rozarla; había algo más allá, algo que ya
asumía una importancia más trascendental; que ya lo tentaba con guiños seductores,
encandilando también los recovecos de su mente. Era curioso que a pesar de desear
y esperar tanto aquello, se regodeara en aquel devaneo pasajero con la pajarera
en forma de casa, como si pospusiera y enriqueciera deliberadamente el placer que
se avecinaba. Sabía que se estaba retrasando, era consciente de su risueña y desinteresada
–y ahora casi incomprensiva– mirada dirigida a la pequeña casita de los pájaros;
sabía lo que iba a mirar después: su propia calle, la colina adoquinada, su propia
casa, el riachuelo al pie de la colina, la tienda de comestibles con el hombre de
cartón en la ventana; y ahora, pensando en todo esto, volvió la cabeza –todavía
sonriendo– rápidamente a izquierda y a derecha, mirando a través de la luz del sol
impregnada de nieve.
Y,
como había previsto, la neblina de la nieve todavía estaba en la luz: un fantasma
de nieve cayendo en la brillante luz solar, flotando suave y constantemente, dando
vueltas y haciendo pausas, encontrándose silenciosamente con la nieve que tapaba,
como con un espejismo transparente, los brillantes adoquines desnudos.
Amaba
la nieve, se quedó quieto, adorándola. Su belleza lo paralizó; más allá de toda
palabra, de toda experiencia, de todo sueño. Aquello no se podía comparar con ninguno
de los cuentos de hadas que había leído: ninguno le había dado aquella extraordinaria
combinación de etérea hermosura con algo más, un no sé qué inenarrable, casi imperceptible
y deliciosamente aterrador. ¿Qué era aquello?
Mientras
pensaba en ello, miró hacia arriba, a la ventana de su habitación, que estaba abierta,
y fue como si hubiera mirado directamente dentro de la habitación y se viera a sí
mismo tumbado en la cama, medio despierto. Allí estaba: en aquel preciso instante
aún estaba allí, acaso de verdad… más verdaderamente allí que de pie aquí, en la
acera de la calle-colina adoquinada, haciendo pantalla con una mano para protegerse
los ojos del resplandor de la nieve solar. ¿De verdad había salido alguna vez de
su habitación en todo aquel tiempo, desde aquella primera mañana? ¿No sería que
todavía toda la progresión estaba verificándose allí, no sería que todavía estaba
en aquella primera mañana y aún no se había despertado del todo? Incluso era posible
que el cartero aún no hubiera llegado para dar la vuelta a la esquina…
Esta
idea lo divirtió, y cuando se le ocurrió, automáticamente levantó la cabeza para
mirar la cima de la colina. Por supuesto, allí no había nada, nada ni nadie. La
calle estaba vacía y silenciosa. Y ya que estaba desierta, se le antojó contar las
casas: una cosa que, por extraño que parezca, nunca antes se le había ocurrido hacer.
Por supuesto, sabía que no había muchas casas –o sea, no había muchas en la acera
donde estaba su casa, que eran las que figuraban en la marcha del cartero– y, no
obstante, le produjo una especie de sorpresa descubrir que había exactamente seis
más arriba de su casa; su casa era la séptima.
¡Seis!
Asombrado,
contempló su propia casa –miró la puerta con el número trece– y entonces se dio
cuenta de que todo aquello ya debería saberlo exacta, lógica y absurdamente. De
todos modos, advertirlo le produjo abruptamente –incluso un poco sobrecogedoramente–
una sensación de premura. Se sintió urgido… lo apremiaban. Porque –frunció el ceño–
no podía estar equivocado: era justo encima de la séptima casa, su propia
casa, donde el cartero se había tornado audible por primera vez esta mañana. Pero,
de ser así –en ese caso–, ¿quería decir que mañana no escucharía nada? El golpe
de aldaba que había oído debió de ser el golpe llamando a su propia puerta. ¿Significaba
eso –y esta idea lo dejó realmente sorprendido– que nunca volvería a escuchar al
cartero?… ¿Que mañana por la mañana el cartero ya habría pasado por la casa, andando
por una capa de nieve para entonces tan profunda que sus pasos resultaran totalmente
inaudibles? ¿Se acercaría por la calle nevada tan silenciosamente, tan clandestinamente,
que él, Paul Hasleman, allí tumbado en la cama, no se despertaría a tiempo, o que,
al despertarse, no habría escuchado nada?
Pero
aquello era imposible, a menos que la aldaba estuviera cubierta de nieve, ¿congelada,
quizá?… Pero, en ese caso…
Fue
presa de un vago sentimiento de frustración, de una vaga tristeza, como si sintiera
que lo privaban de algo que había anhelado durante mucho tiempo, algo muy valioso.
Después de todo aquello, de toda esa hermosa progresión, del lento y delicioso avance
del cartero por la nieve silenciosa y secreta, los aldabonazos sonando cada día
y cada vez más cercanos, y los pasos acercándose más y más, el perímetro acústico
del mundo reduciéndose, reduciéndose, reduciéndose día tras día, a medida que la
nieve se adueñaba de todo sosegada y maravillosamente, acumulándose en capas cada
vez más profundas… ¿después de todo eso iba a verse frustrado en la única cosa que
tanto deseaba: poder contar, como fuera, los últimos dos o tres pasos solemnes,
cuando por fin se aproximaban a su propia puerta? ¿Al final todo iba a suceder tan
súbitamente? ¿O en realidad ya había sucedido? ¿Habría tenido lugar sin ninguna
lenta y sutil gradación de amenaza con la que pudiera deleitarse?
De
nuevo miró hacia arriba, hacia su ventana que destellaba al sol: y esta vez lo hizo
casi con la convicción de que sería mejor si estuviera en la cama, en aquella
habitación; porque en tal caso significaría que aún debía de ser la primera mañana,
y, por tanto, quedarían seis mañanas más por venir; o bien podrían ser siete, ocho
o nueve –¿cómo iba a saberlo?– o incluso más.
3
Después de cenar,
comenzó la inquisición. De pie frente al doctor, bajo la lámpara, se sometió en
silencio a los ruidos sordos y a los golpecitos rutinarios.
–Ahora,
por favor, di “¡Ah!”
–¡Ah!
–Ahora,
otra vez, por favor, si no te importa.
–Ah.
–Dilo
lentamente y prolóngalo, si puedes…
–Ah-h-h-h-h-h…
–Bien.
Qué
tonto era todo aquello. ¡Como si tuviera algo que ver con su garganta! ¡O con su
corazón o sus pulmones!
Relajando
la boca, cuyas comisuras le dolían después de todos esos estiramientos absurdos,
evitó la mirada del doctor y volvió los ojos a la chimenea, más allá de los pies
de su madre (unas zapatillas grises) sobresaliendo de un sillón verde, y de los
pies de su padre (unas zapatillas marrones) primorosamente posadas, unas al lado
de las otras, en la alfombra.
–Mmm.
Desde luego, aquí no hay nada anormal…
Sentía
los ojos del doctor clavándose en él, y, sólo por educación, le devolvió la mirada,
pero con una sensación de evasión justificable.
–Ahora,
jovencito, dime… ¿te sientes bien?
–Sí,
señor, muy bien.
–¿Ningún
dolor de cabeza? ¿Mareos?
–No.
Creo que no.
–Vamos
a ver. Vamos a coger un libro, si no te importa… sí, gracias, ése servirá a las
mil maravillas… y ahora, Paul, me gustaría que lo leyeras, sujetándolo como lo harías
normalmente…
Paul
cogió el libro y leyó:
–“Y
otro elogio tengo para ésta, nuestra ciudad madre, el regalo de un gran dios, gloria
de la tierra más alta; el poderío de los caballos, el poder de los potros, la potencia
del mar… Porque vos, hijo de Cronos, nuestro señor Poseidón, habéis entronizado
en ella este orgullo, ya que en estas calles mostrasteis por primera vez el freno
que doma el furor de los corceles. Y el remo bien proporcionado, apto para las manos
del hombre, adquiere una velocidad prodigiosa en el mar, siguiendo a las Nereidas
de cien pies… Oh, tierra elogiada por encima de todas las tierras, ahora es el momento
de que esos brillantes elogios se conviertan en hechos”.
Se
calló, vacilante, y bajó el pesado libro.
–No…
como había pensado… desde luego no hay ninguna evidencia de que tenga la vista cansada.
El
silencio se agolpó en la habitación, y se sintió escudriñado por las tres personas
que lo rodeaban…
–Podríamos
examinarle los ojos… pero creo que no es eso.
–¿Y
qué puede ser? –Era la voz de su padre.
–Es
sólo ese curioso despiste… –Era la voz de su madre.
En
presencia del doctor, ambos parecían avergonzados, como si pidieran disculpas por
la conducta de su hijo.
–Yo
creo que es algo más. Ahora, Paul… me gustaría hacerte un par de preguntas. ¿Me
las responderás, verdad?… Como sabes, soy un viejo amigo tuyo, ¿verdad? ¡Eso es!…
El
médico le dio dos palmadas en la espalda con su mano adiposa y luego le regaló una
sonrisa fingidamente amable mientras con la uña rascaba el botón superior de su
chaleco. Más allá del hombro del médico estaba el fuego, los dedos de las llamas
haciendo prestidigitaciones de luz contra el fondo de la chimenea, la suave crepitación
de su aleteo al azar era el único sonido.
–Me
gustaría saber una cosa… ¿hay algo que te preocupa?
De
nuevo el doctor sonreía, sus párpados caían sobre las pequeñas pupilas negras, en
cada una de las cuales había un diminuto punto blanco de luz. ¿Por qué tenía que
responderle? En modo alguno tenía que responderle. “Pese a quien pese, y duela a
quien duela”… pero todo aquello era una lata, esa necesidad de resistencia, esa
necesidad de concentración: era como si lo hubieran puesto en un escenario brillantemente
iluminado, bajo el gran incendio circular de un reflector; como si no fuera más
que una foca amaestrada, o un perro de circo, o un pez sacado de la pecera y sujetado
por la cola. Se lo tendrían merecido si él se hubiera limitado a ladrar o a gruñir.
¿Y mientras tanto tenía que perder estas últimas horas tan preciosas, aquellos minutos,
cada uno de los cuales era más bello que el anterior, más amenazador…? Se quedó
mirando, como desde una gran distancia, los puntitos de luz en los ojos del doctor,
su petrificada y falsa sonrisa, y más allá, de nuevo, las zapatillas de su madre
y las de su padre, y la suave danza del fuego. Incluso allí, pese a encontrarse
entre aquellas presencias hostiles, y en medio de esa luz ordenada, podía ver la
nieve, podía escucharla: estaba en los rincones de la sala, donde más profundas
eran las sombras, debajo del sofá, detrás de la puerta entreabierta que conducía
al comedor. Allí era más ameno y más suave su aletear en el aire, su susurro más
silencioso, como si, por respeto al salón, hubiera decidido comportarse “educadamente”;
se mantenía fuera de la vista, se eclipsaba, pero diciéndole a las claras: “¡Ah,
pero espera! ¡Espera a que estemos solos! ¡Entonces empezaré a contarte algo nuevo!
¡Algo blanco! ¡Algo frío! ¡Algo dormido! ¡Algo que tiene que ver con el cesar, con
la paz, y con la larga curva luminosa del espacio! Diles que se vayan. Destiérralos.
Niégate a hablar. Déjalos, vete arriba, a tu habitación, apaga la luz y métete en
la cama… yo te acompañaré, yo te estaré esperando, yo te contaré un cuento mucho
mejor que el de la pequeña Kay de los patines, o el fantasma de la nieve… yo rodearé
tu cama, cerraré las ventanas, amontonaré un ventisquero contra la puerta, para
que nadie jamás vuelva a entrar. ¡Háblales!…” Parecía como si la voz sibilante llegara
desde una lenta espiral blanca de copos que caían en un rincón, cerca de la ventana
de enfrente… pero no estaba seguro. Entonces notó que sonreía, y le dijo al médico,
pero sin mirarlo, sin dejar de mirar más allá de él:
–Oh,
no, creo que no…
–Pero
¿estás seguro, hijo mío? –La voz de su padre sonó suave y fríamente… el conocido
tono de sedosa amonestación…– No has de responder enseguida, Paul… recuerda que
intentamos ayudarte… piénsalo, pues debes estar bien seguro, ¿vale?
Otra
vez notó que sonreía ante la idea de estar muy seguro. ¡Qué chistoso! ¡Como si no
estuviera seguro de que estar seguro ya no era necesario, y de que todo aquel interrogatorio
era una ridícula farsa, una parodia grotesca! ¿Qué podrían saber ellos de aquello?
¿Qué podían entender esas inteligencias vulgares, esas mentes mediocres tan atadas
a lo convencional, a lo ordinario? ¡Era imposible contarles nada de aquello! ¿Para
qué? ¿Acaso ahora mismo, con la evidencia tan abundante, tan formidable, tan inminente,
tan horrorosamente presente allí, en aquella misma habitación, podrían creérselo?
¿Podría incluso su madre creérselo? No… saltaba a la vista que si decía cualquier
cosa acerca de aquello, si hacía la más mínima alusión, ellos se mostrarían incrédulos…
se reirían… dirían “¡Eso es absurdo!”… pensarían de él cosas que no eran verdad…
–Pues
no, no estoy preocupado… ¿por qué debería estarlo?
Entonces
miró directamente a los párpados caídos del médico, miró primero un ojo y luego
el otro, desplazándose desde un puntito de luz hasta el otro, y se echó a reír.
El
doctor parecía desconcertado. Empujó la silla hacia atrás, apoyando las regordetas
manos blancas en las rodillas. La sonrisa desapareció lentamente de su rostro.
–¡Paul!
–dijo, y guardó un grave silencio–. Me temo que no estás tomando esto con la debida
seriedad. Creo que quizá no te das cuenta… no te das cuenta… –Respiró hondo y rápidamente
se volvió hacia los otros, con un gesto de impotencia, como si no tuviera palabras
con que expresarse.
Pero
tanto la madre como el padre permanecieron callados… ellos no podían ayudarlo.
–Seguramente
sabes, supongo que serás consciente de que… de que no has sido tú mismo últimamente.
¿Acaso no sabes que…?
Era
divertido presenciar el esfuerzo renovado del médico por sonreír, su extraño aspecto
descompuesto, como de turbación confidencial.
–Me
siento bien, señor –dijo, y de nuevo se rio un poco.
–Estamos
intentando ayudarte. –El tono del doctor se volvió más severo.
–Sí,
señor, lo sé. Pero ¿por qué? Estoy bien. Simplemente estoy pensando, esto
es todo.
Su
madre se inclinó rápidamente hacia delante, apoyando una mano en el respaldo de
la silla del doctor.
–¿Pensando?
–dijo–. Pero, cariño… ¿en qué?
Era
un desafío directo… y tendría que salir directamente al paso. Pero antes buscó otra
vez en el rincón, cerca de la puerta, como para tranquilizarse. Sonrió de nuevo
a lo que vio, a lo que escuchó. La pequeña espiral todavía estaba allí, todavía
daba vueltas suavemente, como el fantasma de un gatito blanco persiguiendo el fantasma
de una cola blanca, emitiendo susurros apenas perceptibles. ¡Estaba bien!
Bastaría
con ser capaz de mantenerse firme, y todo saldría bien.
–Oh,
en todo y en nada… ¡tú sabes cómo se hace!
–¿Quieres
decir… fantaseando?
–¡Oh,
no… pensando!
–Pero…
¿pensando en qué?
–En
cualquier cosa.
Se
rio por tercera vez, pero esta vez, al mirar la cara de su madre, le espantó ver
el efecto que su risa parecía producir en ella. Su boca se había abierto en una
expresión de horror… ¡Qué mala suerte! ¡Qué desgracia! Desde luego, él sabía que
causaría dolor, pero no se le había ocurrido pensar que la cosa llegaría hasta ese
punto. Quizá si… quizá si les diera sólo una pequeñísima pista reluciente…
–En
la nieve –dijo.
–¿Qué
demonios dices? –Era la voz de su padre. Las zapatillas marrones se acercaron en
la alfombra de la chimenea.
–Pero
cariño, ¿qué quieres decir? –Era la voz de su madre.
El
médico se limitaba a mirarlo fijamente.
–Simplemente
en la nieve, eso es todo. Me gusta pensar en ella.
–Háblanos
de ella, hijo mío.
–Pero
eso es todo lo que hay. No hay nada que contar. Ustedes saben qué es la nieve.
Esto
lo dijo casi enfadado, porque creía que intentaban arrinconarlo. Se volvió a un
lado para no tener que seguir frente al doctor, y para ver mejor la pulgada de negrura
entre el alféizar de la ventana y la cortina bajada: la fría pulgada de noche deliciosa
y tentadora. Enseguida se sintió mejor, más seguro.
–Madre…
¿ya puedo irme a dormir, por favor? Me duele la cabeza.
–Pero
pensaba que habías dicho…
–Acaba
de empezarme a doler. ¡Es por culpa de todas estas preguntas…! ¿Puedo, madre?
–Podrás
ir cuando termine el doctor.
–¿No
te parece que deberíamos entrar en este asunto a fondo y ahora? –Era la
voz del padre. De nuevo las zapatillas marrones se acercaron un paso, la voz había
adoptado el bien conocido tono de “castigo”, resonante y cruel.
–¡Oh,
de qué servirá, Norman…!
De
pronto, todos se callaron. Y sin mirarlos directamente, sabía que los tres lo miraban
con una intensidad extraordinaria –de hito en hito– como si hubiera hecho algo monstruoso,
o como si él mismo fuera una especie de monstruo. Podía escuchar el débil e irregular
aleteo de las llamas; el tictac del reloj; a lo lejos, el chisporroteo de dos risas
en la cocina, interrumpidas tan súbitamente como habían empezado; el murmullo del
agua en la tubería; y después, el silencio que parecía volverse más profundo, extendiéndose,
dilatándose como el mundo, ensanchándose como el mundo, haciéndose eterno y sin
forma definida, y concentrándose inevitable y minuciosamente, con una concentración
lenta y adormilada, pero enorme en todo su poder, en el principio de un nuevo sonido.
Él sabía perfectamente en qué se iba a convertir ese nuevo sonido. Podría empezar
con un silbido, pero terminaría con un rugido… no había tiempo que perder… tenía
que escapar. Aquello no debía suceder allí…
Sin
decir una palabra más dio media vuelta y subió la escalera corriendo.
4
Llegó por los
pelos. La oscuridad ya entraba en largas olas blancas. Un prolongado silbido inundaba
la noche –una inmensa furia sin fisuras, de influencia salvaje, la atravesó abruptamente–,
un zumbido bajo y frío hizo temblar las ventanas. Cerró la puerta y se quitó la
ropa precipitadamente en medio de la oscuridad. El suelo negro y desnudo era como
una pequeña balsa sacudida por oleadas de nieve, a punto de irse a pique, ora emblanquecidamente
hundida, ora saliendo a flote de nuevo, zozobrando entre espirales ondulantes de
plumas. La nieve se reía: de todas partes le llegaba su voz al mismo tiempo: ciñéndolo
mientras corría y saltaba a la cama triunfante.
–¡Escúchanos!
–le dijo la nieve–. ¡Escucha! Hemos venido para contarte la historia de la que te
hablamos. ¿Te acuerdas? Acuéstate. Cierra los ojos, ahora… ya no verás mucho… en
esta blanca oscuridad, ¿quién podría o querría ver? Nosotros lo sustituiremos todo…
Escucha…
Un
hermoso y cambiante baile de nieve empezó en la habitación, avanzaba y retrocedía,
se aplastaba hasta llegar al suelo, alzándose luego como un surtidor hasta el techo,
se balanceaba, se restablecía formando un nuevo remolino de copos que entraba derramándose
y riéndose por la ventana, que zumbaba, avanzaba de nuevo, levantando unos largos
brazos blancos. Decía paz, decía lejanía, decía frío… decía…
Pero
entonces una cuchillada de luz horrorosa atravesó brutalmente la habitación desde
la puerta que se abrió –la nieve retrocedió silbando–; algo ajeno había entrado
en la habitación: algo hostil. Esa cosa corrió hacia él, se aferró a él, lo sacudió;
no solamente estaba horrorizado, estaba lleno de un odio que jamás había experimentado.
¿Qué era aquello? ¿Qué era esa cruel interrupción? ¿Ese acto de ira y de odio? Era
como si tuviera que extenderse la mano hacia otro mundo para poder comprenderlo:
un esfuerzo del que a duras penas era capaz. Pero de aquel otro mundo todavía recordaba
lo bastante para conocer los conjuros del exorcismo. Esas palabras se desgarraron
de su otra vida repentinamente…
–¡Madre!
¡Madre! ¡Lárgate! ¡Te odio!
Y
con ese esfuerzo, todo se resolvió, todo volvió a estar bien: el silbido sin fisuras
avanzó de nuevo, las largas y oscilantes ráfagas blancas se alzaron y cayeron como
enormes olas musitantes, el susurro devino más fuerte, las risas se multiplicaron.
–¡Escucha!
–oyó que le decían–. Te vamos a contar la última historia, la más bella y secreta…
cierra los ojos… es un cuento muy breve… un cuento que cada vez se hace más corto…
que avanza hacia dentro en vez de abrirse como una flor… es una flor que se convierte
en una semilla… una pequeña semilla fría… ¿escuchas?
Nos
acercaremos más a ti…
El
susurro era ahora un rugido, el mundo entero era un vasto telón móvil de nieve;
pero incluso ahora decía paz, decía lejanía, decía frío, decía dormir.
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