Sherwood Anderson
Si usted ha vivido en
ciudades y caminos por el parque durante una tarde de verano, quizá habrá
visto, parpadeando en un rincón de su jaula de hierro, a una clase de mono
enorme y grotesco, una criatura de piel fea, ajada y calva debajo de los ojos y
un trasero morado brillante. Este mono es un verdadero monstruo. Toda su
fealdad adquiere una especie de belleza pervertida. Los niños se detienen ante
su jaula fascinados, los hombres se voltean con aire de disgusto y las mujeres
se quedan un momento, quizá tratando de recordar, a cuál de los hombres que han
conocido se le parece, aunque sea vagamente.
Si
en los primeros años de su vida usted hubiera sido ciudadano del pueblo de
Winesburg, Ohio, la existencia de la bestia enjaulada no le hubiera significado
misterio alguno. “Es como Wash Williams”, diría. “Sentada en ese rincón, la
bestia es exactamente como cuando el viejo Wash se sienta en el césped del
patio de la estación una tarde de verano después de cerrar su oficina antes de
que anochezca.”
Wash
Williams, el operador de telégrafos de Winesburg, era la cosa más fea de la
ciudad: de tamaño inmenso, cuello delgado, piernas débiles. Era sucio. Todo en
él era inmundo. Incluso el blanco de sus ojos se veía empañado.
Voy
muy rápido. No todo en Wash Williams era sucio. Se cuidaba las manos. Tenía los
dedos gruesos, pero había algo sensible y proporcionado en la mano que
descansaba sobre la mesa junto al aparato en la oficina de telégrafos. En su
juventud se le había reconocido como el mejor operador de telégrafos del estado
y, a pesar de su situación degradante en la lóbrega oficina de Winesburg,
continuaba sintiéndose orgulloso de su habilidad.
Wash
Williams no se relacionaba con los hombres del pueblo en que vivía. “Nada tengo
que hacer con ellos”, decía mirando con ojos turbios a quienes caminaban por el
andén de la estación frente a la oficina de telégrafos. Por la noche recorría
la Calle Main hasta la última cantina de Ed Griffith y, después de beber
cantidades increíbles de cerveza, se tambaleaba hasta su habitación en el New
Willard House y se metía a la cama a pasar la noche.
Wash
Williams era un hombre valiente. Algo le había sucedido que lo había hecho
odiar la vida y la odiaba de todo corazón, con el abandono de un poeta. En
primer lugar, odiaba a las mujeres. “Putas”, decía. Su sentimiento hacia los
hombres era distinto. Les tenía lástima. “¿Acaso el hombre no permite que una u
otra puta manipule su vida?”, preguntaba.
En
Winesburg nadie prestaba atención a Wash Williams o al odio a sus semejantes.
En una ocasión la señora White, esposa del banquero, se quejó a la compañía de
telégrafos diciendo que la oficina de Winesburg estaba sucia y olía
abominablemente; pero su argumento no tuvo eco. Por aquí y por allá había
hombres que respetaban al operador. Instintivamente los hombres percibían en él
un fuerte resentimiento que él mismo no tenía el valor de reconocer. Cuando
Wash caminaba por las calles, alguno de ellos sentía el impulso de rendirle
homenaje, de quitarse el sombrero o hacerle una caravana. El superintendente
que inspeccionaba a los operadores de telégrafos de la línea de ferrocarril que
atravesaba Winesburg actuaba así. Había colocado a Wash en la oficina lóbrega
de Winesburg para evitar despedirlo y tenía la intención de mantenerlo allí.
Cuando recibió la carta de protesta de la esposa del banquero la rompió y se rio
con desagrado. Al hacerlo, por algún motivo pensó en su propia mujer.
En
un tiempo Wash Williams había tenido esposa. De joven se había casado con una
chica de Dayton, Ohio. Era alta, delgada, de ojos azules y pelo rubio. El mismo
Wash había sido guapo. La había amado con un amor tan absorbente como el odio
que después experimentó hacia las mujeres.
En
todo Winesburg sólo había un individuo que conocía la historia del suceso que
había afeado y amargado a la persona y el carácter de Wash Williams. En cierta
ocasión se lo contó a George Willard y tal relato era algo así:
“Una
noche George Willard se fue a pasear con Belle Carpenter, ribeteadora de
sombreros de mujer que trabajaba en la mercería de la señora Kate McHugh. El
joven no estaba enamorado. De hecho, ella tenía un pretendiente que trabajaba
como mesero en la cantina de Ed Griffith, pero cuando George Willard caminaba
con ella bajo los árboles, ocasionalmente se abrazaban. La noche y sus propios
pensamientos les habían despertado algo. Al volver a la calle Main pasaron por
el jardincito que está al lado de la estación de ferrocarril y vieron a Wash
Williams aparentemente dormido en el pasto bajo un árbol. La noche siguiente el
operador y George Willard salieron, caminaron por las vías del ferrocarril y se
sentaron en una pila de durmientes medio podridas junto a los rieles. Fue
entonces cuando el operador le contó su historia de odio al joven reportero.”
George
Willard y el hombre extraño y deforme que vivía en el hotel de su padre
probablemente habían estado a punto de conversar una docena de veces. El joven
observaba aquella cara repulsiva que miraba de reojo el comedor del hotel y la
curiosidad lo consumía. En esos ojos vigilantes asomaba un indicio de que el
hombre que nada decía a los demás tenía, sin embargo, alguna cosa que contarle
a él. Esa noche de verano, sobre la pila de durmientes, esperó con expectación.
Cuando el operador se quedó callado y pareció decidirse por no hablar, trató de
hacerle conversación.
–¿Alguna
vez se casó, señor Williams? –empezó–. Supongo estuvo casado y que su esposa
murió, ¿no es cierto?
Wash
Williams escupió una retahíla de blasfemias.
–Sí
–asintió–. Está muerta como lo están todas las mujeres. Es una cosa muerta que
vive y camina a la vista de todos los hombres y ensucia el mundo con su
presencia.
El
hombre clavó los ojos en los del muchacho y se puso rojo de ira.
–No
se meta ideas tontas en la cabeza –le ordenó–. Mi esposa, ella está muerta; sí,
desde luego. Se lo digo yo y todas las mujeres están muertas, mi madre, su
madre, esa mujer alta y morena que trabaja en la sombrerería y con la que lo vi
pasear ayer, todas ellas, todas muertas. Le digo que hay algo podrido en ellas.
Claro que estuve casado. Mi mujer murió antes de casarse conmigo, era una cosa
asquerosa salida de otra mujer aún más asquerosa. La enviaron a hacerme la vida
insoportable. Fui un tonto, lo ve, como usted ahora, y me casé con esta mujer.
Quisiera ver que los hombres empezaran a comprender un poco a las mujeres. Las
mandan para impedir que los hombres hagan del mundo un sitio en el que valga la
pena vivir. Son una trampa de la naturaleza. ¡Uf! Son cosas reptantes,
pavorosas, retorcidas, con sus manos suaves y sus ojos azules. Ver a una mujer
me enferma. No entiendo por qué no mato a todas las que veo.
Medio
temeroso, pero fascinado por los ojos encendidos del viejo repulsivo, George
Willard escuchaba ardiendo de curiosidad. Ya era de noche por lo que debía
inclinarse hacia adelante para poder ver el rostro del hombre que hablaba.
Cuando la falta de luz le impidió observar la cara morada e hinchada y los ojos
encendidos, le vino una curiosa fantasía. Wash Williams hablaba en tonos bajos
y sostenidos que impartían a sus palabras un matiz más terrible. En la penumbra
el joven reportero empezó a imaginar que estaba sentado en los durmientes al
lado de un hombre joven y agradable de cabello oscuro y brillantes ojos negros.
Había algo casi hermoso en la voz de Wash Williams, el repulsivo Wash Williams,
mientras narraba su historia de odio.
El
operador de telégrafos de Winesburg, sentado a oscuras sobre los durmientes, se
había convertido en poeta. El odio lo había elevado a ese nivel.
–Es
porque lo vi besando los labios de esa Belle Carpenter que le cuento mi
historia –dijo–. Lo que me sucedió a mí le puede ocurrir a usted. Quiero
advertirle. Puede que ya tenga usted sueños en la cabeza. Deseo destruirlos:
Wash
Williams se puso a narrar la historia de su vida de casado con la muchacha alta
y rubia de ojos azules que había conocido cuando era un joven operador en
Dayton, Ohio. Aquí y allá el relato tenía toques de belleza entrelazados con
una maraña de maldiciones. El operador se había casado con la hija de un
dentista, la menor de tres hermanas. El día de su boda, gracias a su habilidad,
lo ascendieron a despachador con un mejor salario y lo trasladaron a unas
oficinas de Columbus, Ohio. Allí se instaló con su joven esposa y empezó a
pagar una casa a plazos.
El
joven operador de telégrafos estaba locamente enamorado. Con una especie de
fervor religioso se las había arreglado para superar todos los peligros de su
juventud y llegar virgen al matrimonio. Le pintó un retrato a George Willard de
su vida en Columbus, Ohio con su joven mujer.
–En
el jardín de atrás de nuestra casa plantamos vegetales –dijo–; ya sabe usted,
chícharos, maíz y todas esas cosas. Nos fuimos a Columbus a principios de marzo
y, en cuanto los días se hicieron más calurosos empecé a trabajar el jardín.
Removía la tierra negra con una pala mientras ella corría por allí riéndose y
fingiendo que le daban miedo los gusanos que yo desenterraba. A fines de abril
había que comenzar a plantar. Ella se quedaba en los pequeños senderos entre
los plantíos con una bolsa de papel en la mano llena de semillas. Me las iba
pasando poco a poco para enterrarlas en la tierra cálida y blanda.
Por
un momento quedó en suspenso la voz del hombre que hablaba en la penumbra.
–Yo
la amaba –dijo–. No soy un tonto. Aún la amo. Allí, al ponerse el sol en las
tardes primaverales, me arrastraba por el suelo hacia ella y me humillaba a sus
pies. Le besaba los zapatos y los tobillos. Cuando el dobladillo de su vestido
me rozaba la cara yo temblaba. Y al cabo de dos años de esa vida descubrí que
se las había ingeniado para tener otros tres amantes que acudían regularmente a
nuestra casa mientras yo estaba en el trabajo; no quise tocarlos ni a ellos ni
a ella. Me limité a mandarla a casa de su madre y no dije nada. No había qué
decir. Tenía cuatrocientos dólares en el banco y se los di. No le pedí
explicaciones. No dije nada. Una vez que se fue lloré como un niño tonto. Muy
pronto tuve la oportunidad de vender la casa y le envié el dinero.
Wash
Williams y George Willard se levantaron de la pila de durmientes y caminaron a
lo largo de las vías del tren hacia la ciudad. El operador terminó su relato
apresuradamente y sin tomar aliento.
–Su
madre me mandó llamar –dijo–. Me escribió una carta y me pidió que fuera a su
casa en Dayton. Cuando llegué era de noche, más o menos a esta misma hora.
La
voz de Williams se elevó hasta casi gritar.
–Me
senté en el recibidor de esa casa y ahí permanecí durante dos horas. Su madre
me hizo entrar y me dejó allí. Tenían una casa elegante. Eran lo que suele
llamarse gente respetable. En la habitación había sillas lujosas y un sofá. Yo
temblaba de pies a cabeza. Odiaba a los hombres que, según yo, habían abusado
de ella. Estaba harto de vivir solo y quería que ella volviera. Cuanto más
esperaba, más ingenuo y tierno me ponía. Pensé que si ella entraba y tan solo
me rozaba con la mano quizá me desmayaría. Ansiaba perdonar y olvidar.
Wash
Williams se detuvo y miró a George Willard. El cuerpo del muchacho se
estremecía como de frío. De nuevo la voz del hombre se tornó suave y baja.
–Entró
en la habitación desnuda –continuó–. Su madre lo planeó todo. Mientras yo
esperaba, su madre estaba quitándole la ropa, probablemente convenciéndola para
que hiciera eso. Primero oí voces en la puerta que daba a un pequeño pasillo y
luego se abrió suavemente. La joven estaba avergonzada y se mantuvo
completamente inmóvil mirando al piso. La madre no entró en la habitación. Al
empujar a la chica por la puerta se quedó esperando en el pasillo, esperando
que nosotros… bueno, ya ve… esperando.
George
Willard y el operador de telégrafos llegaron a la calle principal de Winesburg.
Las luces de las vitrinas de las tiendas estaban, encendidas y brillaban sobre
las banquetas. La gente paseaba riendo y platicando. El joven reportero se
sintió enfermo y débil. En su imaginación, también se vio viejo y deforme.
–No
maté a la madre –dijo Wash Williams mirando a lo largo de la calle–. Le pegué
una sola vez con una silla y luego llegaron los vecinos y se la llevaron.
Gritaba tan fuerte… ¿ve usted? Ya nunca tendré oportunidad de matarla. Murió de
una fiebre al cabo de un mes de que sucedió eso.
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