Isabel Allende
Tantos años bailaron juntos El Capitán
y la Niña Eloísa, que alcanzaron la perfección. Cada uno podía intuir el siguiente
movimiento del otro, adivinar el instante exacto de la próxima vuelta, interpretar
la más sutil presión de la mano o desviación de un pie. No habían perdido el paso
ni una sola vez en cuarenta años, se movían con la precisión de una pareja acostumbrada
a hacer el amor y dormir en estrecho abrazo, por eso resultaba tan difícil imaginar
que nunca habían cruzado ni una sola palabra.
El Pequeño Heidelberg
es un salón de baile a cierta distancia de la capital, ubicado en un cerro rodeado
de plantaciones de plátanos, donde además de buena música y de un aire menos bochornoso,
ofrecen un insólito guiso afrodisiaco aromatizado con toda suerte de especies, demasiado
contundente para el clima ardiente de esta región, pero en perfecto acuerdo con
las tradiciones que inspiraron al propietario, don Rupert. Antes de la crisis del
petróleo, cuando se vivía aún en la ilusión de la abundancia y se importaba frutas
de otras latitudes, la especialidad de la casa era el struddel de manzana, pero
después que del petróleo quedó sólo un cerro de basura indestructible y el recuerdo
de tiempos mejores, hacen el struddel con guayabas o mangos. Las mesas, dispuestas
en un amplio círculo que deja al centro un espacio libre para el baile, están cubiertas
con manteles a cuadros verdes y blancos y las paredes lucen escenas bucólicas de
la vida campestre de los Alpes: pastoras con trenzas amarillas, fornidos mocetones
y vacas impolutas. Los músicos –vestidos con pantalones cortos, calcetines de lana,
suspensores tiroleses y sombreros de fieltro, que con el sudor han perdido la prestancia
y de lejos parecen pelucas verdosas– se sitúan sobre una plataforma coronada por
un águila embalsamada, a la cual, según dice don Rupert, de vez en cuando le salen
plumas nuevas. Uno toca el acordeón, el otro un saxo y el tercero se las arregla
con pies y manos para hacer sonar simultáneamente la batería y los platillos. El
del acordeón es un maestro de su instrumento y también canta con cálida voz de tenor
y un vago acento de Andalucía. A pesar de su disparatado atuendo de tabernero suizo
es el favorito de las señoras asiduas al salón y varias de ellas acarician la secreta
fantasía de quedar atrapadas con él en alguna aventura mortal, por ejemplo, un derrumbe
o un bombardeo, donde exhalarían contentas el último aliento envueltas por esos
brazos poderosos, capaces de arrancar tan desgarradores lamentos al acordeón. El
hecho de que la edad promedio de esas damas alcance los setenta años, no inhibe
la sensualidad evocada por el cantante, más bien le agrega el dulce soplo de la
muerte. La orquesta comienza su trabajo después de la puesta del sol y termina a
medianoche, excepto los sábados y los domingos, cuando el local se llena de turistas
y deben continuar hasta que el último cliente se retire, en la madrugada. Sólo interpretan
polcas, mazurcas, valses y danzas regionales de Europa, como si en vez de hallarse
enclavado en el Caribe, el Pequeño Heidelberg se encontrara a orillas del Rhin.
En la cocina reina doña
Burgel, la esposa de don Rupert, una matrona formidable a quienes pocos conocen,
porque su existencia se desliza entre ollas y pilas de verduras, concentrada en
preparar platos extranjeros con ingredientes criollos. Ella inventó el struddel
de frutas tropicales y ese guiso afrodisiaco capaz de devolverle el vigor al más
apabullado. Las mesas son atendidas por las hijas de los dueños, un par de sólidas
mujeres, perfumadas a canela, clavo de olor, vainilla y limón, y algunas otras mozas
de la localidad, todas de mejillas rubicundas. La clientela habitual se compone
de emigrantes europeos llegados al país escapando de alguna guerra o de la pobreza,
comerciantes, agricultores, artesanos, gentes amables y sencillas, que tal vez no
siempre lo fueron, pero a quienes el paso de la vida ha nivelado en esa benévola
cortesía de los viejos sanos. Los hombres llevan corbatas de mariposa y chaquetas,
pero a medida que el sacudimiento del baile y la abundancia de cerveza les calienta
el alma, van despojándose de lo superfluo hasta quedar en camisa. Las mujeres visten
de colores alegres y estilo anticuado, como si sus trajes hubieran sido rescatados
del baúl de novia que trajeron al inmigrar. De vez en cuando aparece un grupo de
adolescentes agresivos, cuya presencia es precedida por el bochinche atronador de
sus motos y la sonajera de botas, llaves y cadenas, y que llegan con el único propósito
de burlarse de los viejos, pero el incidente no pasa de una escaramuza, porque el
músico de la batería y el saxofonista están siempre dispuestos a arremangarse e
imponer orden.
Los sábados, a eso de
las nueve de la noche, cuando ya todo el mundo ha saboreado su ración del guiso
afrodisiaco y se ha abandonado al placer del baile, aparece La Mexicana y se sienta
sola. Es una cincuentona provocativa, mujer de cuerpo galeón –quilla alta, barrigona,
amplia de popa, rostro de mascarón de proa– que luce un escote maduro, pero aún
turgente, y una flor en la oreja. No es la única vestida de bailadora flamenca,
por supuesto, pero en ella resulta más natural que en las otras señoras de pelo
blanco y cintura triste que ni siquiera hablan un español decente. La Mexicana bailando
la polca es una nave a la deriva en olas abruptas, pero al ritmo del vals parece
deslizarse en aguas dulces. Así la vislumbraba a veces en sueños El Capitán y despertaba
con la inquietud casi olvidada de su adolescencia. Dicen que El Capitán provenía
de una flota nórdica cuyo nombre nadie pudo descifrar. Era experto en barcos antiguos
y rutas marinas, pero todos esos conocimientos yacían sepultados en lo profundo
de su mente, sin la menor posibilidad de ser útiles en el paisaje caliente de esta
región, donde el mar es un plácido acuario de aguas verdes y cristalinas, inapropiado
para la navegación de los intrépidos barcos del Mar del Norte. Era un hombre alto
y seco, un árbol sin hojas, la espalda tiesa y los músculos del cuello todavía firmes,
vestido con su chaqueta de botones dorados y envuelto en esa aura trágica de los
marinos retirados. No se le escuchó nunca ni una palabra en español o en algún otro
idioma conocido. Treinta años atrás don Rupert dijo que El Capitán era seguramente
finlandés, por el color de hielo de sus pupilas y la justicia irrenunciable de su
mirada, y como nadie lo pudo contradecir, acabaron por aceptarlo. Por lo demás,
en el Pequeño Heidelberg el idioma carece de importancia, pues nadie va allí a conversar.
Algunas reglas del comportamiento
han sido modificadas, para comodidad y conveniencia de todos. Cualquiera puede salir
a la pista solo o invitar a alguien de otra mesa, y las mujeres también toman la
iniciativa de aproximarse a los hombres, si así lo desean. Es una solución justa
para las viudas sin compañía. Nadie saca a bailar a La Mexicana, porque se entiende
que ella lo consideraría ofensivo, y los caballeros deben aguardar, temblorosos
de anticipación, que ella lo haga. La mujer deposita su cigarro en el cenicero,
descruza las feroces columnas de sus piernas, se acomoda el corpiño, avanza hasta
el escogido y se le planta al frente sin una mirada. Cambia de pareja en cada baile,
pero antes reservaba por lo menos cuatro piezas para El Capitán. Él la cogía por
la cintura con su firme mano de timonel y la guiaba por la pista sin permitir que
sus muchos años le cortaran la inspiración.
La más antigua parroquiana
del salón, que en medio siglo no faltó ni un sábado al Pequeño Heidelberg, era la
Niña Eloísa, una dama diminuta, blanda y suave, con piel de papel de arroz y una
corona de cabellos transparentes. Por tanto tiempo se ganó la vida fabricando bombones
en su cocina, que el aroma del chocolate la impregnó totalmente y olía a fiesta
de cumpleaños. A pesar de su edad, aún guardaba algunos gestos de la primera juventud
y era capaz de pasar toda la noche dando vueltas en la pista de baile sin descalabrarse
los rizos del moño ni perder el ritmo del corazón. Había llegado al país a comienzos
del siglo, proveniente de una aldea al sur de Rusia, con su madre, quien entonces
era de una belleza deslumbrante. Vivieron juntas fabricando chocolates, ajenas por
completo a los rigores del clima, del siglo y de la soledad, sin maridos, sin familia,
ni grandes sobresaltos, y sin más diversión que El Pequeño Heidelberg cada fin de
semana. Desde que murió su madre, la Niña Eloísa acudía sola. Don Rupert la recibía
en la puerta con gran deferencia y la acompañaba hasta su mesa, mientras la orquesta
le daba la bienvenida con los primeros acordes de su vals favorito. En algunas mesas
se alzaban jarras de cerveza para saludarla, porque era la persona más anciana y
sin duda la más querida. Era tímida, nunca se atrevió a invitar a un hombre a bailar,
pero en todos esos años no tuvo necesidad de hacerlo, porque para cualquiera constituía
un privilegio tomar su mano, enlazarla por el talle con delicadeza para no descomponerle
algún huesito de cristal y conducirla a la pista. Era una bailarina graciosa y tenía
esa fragancia dulce capaz de devolverle a quien la oliera los mejores recuerdos
de su infancia.
El Capitán se sentaba
solo, siempre en la misma mesa, bebía con moderación y no demostró jamás ningún
entusiasmo por el guiso afrodisiaco de doña Burgel. Seguía el ritmo de la música
con un pie y cuando la Niña Eloísa estaba libre la invitaba, cuadrándosele al frente
con un discreto chocar de talones y una leve inclinación. No hablaban nunca, sólo
se miraban y sonreían entre los galopes, escapes y diagonales de alguna añeja danza.
Un sábado de diciembre,
menos húmedo que otros, llegó al Pequeño Heidelberg un par de turistas. Esta vez
no eran los disciplinados japoneses de los últimos tiempos, sino unos escandinavos
altos, de piel tostada y cabellos pálidos, que se instalaron en una mesa a observar
fascinados a los bailarines. Eran alegres y ruidosos, chocaban los jarros de cerveza,
se reían con gusto y charlaban a gritos. Las palabras de los extranjeros alcanzaron
al Capitán en su mesa y desde muy lejos, desde otro tiempo y otro paisaje, le llegó
el sonido de su propia lengua, entero y fresco, como recién inventado, palabras
que no había oído desde hacía varias décadas, pero que permanecían intactas en su
memoria. Una expresión suavizó su rostro de viejo navegante, haciéndolo vacilar
por algunos minutos entre la reserva absoluta donde se sentía cómodo y el deleite
casi olvidado de abandonarse en una conversación. Por último se puso de pie y se
acercó a los desconocidos. Detrás del bar, don Rupert observó al Capitán, que estaba
diciendo algo a los recién llegados, ligeramente inclinado, con las manos en la
espalda. Pronto los demás clientes, las mozas y los músicos se dieron cuenta de
que ese hombre hablaba por primera vez desde que lo conocían y también se quedaron
quietos para escucharlo mejor. Tenía una voz de bisabuelo, cascada y lenta, pero
ponía una gran determinación en cada frase. Cuando terminó de sacar todo el contenido
de su pecho, hubo tal silencio en el salón que doña Burgel salió de la cocina para
enterarse si alguien había muerto. Por fin, después de una pausa larga, uno de los
turistas se sacudió el asombro y llamó a don Rupert para decirle en un inglés primitivo,
que lo ayudara a traducir el discurso del Capitán. Los nórdicos siguieron al viejo
marino hasta la mesa donde la Niña Eloísa aguardaba y don Rupert se aproximó también,
quitándose por el camino el delantal, con la intuición de un acontecimiento solemne.
El Capitán dijo unas palabras en su idioma, uno de los extranjeros lo interpretó
en inglés y don Rupert, con las orejas rojas y el bigote tembleque, lo repitió en
su español torcido.
–Niña Eloísa, pregunta
El Capitán si quiere casarse con él.
La frágil anciana se
quedó sentada con los ojos redondos de sorpresa y la boca oculta tras su pañuelo
de batista, y todos esperaron suspendidos en un suspiro, hasta que ella logró sacar
la voz.
–¿No le parece que esto
es un poco precipitado?–musitó. Sus palabras pasaron por el tabernero y los turistas
y la respuesta hizo el mismo recorrido a la inversa.
–El Capitán dice que
ha esperado cuarenta años para decírselo y que no podría esperar hasta que se presente
de nuevo alguien que hable su idioma. Dice que por favor le conteste ahora.
–Está bien –susurró
apenas la Niña Eloísa y no fue necesario traducir la respuesta, porque todos la
entendieron.
Don Rupert, eufórico,
levantó ambos brazos y anunció el compromiso, El Capitán besó las mejillas de su
novia, los turistas estrecharon las manos de todo el mundo, los músicos batieron
sus instrumentos en una algarabía de marcha triunfal y los asistentes hicieron una
rueda en torno de la pareja. Las mujeres se limpiaban las lágrimas, los hombres
brindaban emocionados, don Rupert se sentó ante el bar y escondió la cabeza entre
los brazos, sacudido por la emoción, mientras doña Burgel y sus dos hijas destapaban
botellas del mejor ron. Enseguida los músicos tocaron el vals del Danubio Azul y
todos despejaron la pista.
El Capitán tomó de la
mano a esa suave mujer que había amado sin palabras por tanto tiempo y la llevó
hasta el centro del salón, donde bailaron con la gracia de dos garzas en su danza
de bodas. El Capitán la sostenía con el mismo amoroso cuidado con que en su juventud
atrapaba el viento en las velas de alguna nave etérea, conduciéndola por la pista
como si se mecieran en el tranquilo oleaje de una bahía, mientras le decía en su
idioma de ventiscas y bosques todo lo que su corazón había callado hasta ese momento.
Bailando y bailando El Capitán sintió que se les iba retrocediendo la edad y en
cada paso estaban más alegres y livianos. Una vuelta tras otra, los acordes de la
música más vibrantes, los pies más rápidos, la cintura de ella más delgada, el peso
de su pequeña mano en la suya más ligero, su presencia más incorpórea. Entonces
vio que la Niña Eloísa iba tornándose de encaje, de espuma, de niebla, hasta hacerse
imperceptible y por último desaparecer del todo y él se encontró girando y girando
con los brazos vacíos, sin más compañía que un tenue aroma de chocolate.
El tenor le indicó a
los músicos que se dispusieran a seguir tocando el mismo vals para siempre, porque
comprendió que con la última nota El Capitán despertaría de su ensueño y el recuerdo
de la Niña Eloísa se esfumaría definitivamente. Conmovidos, los viejos parroquianos
del Pequeño Heidelberg permanecieron inmóviles en sus sillas, hasta que por fin
La Mexicana, con su arrogancia transformada en caritativa ternura, se levantó y
avanzó discretamente hacia las manos temblorosas del Capitán, para bailar con él.
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