Arthur C. Clarke
No me importa que cruces los mares,
que surques seguro el cielo cruel, o que construyas
magníficos palacios de ladrillos o metal…
James Elroy Flecker, A un poeta de dentro
de mil años.
A medianoche la cima del Everest estaba
a menos de un kilómetro; una pirámide de nieve, pálida y espectral a la luz de la
luna naciente. El cielo estaba despejado y el viento, que había soplado durante
días, había bajado casi hasta cero. Desde luego era raro que el punto más alto de
la Tierra estuviese tan tranquilo y en paz: habían elegido bien el tiempo.
Tal vez demasiado bien,
pensó George Harper; había sido casi desagradablemente fácil. Su único problema
real había consistido en salir del hotel sin ser observados. La dirección no permitía
excursiones de medianoche no autorizadas a la montaña; podían producirse accidentes,
y esto era malo para el negocio.
Pero el doctor Elwin
estaba resuelto a hacerlo de esta manera y tenía muy buenas razones para ello, aunque
nunca las mencionaba. La presencia de uno de los más famosos científicos del mundo
–y sin duda el lisiado más famoso– en el hotel Everest en plena temporada turística,
había despertado ya mucha expectación. Harper había mitigado la curiosidad insinuando
que estaban realizando mediciones de la gravedad, lo cual en parte era cierto. Pero
ahora esta parte era pequeñísima.
Cualquiera que hubiese
mirado a Jules Elwin mientras avanzaba resueltamente hacia la altura de nueve mil
metros, con veinticinco kilos de equipo sobre la espalda, jamás habría sospechado
que sus piernas eran casi inútiles. Había nacido víctima del desastre de la talidomida
de 1961, que había dejado a más de diez mil niños parcialmente deformes, desparramados
por toda la faz de la Tierra. Elwin fue uno de los afortunados. Sus brazos eran
completamente normales y se habían fortalecido por el ejercicio, hasta que llegaron
a ser mucho más vigorosos que los de la mayoría de los hombres. Las piernas en cambio
eran poco más que hueso y piel. Con ayuda de aparatos ortopédicos, podía sostenerse
en pie e incluso dar unos pocos pasos inseguros, pero nunca andar de veras.
Y sin embargo, ahora
sólo estaba a sesenta metros de la cima del Everest.
Un cartel de viajes
había sido el origen de todo aquello hacía más de tres años. George Harper, joven
programador de la Sección de Física Aplicada, conocía al doctor Elwin sólo de vista
y por su fama. Incluso para los que trabajaban directamente bajo sus órdenes, el
brillante director de Investigación de Astrotech era una personalidad algo distante,
apartada del común de los hombres tanto por su cuerpo como por su mente. No era
apreciado ni aborrecido y, aunque se le admiraba y compadecía, no se le tenía envidia,
desde luego.
Harper, que sólo hacía
unos pocos meses había salido de la universidad, dudaba de que el doctor conociese
siquiera su existencia, salvo como un nombre en un organigrama. Había otros diez
programadores en la sección, todos más antiguos que él, y la mayoría de ellos no
habían cruzado nunca más de una docena de palabras con el director de Investigación.
Cuando a Harper se le pidió que llevara una de las fichas secretas al despacho del
doctor Elwin, se imaginó que entraría y saldría de allí sin más que unas pocas palabras
de cortesía.
Y a punto estuvo de
ocurrir esto. Pero en el preciso momento en que iba a salir, se detuvo en seco ante
el magnífico panorama de los picos del Himalaya que cubría la mitad de una pared.
Había sido colocado
donde pudiese verlo el doctor Elwin siempre que levantase la mirada de su mesa,
y representaba un paisaje que Harper conocía bien, pues lo había fotografiado, como
un turista pasmado y algo fatigado, desde la pisoteada nieve de la cumbre del Everest.
Allí estaba la blanca
cadena de Kangchenjunga, elevándose entre las nubes, a unos ciento cincuenta kilómetros
de distancia. Aproximadamente en línea con ella, pero mucho más cerca, se hallaban
los picos gemelos de Makalu, y más cerca aún, dominando el primer plano, la inmensa
mole del Lhotse, el vecino y rival del Everest. Hacia el oeste, vertiéndose en valles
tan enormes que su dimensión no podía apreciarse a simple vista, estaban los revueltos
ríos de hielo de los glaciares de Khumbu y de Rongbuk. Desde aquella altura, sus
arrugas heladas no parecían más grandes que los surcos de un campo arado; pero aquellas
ranuras y cicatrices en un hielo duro como el hierro tenían cientos de metros de
profundidad.
Harper aún estaba contemplando
aquella vista espectacular y evocando viejos recuerdos, cuando de pronto oyó la
voz del doctor Elwin detrás de él.
–Parece usted interesado.
¿Ha estado alguna vez allí?
–Sí, doctor. Mis padres
me llevaron allí una semana después de graduarme en el instituto. Estuvimos una
semana en el hotel y pensamos que tendríamos que marcharnos antes de que aclarara
el tiempo. Pero el último día dejó de soplar el viento y una veintena de personas
subimos a la cumbre. Estuvimos una hora allí, tomándonos fotos.
El doctor Elwin pareció
reflexionar sobre esta información bastante rato. Después dijo, en un tono que había
perdido su anterior distanciamiento y que parecía animado.
–Siéntese, señor… Harper.
Me gustaría que me contara más cosas.
Al volver hacia el sillón
de delante de la ordenada mesa del director, George Harper se sintió un poco desconcertado.
Lo que había hecho no era nada extraordinario; todos los años, miles de personas
iban al hotel Everest y aproximadamente una cuarta parte de ellas subían a la cima
de la montaña. Un año antes se había hablado mucho del turista diez mil que se había
plantado en el techo del mundo. Algunos cínicos habían comentado la extraordinaria
coincidencia de que el número 10.000 fuera una estrella de video bastante conocida.
Todo lo que Harper podía
explicar al doctor Elwin, éste podía averiguarlo con igual facilidad en una docena
de fuentes; por ejemplo, en los folletos para turistas. Sin embargo, ningún joven
y ambicioso científico habría perdido la oportunidad de impresionar a un hombre
que tanto podía hacer para ayudarle en su carrera. Harper no era una persona fríamente
calculadora ni aficionada a la política de oficina, pero sabía distinguir las buenas
ocasiones.
–Bueno, doctor –comenzó,
hablando despacio al principio, mientras trataba de ordenar sus ideas y recuerdos–,
los aviones de reacción te dejan en una pequeña población llamada Namchi, a unos
treinta kilómetros de la montaña. Entonces el autobús te lleva por una carretera
espectacular hasta el hotel, que domina el glaciar de Khumbu. Está a una altura
de cinco mil metros, y hay habitaciones con aire presurizado para quienes tengan
dificultades respiratorias. Desde luego hay un servicio médico, y la dirección no
admite a huéspedes que no estén en buenas condiciones físicas. Tienes que permanecer
al menos dos días en el hotel, bajo una dieta especial, antes de que te permitan
subir a mayor altura.
“Desde el hotel no se
puede ver la cumbre, porque se está demasiado cerca de la montaña y ésta parece
cernerse sobre uno. Pero la vista es fantástica. Se pueden contemplar el Lhotse
y media docena de picos. Y también puede dar miedo, especialmente de noche. El viento
suele aullar en lo alto y el hielo movedizo produce ruidos extraños. Es fácil imaginar
que hay monstruos rondando en las montañas…
“No hay mucho que hacer
en el hotel, salvo descansar, observar el panorama y esperar a que los médicos den
su autorización para salir. Antiguamente, se solía tardar semanas en aclimatarse
al aire enrarecido; ahora pueden hacer que el recuento sanguíneo suba hasta el nivel
adecuado en cuarenta y ocho horas. Aun así, aproximadamente la mitad de los visitantes,
y sobre todo los más viejos, deciden que ya han llegado a una altura suficiente.
“Lo que pasa después
depende de lo experto que sea uno y de lo que esté dispuesto a pagar. Unos pocos
escaladores adiestrados contratan guías y suben a la cima empleando equipo corriente
de montañismo. En la actualidad no es muy difícil, y hay refugios en varios puntos
estratégicos. La mayoría de estos grupos lo consiguen. Pero el tiempo es siempre
un riesgo, y todos los años muere alguien.
“El turista corriente
hace la excursión de una manera más sencilla. No se permite aterrizar aviones en
el mismo Everest salvo en casos de emergencia, pero hay un pabellón cerca de la
cresta de Nuptse y un servicio de helicóptero desde el hotel. Del pabellón a la
cima hay sólo cinco kilómetros vía South Col, una escalada fácil para cualquiera
que esté en forma y tenga un poco de experiencia en montañismo. Algunos lo hacen
sin oxígeno, pero esto no es recomendable. Yo llevé puesta la máscara hasta que
llegué a la cima; entonces me la quité y vi que podía respirar sin grandes dificultades.”
–¿Utilizó filtros o
bombonas de gas?
–Filtros moleculares;
ahora son muy seguros y aumentan la concentración de oxígeno en más de un cien por
ciento. Han facilitado enormemente la escalada a grandes alturas. El gas comprimido
ya no lo usa nadie.
–¿Cuánto tiempo se tarda
en la ascensión?
–Un día entero. Nosotros
salimos antes del amanecer y regresamos después de ponerse el sol. Esto habría sorprendido
a los veteranos. Pero desde luego nosotros estábamos descansados cuando partimos
y viajamos de prisa. No hay verdaderos problemas en el camino desde el pabellón,
y se han tallado escalones en todos los lugares peligrosos. Le aseguro que es fácil
para cualquiera que esté en buena forma.
En cuanto hubo repetido
estas palabras, Harper lamentó no haberse mordido la lengua.
Parecía increíble que
hubiese olvidado con quién estaba hablando; pero había recordado con tanta vivacidad
la maravilla y la emoción de aquella subida al techo del mundo que por un momento
volvió a encontrarse en aquel pico solitario y azotado por el viento. El único lugar
de la Tierra adonde nunca podría llegar el doctor Elwin…
Pero el científico no
parecía haberlo advertido, o tal vez estaba acostumbrado a las constantes faltas
de tacto que ya no lo molestaban. ¿Por qué estaba tan interesado en el Everest?,
se preguntó Harper. Probablemente por su misma inaccesibilidad; representaba todo
lo que le había sido negado por el accidente de su nacimiento.
Pero ahora, sólo tres
años más tarde, George Harper se detuvo a menos de treinta metros de la cima y recogió
la cuerda de nailon cuando lo alcanzó el doctor. Aunque nada se había dicho al respecto,
sabía que el científico deseaba ser el primero en llegar a la cima. Merecía este
honor, y el joven no iba a hacer nada para privarlo de él.
–¿Todo bien? –preguntó
al alcanzarlo el doctor Elwin.
La pregunta era completamente
innecesaria, pero Harper sintió la apremiante necesidad de desafiar la enorme soledad
que ahora los rodeaba. Podían haber sido los únicos hombres en el mundo; en ninguna
parte de aquel desierto blanco de picachos había la menor señal de que existiera
la raza humana.
Elwin no respondió,
pero asintió distraídamente con la cabeza al seguir adelante, con los ojos brillantes
fijos en la cima. Caminaba con pasos curiosamente rígidos y sus pies dejaban huellas
notablemente superficiales sobre la nieve. Y mientras andaba, se oía un débil pero
inconfundible zumbido en la abultada mochila que llevaba sobre la espalda.
La verdad es que la
mochila lo llevaba a él… o a tres cuartas partes de él. Mientras daba los últimos
pasos regulares hacia su antaño imposible meta, el doctor Elwin y todo su equipo
pesaban sólo veinticinco kilos. Y si esto todavía era demasiado, sólo tenía que
girar un disco y no pesaría absolutamente nada.
Aquí, en el Himalaya
bañado por la Luna, estaba el secreto más grande del siglo XXI. En todo el mundo
había sólo cinco de estos Levitadores Elwin experimentados, y dos de ellos estaban
aquí, en el Everest.
Aunque Harper los había
conocido hacía dos años y comprendía algo de su teoría básica, los “lewies” (como
pronto los bautizaron en el laboratorio) todavía le parecían mágicos. Sus mochilas
contenían energía eléctrica suficiente para levantar un peso de cien kilos a una
altura de quince kilómetros, lo cual representaba un gran factor de seguridad para
esta misión. El ciclo de ascensión y descenso podía repetirse casi indefinidamente,
al reaccionar las unidades contra el campo gravitatorio de la Tierra. La batería
se descargaba en la subida, y se cargaba de nuevo en la bajada. Como ningún proceso
mecánico es completamente eficaz, había una ligera pérdida de energía en cada ciclo,
pero éste podía repetirse al menos cien veces antes de que se agotaran las unidades.
Subir a la montaña con
la mayor parte de su peso neutralizado había sido una experiencia estimulante. El
tirón vertical de la mochila les producía el efecto de estar colgados de unos globos
invisibles cuya flotación podía regularse a voluntad. Necesitaban cierta cantidad
de peso para obtener tracción sobre el suelo y después de algunos experimentos habían
decidido que fuese de un veinticinco por ciento. Resultaba tan fácil subir por una
empinada cuesta como caminar normalmente por un terreno llano.
Varias veces habían
reducido el peso casi hasta cero para trepar por paredes rocosas verticales. Había
sido la experiencia más extraña y requería una fe absoluta en el equipo. Permanecer
suspendido en el aire, aparentemente sostenido por una caja de mecanismos electrónicos
que zumbaban suavemente, exigía una considerable fuerza de voluntad. Pero después
de unos pocos minutos, la sensación de poder y libertad triunfaba sobre el miedo
pues aquí estaba ciertamente la realización de uno de los sueños más antiguos del
hombre.
Hacía pocas semanas
que un miembro del personal de la biblioteca había encontrado un verso de un poema
de principios del siglo XX que describía perfectamente su hazaña: “surcar seguros
el cielo cruel”. Ni siquiera los pájaros habían poseído nunca tanta libertad en
la tercera dimensión; ésta era la verdadera conquista del espacio. El levitador
abriría al mundo las montañas y los lugares elevados, de la misma manera que en
el siglo anterior la escafandra autónoma le había abierto el mar.
En cuanto estas unidades
hubieran superado las pruebas y se produjeran en serie y a bajo costo, cambiarían
todos los aspectos de la civilización humana. Se revolucionaría el transporte. El
viaje espacial no sería más caro que un vuelo ordinario; toda la humanidad se lanzaría
al aire. Lo que había sucedido cien años antes con el invento del automóvil habría
sido solamente un débil anticipo de los enormes cambios sociales y políticos que
se producirían ahora.
Pero Harper estaba seguro
de que el doctor Elwin no pensaba en nada de esto en su solitario momento de triunfo.
Más tarde recibirían el aplauso del mundo (y tal vez sus maldiciones). Pero no significaría
tanto para él como plantarse aquí, en el punto más alto de la Tierra. Era realmente
una victoria de la mente sobre la materia, de la pura inteligencia sobre un cuerpo
débil y lisiado. Todo lo demás sería secundario.
Cuando Harper se reunió
con el científico en la pirámide truncada y cubierta de nieve, se estrecharon la
mano con una rigidez bastante formal, pues esto parecía lo adecuado. Pero no dijeron
nada; la maravilla de su hazaña y el panorama de picachos que se extendían hasta
perderse de vista en todas direcciones, los habían dejado mudos.
Harper se relajó, sostenido
por su mochila, y siguió lentamente con la mirada el círculo del cielo. Reconoció
y repitió mentalmente los nombres de los gigantes que los rodeaban: Makalu, Lhotse,
Baruntse, Cho Oyu, Kangchenjunga… Muchas de aquellas cimas aún no habían sido escaladas.
Bueno, los lewies pronto cambiarían esto.
Desde luego, muchos
lo desaprobarían. Pero en el siglo XX también había habido montañeros que pensaron
que era “trampa” emplear oxígeno. Costaba creer que, incluso después de semanas
de aclimatación, algunos hombres hubieran intentado en el pasado alcanzar aquellas
cimas sin ayuda artificial. Harper recordó a Mallory e Irvine, cuyos cuerpos yacían
sin haber sido descubiertos, tal vez a menos de un kilómetro de este mismo lugar.
El doctor Elwin carraspeó
detrás de él.
–En marcha, George –dijo
pausadamente, con la voz sofocada por el filtro de oxígeno–. Tenemos que estar de
vuelta antes de que empiecen a buscarnos.
Se despidieron en silencio
de todos los que habían estado allí antes que ellos, volvieron la espalda a la cumbre
e iniciaron el suave descenso. La noche, que había sido brillantemente clara hasta
entonces, se estaba haciendo más oscura: algunas nubes altas pasaban tan rápidamente
por delante de la Luna que su luz se apagaba y encendía de tal manera que a veces
resultaba difícil ver el camino. A Harper no le gustó el cariz que tomaba el tiempo
y empezó a revisar mentalmente sus planes. Tal vez sería mejor dirigirse al refugio
del South Col, en vez de tratar de llegar al pabellón. Pero no dijo nada al doctor
Elwin para no alarmarlo inútilmente.
Ahora estaban pasando
por una cresta rocosa, con una oscuridad total a un lado y el débil resplandor de
la nieve al otro. Harper no pudo dejar de pensar que sería un lugar terrible si
los sorprendía una tormenta.
Apenas había tenido
tiempo de concebir esta idea cuando se desencadenó el vendaval. Llegó aullando una
ráfaga de aire, como si la montaña hubiese estado acumulando fuerzas para este momento.
Nada podían hacer; aunque hubiesen poseído su peso normal, habrían sido levantados
de sus pies. En pocos segundos el viento los lanzó al oscuro vacío.
Era imposible calcular
la profundidad de aquel abismo; cuando Harper se obligó a mirar hacia abajo, no
pudo ver nada. Aunque el viento parecía transportarlo casi horizontalmente, sabía
que debía estar cayendo. Su peso reducido lo haría caer a una cuarta parte de la
velocidad normal. Pero aun así sería excesiva; si caía mil metros, sería poco consuelo
saber que sólo parecerían doscientos cincuenta.
Todavía no había tenido
tiempo de sentir miedo (esto vendría más tarde, si sobrevivían) y su principal preocupación,
por absurda que parezca, era que el costoso levitador podía estropearse. Se había
olvidado completamente de su compañero, pues en esta clase de situación la mente
sólo puede pensar en una cosa cada vez. El súbito tirón de la cuerda de nailon le
causó extrañeza y alarma. Entonces vio que el doctor Elwin giraba lentamente a su
alrededor en el extremo de la cuerda, como un planeta dando vueltas alrededor del
sol.
Aquella visión lo volvió
a la realidad y se puso a pensar en lo que había que hacer. Su parálisis había durado
probablemente una fracción de segundo. Gritó, contra el viento:
–¡Doctor! ¡Use el elevador
de emergencia!
Mientras hablaba, buscó
el cierre de su unidad de control, la abrió y apretó el botón. La mochila empezó
a zumbar inmediatamente como una colmena de abejas irritadas. Sintió que las correas
tiraban de su cuerpo como si tratasen de elevarlo hacia el cielo, lejos de la muerte
invisible que lo esperaba allá abajo. La sencilla aritmética del campo gravitatorio
de la Tierra apareció en su mente, como escrita con caracteres de fuego. Un kilovatio
podía levantar un peso de cien kilos a un metro por segundo, y las mochilas podían
convertir energía a un ritmo máximo de diez kilovatios, aunque esto no podía mantenerse
más de un minuto. Así pues, dada su inicial reducción de peso, se elevaría a una
velocidad superior a treinta metros por segundo.
Se produjo un violento
tirón en la cuerda cuando quedó tensa. El doctor Elwin había estado lento en pulsar
el botón de emergencia, pero al fin también él ascendió. Sería una carrera entre
la fuerza de ascensión de sus unidades y el viento que los empujaba hacia la cara
helada del Lhotse, que ahora estaba a menos de trescientos metros.
La pared de roca surcada
de nieve se alzaba sobre ellos a la luz de la Luna como una ola de piedra helada.
Era imposible calcular exactamente su velocidad, pero difícilmente podían moverse
a menos de ochenta kilómetros por hora. Aunque sobrevivieran al impacto, sufrirían
graves lesiones, y aquí las lesiones equivaldrían a la muerte.
Cuando parecía que la
colisión era inevitable, la corriente de aire ascendió de pronto hacia el cielo,
arrastrándolos con ella. Pasaron a unos tranquilizadores quince metros de la arista
rocosa. Parecía un milagro, pero, después del primer instante de alivio, Harper
se dio cuenta de que lo que los había salvado había sido simplemente la aerodinámica.
El viento había tenido que levantarse para pasar por encima de la montaña; al otro
lado, descendería de nuevo. Pero esto ya no importaba, porque el cielo, delante
de ellos, estaba vacío.
Ahora se movían suavemente
entre las nubes. Aunque su velocidad no se había reducido, había cesado el rugido
del viento pues viajaban con él en el vacío. Incluso podían conversar sin esforzarse
a través del espacio de diez metros que les separaba.
–¡Doctor Elwin! –gritó
Harper–, ¿está usted bien?
–Sí, George –dijo el
científico, perfectamente tranquilo–. Y ahora, ¿qué hacemos?
–No debemos elevarnos
más. Si seguimos subiendo, no podremos respirar, ni siquiera con los filtros.
–Tienes razón. Tenemos
que estabilizarnos.
El fuerte zumbido de
las mochilas se redujo a un sonido eléctrico apenas audible cuando cortaron los
circuitos de emergencia. Durante unos minutos subieron y bajaron en su cuerda de
nailon (primero, uno arriba; después, el otro), hasta que consiguieron ponerse a
la misma altura. Cuando por fin se estabilizaron, volaban un poco por debajo de
los nueve mil metros. A menos de que fallasen los lewies (cosa muy posible, después
de la sobrecarga), no corrían peligro inmediato.
Los apuros empezarían
cuando tratasen de volver a la tierra.
Ningún hombre había
visto jamás un amanecer más extraño. Aunque estaban cansados y entumecidos de frío,
y tenían irritada la garganta por la sequedad del aire enrarecido, olvidaron todas
estas incomodidades al extenderse el primer y débil resplandor a lo largo del mellado
horizonte del este. Las estrellas se apagaron una a una; la última en desaparecer,
sólo minutos antes de que saliera el sol, fue la más brillante de todas las estaciones
espaciales: la Pacífico Número Tres, a treinta y cinco kilómetros por encima de
Hawái. Entonces se elevó el sol sobre un mar de picachos sin nombre y amaneció el
día en el Himalaya.
Era como observar la
salida del sol en la Luna. Al principio sólo las montañas más altas captaron los
rayos sesgados, mientras que los valles circundantes permanecían en oscura sombra.
Pero la línea de luz fue descendiendo poco a poco por las vertientes rocosas, y
una tierra dura y amenazadora fue despertando al nuevo día.
Si se aguzaba la mirada,
podían verse señales de vida humana. Había algunos caminos estrechos, finas columnas
de humo en pueblos solitarios, destellos de luz de sol en los tejados de monasterios.
El mundo estaba despertando allá abajo, completamente ignorante de los dos espectadores
situados como por arte de magia a cinco mil metros de su superficie.
El viento debió cambiar
varias veces de dirección durante la noche, y Harper no tenía idea de dónde estaban.
No podía reconocer un solo punto de referencia. Podían estar en cualquier parte
sobre una franja de ochocientos kilómetros entre Nepal y el Tíbet.
El problema inmediato
era elegir un lugar de aterrizaje, y elegirlo pronto, porque estaban derivando rápidamente
hacia un revoltijo de picos y glaciares donde difícilmente podrían encontrar ayuda.
El viento los llevaba en dirección noreste, hacia China. Si volaban por encima de
las montañas y aterrizaban allí, podían pasar semanas antes de establecer contacto
con uno de los Centros contra el Hambre de las Naciones Unidas y encontrar el camino
de vuelta. Incluso podían correr algún peligro personal si descendían del cielo
en una zona habitada sólo por gente campesina analfabeta y supersticiosa.
–Será mejor que descendamos
rápidamente –dijo Harper–. No me gusta el aspecto de aquellas montañas.
Sus palabras parecieron
perderse en el vacío que los rodeaba. Aunque el doctor Elwin estaba a sólo tres
metros, cabía imaginar que no podía oír nada de lo que decía. Pero el doctor asintió
por fin con la cabeza como prestando de mala gana su conformidad.
–Creo que tienes razón:
pero no estoy seguro de que podamos hacerlo con este viento. No olvides que podemos
bajar con la misma rapidez con que subimos.
Era cierto: las mochilas
de energía sólo podían cargarse un décimo de su grado de descarga. Si perdían altura
y las cargaban de energía gravitatoria demasiado aprisa, las células se calentarían
demasiado y probablemente estallarían. Los sorprendidos tibetanos (¿o tal vez nepaleses?)
pensarían que un gran meteorito había estallado en el cielo. Y nadie sabría nunca
lo que les había ocurrido exactamente al doctor Jules Elwin y a su joven y prometedor
ayudante.
A mil quinientos metros
sobre el nivel del suelo, Harper empezó a esperar la explosión en cualquier momento.
Estaban bajando rápidamente, pero no lo bastante; muy pronto tendrían que desacelerar
para no aterrizar con demasiada violencia. Para empeorar las cosas, habían calculado
mal la velocidad del aire a nivel del suelo. El viento infernal e imprevisible estaba
soplando de nuevo casi con la fuerza de un huracán. Podían ver jirones de nieve,
arrancados de las cumbres, ondeando como estandartes fantasmales debajo de ellos.
Mientras se habían estado moviendo con el viento, no se habían dado cuenta de su
fuerza; ahora debían hacer de nuevo el peligroso paso entre la dura roca y el blando
cielo.
La corriente de aire
los empujaba hacia la entrada de una garganta. No había posibilidad de elevarse
sobre ella. Su situación era comprometida y tendrían que elegir el mejor lugar que
pudieran encontrar para el aterrizaje.
El cañón se estrechaba
peligrosamente. Ahora era poco más que una grieta vertical, y las paredes rocosas
se deslizaban junto a ellos a cincuenta o sesenta kilómetros por hora. De vez en
cuando, los remolinos los empujaban a derecha e izquierda; con frecuencia sólo evitaban
la colisión por unos pocos centímetros. En una ocasión en que estaban volando a
pocos metros por encima de una cornisa cubierta de una espesa capa de nieve, Harper
estuvo tentado de soltar el muelle que desprendería el levitador. Pero esto sería
salir del fuego para caer en las brasas: volverían sanos y salvos a tierra firme,
para encontrarse atrapados a sabe Dios cuántos kilómetros de toda posibilidad de
ayuda.
Pero incluso en aquel
momento de renovado peligro sintió muy poco miedo. Todo aquello era como un sueño
emocionante, un sueño del que iba a despertar para encontrarse seguro en su cama.
Era imposible que esta fantástica aventura estuviese sucediendo en realidad…
–¡George! –gritó el
doctor–. Ahora tenemos la ocasión, si podemos engancharnos en aquella peña.
Sólo disponían de unos
segundos para actuar. Empezaron inmediatamente a soltar la cuerda de nailon hasta
que pendió en un gran lazo debajo de ellos, con la parte inferior a sólo un metro
del suelo. Había una roca grande, de unos cinco metros de altura, exactamente en
su trayectoria; más allá, un amplio espacio cubierto de nieve prometía un aterrizaje
razonablemente suave.
La cuerda se deslizó
sobre la parte baja y curva de la peña; pareció que iba a pasar por encima de ella,
pero entonces quedó prendida en un saliente. Harper sintió un fuerte tirón y giró
como una piedra en el extremo de una honda. Nunca hubiera imaginado que la nieve
pudiese ser tan dura. Se produjo un breve y brillante estallido de luz, y luego,
nada.
Se hallaba de nuevo
en la Universidad, en el salón de conferencias. Uno de los profesores estaba hablando,
con una voz que le era conocida, pero que por alguna razón no parecía propia del
lugar. Soñoliento y con poco entusiasmo, repasó los nombres de los que habían sido
sus profesores. No, no era ninguno de ellos. Sin embargo, conocía perfectamente
aquella voz, e indudablemente estaba dando una conferencia a alguien.
–…Todavía muy joven
cuando me di cuenta de que había algo equivocado en la teoría de la gravitación
de Einstein. En particular, parecía haber un fundamento falso en el principio de
equivalencia. Según éste, no se podía distinguir entre los efectos producidos por
la gravitación y los de la aceleración.
“Pero esto es totalmente
falso. Se puede crear una aceleración uniforme; pero un campo gravitatorio uniforme
es imposible, ya que obedece a una ley inversa, y por consiguiente puede variar
incluso en distancias muy cortas. Pueden aportarse fácilmente otras pruebas para
distinguir entre los dos casos, y esto hace que me pregunte si…”
Estas palabras, suavemente
pronunciadas, no causaron más impresión en la mente de Harper que si hubiesen sido
dichas en un idioma extranjero. Se percató vagamente de que hubiese debido comprender
todo aquello, pero era demasiado dificultoso tratar de encontrarle el significado.
De todos modos, el primer problema era saber dónde estaba. A menos de que tuviese
una grave lesión en los ojos, se hallaba en una oscuridad total. Pestañeó, y el
esfuerzo le produjo un dolor de cabeza tan fuerte que lanzó un grito.
–¡George! ¿Estás bien?
¡Claro! tenía que haber
sido la voz del doctor Elwin, hablando suavemente en la oscuridad. Pero hablando,
¿a quién?
–Tengo un dolor de cabeza
terrible. Y me duele el costado cuando intento moverme. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué
está todo tan oscuro?
–Sufriste una conmoción,
y creo que te has fracturado una costilla. No hables innecesariamente. Has estado
inconsciente todo el día. Ahora vuelve a ser de noche y estamos dentro de la tienda.
Estoy economizando baterías.
Cuando el doctor Elwin
encendió la linterna, su brillo fue casi cegador, y Harper vio las paredes de la
tienda a su alrededor. Era una suerte que hubieran traído un equipo completo de
montañismo para el caso de que se quedaran atrapados en el Everest. Pero tal vez
sólo serviría para prolongar su agonía…
Le sorprendió que el
lisiado científico hubiese conseguido, sin la menor ayuda, desempaquetar todas sus
cosas, montar la tienda y arrastrarlo al interior. Todo estaba perfectamente dispuesto:
el botiquín, la latas de conservas, los recipientes de agua, las pequeñas bombonas
rojas de gas para el hornillo portátil. Sólo faltaban los voluminosos levitadores;
seguramente los había dejado fuera de la tienda para tener más espacio.
–Estaba usted hablando
a alguien cuando me desperté –dijo Harper–. ¿O lo he soñado?
Aunque con la luz indirecta
que reflejaban las paredes de la tienda le resultaba difícil leer la expresión del
semblante del científico, pudo ver que Elwin estaba confuso. Inmediatamente supo
la causa y lamentó haber hecho la pregunta.
El doctor no creía que
saliesen vivos de allí. Había estado grabando unas notas, para el caso de que sus
cuerpos fuesen descubiertos. Harper se preguntó tristemente si ya habría dictado
sus últimas voluntades.
Antes de que Elwin pudiese
responder, cambió rápidamente de tema.
–¿Ha llamado al servicio
de socorro?
–Lo he estado haciendo
cada media hora, pero temo que estemos aislados por las montañas. Yo los oigo, pero
ellos no nos reciben.
El doctor Elwin cogió
el pequeño transmisor que había descolgado de su sitio habitual en la muñeca, y
lo encendió.
–Aquí Socorro Cuatro
–dijo una débil voz mecánica–, a la escucha.
Durante la pausa de
cinco segundos, Elwin apretó el botón de SOS y esperó.
–Aquí Socorro Cuatro,
a la escucha.
Esperaron un minuto,
pero no hubo respuesta a su llamada. Harper pensó con tristeza que era demasiado
tarde para empezar a culparse mutuamente.
Mientras estaban volando
sobre las montañas, habían discutido varias veces si debían llamar al servicio de
socorro general, pero habían decidido no hacerlo, en parte porque no parecía necesario
de momento y en parte por la inevitable publicidad que traería consigo. Era fácil
ser prudente después del suceso. Pero ¿quién habría pensado que podían aterrizar
en uno de los pocos lugares fuera del alcance de los socorristas?
El doctor Elwin apagó
el transmisor y el único sonido que se oyó en la pequeña tienda fue el débil gemido
del viento a lo largo de las paredes de montañas entre las que se hallaban doblemente
atrapados. Sin manera de escapar, sin poder comunicar con nadie.
–No te preocupes –dijo
al fin–. Por la mañana pensaremos en cómo salir de aquí. Hasta que amanezca no podemos
hacer nada, salvo ponernos cómodos. Así que lo mejor es que tomes un poco de esta
sopa caliente.
Algunas horas más tarde,
a Harper ya no le molestaba el dolor de cabeza. Aunque sospechaba que realmente
tenía rota una costilla, había encontrado una posición en la que se hallaba cómodo
mientras no se moviese, y casi se sentía en paz con el mundo. Había pasado por sucesivas
fases de desesperación, cólera contra el doctor Elwin y autoinculpación por haberse
metido en tan loca aventura. Ahora estaba de nuevo tranquilo, aunque su mente, al
buscar maneras de escapar, trabajaba demasiado para que pudiese dormir.
Fuera de la tienda,
el viento casi había dejado de soplar y la noche estaba en calma. La oscuridad ya
no era completa, pues había salido la Luna. Aunque sus rayos directos no llegarían
nunca hasta ellos, tenía que haber luz reflejada por la nieve de las alturas.
Harper sólo podía distinguir
un vago resplandor en el umbral de la visión, filtrándose a través de las traslúcidas
paredes de la tienda, que además retenía el calor. Pensó que lo importante era que
no estaban en peligro inmediato. Tenían comida para una semana como mínimo y había
mucha nieve que podían fundir para conseguir agua. Dentro de un día o dos, si su
costilla se portaba bien, podrían partir de nuevo, confiaba que esta vez con mejores
resultados.
No muy lejos sonó un
golpe sordo que lo dejó intrigado, hasta que pensó que sería una masa de nieve que
habría caído en alguna parte. La noche estaba tan extraordinariamente tranquila
que casi le pareció oír los latidos de su corazón, y la respiración de su compañero
dormido le resultaba anormalmente ruidosa.
¡Era curioso cómo se
distraía la mente con cosas triviales! Volvió a pensar en el problema de la supervivencia.
Aunque él no estuviese en condiciones de moverse, el doctor podía intentar el vuelo
solo. Era una de estas situaciones en que un hombre podía tener tantas posibilidades
de éxito como dos.
Se oyó otro de aquellos
golpes sordos, esta vez algo más fuerte. Era un poco extraño, pensó Harper por un
momento, que la nieve se moviese en la calma fría de la noche. Confió en que no
hubiese peligro de alud; como no había tenido tiempo de ver con claridad su lugar
de aterrizaje, no podía calcular el riesgo. Se preguntó si debía despertar al doctor,
que sin duda había examinado los alrededores antes de instalar la tienda. Pero cediendo
a un sentimiento fatalista, decidió no hacerlo; en el caso de que fuera inminente
un alud, no era probable que pudiesen hacer gran cosa para escapar.
Vuelta al problema número
uno. Había una solución interesante que valía la pena considerar. Podían sujetar
el transmisor a uno de los lewies y hacer que éste se elevase. La señal sería captada
en cuanto la unidad saliese del cañón, y el servicio de socorro les encontraría
en pocas horas, o como máximo en pocos días.
Esto significaría sacrificar
uno de los lewies, y si no daba resultado su situación sería aún más apurada. Pero
de todos modos…
¿Qué era aquello? No
parecía el golpeteo suave de la nieve al caer. Era un débil pero inconfundible “clic”,
como de un guijarro chocando contra otro. Los guijarros no se mueven solos.
Harper pensó que estaba
fantaseando. La idea de que alguien o algo anduviese por un alto punto del Himalaya
en mitad de la noche era absolutamente ridícula. Pero de pronto se le quedó seca
la garganta y sintió que se le ponía la piel de gallina. Había oído algo y ahora
ya no podía negarlo.
La respiración del doctor
era tan ruidosa que resultaba difícil distinguir los sonidos del exterior. ¿Significaba
esto que el doctor Elwin, por muy dormido que estuviese, había sido también alertado
por su siempre despierto subconsciente? Estaba fantaseando de nuevo…
Oyó el clic de nuevo,
tal vez un poco más cerca. Sin duda venía de otra dirección. Era como si algo, que
se movía con misterioso pero absoluto silencio, estuviese dando vueltas lentamente
alrededor de la tienda.
En ese momento George
Harper lamentó sinceramente haber oído hablar del Abominable Hombre de las Nieves.
Cierto que sabía poco sobre él, pero este poco aún era demasiado.
Recordó que el Yeti,
como lo llamaban los nepaleses, había sido un mito permanente del Himalaya durante
más de un siglo. El monstruo peligroso y gigantesco nunca había sido capturado,
fotografiado ni siquiera había sido descrito por testigos fidedignos. La mayoría
de los occidentales estaban seguros de que era pura fantasía y no se dejaban convencer
por la escasez de pruebas de pisadas en la nieve o por trozos de piel conservados
en oscuros monasterios. Pero la gente de las montañas opinaba de otra manera. Y
Harper temió ahora que tuviera razón.
Al no ocurrir nada más
durante unos cuantos largos segundos, empezó a desvanecerse lentamente su miedo.
Tal vez su imaginación sobreexcitada le estaba gastando bromas; dadas las circunstancias,
no hubiera sido sorprendente. Con un deliberado y resuelto esfuerzo de voluntad,
centró de nuevo sus pensamientos en el problema del rescate. Estaba haciendo buenos
progresos cuando algo chocó contra la tienda. No pudo chillar porque tenía los músculos
de la garganta paralizados por el miedo. Era totalmente incapaz de moverse. Entonces
oyó que el doctor Elwin empezaba a rebullir, soñoliento, en la oscuridad.
–¿Qué ha sucedido? –Preguntó
el científico–. ¿Estás bien?
Harper sintió que su
compañero se volvía y pensó que estaba buscando a tientas la linterna. Quiso decir:
“¡Por el amor de Dios, estése quieto!”, pero ninguna palabra pudo salir de sus resecos
labios. Se oyó un chasquido, y el rayo de luz de la linterna formó un círculo brillante
en la pared de la tienda. La pared estaba ahora combada hacia ellos, como si un
peso pesado se apoyase en ella. Y en el centro de la comba había una huella totalmente
inconfundible: la de una mano deformada o de una garra. Estaba sólo a medio metro
del suelo; fuese lo que fuere aquello, parecía estar arrodillado, como si palpase
la tela de la tienda.
La luz debió molestarlo
pues la huella desapareció en el acto, y la pared de la tienda quedó de nuevo plana.
Se oyó un ronco gruñido y después un prolongado silencio.
Harper se dio cuenta
de que había recobrado la respiración. Había esperado que se rasgara la tienda y
que algo espantoso e inconcebible se precipitara sobre ellos. Pero sólo se oyó el
débil y lejano gemido de una ráfaga de viento en las altas montañas. Sintió que
temblaba sin poderse dominar, y esto nada tenía que ver con la temperatura, pues
se estaba cómodamente caliente en su pequeño mundo aislado.
Entonces se oyó un sonido
familiar. Fue el ruido metálico de una lata vacía al golpear una piedra, y esto
disminuyó la tensión. Harper fue capaz de hablar por primera vez, o al menos de
murmurar:
–Ha encontrado las latas
de comida. Tal vez ahora se marchará.
Casi como respondiendo
a sus palabras, se oyó un gruñido grave que parecía expresar enojo y contrariedad;
después, el sonido de un golpe y de latas que rodaban en la oscuridad. Harper recordó
de pronto que toda la comida estaba dentro de la tienda y que los envases vacíos
habían sido arrojados al exterior. No era una idea muy esperanzadora. Lamentó no
haber hecho como los supersticiosos de las tribus, que dejaban ofrendas a los dioses
o demonios que las montañas podían conjurar.
Lo que sucedió después
fue tan repentino, tan inesperado, que acabó antes de que tuviese tiempo de reaccionar.
Se oyó un ruido fuerte, como de algo que fuese lanzado contra una roca; después,
un zumbido eléctrico familiar y a continuación un gruñido de sobresalto. Y por fin,
un espantoso alarido de rabia, y de frustración que se convirtió rápidamente en
un grito de puro terror y que empezó a extinguirse hacia lo alto, en el cielo vacío.
Aquel sonido despertó el único recuerdo adecuado en la memoria de Harper. Una vez
había visto una película de principios del siglo XX sobre la historia de la aviación,
con una escena terrible que mostraba el lanzamiento de un dirigible. Algunos miembros
del personal de tierra se habían agarrado unos segundos de más a las cuerdas de
amarre y la aeronave los había arrastrado hacia el cielo, balanceándose impotentes
debajo de ella. Entonces se habían ido soltando y habían caído contra el suelo.
Harper esperó oír un
golpe lejano, pero no se produjo. Entonces observó que el doctor repetía una y otra
vez:
–Dejé atadas las dos
unidades. Dejé atadas las dos unidades.
Todavía estaba demasiado
impresionado para que aquella información le preocupase. Lo único que sentía era
la admirable contrariedad del científico.
Ahora nunca sabría qué
había estado merodeando alrededor de su tienda en las horas de soledad que precedieron
a la aurora.
Uno de los helicópteros de socorro en
la montaña, pilotado por un sij escéptico, que todavía se preguntaba si todo aquello
no era más que una broma pesada, descendió en el cañón muy avanzada la tarde. Cuando
la máquina hubo aterrizado entre un remolino de nieve, el doctor Elwin agitó frenéticamente
un brazo, apoyándose con el otro en un palo de la tienda.
Al reconocer al lisiado
científico, el piloto del helicóptero experimentó una sensación de temor casi supersticioso.
Resultaba que el informe debía ser verdad; no había otra manera en que Elwin hubiese
podido llegar a este lugar. Y esto significaba que todo lo que volaba en y encima
de los cielos de la Tierra era, desde este momento, tan anticuado como una carreta
de bueyes.
–Gracias a Dios que
nos ha encontrado –dijo el doctor, con sincera gratitud–. ¿Cómo ha podido venir
hasta aquí con tanta rapidez?
–Puede dar gracias a
las redes de localización por radar y a los telescopios de la estación meteorológica
en órbita. Habíamos estado antes aquí, pero al principio pensamos que todo era una
broma.
–No comprendo.
–¿Qué habría dicho usted,
doctor, si alguien le hubiese contado que un leopardo de las nieves del Himalaya,
completamente muerto y enredado en una maraña de correas y de cajas había sido visto
manteniéndose en el aire a una altitud de treinta mil metros?
Dentro de la tienda,
George Harper se echó a reír a pesar del dolor que esto le causaba. El doctor asomó
la cabeza por la abertura de la lona y preguntó ansiosamente:
–¿Qué te pasa?
–Nada… Pero me estaba
preguntando qué vamos a hacer para bajar a esa pobre bestia antes de que sea una
amenaza para la navegación aérea.
–Bueno, alguien tendrá
que elevarse con otro lewie y apretar los botones. Tal vez deberíamos tener un control
de radio en todas las unidades…
La voz del doctor Elwin
se extinguió a media frase. Estaba ya muy lejos, perdido en sueños que cambiarían
la faz de muchos mundos.
Dentro de poco bajaría
de las montañas, trayendo como un nuevo Moisés las leyes de una nueva civilización.
Estas leyes devolverían a toda la humanidad la libertad que había perdido hacía
tanto tiempo, cuando los primeros anfibios abandonaron su ingrávido hogar debajo
de las olas.
La batalla de mil millones
de años contra la fuerza de la gravedad había terminado.
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