sábado, 14 de mayo de 2022

La conjetura

José Revueltas

 

¿Aquello era el comienzo del plan?

Todo estaba previsto ya: con palabras, incertidumbres, como se prevén todas las cosas, y con esos rudos latidos interiores, como se precaven ciertas otras cosas particulares. Habría un orden: primero, segundo, tercero –o cuarto o quinto o sexto, hasta llegar a mil, pues nunca sabe nadie nada–, y ese orden ya era una cosa real. He aquí lo primero: cerciorarse, ver el barco. Y luego lo segundo. ¿Mas lo final? ¿Qué sería de ellos después y qué estarían haciendo con sus manos, con sus camisas puestas, con sus gorras al aire y a la vida? Sin embargo, sí, aquello era el comienzo del plan. Ahí estaba el barco, grande, pesado y ruinoso, como un viejo elefante castigado; y ahí también la playa extendida y solitaria, lengua sucia y doliente de la Isla Madre. Lo segundo, meterse en el barco, descender a la bodega, esperar. Esperar, eso era lo tercero.

Cuando Reyes sintió aquella respiración rítmica bajo sus pies –una respiración tardía, espaciada–, de inmediato una curiosa inseguridad se apoderó de él como si estuviera ligeramente ebrio o somnoliento. Pisaba unas nubes que se hundían hasta cierto punto para emerger muellemente, mientras el agua se apartaba en grandes e imprecisos círculos. Al llegar la canoa, la cuerda caía sobre ella, golpeando, y entonces El Maciste cobraba sus proporciones reales y verdaderas: ya no era el barco aquél que desde la playa parecía un juego, como pintado en el mar. Ahora estaban ahí las cuerdas, los hierros, las láminas de acero y los chorros de agua sucia brotando de los costados.

Después, al cargar la bodega, dejar un hueco. ¿Era esto lo cuarto o lo décimo, antes de los pequeños momentos, de las pequeñas miradas, y sobre todo, de los pequeños, terribles latidos del corazón, que ocurrirían en el infinito lapso de una o veinticuatro horas? Aquí nacía una fabulosa distinción entre el pensamiento y la vida, entre el propósito y la ejecución. Era como si las gentes tuviesen los ojos cerrados y algún oscuro, remoto sentido, completamente inútil.

Mañana por la noche, cuando zarpara el barco. Por lo pronto regresar a tierra, después de la carga.

El Maciste subía y bajaba respirando al ritmo del Pacífico, hoy tan azul y tan profundo. Desde la canoa provocaba una especie de irresponsabilidad física, pues las dimensiones y los puntos de referencia: nubes, mástiles, adoptaban un tono arbitrario, ilógico, como el de un film o un sueño. ¿Qué era ahí lo cierto, lo indudable? ¿Sería la playa, moviéndose? ¿O el mar, también en movimiento? ¿O el gran mástil, indeciso, como escarbando el cielo? El horizonte jugaba al circo y era divertido ensayar una respiración que lo acompañase, aspirando cuando subía y espirando cuando bajaba. Sin embargo, era un horizonte imposible: todo el mar, el mar inmenso y sagrado que parecía contraerse y expandirse, después, en una tentativa descabellada por ocupar la tierra entera. Mar inabarcable, hondo, que tenía algo de bestia echada, amenazante y en paz. La sensación de tontera, de vaga embriaguez, de ligera pérdida de dimensiones, tornaba nuevamente a la cabeza de Reyes. Entonces era cuestión de centímetros, pero no podía asirse ya a la cuerda y la dejaba escapar, rozándola apenas. El cabo, desde la borda, gritaba una maldición.

–¡Ese Reyes, pendejo…!

Pero en seguida, otra vez, la cuerda:

–¡Agarra!

Luego caminar sobre la canoa con el saco de sal a cuestas, trepar la escala, y aunque fuera del todo inútil, dar unos gritos plenos, que parecían aligerar el esfuerzo:

–¡Upaaa! ¡Fuerabajo!

Desde la canoa no se podían ver ni la cubierta ni la escotilla, por donde entraba la sal. La sal es un cuerpo omnipresente. El mar está cargado de sal y esto es inexplicable. Y el hombre tiene también sal, y el sudor, y las lágrimas… La sal corre por el mundo, y las tribus, los pueblos, han emigrado en busca de la sal. Allá en la Isla estaba formada por unos cuerpecitos poliédricos, finos, que se encajaban en los pies desnudos y se adherían al sudor del hombre, a la sal del hombre. También eran unos cuadros blancos, en el campamento de Salinas, donde había que derramar un bote de agua espesa para que el sol dejara, como un sedimento ardoroso, como un sedimento de nieves y cristales, la sal. Los cuadros blancos eran una gran ciudad desde la loma; una ciudad de geometría cegadora por donde los pies descalzos caminaban. Y ahora la sal estaba ahí, sobre las espaldas desnudas, y ahí en la bodega turbia, sin pulmones, de El Maciste.

No se podía ver la escotilla. Era una escotilla importantísima, por donde deberían entrar diez toneladas de sal y luego, más tarde, unos cuantos kilogramos de oscura materia organizada, albúmina, proteína, hierro, carbohidratos: dos hombres, dos prófugos, con sangre en las venas y una poca de sal en esa sangre. Y a esos cuantos kilogramos de materias generosas, de hierro cálido, de carbono imponderable, a esos hombres, se les tenía metidos en un pedazo de la tierra. El mundo puede ser inconmensurable; pueden existir países y montañas y ríos y ciudadanos. Pero el sufrimiento humano, aun el más grande, el sufrimiento que no tenga medida, puede caber en sólo un pedacito de la tierra, en un pedacito pequeño, donde quepan un pie o una mirada.

Era una escotilla sucia, herrumbrosa, y la bodega aparecía como un gran vientre negro, oloroso a ratas y a costal mojado. Empero, aun herméticamente cerrada, se podría respirar dentro de tal bodega. Sería una respiración humedecida, pegajosa, llena de anhelos desesperados.

¿Cuál era el décimo, el quinto, el centésimo punto del plan? Cuando El Maciste atracara, lejos de la Isla, en un puerto nebuloso, tan despegado de la tierra como las nubes, descenderían unos hombres al fondo, para descargar. Serían unos hombres distantes, absurdos, ignorados. Sin embargo, ya encontrábase en su poder la cita. Se les esperaba ahí, en el fondo de la bodega. Ahí, desde este momento. Esos hombres respirarían, tendrían vida y aire. Pero se les esperaba. ¿Qué iban a saber de nada? Darían un brinco sobre la bodega, torpes, no acostumbrados a la oscuridad y luego comenzarían la lucha sorda, queda, casi amorosa de tan llena de silencios: sobre sus espaldas, dos cuerpos inesperados, una respiración brusca, un ahogo. Reyes pensaba en su hombre, en el que le correspondería a él, con un leve asombro, con una leve tentación. Sería un trabajador alegre del puerto, que ya caminaba desde hacía unas horas con destino –con un destino, con su destino– hacia la cita terrible. Podría estar bebiendo ahora en las cantinas o descargando otros barcos, pero cada costal que llegaba al fondo de El Maciste era un costal que lo aproximaba, que lo hacía más cierto y existente. ¿En qué lugar preciso caería su sangre? ¿Y en cuál otro su cuerpo? ¿Qué saco de sal mezclaría su extraño sabor con el hondo y cálido sabor de su sangre? Reyes se llevó la mano a la cintura para palpar la navaja sucia que llevaba al cinto. Habría que descargar la mano firmemente, simplemente, como sobre un costal. En el fondo debía ser la misma sensación de pequeños obstáculos, de pequeños cuerpos puestos en desorden, desarreglados por una impensada violencia exterior. ¿Sería eso el destino? Esta cosa sin nombre que conduciría al estibador puntualmente hasta la bodega de El Maciste, ¿sería lo fatal? Pedro, Juan, un nombre de estibador… pero encima de todo ello, contrariando todos los designios y todas las fuerzas, habría de bajar hasta la bodega…

Sobre El Maciste continuaban las maniobras de carga. El cabo daba órdenes, gritando. Al hablar mostraba un diente de oro, sucio, inútil. Sólo hasta que Reyes pudo ver ese diente de oro, y el rostro cetrino, se dio cuenta de lo insólito que era ahí el machete. En el mar, en el barco, ¿un machete? El cabo lo llevaba junto a la pierna, atado al cinto. Reyes, sin proponérselo y en forma verdaderamente infantil, se puso a canturrear:

 

“saca tu machete chundo,
vámonos pa la barranca…”

 

concluyendo la melodía en un silbido:

 

“a ver si contigo sale,
esa culebrita blanca…”

 

Sin embargo, el machete tenía una razón de ser, ahí en El Maciste: de pronto, cuando se amontonaron los sacos de sal en la escotilla, interrumpiendo la cadena del trabajo, la gente que estaba en cubierta pudo oír, del otro lado, en la bodega, un ruido confusamente metálico, como si golpearan sobre almohadas. Al mismo tiempo aquello era lamentos, y un caer de cuerpos encima de materias duras. Cuando subió el cabo nuevamente a cubierta, su machete estaba ligeramente enrojecido, como si algunas materias grasas impidieran el que se mostrara tinto en sangre por completo.

–¡Vamos, pues, jijitos…! –gritó, jadeando y con los ojos irritados, como si los cegara el humo.

Después apareció Reyes también, con unos surcos en la espalda, levantados, sangrantes. Pero había hecho el hueco. El hueco para que cupiesen dos hombres.

¿Qué punto del plan había sido aquél? ¿Cuántas pulsaciones había tenido el mundo desde entonces? El mar se mecía, balanceaba su cuerpo gigantesco e impenetrable. ¡Qué sal sin medida en el agua del mar! En cambio, sobre los machetazos, apenas unos cuantos granitos que rojeaban vivos, mordiendo, bebiendo sangre.

Al terminar la faena El Maciste pareció detenerse. Había como una pausa en su respirar profundo, en ese amplio respirar de olas que movía los horizontes contrayéndolos y arrojándolos, después, hacia las playas. Reyes dio un brinco desde la escalera a la canoa. Entonces en sus pies descalzos volvió a bailar la sensación de mareo, de vuelo y embriaguez.

 

Cuando el día no depara ninguna esperanza, cuando ni el sol mismo es un regocijo verdadero, la noche se hace breve y el amanecer irrumpe, de pronto, con sólo abrir los ojos. Mas cuando con el día se espera algo duramente anhelado, cuando el sol aguarda como un sol nuevo y hermoso, trasladado al propio corazón, la noche se hace negra y fiera, larga, capaz de encanecer la cabeza de los hombres.

El cómplice de Reyes, El Pinto, balanceaba la cabeza por encima del mechero de gas, como negando. Todavía no se le preguntaba nada para que moviera la cabeza en esa forma. ¿Qué demonios negaba, y por qué? Estaban en la enfermería, donde El Pinto era ambulante. Un trabajo miserable: poner inyecciones, administrar quinina, visitar la barraca. No era necesario saber nada. Por otra parte las enfermedades se catalogaban con mucha simpleza: paludismo o sarna. Fuera de ellas no se daba un caso distinto, o mejor, los casos distintos, el escorbuto, la pelagra, eran únicamente la muerte.

Las dos sombras se recortaban sobre los frascos, las probetas, los irrigadores de la enfermería, quebrándose y alargándose en cada objeto.

–Pero, hombre –dijo Reyes–, no será necesario matar a los estibadores que suban… ¿lo crees?

Entonces aquel balanceo de El Pinto cobró sentido. Frunció el entrecejo y su rostro, dividido en dos por la enfermedad y la luz, adoptó un aire preciso, ya exactamente negativo. La parte no manchada, casi humana, sonreía, mientras la otra, la que se confundía con la oscuridad misma del cuarto y parecía derramarse por la estancia, mostraba un aspecto duro, monstruoso.

–¡Imposible! –replicó–. ¡Se nos echa a perder todo!

Sobre la enfermería sentíase el peso del campamento, sumido en la oscuridad, y de la barraca, alta sobre la colina. Sólo un canto obstinado paseaba sus lamentos sobre aquello, como dando golpes, en un repetir constante y enloquecedor:

 

“Qué chula está la nocheee,
cuántas estrellas,
y a las tres de la mañanaaa,
madreee, me mueeerooo.”

 

El Pinto volvió el rostro con violencia:

–¡Cómo friega ese jijo…!

Los dos últimos versos: “A las tres de la mañana, madre, me muero”, tenían un significado atroz. La gente se moría precisamente entre las dos y las tres; al mismo tiempo tornaba hacia su origen, hacia la materia humana de que había surgido, hacia la madre. “Madre mía” era una expresión de agonizante. Y es que el hombre necesita un apoyo sobre la tierra, necesita una referencia, necesita llamar a esa matriz de dulzura de donde brotó entre sangres y angustias, como se llama ante una puerta, pidiendo descanso y soledad.

–El barco sale mañana…

–Sí, mañana.

En esos momentos alguien golpeó la puerta:

–Ese Pinto…

–¿Quihubo?

–Ya no aguantamos al Amarillo…

–¿Qué cosa?

–El desgraciado apesta como perro muerto…

El Pinto se volvió hacia Reyes:

–Te digo que joden…

En seguida su figura se proyectó sobre los frascos de la enfermería, gigantesca, ensombreciendo más aún el lugar:

–Vamos por él –dijo–; lo ponemos ahi en l’higuera…

La peste de El Amarillo comenzó desde un principio, a los primeros síntomas de lo que se juzgó paludismo. Apenas ayer se había iniciado la enfermedad, con caracteres extraños; vómitos, calambres, y algo sucio, despreciable: deposiciones sin cuento de un líquido blanquecino, que olía a cierta carne fresca, que difícilmente se recordaba haber olido nunca.

Subieron por la colina empinada en cuya cima estaba la barraca. En la oscuridad de la noche la barraca parecía un gran templo, severa, alta, mortuoria. Aquel caserón, donde cabían doscientos hombres, prolongaba la colina hasta el cielo, interrumpiendo las nutridas estrellas tropicales. Era un ascenso penoso, en la oscuridad. La voz que cantaba ya había perdido, de pronto, su procedencia humana, su procedencia orgánica, y parecía como si la barraca misma, con todo y su piedra y su madera y su tierra, repitiese, lúgubremente, la canción. “Cuántas estrellas… qué chula está la noche… a las tres de la mañana…”

Reyes y El Pinto subían, pisando con firmeza. La noche era profunda, sin luna. La Cruz del Sur caía sobre el Pacífico y el mar era una franja negra, retumbante, que pegaba sobre un tambor sordo y apagado por la arena. Algo interrumpía en el aire, sin embargo, esa placidez misteriosa de la noche. Se trataba de un olorcillo incalificable; un olor no terreno, sobrehumano. Parecía carne o filamentos, y al mismo tiempo que daba idea de ser un olor producido por cosas vivas, parecía un olor de pedazos helados ya, sin sangre. No solamente los órganos del olfato se encargaban de percibir aquello: en la boca, también, quedaba un gusto ligeramente dulzón y pastoso. Si fuera dable abrir un cuerpo humano vivo –de ninguna manera uno muerto– y aproximar el rostro, sería más o menos ese olor. Pero no se trataba de un cuerpo humano común; debía ser un cuerpo ya deshecho por el agua, como esas carnes muy lavadas, solamente que en este caso el agua sería sucia y brotaría del mismo cuerpo, no tendría más que ese único origen. El olor bajaba de la barraca como una bruma que aumentara la espesura de la noche. El Pinto oprimió el brazo de Reyes:

–¡Es ese desgraciado…!

El Amarillo vio llegar a los dos hombres hasta su cuarto. Tenía los ojos muy abiertos, muy lúcidos, extraordinariamente inteligentes. Los dos hombres llevaron en forma involuntaria las manos hasta la nariz y se detuvieron en seco, como si se hubieran arrepentido de subir hasta la cima donde se hallaba la barraca:

–Te vamos a sacar pa fuera –dijeron.

Entonces ocurrió algo notable y que El Amarillo no pudo dominar ni dirigir –desde que estaba enfermo, en realidad, ya no podía dirigirse a sí mismo, las cosas pasaban dentro de él como si existiesen unos demonios interiores, a quienes no se les podía decir nada–: los párpados le bailaron vertiginosamente, como los de un muñeco automático. Mas eso no era lo completamente extraño. El caso es que aquellos párpados producían un ruido tremendo, acuoso, de palmetas golpeando sobre lodo. En el cuartucho se oía un agitar de alas, como si un ave enloquecida pegara sobre las paredes. A este primer ruido siguió otro, de naturaleza distinta: unos animales pequeños y ruines lucharon denodadamente, gruñendo, y unas aguas espesas empezaron a hervir con voces y ronquidos. En seguida, por debajo de las mantas que cubrían a El Amarillo, salió, presurosamente, un líquido incoloro. Ya Reyes y El Pinto pisaban ese líquido. Sus miradas se encontraron, entonces, coléricas. Ambos experimentaron un odio brusco, un deseo frenético de que El Amarillo muriese, acabara de una vez, en un instante, como por obra de una explosión interna sin medida. ¿Qué hacía ahí, por qué había nacido ese hombre? ¿Qué madre infernal lo había parido? Lo tomaron violentamente, con deseo de causarle daño y lastimar su cuerpo contrahecho y arrugado.

–¡Muévete, con una tiznada…!

Aquella noche de mayo debía ser espléndida. El monte, junto a la barraca, fosforecía maravillosamente. Esos olores que brotan de la tierra en las noches cálidas, el tierno olor de la humedad, la resina de los árboles, las yerbas frescas… Todo eso podría percibirse plenamente, con alegría solar, con entusiasmo, pero El Amarillo iba junto a ellos, a cuestas. De pronto parecía un saco, lleno de cosas en desorden. Sus axilas se sentían en las manos con unos pelos muertos y pegajosos; sus talones eran dos cuchillas llenas de frío y de blandura y la caja de su cuerpo pegaba, sonando, sobre las piedras y la tierra. ¡Y el miserable aquél cantando, allá, en la barraca! “¡A las tres de la mañana, a las tres de la mañana!”

¡Habría que matar, sí, a los dos estibadores! Cuando descendieran a la bodega, sin sospechar nada, silenciosamente, como calar unos costales de sal: primero ciertos tejidos opositores, después sólo un ligero trastornar objetos desconocidos, mientras un chorro cálido brotaba.

Habían llegado a la higuera. Ahí colocaron el cuerpo de El Amarillo, sobre una manta.

–Bueno, ora sí ya duérmete. Aquí tienes quinina por si se te ofrece… –y El Pinto tendía unas cápsulas blancas.

El Pinto sentía cómo, al hablar, por su boca entraba de lleno ese olor terrible del enfermo, llegándole al fondo mismo de las entrañas. Se estaba comiendo ese olor, lo estaba pasando por su garganta hasta el estómago, para mezclarlo, allá abajo, con quién sabe qué otras extrañas sustancias. Una ola de rabia ciega se apoderó de su ser. ¡Que reventara ese Amarillo del demonio! ¡Que reventara literalmente, verdaderamente: que el pellejo se le fuera estirando hasta romperse y derramar toda la porquería inútil que llevaba dentro del cuerpo!

El Amarillo hizo girar sus dos enormes ojos en derredor, y casi sin mover los labios, cual si la voz partiera de otro sitio, de otro ser, preguntó:

–¿Me trajeron aquí porque apesto?

Él sabía eso. Lo había comprendido desde el primer momento. Todos se llevaban las manos a la nariz y escupían. Sin embargo, no quería que se lo dijeran. Deseaba, por el contrario, que alguien pronunciara junto a él una palabra tierna, benévola, amorosa.

El Pinto apretó los dientes con ganas de darle un puñetazo:

–¡Qué! ¿Creías que por niño bonito?

Del pecho del enfermo brotó un sollozo estúpido, ridículo. Era un sollozo que repetían las pisadas duras de Reyes y El Pinto, que ya caminaban hacia la enfermería para seguir viviendo el plan, ese plan que había comenzado hoy, por la mañana.

 

En la impenetrable oscuridad de la enfermería no eran dos hombres, sino dos voces las presentes. ¿Dónde principiaba el rostro de El Pinto, dónde terminaba su mancha sucia y dónde comenzaba el aire?

Primero, segundo, tercero. Lo primero, entrar en la bodega; lo segundo, esperar; lo tercero, asesinar; lo cuarto…

–Mañana, ¿verdad?

Reyes iba a contar su historia:

–Yo me fugo nada más por ella, hermano…

Se refería a una mujer, lejana.

–No me quiso esperar… y yo se lo advertí: “Mira”, le dije, “son nada más diez años, pero si no me esperas…”, y se la sentencié…

Pero algo interrumpió esa historia. No era nada. La noche podría haber sido bella, solemne, tibia, y con todas sus estrellas y sus árboles palpitantes y su mar, y encima de su mar, la Cruz del Sur, brillando… Pero ¡el olor! ¡Ese olor! Nada puede apestar tanto como un hombre. Un perro muerto, un muladar, no es nada frente al olor del hombre. Será por sus pecados. Porque un hombre se puede oler en una ciudad entera, en un país entero. El olor de los hombres se detiene en el aire, el aire lo recoge y lo aprieta, lo embarra, y queda ahí, como una nube de espanto.

–¡Vamos a llevarlo más lejos, al jijo de la…!

Lo podían llevar al extremo de la Isla o arrojarlo al fondo del mar. Podían cavar la tierra y encerrarlo ahí, vivo y verde.

De la higuera lo transportaron a las márgenes del río. Quizá no los alcanzase su olor.

–¿Te fijaste?

–¡No!

–Tenía la cara verde…

¿Verde? Verde, como si un musgo de carne fría lo fuera tornando vegetal, lo fuera invadiendo poco a poco, lo fuera reintegrando a la tierra, a los gusanos y a las plantas de donde había salido.

–¡Qué peste de infeliz!

–¿Vamos a ponerlo más lejos?

Aquello se volvió una pesadilla abrumadora. Nunca la tierra había sido tan desolada y angustiosa. ¡Y El Maciste! Allá abajo estaría, meciendo su cuerpo, meciendo su sal, sus costales mojados, sus hierros viejos y sus cuerdas.

El Amarillo oyó los pasos que regresaban y pudo ver, al mismo tiempo, la linterna sorda, alumbrando las cuatro piernas obstinadas. Ahora les preguntaría por El Maciste. Les diría: “¿Es cierto que zarpa mañana?” Algo había oído decir a los salineros. Tenía interés. En una carta –pequeñita, podría caber en el pecho o doblada, en la camisa– pedía algo a su familia, inyecciones para curarse, cigarrillos, cosas tiernamente vulgares, domésticas, tan dulces como recostarse en la cama, en el hogar, y mirar el techo, un techo con nubes que forman las goteras. Pero dentro del estómago volvió a sentir aquella humillante flojedad que le hacía desparramarse en aguas espantosas. Su pensamiento único, el más imperioso de todos, fue el de contenerse, el de frenar aquellos interiores rebeldes que gobernaban por sí mismos y que de pronto ya lo tenían ahí, vaciándose como un niño. Hubiera dado cualquier cosa por no ofrecer un espectáculo tan lastimoso y triste. Él, un hombre ya, ¡como un niño! Y no podía impedirse nada. Una fuerza superior a todas las fuerzas lo sacudía, lo enturbiaba.

Le echaron la linterna sobre la cara y entonces él, entrecerrando los ojos, acertó a preguntar sobre El Maciste.

–¿De veras zarpa? ¿De veras?

–¡Míralo! ¡Cagándose otra vez el desgraciado…!

¿De qué hablaban? ¿De él y de esa agua que le salía del cuerpo?

–¿A qué hora zarpa El Maciste, por favor, a qué hora…?

–¡Ponle el termómetro, se está poniendo muy feo…!

El cuerpecito de vidrio penetró por las axilas del enfermo. Éste oía las voces, aun cuando sin comprender. Pero seguramente estarían hablando de El Maciste. ¡Sólo con prestar atención, con no respirar tan fuerte, podría escuchar y entender todo! ¡Que se detuviera su estómago, que no gruñera, que no hirviera, para poder oír todo completamente!

El Pinto tomó el termómetro en sus manos:

–¡Qué raro! –exclamó–. ¡Treinta y tres grados!

Hubo un silencio sostenido. Del río ascendía un rumor de voces, pues el agua lleva mujeres quedas, lamentándose en voz baja. Las ramas de los árboles crujían al doblarse con el viento cálido. Pero en medio de este silencio, Reyes sentía un latido de cataclismo dentro de su corazón, después de haber comprendido. No pudo contenerse. Llorando, dando gritos:

–¡Hermano, hermano…! –dijo.

El Pinto volvió la cara con extrañeza. Reyes tenía el rostro desencajado, tartamudeaba ya, iba a correr, enloquecido.

–¡Hermano, Dios mío…!

El Pinto frunció las cejas, colérico:

–¿Qué diablos?

–¡Tiene el cólera, tiene el cólera! ¡Corre! ¡El cólera!

Corrían por el monte, cayendo y dando tumbos.

El Amarillo miraba las estrellas distantes. “¿Habrán hablado de El Maciste y su salida?”

En la bahía El Maciste balanceaba su enorme cuerpo suavemente, con las bodegas llenas de sal, blanca y cegadora. La sal está compuesta de unos cuerpecitos poliédricos, que hieren los pies descalzos, dejándoles un pequeño ardor de lágrimas o de imponderable agua del mar.

 

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