José Revueltas
¿Aquello era el comienzo del plan?
Todo estaba previsto
ya: con palabras, incertidumbres, como se prevén todas las cosas, y con esos rudos
latidos interiores, como se precaven ciertas otras cosas particulares. Habría un
orden: primero, segundo, tercero –o cuarto o quinto o sexto, hasta llegar a mil,
pues nunca sabe nadie nada–, y ese orden ya era una cosa real. He aquí lo primero:
cerciorarse, ver el barco. Y luego lo segundo. ¿Mas lo final? ¿Qué sería de ellos
después y qué estarían haciendo con sus manos, con sus camisas puestas, con sus
gorras al aire y a la vida? Sin embargo, sí, aquello era el comienzo del plan. Ahí
estaba el barco, grande, pesado y ruinoso, como un viejo elefante castigado; y ahí
también la playa extendida y solitaria, lengua sucia y doliente de la Isla Madre.
Lo segundo, meterse en el barco, descender a la bodega, esperar. Esperar, eso era
lo tercero.
Cuando Reyes sintió
aquella respiración rítmica bajo sus pies –una respiración tardía, espaciada–, de
inmediato una curiosa inseguridad se apoderó de él como si estuviera ligeramente
ebrio o somnoliento. Pisaba unas nubes que se hundían hasta cierto punto para emerger
muellemente, mientras el agua se apartaba en grandes e imprecisos círculos. Al llegar
la canoa, la cuerda caía sobre ella, golpeando, y entonces El Maciste cobraba
sus proporciones reales y verdaderas: ya no era el barco aquél que desde la playa
parecía un juego, como pintado en el mar. Ahora estaban ahí las cuerdas, los hierros,
las láminas de acero y los chorros de agua sucia brotando de los costados.
Después, al cargar la
bodega, dejar un hueco. ¿Era esto lo cuarto o lo décimo, antes de los pequeños momentos,
de las pequeñas miradas, y sobre todo, de los pequeños, terribles latidos del corazón,
que ocurrirían en el infinito lapso de una o veinticuatro horas? Aquí nacía una
fabulosa distinción entre el pensamiento y la vida, entre el propósito y la ejecución.
Era como si las gentes tuviesen los ojos cerrados y algún oscuro, remoto sentido,
completamente inútil.
Mañana por la noche,
cuando zarpara el barco. Por lo pronto regresar a tierra, después de la carga.
El Maciste subía y bajaba respirando al ritmo del Pacífico, hoy tan azul y tan profundo.
Desde la canoa provocaba una especie de irresponsabilidad física, pues las dimensiones
y los puntos de referencia: nubes, mástiles, adoptaban un tono arbitrario, ilógico,
como el de un film o un sueño. ¿Qué era ahí lo cierto, lo indudable? ¿Sería la playa,
moviéndose? ¿O el mar, también en movimiento? ¿O el gran mástil, indeciso, como
escarbando el cielo? El horizonte jugaba al circo y era divertido ensayar una respiración
que lo acompañase, aspirando cuando subía y espirando cuando bajaba. Sin embargo,
era un horizonte imposible: todo el mar, el mar inmenso y sagrado que parecía contraerse
y expandirse, después, en una tentativa descabellada por ocupar la tierra entera.
Mar inabarcable, hondo, que tenía algo de bestia echada, amenazante y en paz. La
sensación de tontera, de vaga embriaguez, de ligera pérdida de dimensiones, tornaba
nuevamente a la cabeza de Reyes. Entonces era cuestión de centímetros, pero no podía
asirse ya a la cuerda y la dejaba escapar, rozándola apenas. El cabo, desde la borda,
gritaba una maldición.
–¡Ese Reyes, pendejo…!
Pero en seguida, otra
vez, la cuerda:
–¡Agarra!
Luego caminar sobre
la canoa con el saco de sal a cuestas, trepar la escala, y aunque fuera del todo
inútil, dar unos gritos plenos, que parecían aligerar el esfuerzo:
–¡Upaaa! ¡Fuerabajo!
Desde la canoa no se
podían ver ni la cubierta ni la escotilla, por donde entraba la sal. La sal es un
cuerpo omnipresente. El mar está cargado de sal y esto es inexplicable. Y el hombre
tiene también sal, y el sudor, y las lágrimas… La sal corre por el mundo, y las
tribus, los pueblos, han emigrado en busca de la sal. Allá en la Isla estaba formada
por unos cuerpecitos poliédricos, finos, que se encajaban en los pies desnudos y
se adherían al sudor del hombre, a la sal del hombre. También eran unos cuadros
blancos, en el campamento de Salinas, donde había que derramar un bote de agua espesa
para que el sol dejara, como un sedimento ardoroso, como un sedimento de nieves
y cristales, la sal. Los cuadros blancos eran una gran ciudad desde la loma; una
ciudad de geometría cegadora por donde los pies descalzos caminaban. Y ahora la
sal estaba ahí, sobre las espaldas desnudas, y ahí en la bodega turbia, sin pulmones,
de El Maciste.
No se podía ver la escotilla.
Era una escotilla importantísima, por donde deberían entrar diez toneladas de sal
y luego, más tarde, unos cuantos kilogramos de oscura materia organizada, albúmina,
proteína, hierro, carbohidratos: dos hombres, dos prófugos, con sangre en las venas
y una poca de sal en esa sangre. Y a esos cuantos kilogramos de materias generosas,
de hierro cálido, de carbono imponderable, a esos hombres, se les tenía metidos
en un pedazo de la tierra. El mundo puede ser inconmensurable; pueden existir países
y montañas y ríos y ciudadanos. Pero el sufrimiento humano, aun el más grande, el
sufrimiento que no tenga medida, puede caber en sólo un pedacito de la tierra, en
un pedacito pequeño, donde quepan un pie o una mirada.
Era una escotilla sucia,
herrumbrosa, y la bodega aparecía como un gran vientre negro, oloroso a ratas y
a costal mojado. Empero, aun herméticamente cerrada, se podría respirar dentro de
tal bodega. Sería una respiración humedecida, pegajosa, llena de anhelos desesperados.
¿Cuál era el décimo,
el quinto, el centésimo punto del plan? Cuando El Maciste atracara, lejos
de la Isla, en un puerto nebuloso, tan despegado de la tierra como las nubes, descenderían
unos hombres al fondo, para descargar. Serían unos hombres distantes, absurdos,
ignorados. Sin embargo, ya encontrábase en su poder la cita. Se les esperaba ahí,
en el fondo de la bodega. Ahí, desde este momento. Esos hombres respirarían, tendrían
vida y aire. Pero se les esperaba. ¿Qué iban a saber de nada? Darían un brinco sobre
la bodega, torpes, no acostumbrados a la oscuridad y luego comenzarían la lucha
sorda, queda, casi amorosa de tan llena de silencios: sobre sus espaldas, dos cuerpos
inesperados, una respiración brusca, un ahogo. Reyes pensaba en su hombre, en el
que le correspondería a él, con un leve asombro, con una leve tentación. Sería un
trabajador alegre del puerto, que ya caminaba desde hacía unas horas con destino
–con un destino, con su destino– hacia la cita terrible. Podría estar bebiendo ahora
en las cantinas o descargando otros barcos, pero cada costal que llegaba al fondo
de El Maciste era un costal que lo aproximaba, que lo hacía más cierto y
existente. ¿En qué lugar preciso caería su sangre? ¿Y en cuál otro su cuerpo? ¿Qué
saco de sal mezclaría su extraño sabor con el hondo y cálido sabor de su sangre?
Reyes se llevó la mano a la cintura para palpar la navaja sucia que llevaba al cinto.
Habría que descargar la mano firmemente, simplemente, como sobre un costal. En el
fondo debía ser la misma sensación de pequeños obstáculos, de pequeños cuerpos puestos
en desorden, desarreglados por una impensada violencia exterior. ¿Sería eso el destino?
Esta cosa sin nombre que conduciría al estibador puntualmente hasta la bodega de
El Maciste, ¿sería lo fatal? Pedro, Juan, un nombre de estibador… pero encima
de todo ello, contrariando todos los designios y todas las fuerzas, habría de bajar
hasta la bodega…
Sobre El Maciste
continuaban las maniobras de carga. El cabo daba órdenes, gritando. Al hablar mostraba
un diente de oro, sucio, inútil. Sólo hasta que Reyes pudo ver ese diente de oro,
y el rostro cetrino, se dio cuenta de lo insólito que era ahí el machete. En el
mar, en el barco, ¿un machete? El cabo lo llevaba junto a la pierna, atado al cinto.
Reyes, sin proponérselo y en forma verdaderamente infantil, se puso a canturrear:
“saca tu machete chundo,
vámonos pa la barranca…”
concluyendo la melodía
en un silbido:
“a ver si contigo sale,
esa culebrita blanca…”
Sin embargo, el machete tenía una razón
de ser, ahí en El Maciste: de pronto, cuando se amontonaron los sacos de
sal en la escotilla, interrumpiendo la cadena del trabajo, la gente que estaba en
cubierta pudo oír, del otro lado, en la bodega, un ruido confusamente metálico,
como si golpearan sobre almohadas. Al mismo tiempo aquello era lamentos, y un caer
de cuerpos encima de materias duras. Cuando subió el cabo nuevamente a cubierta,
su machete estaba ligeramente enrojecido, como si algunas materias grasas impidieran
el que se mostrara tinto en sangre por completo.
–¡Vamos, pues, jijitos…!
–gritó, jadeando y con los ojos irritados, como si los cegara el humo.
Después apareció Reyes
también, con unos surcos en la espalda, levantados, sangrantes. Pero había hecho
el hueco. El hueco para que cupiesen dos hombres.
¿Qué punto del plan
había sido aquél? ¿Cuántas pulsaciones había tenido el mundo desde entonces? El
mar se mecía, balanceaba su cuerpo gigantesco e impenetrable. ¡Qué sal sin medida
en el agua del mar! En cambio, sobre los machetazos, apenas unos cuantos granitos
que rojeaban vivos, mordiendo, bebiendo sangre.
Al terminar la faena
El Maciste pareció detenerse. Había como una pausa en su respirar profundo,
en ese amplio respirar de olas que movía los horizontes contrayéndolos y arrojándolos,
después, hacia las playas. Reyes dio un brinco desde la escalera a la canoa. Entonces
en sus pies descalzos volvió a bailar la sensación de mareo, de vuelo y embriaguez.
Cuando el día no depara ninguna esperanza,
cuando ni el sol mismo es un regocijo verdadero, la noche se hace breve y el amanecer
irrumpe, de pronto, con sólo abrir los ojos. Mas cuando con el día se espera algo
duramente anhelado, cuando el sol aguarda como un sol nuevo y hermoso, trasladado
al propio corazón, la noche se hace negra y fiera, larga, capaz de encanecer la
cabeza de los hombres.
El cómplice de Reyes,
El Pinto, balanceaba la cabeza por encima del mechero de gas, como negando. Todavía
no se le preguntaba nada para que moviera la cabeza en esa forma. ¿Qué demonios
negaba, y por qué? Estaban en la enfermería, donde El Pinto era ambulante. Un trabajo
miserable: poner inyecciones, administrar quinina, visitar la barraca. No era necesario
saber nada. Por otra parte las enfermedades se catalogaban con mucha simpleza: paludismo
o sarna. Fuera de ellas no se daba un caso distinto, o mejor, los casos distintos,
el escorbuto, la pelagra, eran únicamente la muerte.
Las dos sombras se recortaban
sobre los frascos, las probetas, los irrigadores de la enfermería, quebrándose y
alargándose en cada objeto.
–Pero, hombre –dijo
Reyes–, no será necesario matar a los estibadores que suban… ¿lo crees?
Entonces aquel balanceo
de El Pinto cobró sentido. Frunció el entrecejo y su rostro, dividido en dos por
la enfermedad y la luz, adoptó un aire preciso, ya exactamente negativo. La parte
no manchada, casi humana, sonreía, mientras la otra, la que se confundía con la
oscuridad misma del cuarto y parecía derramarse por la estancia, mostraba un aspecto
duro, monstruoso.
–¡Imposible! –replicó–.
¡Se nos echa a perder todo!
Sobre la enfermería
sentíase el peso del campamento, sumido en la oscuridad, y de la barraca, alta sobre
la colina. Sólo un canto obstinado paseaba sus lamentos sobre aquello, como dando
golpes, en un repetir constante y enloquecedor:
“Qué chula está la nocheee,
cuántas estrellas,
y a las tres de la mañanaaa,
madreee, me mueeerooo.”
El Pinto volvió el rostro con violencia:
–¡Cómo friega ese jijo…!
Los dos últimos versos:
“A las tres de la mañana, madre, me muero”, tenían un significado atroz. La gente
se moría precisamente entre las dos y las tres; al mismo tiempo tornaba hacia su
origen, hacia la materia humana de que había surgido, hacia la madre. “Madre mía”
era una expresión de agonizante. Y es que el hombre necesita un apoyo sobre la tierra,
necesita una referencia, necesita llamar a esa matriz de dulzura de donde brotó
entre sangres y angustias, como se llama ante una puerta, pidiendo descanso y soledad.
–El barco sale mañana…
–Sí, mañana.
En esos momentos alguien
golpeó la puerta:
–Ese Pinto…
–¿Quihubo?
–Ya no aguantamos al
Amarillo…
–¿Qué cosa?
–El desgraciado apesta
como perro muerto…
El Pinto se volvió hacia
Reyes:
–Te digo que joden…
En seguida su figura
se proyectó sobre los frascos de la enfermería, gigantesca, ensombreciendo más aún
el lugar:
–Vamos por él –dijo–;
lo ponemos ahi en l’higuera…
La peste de El Amarillo
comenzó desde un principio, a los primeros síntomas de lo que se juzgó paludismo.
Apenas ayer se había iniciado la enfermedad, con caracteres extraños; vómitos, calambres,
y algo sucio, despreciable: deposiciones sin cuento de un líquido blanquecino, que
olía a cierta carne fresca, que difícilmente se recordaba haber olido nunca.
Subieron por la colina
empinada en cuya cima estaba la barraca. En la oscuridad de la noche la barraca
parecía un gran templo, severa, alta, mortuoria. Aquel caserón, donde cabían doscientos
hombres, prolongaba la colina hasta el cielo, interrumpiendo las nutridas estrellas
tropicales. Era un ascenso penoso, en la oscuridad. La voz que cantaba ya había
perdido, de pronto, su procedencia humana, su procedencia orgánica, y parecía como
si la barraca misma, con todo y su piedra y su madera y su tierra, repitiese, lúgubremente,
la canción. “Cuántas estrellas… qué chula está la noche… a las tres de la mañana…”
Reyes y El Pinto subían,
pisando con firmeza. La noche era profunda, sin luna. La Cruz del Sur caía sobre
el Pacífico y el mar era una franja negra, retumbante, que pegaba sobre un tambor
sordo y apagado por la arena. Algo interrumpía en el aire, sin embargo, esa placidez
misteriosa de la noche. Se trataba de un olorcillo incalificable; un olor no terreno,
sobrehumano. Parecía carne o filamentos, y al mismo tiempo que daba idea de ser
un olor producido por cosas vivas, parecía un olor de pedazos helados ya, sin sangre.
No solamente los órganos del olfato se encargaban de percibir aquello: en la boca,
también, quedaba un gusto ligeramente dulzón y pastoso. Si fuera dable abrir un
cuerpo humano vivo –de ninguna manera uno muerto– y aproximar el rostro, sería más
o menos ese olor. Pero no se trataba de un cuerpo humano común; debía ser un cuerpo
ya deshecho por el agua, como esas carnes muy lavadas, solamente que en este caso
el agua sería sucia y brotaría del mismo cuerpo, no tendría más que ese único origen.
El olor bajaba de la barraca como una bruma que aumentara la espesura de la noche.
El Pinto oprimió el brazo de Reyes:
–¡Es ese desgraciado…!
El Amarillo vio llegar
a los dos hombres hasta su cuarto. Tenía los ojos muy abiertos, muy lúcidos, extraordinariamente
inteligentes. Los dos hombres llevaron en forma involuntaria las manos hasta la
nariz y se detuvieron en seco, como si se hubieran arrepentido de subir hasta la
cima donde se hallaba la barraca:
–Te vamos a sacar pa
fuera –dijeron.
Entonces ocurrió algo
notable y que El Amarillo no pudo dominar ni dirigir –desde que estaba enfermo,
en realidad, ya no podía dirigirse a sí mismo, las cosas pasaban dentro de él como
si existiesen unos demonios interiores, a quienes no se les podía decir nada–: los
párpados le bailaron vertiginosamente, como los de un muñeco automático. Mas eso
no era lo completamente extraño. El caso es que aquellos párpados producían un ruido
tremendo, acuoso, de palmetas golpeando sobre lodo. En el cuartucho se oía un agitar
de alas, como si un ave enloquecida pegara sobre las paredes. A este primer ruido
siguió otro, de naturaleza distinta: unos animales pequeños y ruines lucharon denodadamente,
gruñendo, y unas aguas espesas empezaron a hervir con voces y ronquidos. En seguida,
por debajo de las mantas que cubrían a El Amarillo, salió, presurosamente, un líquido
incoloro. Ya Reyes y El Pinto pisaban ese líquido. Sus miradas se encontraron, entonces,
coléricas. Ambos experimentaron un odio brusco, un deseo frenético de que El Amarillo
muriese, acabara de una vez, en un instante, como por obra de una explosión interna
sin medida. ¿Qué hacía ahí, por qué había nacido ese hombre? ¿Qué madre infernal
lo había parido? Lo tomaron violentamente, con deseo de causarle daño y lastimar
su cuerpo contrahecho y arrugado.
–¡Muévete, con una tiznada…!
Aquella noche de mayo
debía ser espléndida. El monte, junto a la barraca, fosforecía maravillosamente.
Esos olores que brotan de la tierra en las noches cálidas, el tierno olor de la
humedad, la resina de los árboles, las yerbas frescas… Todo eso podría percibirse
plenamente, con alegría solar, con entusiasmo, pero El Amarillo iba junto a ellos,
a cuestas. De pronto parecía un saco, lleno de cosas en desorden. Sus axilas se
sentían en las manos con unos pelos muertos y pegajosos; sus talones eran dos cuchillas
llenas de frío y de blandura y la caja de su cuerpo pegaba, sonando, sobre las piedras
y la tierra. ¡Y el miserable aquél cantando, allá, en la barraca! “¡A las tres de
la mañana, a las tres de la mañana!”
¡Habría que matar, sí,
a los dos estibadores! Cuando descendieran a la bodega, sin sospechar nada, silenciosamente,
como calar unos costales de sal: primero ciertos tejidos opositores, después sólo
un ligero trastornar objetos desconocidos, mientras un chorro cálido brotaba.
Habían llegado a la
higuera. Ahí colocaron el cuerpo de El Amarillo, sobre una manta.
–Bueno, ora sí ya duérmete.
Aquí tienes quinina por si se te ofrece… –y El Pinto tendía unas cápsulas blancas.
El Pinto sentía cómo,
al hablar, por su boca entraba de lleno ese olor terrible del enfermo, llegándole
al fondo mismo de las entrañas. Se estaba comiendo ese olor, lo estaba pasando por
su garganta hasta el estómago, para mezclarlo, allá abajo, con quién sabe qué otras
extrañas sustancias. Una ola de rabia ciega se apoderó de su ser. ¡Que reventara
ese Amarillo del demonio! ¡Que reventara literalmente, verdaderamente: que el pellejo
se le fuera estirando hasta romperse y derramar toda la porquería inútil que llevaba
dentro del cuerpo!
El Amarillo hizo girar
sus dos enormes ojos en derredor, y casi sin mover los labios, cual si la voz partiera
de otro sitio, de otro ser, preguntó:
–¿Me trajeron aquí porque
apesto?
Él sabía eso. Lo había
comprendido desde el primer momento. Todos se llevaban las manos a la nariz y escupían.
Sin embargo, no quería que se lo dijeran. Deseaba, por el contrario, que alguien
pronunciara junto a él una palabra tierna, benévola, amorosa.
El Pinto apretó los
dientes con ganas de darle un puñetazo:
–¡Qué! ¿Creías que por
niño bonito?
Del pecho del enfermo
brotó un sollozo estúpido, ridículo. Era un sollozo que repetían las pisadas duras
de Reyes y El Pinto, que ya caminaban hacia la enfermería para seguir viviendo el
plan, ese plan que había comenzado hoy, por la mañana.
En la impenetrable oscuridad de la enfermería
no eran dos hombres, sino dos voces las presentes. ¿Dónde principiaba el rostro
de El Pinto, dónde terminaba su mancha sucia y dónde comenzaba el aire?
Primero, segundo, tercero.
Lo primero, entrar en la bodega; lo segundo, esperar; lo tercero, asesinar; lo cuarto…
–Mañana, ¿verdad?
Reyes iba a contar su
historia:
–Yo me fugo nada más
por ella, hermano…
Se refería a una mujer,
lejana.
–No me quiso esperar…
y yo se lo advertí: “Mira”, le dije, “son nada más diez años, pero si no me esperas…”,
y se la sentencié…
Pero algo interrumpió
esa historia. No era nada. La noche podría haber sido bella, solemne, tibia, y con
todas sus estrellas y sus árboles palpitantes y su mar, y encima de su mar, la Cruz
del Sur, brillando… Pero ¡el olor! ¡Ese olor! Nada puede apestar tanto como un hombre.
Un perro muerto, un muladar, no es nada frente al olor del hombre. Será por sus
pecados. Porque un hombre se puede oler en una ciudad entera, en un país entero.
El olor de los hombres se detiene en el aire, el aire lo recoge y lo aprieta, lo
embarra, y queda ahí, como una nube de espanto.
–¡Vamos a llevarlo más
lejos, al jijo de la…!
Lo podían llevar al
extremo de la Isla o arrojarlo al fondo del mar. Podían cavar la tierra y encerrarlo
ahí, vivo y verde.
De la higuera lo transportaron
a las márgenes del río. Quizá no los alcanzase su olor.
–¿Te fijaste?
–¡No!
–Tenía la cara verde…
¿Verde? Verde, como
si un musgo de carne fría lo fuera tornando vegetal, lo fuera invadiendo poco a
poco, lo fuera reintegrando a la tierra, a los gusanos y a las plantas de donde
había salido.
–¡Qué peste de infeliz!
–¿Vamos a ponerlo más
lejos?
Aquello se volvió una
pesadilla abrumadora. Nunca la tierra había sido tan desolada y angustiosa. ¡Y El
Maciste! Allá abajo estaría, meciendo su cuerpo, meciendo su sal, sus costales
mojados, sus hierros viejos y sus cuerdas.
El Amarillo oyó los
pasos que regresaban y pudo ver, al mismo tiempo, la linterna sorda, alumbrando
las cuatro piernas obstinadas. Ahora les preguntaría por El Maciste. Les
diría: “¿Es cierto que zarpa mañana?” Algo había oído decir a los salineros. Tenía
interés. En una carta –pequeñita, podría caber en el pecho o doblada, en la camisa–
pedía algo a su familia, inyecciones para curarse, cigarrillos, cosas tiernamente
vulgares, domésticas, tan dulces como recostarse en la cama, en el hogar, y mirar
el techo, un techo con nubes que forman las goteras. Pero dentro del estómago volvió
a sentir aquella humillante flojedad que le hacía desparramarse en aguas espantosas.
Su pensamiento único, el más imperioso de todos, fue el de contenerse, el de frenar
aquellos interiores rebeldes que gobernaban por sí mismos y que de pronto ya lo
tenían ahí, vaciándose como un niño. Hubiera dado cualquier cosa por no ofrecer
un espectáculo tan lastimoso y triste. Él, un hombre ya, ¡como un niño! Y no podía
impedirse nada. Una fuerza superior a todas las fuerzas lo sacudía, lo enturbiaba.
Le echaron la linterna
sobre la cara y entonces él, entrecerrando los ojos, acertó a preguntar sobre El
Maciste.
–¿De veras zarpa? ¿De
veras?
–¡Míralo! ¡Cagándose
otra vez el desgraciado…!
¿De qué hablaban? ¿De
él y de esa agua que le salía del cuerpo?
–¿A qué hora zarpa El
Maciste, por favor, a qué hora…?
–¡Ponle el termómetro,
se está poniendo muy feo…!
El cuerpecito de vidrio
penetró por las axilas del enfermo. Éste oía las voces, aun cuando sin comprender.
Pero seguramente estarían hablando de El Maciste. ¡Sólo con prestar atención,
con no respirar tan fuerte, podría escuchar y entender todo! ¡Que se detuviera su
estómago, que no gruñera, que no hirviera, para poder oír todo completamente!
El Pinto tomó el termómetro
en sus manos:
–¡Qué raro! –exclamó–.
¡Treinta y tres grados!
Hubo un silencio sostenido.
Del río ascendía un rumor de voces, pues el agua lleva mujeres quedas, lamentándose
en voz baja. Las ramas de los árboles crujían al doblarse con el viento cálido.
Pero en medio de este silencio, Reyes sentía un latido de cataclismo dentro de su
corazón, después de haber comprendido. No pudo contenerse. Llorando, dando gritos:
–¡Hermano, hermano…!
–dijo.
El Pinto volvió la cara
con extrañeza. Reyes tenía el rostro desencajado, tartamudeaba ya, iba a correr,
enloquecido.
–¡Hermano, Dios mío…!
El Pinto frunció las
cejas, colérico:
–¿Qué diablos?
–¡Tiene el cólera, tiene
el cólera! ¡Corre! ¡El cólera!
Corrían por el monte,
cayendo y dando tumbos.
El Amarillo miraba las
estrellas distantes. “¿Habrán hablado de El Maciste y su salida?”
En la bahía El Maciste
balanceaba su enorme cuerpo suavemente, con las bodegas llenas de sal, blanca y
cegadora. La sal está compuesta de unos cuerpecitos poliédricos, que hieren los
pies descalzos, dejándoles un pequeño ardor de lágrimas o de imponderable agua del
mar.
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