Silvina Ocampo
En el seno de la tarde, el sol la iluminaba
como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no son
iguales, Jacinto, y no era su pelaje, créeme, lo que la distinguía de las otras
liebres, no eran sus ojos de tártaro ni la forma caprichosa de sus orejas; era algo
que iba mucho más allá de lo que nosotros los hombres llamamos personalidad. Las
innumerables transmigraciones que había sufrido su alma le enseñaron a volverse
invisible o visible en los momentos señalados para la complicidad con Dios o con
algunos ángeles atrevidos. Durante cinco minutos, a mediodía, siempre hacía un alto
en el mismo lugar del campo; con las orejas erguidas escuchaba algo.
El ruido ensordecedor
de una catarata que ahuyenta los pájaros y el chisporroteo del incendio de un bosque,
que aterra las bestias más temerarias, no hubieran dilatado tanto sus ojos; el antojadizo
rumor del mundo que recordaba, poblado de animales prehistóricos, de templos que
parecían árboles resecos, de guerras cuyas metas los guerreros alcanzaban cuando
las metas ya eran otras, la volvían más caprichosa y más sagaz. Un día se detuvo,
como de costumbre, a la hora en que el sol cae a pique sobre los árboles, sin permitirles
dar sombra, y oyó ladridos, no de un perro, sino de muchos, que corrían enloquecidos
por el campo.
De un salto seco, la
liebre cruzó el camino y comenzó a correr; los perros corrieron detrás de ella confusamente.
–¿Adónde vamos? –gritaba
la liebre, con voz temblorosa, de relámpago.
–Al fin de tu vida –gritaban
los perros con voces de perros.
Éste no es un cuento
para niños, Jacinto; tal vez influida por Jorge Alberto Orellana, que tiene siete
años y que siempre me reclama cuentos, cito las palabras de los perros y de la liebre,
que lo seducen. Sabemos que una liebre puede ser cómplice de Dios y de los ángeles,
si permanece muda, frente a interlocutores mudos.
Los perros no eran malos,
pero habían jurado alcanzar la liebre sólo para matarla. La liebre penetró en un
bosque, donde las hojas crujían estrepitosamente; cruzó una pradera, donde el pasto
se doblaba con suavidad; cruzó un jardín, donde había cuatro estatuas de las estaciones,
y un patio cubierto de flores, donde algunas personas, alrededor de una mesa, tomaban
café. Las señoras dejaron las tazas, para ver la carrera desenfrenada que a su paso
arrasaba con el mantel, con las naranjas, con los racimos de uvas, con las ciruelas,
con las botellas de vino. El primer puesto lo ocupaba la liebre, ligera como una
flecha; el segundo, el perro pila; el tercero, el danés negro; el cuarto, el atigrado
grande; el quinto, el perro ovejero; el último, el lebrel. Cinco veces la jauría,
corriendo detrás de la liebre, cruzó el patio y pisó las flores. En la segunda vuelta,
la liebre ocupaba el segundo puesto, y el lebrel siempre el último. En la tercera
vuelta, la liebre ocupaba el tercer puesto. La carrera siguió a través del patio;
lo cruzó dos veces más, hasta que la liebre ocupó el último puesto. Los perros corrían
con la lengua afuera y con los ojos entrecerrados. En ese momento empezaron a describir
círculos, que se agrandaban o se achicaban a medida que aceleraban o disminuían
la marcha. El danés negro tuvo tiempo de levantar un alfajor o algo parecido, que
conservó en su boca hasta el final de la carrera.
La liebre les gritaba:
–No corran tanto, no
corran así. Estamos paseando.
Pero ninguno la oía,
porque su voz era como la voz del viento.
Los perros corrieron
tanto, que al fin cayeron exánimes, a punto de morir, con las lenguas afuera, como
largos trapos rojos. La liebre, con su dulzura relampagueante, se acercó a ellos,
llevando en el hocico trébol húmedo que puso sobre la frente de cada uno de los
perros. Éstos volvieron en sí.
–¿Quién nos puso agua
fría en la frente? –preguntó el perro más grande–, y ¿por qué no nos dio de beber?
–¿Quién nos acarició
con los bigotes? –dijo el perro más pequeño–. Creí que eran las moscas.
–¿Quién nos lamió la
oreja? –interrogó el perro más flaco, temblando.
–¿Quién nos salvó la
vida? –exclamó la liebre, mirando a todos lados.
–Hay algo distinto –dijo
el perro atigrado, mordiéndose minuciosamente una pata.
–Parece que fuéramos
más numerosos.
–Será porque tenemos
olor a liebre –dijo el perro pila rascándose la oreja–. No es la primera vez.
La liebre estaba sentada
entre sus enemigos. Había asumido una postura de perro. En algún momento, ella misma
dudó de si era perro o liebre.
–¿Quién será ese que
nos mira? –preguntó el danés negro, moviendo una sola oreja.
–Ninguno de nosotros
–dijo el perro pila, bostezando.
–Sea quien fuere, estoy
demasiado cansado para mirarlo –suspiró el danés atigrado.
De pronto se oyeron
voces que llamaban:
–Dragón, Sombra, Áyax,
Lurón, Señor, Áyax.
Los perros salieron
corriendo y la liebre quedó un momento inmóvil, sola, en el medio del campo. Movió
el hocico tres o cuatro veces, como husmeando un objeto afrodisíaco. Dios o algo
parecido a Dios la llamaba, y la liebre acaso revelando su inmortalidad, de un salto
huyó.
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