Augusto Monterroso
En
un país muy remoto, en plena Selva, se presentó hace muchos años un tiempo malo
en el que el Camaleón, a quien le había dado por la política, entró en un
estado de total desconcierto, pues los otros animales, asesorados por la Zorra,
se habían enterado de sus artimañas y empezaron a contrarrestarlas llevando día
y noche en los bolsillos juegos de diversos vidrios de colores para combatir su
ambigüedad e hipocresía, de manera que cuando él estaba morado y por cualquier
circunstancia del momento necesitaba volverse, digamos, azul, sacaban
rápidamente un cristal rojo a través del cual lo veían, y para ellos continuaba
siendo el mismo Camaleón morado, aunque se condujera como Camaleón azul; y
cuando estaba rojo y por motivaciones especiales se volvía anaranjado, usaban
el cristal correspondiente y lo seguían viendo tal cual.
Esto sólo en cuanto a los colores
primarios, pues el método se generalizó tanto que con el tiempo no había ya
quien no llevara consigo un equipo completo de cristales para aquellos casos en
que el mañoso se tornaba simplemente grisáceo, o verdiazul, o de cualquier
color más o menos indefinido, para dar el cual eran necesarias tres, cuatro o
cinco superposiciones de cristales.
Pero lo bueno fue que el Camaleón,
considerando que todos eran de su condición, adoptó también el sistema.
Entonces era cosa de verlos a todos en las
calles sacando y alternando cristales a medida que cambiaban de colores, según
el clima político o las opiniones políticas prevalecientes ese día de la semana
o a esa hora del día o de la noche.
Como es fácil comprender, esto se
convirtió en una especie de peligrosa confusión de las lenguas; pero pronto los
más listos se dieron cuenta de que aquello sería la ruina general si no se
reglamentaba de alguna manera, a menos de que todos estuvieran dispuestos a ser
cegados y perdidos definitivamente por los dioses, y restablecieron el orden.
Además de lo estatuido por el Reglamento
que se redactó con ese fin, el derecho consuetudinario fijó por su parte reglas
de refinada urbanidad, según las cuales, si alguno carecía de un vidrio de
determinado color urgente para disfrazarse o para descubrir el verdadero color
de alguien, podía recurrir inclusive a sus propios enemigos para que se lo
prestaran, de acuerdo con su necesidad del momento, como sucedía entre las
naciones más civilizadas.
Sólo el León que por entonces era el
Presidente de la Selva se reía de unos y de otros, aunque a veces
socarronamente jugaba también un poco a lo suyo, por divertirse.
De esa época viene el dicho de que
todo Camaleón es según el color
del cristal con que se mira.
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