Isabel Allende
Le llevaron a Ester Lucero en una improvisada
camilla, desangrándose como un buey, con sus ojos oscuros abiertos de terror. Al
verla, el doctor Ángel Sánchez perdió por primera vez su calma proverbial y no era
para menos, pues estaba enamorado de ella desde el día en que la vio, cuando ella
era aún una niña. En esa época ella todavía no se desprendía de sus muñecas y él,
en cambio, regresaba envejecido mil años de su última Campaña Gloriosa. Llegó al
pueblo a la cabeza de su columna, sentado en el techo de una camioneta, con un fusil
sobre las rodillas, una barba de meses y una bala alojada para siempre en la ingle,
pero tan feliz como nunca lo estuvo antes ni después. Vio a la muchacha agitando
una bandera de papel rojo, en medio de la muchedumbre que vitoreaba a los libertadores.
En ese momento él tenía treinta años y ella bordeaba los doce, pero Ángel Sánchez
adivinó, por los firmes huesos de alabastro y la profundidad de la mirada de la
niña, la belleza que en secreto se estaba gestando. La observó desde lo alto de
su vehículo, convencido de que era una visión provocada por la calentura de los
pantanos y el entusiasmo de la victoria, pero como esa noche no encontró consuelo
en los brazos de la novia fugaz que le tocó en turno, comprendió que debía salir
a buscar a esa criatura, al menos para comprobar su condición de espejismo. Al día
siguiente, cuando se calmaron los tumultos callejeros de la celebración y empezó
la tarea de ordenar al mundo y barrer los escombros de la dictadura, Sánchez salió
a recorrer el pueblo. Su primera idea fue visitar las escuelas, pero se enteró que
estaban cerradas desde la última batalla, de modo que tuvo que golpear las puertas
una por una. Al cabo de varios días de paciente peregrinaje, y cuando ya pensaba
que la muchacha había sido un engaño de su corazón extenuado, llegó a una casa minúscula
pintada de azul y con el frente perforado de balas, cuya única ventana se abría
a la calle sin más protección que unas cortinas floreadas. Llamó varias veces sin
obtener respuesta, entonces se decidió a entrar. El interior era un aposento único,
pobremente amoblado, fresco y en penumbra. Cruzó la habitación, abrió una puerta
y se encontró en un amplio patio agobiado de trastos y cachivaches, con una hamaca
colgada bajo un mango, una artesa para el lavado, un gallinero al fondo y una profusión
de tarros de lata y cacharros de barro donde crecían yerbas, verduras y flores.
Allí encontró por fin a quien creía haber soñado. Ester Lucero estaba descalza,
con un vestido de lienzo ordinario, su mata de pelos atada en la nuca con un cordel
de zapatos, ayudando a su abuela a tender la ropa al sol. Al verlo ambas retrocedieron
en un gesto instintivo, porque habían aprendido a desconfiar de quien llevara botas.
–No se asusten, soy
un compañero –se presentó con la boina grasienta en la mano.
A partir de ese día
Ángel Sánchez se limitó a desear a Ester Lucero en silencio, avergonzado de esa
inconfesable pasión por una chiquilla impúber. Por ella rehusó irse a la capital
cuando se repartió el botín del poder, y prefirió quedarse a cargo del único hospital
en ese pueblo olvidado. No aspiraba a consumar el amor más allá del ámbito de su
propia imaginación. Vivía de ínfimas satisfacciones: verla pasar rumbo a la escuela,
cuidarla cuando se contagió con el sarampión, proporcionarle vitaminas durante los
años en que la leche, los huevos y la carne sólo alcanzaban para los más pequeños
y los demás debían conformarse con plátano y maíz, visitarla en su patio, donde
se instalaba en una silla a enseñarle las tablas de multiplicar ante el ojo vigilante
de la abuela. Ester Lucero acabó llamándolo tío a falta de un nombre más apropiado,
y la anciana, aceptando su presencia como otro de los inexplicables misterios de
la Revolución.
–¿Qué interés puede
tener un hombre instruido, doctor, jefe del hospital y héroe de la patria, en la
charla de una vieja y los silencios de su nieta? –se preguntaban las comadres del
pueblo.
En los años siguientes,
la muchacha floreció como sucede casi siempre, pero Ángel Sánchez creyó que en su
caso era una especie de prodigio y que sólo él podía ver a la beldad que maduraba
escondida bajo los vestidos inocentes confeccionados por la abuela en su máquina
de coser. Estaba seguro de que a su paso se alborotaban los sentidos de quien la
viera, tal como ocurría con los suyos, por eso se extrañaba de no encontrar un remolino
de pretendientes en torno de Ester Lucero. Vivía atormentado por sentimientos arrolladores:
celos precisos de todos los hombres, una perenne melancolía –fruto de la desesperanza–
y la fiebre de infierno que lo acosaba a la hora de la siesta, cuando imaginaba
a la niña desnuda y húmeda, llamándolo con gestos obscenos entre las sombras del
cuarto. Nadie supo nunca de sus tormentosos estados de ánimo. El control que ejercía
sobre sí mismo se convirtió en una segunda naturaleza y así adquirió fama de hombre
bueno. Por fin las matronas del pueblo se cansaron de buscarle novia y terminaron
por aceptar que el médico era un poco raro.
–No parece maricón –concluyeron–
pero tal vez la malaria o la bala que tiene en la entrepierna le quitaron para siempre
el gusto por las mujeres.
Ángel Sánchez maldecía
a su madre, que lo había traído al mundo veinte años muy temprano, y a su destino,
que le había sembrado el cuerpo y el alma de tantas cicatrices. Rogaba que algún
capricho de la naturaleza torciera la armonía y opacara la luz de Ester Lucero,
para que nadie sospechara que era la mujer más hermosa de este mundo y de cualquier
otro. Por eso el jueves fatídico, cuando la llevaron al hospital en una angarilla
con la abuela marchando adelante y una procesión de curiosos detrás, el doctor dio
un grito visceral. Al retirar la sábana y ver a la joven perforada por una herida
horrenda, creyó que de tanto desear que ella jamás perteneciera a otro hombre, había
provocado esa catástrofe.
–Se trepó al mango del
patio, resbaló y cayó ensartada en la estaca donde atamos al ganso –explico la abuela.
–Pobrecita, quedó atravesada
como un vampiro. No fue nada fácil desclavarla –aclaró un vecino que ayudaba a transportar
la camilla.
Ester Lucero cerró los
ojos y se quejó levemente. Desde ese mismo instante Ángel Sánchez se batió en duelo
personal contra la muerte. Lo intentó todo para salvar a la joven. La operó, la
inyectó, le hizo transfusiones con su propia sangre y la colmó de antibióticos,
pero a los dos días era evidente que la vida escapaba por la herida como un torrente
incontenible. Sentado en una silla junto a la moribunda, agotado por la tensión
y la tristeza, apoyó la cabeza a los pies de la cama y por unos minutos se durmió
como un recién nacido. Mientras él soñaba con moscas gigantescas, ella andaba perdida
en las pesadillas de su agonía, y así se encontraron en una tierra de nadie y en
el sueño compartido ella se aferró a la mano de él y le rogó que no se dejara vencer
por la muerte y que no la abandonara. Ángel Sánchez despertó sobresaltado por el
recuerdo nítido del Negro Rivas y el absurdo milagro que le devolvió la vida. Salió
corriendo y tropezó en el pasillo con la abuela, quien estaba sumida en un murmullo
de interminables oraciones.
–¡Siga rezando, que
yo regreso en quince minutos! –le gritó al pasar.
Diez años antes, cuando
Ángel Sánchez marchaba con sus compañeros por la selva, con la vegetación hasta
las rodillas y la tortura inconsolable de los mosquitos y el calor, acorralados,
cruzando el país en todas direcciones para emboscar a los soldados de la dictadura,
cuando no eran más que un puñado de locos visionarios con el cinturón atiborrado
de balas, el morral de poemas y la cabeza de ideales, cuando llevaban meses sin
oler a una mujer o echarse jabón por el cuerpo, cuando el hambre y el miedo eran
una segunda piel y lo único que los mantenía en movimiento era la desesperación,
cuando veían enemigos por todas partes y desconfiaban hasta de sus propias sombras,
entonces el Negro Rivas se cayó por un barranco y rodó ocho metros hacia el abismo,
estrellándose sin ruido, como una bolsa de trapos. Sus compañeros necesitaron veinte
minutos para descender con cuerdas entre piedras filudas y troncos retorcidos, y
encontrarlo sumergido en los matorrales, y casi dos horas para izarlo, ensopado
en sangre.
El Negro Rivas, un hombronazo
valiente y alegre, con la canción siempre lista en los labios y buena disposición
para echarse al hombro a otro combatiente más débil, estaba abierto como una granada,
con las costillas al aire y un tajo profundo que comenzaba en la espalda y acababa
en la mitad del pecho. Sánchez llevaba su maletín para emergencias, pero eso escapaba
por completo a sus modestos recursos. Sin la menor esperanza suturó la herida, lo
vendó con tiras de tela y le administró las medicinas disponibles. Colocaron al
hombre sobre un trozo de lona tendido entre dos palos y así lo transportaron, turnándose
para cargarlo, hasta que fue evidente que cada sacudida era un minuto menos de vida,
porque el Negro Rivas supuraba como un manantial y deliraba con iguanas con senos
de mujer y huracanes de sal.
Estaban planeando acampar
para dejarlo morir en paz, cuando alguien divisó a orillas de un pozo de agua negra,
a dos indios que se despiojaban amigablemente. Un poco más allá, hundida en el vaho
denso de la selva, estaba la aldea. Era una tribu inmovilizada en edad remota, sin
más contacto con este siglo que algún misionero atrevido que fue a predicarles sin
éxito las leyes de Dios y, lo que es más grave, sin haber oído jamás de la Insurrección
ni haber escuchado el grito de Patria o Muerte. A pesar de estas diferencias y de
la barrera del lenguaje, los indios comprendieron que esos hombres exhaustos no
representaban mayor peligro y les dieron una tímida bienvenida. Los rebeldes señalaron
al moribundo. El que parecía ser el jefe los condujo a una choza en eterna penumbra,
donde flotaba una pestilencia de orines y de lodo. Allí acostaron al Negro Rivas
sobre una esterilla, rodeado por sus compañeros y por toda la tribu. Al poco rato
llegó el brujo en atavío de ceremonia. El comandante se espantó al ver sus collares
de peonías, sus ojos de fanático y la costra de mugre en su cuerpo, pero Ángel Sánchez
explicó que ya muy poco se podía hacer por el herido y cualquier cosa que lograra
el hechicero –aunque fuera tan sólo ayudarlo a morir– era mejor que nada. El comandante
ordenó a sus hombres bajar las armas y guardar silencio, para que ese extraño sabio
medio desnudo pudiera ejercer su oficio sin distracciones.
Dos horas más tarde
la fiebre había desaparecido y el Negro Rivas podía tragar agua. Al día siguiente
volvió el curandero y repitió el tratamiento. Al anochecer el enfermo estaba sentado
comiendo una espesa papilla de maíz y dos días después ensayaba sus primeros pasos
por los alrededores, con la herida en pleno proceso de curación. Mientras los demás
guerrilleros acompañaban los progresos del convaleciente, Ángel Sánchez recorrió
la zona con el brujo juntando plantas en su bolsa. Años después, el Negro Rivas
llegó a ser Jefe de la Policía en la capital y sólo se acordaba de que estuvo a
punto de morir cuando se quitaba la camisa para abrazar a una nueva mujer, quien
invariablemente le preguntaba por ese largo costurón que lo partía en dos.
–Si al Negro Rivas lo
salvó un indio en pelotas, a Ester Lucero la salvaré yo, así tenga que hacer pacto
con el diablo –concluyó Ángel Sánchez mientras daba vuelta a su casa en busca de
las yerbas que había guardado durante todos esos años y que, hasta ese instante,
había olvidado por completo. Las encontró envueltas en un papel de periódico, resecas
y quebradizas, al fondo de un destartalado baúl, junto a su cuaderno de versos,
su boina y otros recuerdos de la guerra.
El médico regresó al
hospital corriendo como un perseguido, bajo el calor de plomo que derretía el asfalto.
Subió las escaleras a saltos e irrumpió en la habitación de Ester Lucero empapado
de sudor. La abuela y la enfermera de turno lo vieron pasar a la carrera y se aproximaron
a la mirilla de la puerta. Observaron cómo se quitaba la bata blanca, la camisa
de algodón, los pantalones oscuros, los calcetines comprados de contrabando y los
zapatos con suela de goma que siempre calzaba. Horrorizadas, lo vieron despojarse
también de los calzoncillos y quedar en cueros, como un recluta.
–¡Santa María, Madre
de Dios! –exclamó la abuela. A través del ventanuco de la puerta pudieron vislumbrar
al doctor cuando movía la cama hasta el centro de la habitación y, después de posar
ambas manos sobre la cabeza de Ester Lucero durante algunos segundos, iniciaba un
frenético baile alrededor de la enferma. Levantaba las rodillas hasta tocarse el
pecho, efectuaba profundas inclinaciones, agitaba los brazos y hacía grotescas morisquetas,
sin perder ni por un instante el ritmo interior que ponía alas en sus pies. Y durante
media hora no paró de danzar como un insensato, esquivando las bombonas de oxígeno
y los frascos de suero. Luego extrajo unas hojas secas del bolsillo de su bata,
las colocó en una palangana, las aplastó con el puño hasta reducirlas a un polvo
grueso, escupió encima con abundancia, mezcló todo para formar una pasta y se aproximó
a la moribunda. Las mujeres lo vieron retirar los vendajes y, tal como notificó
la enfermera en su informe, untar la herida con aquella asquerosa mixtura, sin la
menor consideración por las leyes de la asepsia ni por el hecho de que exhibía sus
vergüenzas al desnudo. Terminada la cura, el hombre cayó sentado al suelo, totalmente
exhausto, pero iluminado por una sonrisa de santo.
Si el doctor Ángel Sánchez
no hubiera sido el director del hospital y un héroe indiscutible de la Revolución,
le habrían colocado una camisa de fuerza y enviado sin más trámites al manicomio.
Pero nadie se atrevió a echar abajo la puerta que él trancó con el cerrojo, y cuando
el alcalde tomó la decisión de hacerlo con ayuda de los bomberos, ya habían pasado
catorce horas y Ester Lucero estaba sentada en la camilla, con los ojos abiertos,
contemplando divertida a su tío Ángel, quien había vuelto a despojarse de sus ropas
e iniciaba la segunda etapa del tratamiento con nuevas danzas rituales. Dos días
más tarde, cuando llegó la comisión del Ministerio de Salud enviada especialmente
desde la capital, la enferma paseaba por el corredor del brazo de su abuela, todo
el pueblo desfilaba por el tercer piso para ver a la muchacha resucitada y el director
del hospital, vestido con impecable corrección, recibía a sus colegas detrás de
su escritorio. La comisión se abstuvo de preguntar detalles sobre las inusitadas
danzas del médico y dedicó su atención a indagar sobre las maravillosas plantas
del brujo.
Han pasado algunos años
desde que Ester Lucero se cayó del mango. La joven se casó con un inspector de atmósferas
y se fue a vivir a la capital, donde dio a luz una niña con huesos de alabastro
y ojos oscuros. A su tío Ángel le envía de vez en cuando nostálgicas tarjetas salpicadas
de horrores ortográficos. El Ministerio de Salud ha organizado cuatro expediciones
para buscar las yerbas portentosas en la selva, sin ningún éxito. La vegetación
se tragó la aldea indígena y con ella la esperanza de un medicamento científico
contra los accidentes irremediables.
El doctor Ángel Sánchez
ha quedado solo, sin más compañía que la imagen de Ester Lucero que lo visita en
su cuarto a la hora de la siesta, abrasando su alma en una bacanal perpetua. El
prestigio del médico ha aumentado mucho en toda la región, porque lo escuchan hablar
con los astros en lenguas aborígenes.
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