Enrique Anderson Imbert
Me trepé al tren justo cuando
arrancaba. Recorrí varios coches. ¡Repletos! ¿Qué pasaba ese día? ¿A todo el mundo
se le había ocurrido viajar? Por fin descubrí un lugar desocupado. Con esfuerzo
coloqué la valija en la red portaequipaje y dando un suspiro de alivio me dejé caer
sobre el asiento. Sólo entonces advertí que tenía al frente, sentado también del
lado de la ventanilla, nada menos que al banquero que vive en el departamento contiguo
al mío.
Me sonrió (“¡qué dientes!”,
diría Caperucita Roja) y supongo que yo también le sonreí, aunque si lo hice
fue sin ganas. A decir verdad, nuestra relación se reducía a saludarnos cuando por
casualidad nos encontrábamos en la puerta del edificio o tomábamos juntos el ascensor.
Yo no podía ignorar que él se dedicaba a los negocios porque una vez, después de
felicitarme por el cuento fantástico que publiqué en el diario, se presentó tendiéndome
una tarjeta:
Rómulo Genovesi, doctor
en ciencias económicas
y me ofreció sus servicios
en caso de que yo quisiera invertir mis ahorros.
–Usted –me dijo– vive en
otro mundo; yo vivo en éste, que lo tengo bien medido a palmos; con que ya sabe,
si puedo serle útil…
En otras ocasiones, mientras
el ascensor subía o bajaba dieciocho pisos, Genovesi me habló de las condiciones
económicas del país, de empresas, bancos, intereses, pólizas, mercados y mil cosas
que no entiendo. Tal era el genio de las finanzas que me estaba sonriendo cuando
me dejé caer sobre el asiento.
Yo hubiera querido olvidar
mi pobreza, pero la sola presencia de ese especulador me la recordaba. Me había
dispuesto a descansar durante el resto del viaje y de golpe me veía obligado a ser
cortés. Si en la jaula del ascensor yo respetaba el talento práctico de mi vecino,
ahora, en el vagón de ferrocarril, temía que ese talento, justamente por adaptarse
a la realidad ordinaria –realidad que rechazo cada vez que invento una historia–
me resultara fastidioso. Mala suerte. El viaje horizontal en tren más largo que
el viaje vertical en ascensor, iba a matarme de aburrimiento. Para peor, el éxito
que Genovesi obtenía en sus operaciones económicas no se reflejaba en un rostro
satisfecho, feliz. Al contrario, su aspecto era tétrico.
Teníamos la misma edad,
pero (si el espejo no me engañaba) él parecía más viejo que yo. ¿Más viejo? No,
no era eso. Era algo, ¿cómo diré?, algo misterioso. No sé explicarlo. Parecía ¡qué
sé yo! que su cuerpo, consumido, desgastado, hubiera sobrevivido a varias vidas.
Siempre lo vi flaco, nunca gordo; sin embargo, la suya era la flacura del gordo
que ha perdido carnes. Más, más que eso. Era como si la pérdida de carnes le hubiera
recurrido varias veces y de tanto engordar y enflaquecer, de tanto meter carnes
bajo la piel para luego sacarlas, su rostro hubiera acabado por deformarse. Todavía
mantenía erguidas las orejas, prominente la nariz y firmes los colmillos, pero todo
la demás se aflojaba y caía: las mejillas, la mandíbula, las arrugas, los pelos,
las bolsas de las ojeras…
Desde sus ojos hundidos
salía esa mirada fría que uno asocia con la inteligencia, y sin duda Genovesi debía
de ser muy inteligente. No había razones para dudarlo, tratándose de un doctor en
ciencias económicas. Lo malo era que esa inteligencia, ducha en números, cálculos
y resoluciones efectivas, a mí siempre me aburre.
¡Ni que hubiera adivinado
mi pensamiento! Abandonó esta vez su tema, la economía, y arrimó la conversación
al tema mío: la literatura fantástica. Y del mismo modo que en el ascensor me había
dado consejos para ganar dinero, ahora, en el tren, me regaló anécdotas raras para
que yo escribiese sobre ellas “y me hiciera famoso…”
¡Como si yo las necesitara!
Yo, que con una semillita de locura hacía crecer toda una selva de cuentos sofísticos
o que con un suceso callejero construía torres de viento, palacios inhabitables
y catedrales ateas; yo, veterano; yo, emotivo, fantasioso, arbitrario, espontáneo,
grandílocuo y genial, ¡qué diablos iba a necesitar de ese vulgar agente de bolsa
para escribir cuentos! Su fatuidad me sublevó, pero acallé la mía (por suerte, cuando
me envanezco oigo en la cabeza el zumbido de una abeja irónica) y lo dejé hablar.
Su monólogo tuvo forma de
espiral. Genovesi fue apartándose del punto central, exacto, lógico que hasta entonces
yo suponía que era la residencia permanente de todas las profesiones técnicas. La
primera vuelta de la espiral fue poco imaginativa. Se limitó a proponerme que yo
escribiera un cuento sobre el caso “rigurosamente verídico” de dos hermanos siameses,
unidos por la espalda, que fueron separados a cuchillo en el quirófano del sanatorio
Güemes. Cada uno de ellos, para no sentir dolor durante la operación, había convocado
por telepatía a un anestesista diferente. Uno de los siameses llamó a un hindú,
que lo hizo dormir, y el otro llamó a un chino, que le clavó alfileres.
Desde luego que semejante
truculencia a mí no me inspiró ningún cuento. Ni siquiera me asombré demasiado de
que un doctor en ciencias económicas recontara en serio la atrocidad que le oyó
a la cuñada del primo de la enfermera –después de todo la curación por acupuntura,
hipnosis y parapsicología, aunque no ortodoxa, ha sido aceptada por algunos médicos–
pero sí me asombré bastante cuando, en una segunda vuelta de la espiral, Genovesi
dejó atrás a curanderos y manos santas y se apartó hacia la región de las conjeturas
pseudocientíficas; una: la de que nuestro planeta ha sido colonizarlo por seres
extraterrestres. ¡Nada menos! Y en una tercera vuelta se adhirió a la causa de brujos,
chamanes, nigromantes y espiritistas.
Por rara coincidencia, a
medida que Genovesi incurría en el obscurantismo, la obscuridad del anochecer iba
borrándole la cara. Ya casi no se la distinguía cuando, en otra expansión de su
fe, la palabra pasó del mito a la quiromancia y de la astrología a la metempsicosis.
No paró allí. En las siguientes espiras de su monólogo Genovesi se alejó hacia lo
que está oculto en el más allá.
Él, que como economista
jamás hubiera firmado un cheque en blanco, extendía el crédito a cualquier milagrería.
Aprovechándose de las críticas a la razón, que la limitan a conocer meros fenómenos,
postulaba que debía de haber facultades irracionales y extrasensoriales capaces
de conocer la realidad absoluta, y de su axioma deducía que hay que estar predispuesto
a creer que aun lo increíble es posible. Posible era que el hombre pudiera vivir
en tiempos cíclicos, paralelos o revertidos; posibles eran las reencarnaciones y
las telekinesias, la premonición y la levitación, el tabú y el vudú…
Genovesi desenterraba los
mismos fantasmas que yo he visto, vivido y vestido en mis propios cuentos, con la
diferencia de que para él lo sobrenatural no era un capricho de la fantasía. Le
faltaba el don de los poetas para convertir los sentimientos irracionales en bellas
imágenes. ¿Cómo explicarle a ese crédulo que la única magia que cuenta es la de
la imaginación, que impone sus formas a una amorfa realidad sin más propósito ni
beneficios que el de divertimos con el arte de mentir? Y aun esa imaginación no
es espontánea pues sólo vale cuando se junta con la inteligencia. La razón es una
débil, novata, vacilante y regañada sirvientita, recién advenida en la evolución
biológica, pero que sin sus servicios no podríamos disfrutar del ocio, la libertad
y la alegría. Ah, Genovesi sería muy hábil en sus tejemanejes con los bancos pero,
en su comercio de ficciones conmigo, el pobre emergía de pantanosos sueños con el
delirio de un neurótico, la inocencia de un niño y el miedo de un salvaje. Aceptaba
todo menos la razón. Cuando por ahí, sin saberlo ni quererlo, merodeó por la frase
unamuniana “la razón es antivital”, tuve que reprimir las ganas de retrucarle con
la frase orteguiana: “El hombre salió de la bestia y en cuanto descuida su razón,
vuelve a bestializarse”.
Gracias a que todavía no
habían encendido las luces del vagón, la noche del campo, una noche sin Luna y sin
estrellas, penetró por las ventanillas y reinó adentro tanto como afuera. De no
ser por la voz, yo no habría estado seguro de que ese bulto enfrente de mí seguía
siendo Genovesi, hasta que el tren se acercó a aquella ciudad perdida en la pampa
y faroles a los lados de las vías empezaron a perforar la obscuridad. Cada destello
alumbraba a Genovesi por un instante. Mientras el discurso continuaba desenvolviendo
la espiral de supersticiones, su rostro reaparecía y desaparecía, y cuando reaparecía
ya no era igual. Genovesi se transfiguraba. Los intermitentes resplandores que desde
los costados del tren en marcha alteraban sus facciones coincidían con los saltos
que la voz daba de una creencia a otra. Lo que yo veía y lo que yo oía se complementaban
como en el cine, y el filme era una pesadilla.
En eso entramos en un túnel
más tenebroso aún que la noche, y Genovesi fue solamente una voz que me sonó extrañamente
ronca. Esa voz se puso a contarme que hay hombres que se convierten en lobos.
–Bah, el cuentito del licántropo
–le dije–. Lo contó Petronio en el Satiricón.
–No, no –y su voz salió
de la tiniebla misma–. Déjese de licántropos griegos. En la provincia de Corrientes
los llamamos lobizones. Le aseguro que existen. Aúllan en las noches sin Luna, como
ésta, y matan. Lo sé. Lo sé por experiencia. Créame. Matan…
Entonces sucedió algo espeluznante.
Los pelos a mí, o a él, se me pusieron de punta cuando al salir del túnel y entrar
en la estación, los focos iluminaron de lleno la cara de Genovesi.
Espantado, noté que mientras
repetía “créame, lo sé, el lobizón existe”, se metamorfoseaba. Y cuando terminó
de metamorfosearse vi que allí, acurrucado en su cubil, el genio de las finanzas
se había convertido en un grandísimo tonto.
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