Enrique Anderson Imbert
El
niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la
butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre,
sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del
hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones
de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles
como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
–¡Papá, papá! –llamó a punto de llorar.
Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el
niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.
–¡Papá, papá!
El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado
pico de la montaña.
No hay comentarios:
Publicar un comentario