Eliseo Diego
Eran tres viejecitas dulcemente locas
que vivían en una casita pintada de blanco, al extremo del pueblo. Tenían en la
sala un largo tapiz, que no era un tapiz, sino sus fibras esenciales, como si dijésemos
el esqueleto del tapiz. Y con sus pulcras tijeras plateadas cortaban de vez en cuando
alguno de los hilos, o a lo mejor agregaban uno, rojo o blanco, según les pareciese.
El señor Veranes, el médico del pueblo, las visitaba los viernes, tomaba una taza
de café con ellas y les recetaba esta loción o la otra. “¿Qué hace mi vieja?”, preguntaba
el doctísimo señor Veranes, sonriendo, cuando cualquiera de las tres se levantaba
de pronto acercándose, pasito a pasito, al tapiz con las tijeras. “Ay –contestaba
una de las otras– qué ha de hacer, sino que le llegó la hora al pobre Obispo de
Valencia”.
Porque las tres viejitas
tenían la ilusión de que ellas eran las Tres Parcas. Con lo que el doctor Veranes
reía gustosamente de tanta inocencia.
Pero un viernes las
viejecitas lo atendieron con solicitud extremada. El café era más oloroso que nunca,
y para la cabeza le dieron un cojincito bordado. Parecían preocupadas, y no hablaban
con la animación de costumbre. A las seis y media una de ellas hizo ademán de levantarse.
“No puedo”, suspiró recostándose de nuevo. Y, señalando a la mayor, agregó: “Tendrás
que ser tú, Ana María”.
Y la mayor. mirando
tristemente al perplejo señor Veranes, fue suave a la tela y con las pulcras tijeras
cortó un hilo grueso, dorado, bonachón. La cabeza de Veranes cayó enseguida al pecho,
como un peso muerto.
Después dijeron que
las viejecitas en su locura, habían envenenado el café. Pero se mudaron a otro pueblo
antes que empezasen las sospechas y no hubo modo de encontrarlas.
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