Enrique Anderson Imbert
Con
máquinas calculadoras los técnicos montaron una Academia de Filosofía. Primero eligieron
las obras más importantes en la historia del pensamiento. Después, mediante un rigurosísimo
análisis, las despojaron de sus accidentes –lenguaje, biblioteca, época, paisaje,
polémicas, anécdotas– hasta reducirlas a esenciales visiones del mundo. Por último,
con estos núcleos de ideas fundamentales prepararon los cerebros electrónicos. Para
que las máquinas-filósofos pudieran dialogar les dieron el mismo idioma. Algunas
–las de filosofías mecanicistas– funcionaron bien, aunque nada de lo que decían
sorprendía a los técnicos. Por el contrario, las que correspondían a filósofos que
habían descreído de las máquinas, emitían estrafalarias combinaciones de símbolos.
Las máquinas-filósofos para quienes la realidad era un comportamiento de la conciencia
sólo producían verbos. Otras suprimían los verbos y en cambio encadenaban sustantivos
o los soltaban perseguidos por una jauría de adjetivos. Había máquinas-filósofos
que, con desesperados neologismos, se esforzaban por restablecer la forma interior
de la lengua nacional desde la que alguien había pensado. Hasta hubo hablas negras
cuyas palabras –si eran palabras– nadie pudo identificar. Los técnicos, ofuscados
por tantas galimatías, buscaron un tercer código que –como en el argumento del “tritos
ánthropos” de Aristóteles– les permitiera pasar del código cibernético al código
personal. Lo encontraron. Al traducirlo empezaron a salir metáforas Por ejemplo,
a la pregunta “¿qué es el universo?” un código contestaba “un ojo”; otro “un bostezo”;
otro “una sopa”. No era serio. Tuvieron que desmontar la Academia y devolver los
aparatos al Ministerio de Guerra.
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