Enrique Anderson Imbert
El símil de la cueva, en Platón (República,
VII), podría contarse de otra manera.
Esos hombres han
vivido encerrados en una cueva subterránea, de espaldas a una fogata, creyendo
que las sombras que veían moverse sobre el muro de enfrente eran las únicas
cosas existentes. Cuando conversaban no se ponían de acuerdo sobre el nombre y
sentido de cada sombra. De súbito, no uno, sino todos los cavernícolas se
libran de sus cadenas, se ponen de pie, giran la cabeza, descubren la fogata,
siguen, suben, salen al sol. Después de un rato alguien los aprisiona y vuelve
a sujetar en la posición de antes. Ahora, desdeñosos de las sombras, que saben
irreales, conversan sobre la espléndida realidad que acaban de ver: tampoco se
ponen de acuerdo en sus recuerdos de la luz.
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