Daniel Pizarro
El
viaje continuó por una espesa selva entre los médanos. Sólo escuchábamos el murmullo
de los pantanos y el chapoteo de nuestros caballos. Al anochecer atamos las bestias
a un sauce gigantesco y nos cobijamos, Eleazar y yo, bajo un cielo de ramas lánguidas.
Allí me refirió la historia del lugar dominado por las ideas. Despertamos envueltos
en una niebla violácea que velaba el día y avanzamos hacia el sur. No recuerdo cuántas
leguas recorrimos hasta que dos montañas elevadísimas se interpusieron en la ruta.
En medio de ellas apenas distinguí una brumosa ciudad alzada en los faldeos. Era
gótica, púrpura y muy espigada. Es la ciudad de los pensamientos, dijo Eleazar.
Mientes, repuse, y la ciudad desapareció.
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