Enrique Anderson Imbert
Soñó
don Quijote que llegaba a un transparente alcázar y Montesinos en persona
–blancas barbas, majestuoso continente– le abría las puertas. Sólo que cuando
Montesinos fue a hablar don Quijote despertó. Tres noches seguidas soñó lo
mismo, y siempre despertaba antes de que Montesinos tuviera tiempo de dirigirle
la palabra. Poco después, al descender don Quijote por una cueva, el corazón le
dio un vuelco de alegría: ahí estaba nada menos que el alcázar con el que había
soñado. Abrió las puertas un venerable anciano al que reconoció inmediatamente:
era Montesinos.
–¿Me dejarás pasar? –preguntó don Quijote.
–Yo sí, de mil amores –contestó Montesinos
con aire dudoso–, pero como tienes el hábito de desvanecerte cada vez que voy a
invitarte…
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