José Revueltas
Para Olivia y Andrea
Tiene color y aroma el recuerdo. Es azul,
como los cielos de mayo al mediodía, y huele a cosas de la vida: huele a casa, a
besos, a vestidos, a todo lo vulgar y todo lo extraordinario. De pronto, en ciertas
zonas del aire –de un aire que nunca se ha movido en el corazón y queda ahí por
los siglos– se mete por los sentidos y reconstruye todo: cuando se podía ver el
rostro amado, cuando se podían tocar sus manos. Es una llama apagada, apagada como
si se hubieran cerrado los ojos, como si alguien hubiese tapiado con cemento y con
desesperanza todas las salidas. Es el pasado: lo que ha pasado, lo que nunca podrá
ocurrir de nuevo. Por más esfuerzos, por más voluntad, eso ha dejado de ser. Se
puede escarbar la tierra con uñas y dientes buscando el peor de los abismos; se
pueden abrir surcos en nuestra carne viva buscando la sangre que fue, y es tan incompleto
todo, está tan vacío, sólo con uno dentro y nadie más, que el recuerdo mismo pierde
su seguridad y se duda de toda la existencia.
Estas manos, esta piel,
esta voz, ¿serán las mismas que han convivido con el amor, con aquel amor que embriagó
por tanto tiempo su vida? Ella no podía responder nada. Un beso y una palabra eran
cosas tibias y puras, tan irreales, que hacían olvidar todo el resto de lo que puede
ocurrir sobre la tierra. Aquel hombre tenía voz. Caminaba sobre sus pies con una
seguridad viril, vitalmente sólido, hecho de raíces, de hermosos músculos y definitivas
materias. Tenía voz y esa voz se articulaba en palabras, en frases tan existentes
como las calles y las paredes. Y ahora ¡qué tremendo le parecía a ella que él hubiese
tenido voz! Sin embargo, la tuvo y era fresca, serena, llenando todo el aire.
Tuvo esa voz y hoy estaba
encerrada dentro de su pecho de arenas y sombras, como si hubiera caído en el fondo
de un oscuro mar inmóvil. Encerrada ahí, guardada en lo más negro de la tierra.
¿Qué don misericordioso, qué arcángel de la luz y del sueño formaba su presencia?
Había una relación tan imponderable, uniéndolos, estaban tan recíprocamente disueltos
en sí mismos, que aquella presencia tenía volumen, era de materia pura, y existía
sagradamente, con los vínculos más claros hacia el cielo. No había separaciones,
no había ninguna barrera, no había tiempo ni espacio fuera del que ocupaban sus
dos espíritus: simple volver el rostro cuando no estaban juntos para encontrarse
de nuevo, con todo lo que más agradecido y generoso puede haber sobre el mundo.
Ella permanecía dulce, áurea, sentada en el diván leyendo un libro, mientras él,
allá lejos, se dedicaba a sus deberes infantiles, el trabajo, la vida, todo aquello
menudamente sencillo. Bastaba abrir los ojos para verlo, y ya estaban ahí sus manos,
su cara rotunda.
Hoy se preguntaba: ¿a
dónde lleva lo celeste, lo noblemente sagrado, lo pleno y solar? ¿No toda felicidad
está fincada en la tierra y tiene oscuros lazos indestructibles con la tierra? ¿Qué
mano sombría y qué destino persiguen al hombre como su propia sombra?
¡Sí: aquél era otro
mundo, un dulcísimo reinado, una transfiguración alta, la inexistencia misma, el
sueño, el juego, la armonía!
Nadie sospechaba nada.
No había nubes en el cielo claro. Los cuerpos eran limpios y el corazón sereno.
¿Cuándo partió, entonces, y cómo partió? Aunque, ¿quién se puede atrever en el universo
entero a decir que ha partido y que en algún sitio no esté esperando, igual, plácido,
sin manchas, igualmente solo y del otro lado, del lado del sueño?
Las cosas suceden en
la tierra y hay que pagar un tributo a los ángeles. El hombre es un árbol lleno
de nubes y estrellas en la cabeza y raíces y tierra y gusanos en los pies. El amado
dejó de ser él porque sus labios no se movían. Aquellos labios que hablaban. Porque
su pecho estaba quieto y duro. No duro como la piedra, de ninguna manera. Duro como
la carne. Al besarlo ya no era, ya no era su cara: la barba crecida –oscura y miserablemente
crecida, pues él ya no intervenía en su crecimiento–, picaba los labios, y además
era frío. No un frío corriente. No el frío del hielo, sino el frío de la carne,
corpóreo, orgánico, que hacía sentir en los labios como que la piel había aumentado
de tamaño y todo él, todo su cuerpo, se había hecho agrandar los poros mediante
un fantástico y terrible vidrio de aumento. No era él. No podía ser él, que tenía
las manos cálidas, las manos antiguas y vivientes: que tenía sus palabras y una
voz sustancial y llena. Aquello que estaba ahí, tendido, era un monstruo, era algo
simplemente demoniaco, un ser innoble, ruin, brutal, traído por alguien sin conciencia,
por una fuerza negra y desquiciada. Ella no podía tener el menor cariño por aquel
cuerpo. Aquel cuerpo que pretendía ser su cuerpo, el cuerpo de él. Nunca
había tenido la menor relación con esa masa llena de espanto; la aborrecía, la odiaba
con toda el alma. ¡Si tenía el pecho duro! ¡Si no respiraba! ¡Si no volvía el rostro
para sonreír! El hombre había respirado toda la vida: por las mañanas, en las noches,
entibiando y humedeciendo la almohada. Y ahora el pecho era una caja, un costal
relleno de objetos angulosos e inmóviles. Se podía tocar sin que cediera ante la
presión de los dedos, blanda y muellemente, sino de una manera rígida, dejando ahí
una hondura fría, una huella imborrable. Además no hay nada tan aborrecible, tan
odioso y enloquecedor como los ojos. Son secos y dejan de brillar. Ahí cae el polvo:
hilillos finos que vuelan por el aire y se quedan en la córnea pegados, muertos,
mientras los ojos miran y dejan hacer, sin un solo parpadeo. La nariz en su parte
inferior se torna blanca. ¡Oh, nunca había amado esa nariz y esos labios de ceniza!
¿Dónde estaba él? ¿A dónde había ido para regresar luego, afectuoso y desenvuelto?
¿Quién había traído a este hombre muerto, a este hombre extranjero, a este ser frío
sin nombre y sin palabras?
Lo que ocurrió después
fue extremadamente absurdo e inmotivado. Ella no comprendía cómo se encontraba en
medio de todo aquello y podía ser el centro de atención de toda la gente –una gente
negra, que se pegaba al aire–, la cual la miraba y remiraba llena de compasión.
Las viejas musitaban
plegarias e iban tras el féretro negro. Un sepulturero cojo hundía en la tierra
su pata de palo, mientras cantaba o decía o lloraba una melodía extraña. ¿Por qué?
¿Para qué todo aquello? ¿Para quién los rezos y las lágrimas si nadie había muerto,
si su hombre era inmortal y estaba allá en la casa, con su amplia sonrisa, esperando
a su amada?
Ella caminaba en medio
del cortejo, seria y sorprendida, oyendo a cada instante la voz de su amado que
la llamaba: Inés, Inés, haciéndole volver la cara.
Cuando el cuerpo bajó
a la fosa, las mujeres gritaron y lloraron con mayor fuerza. La tierra sonó repetidamente,
como haciendo oír su propia voz, la voz que tiene.
Ella sintió de pronto
un dolor espantoso. Un dolor espantoso, pues le estaban abriendo las caderas con
las dos manos y sin la menor compasión. Eran unos demonios azules, amarillos, verdes,
y abrían con toda su furia. Ya iba a detenerlos con el grito decisivo, pero antes
de que pudiese articular algún sonido, habían desgarrado brutalmente su cuerpo.
–¡La pobre! –comentaron
las gentes–. ¡Dio a luz de la impresión…!
Tiene color y aroma la existencia feliz,
el amor. Un color de cielo en primavera; un aroma a cosas diarias, hermosamente
triviales y lejanas. Cuando hablaban, sus palabras eran lentas, cálidas, y después
se cansaban tanto y tan bien, que quedaban uno en otro, sin voluntad, anegados de
bien, de inexistencia. ¿Dónde estuvo ella, en qué país de éxtasis, si hoy estaba
aquí, en el hospital, y a su lado una menuda vida, un cuerpecito animando y latiendo?
Aquellos lazos unían lo celeste a la tierra. Aquel dolor había sido la realidad,
la vida, lo presente siempre. Un mundo se había borrado para que otro mundo naciese.
Detrás del ensueño, detrás de los ángeles, estaban los hombres. El hombre era un
árbol con sus altas ramas en el aire y sus hondas raíces en la profundidad de la
tierra. Los mismos ángeles no eran otra cosa que hombres con alas. Hombres que volaban
y no podían quedar eternamente en el cielo. Caían. Y en lugar de alas tenían dos
brazos dolorosos, dos brazos duros, para amar y hundirse en la tierra.
Aquel ángel de su vida
cayó y dejó ahí su vestidura: el cuerpo frío del amado a quien ya guardaba el corazón
de la tierra; los ojos inmóviles y horrorosos, y la barba crecida en cuyo crecimiento
no había intervenido ninguna potencia humana. La arrastró en su caída. Ella había
volado junto a él; ignoraba que poseía dos inmensas alas, imponderables y puras,
pero hoy veía sus dos brazos llenos de innegable condición humana y al hijo, fruto
del cielo y de la tierra, de los ángeles y el hombre.
No era un sueño. Abriría
los ojos y estaría ahí, moviéndose. Podía tocarlo y su carne era viviente, cálida,
estremecida. Una nueva, oscura, hermosa realidad.
Hoy era madre. Tenía
una vestidura de tierra, hecha de las angustias de la tierra, de los dolores de
la tierra. Eran madre e hijo. Todo mundo podía verlos, silenciosos, herméticos e
interiores. Pero ¿quién iba a decir que dentro del pecho de aquella mujer habían
anidado tales y tan hermosas constelaciones? ¿Quién iba a decir que era un ser bajado
de extrañas y enigmáticas alturas, desconocidas de todos y sin mácula? Y de aquel
niño enfermizo, ¿quién podría precisar las materias celestes de que estaba formado?
¿Lo que representaba, sus referencias enormes, imponderables?
Ella no pensó nunca
–cuando estuvo en brazos del amado– que aquello condujera a la maternidad. No por
odio y desprecio a la maternidad, sino porque ambos, él y ella, se encontraban más
allá de lo simplemente fecundo, en el mismo camino, pero superándolo con el espíritu.
La unión carnal de dos ángeles del amor es lo más desinteresado y único, lo más
purificado, lo que se hace inclusive sin pensar en el fruto. Aquel hijo era sagrado
hasta porque ninguno de los dos se lo había propuesto. Representaba todo el goce,
material y espiritual, lleno de generosidad, de uno en otro, del otro para uno.
Representaba todo lo que de más noble, delicado, olvidado, tiene el espíritu. Pero
al mismo tiempo parecía esconder algo que tiraba hacia abajo, que recordaba cierta
condición atroz, diariamente terrena, diariamente llena de menudos dolores, de pequeños
abismos. Porque estaban solos y esta soledad era lo más preciado. Y el amor era
muy superior, espantosamente superior a cualquier maternidad de la tierra. Hoy,
si ella sufría, era porque su hijo era el hijo de Él, y Él no estaba. Juntos sería
la misma inexistencia y la misma generosidad, pero él no volvería jamás. ¡Mientras
este hijo de la tierra viviera! ¡Mientras sus ojos iluminaran todavía la existencia!
Toda felicidad fincada en la tierra y
el amor está hecha de arena hermosamente vil y de barro impuramente bueno. Los ojos
crecidos de aquel niño fueron entendiendo todo, sin siquiera llorar e ignorando
todavía la primer palabra. Privaciones primero y luego el hambre, la soledad. Mas
una soledad de existencia, de abandono simple, en que las gentes miran e ignoran
y pasan sin dar la mano. Cuando ella vio los ojos de su hijo, tan llenos de lejanías,
tan puros, comprendió de pronto hasta qué grado esos ojos se parecían a los de él.
Esos ojos podían apagarse, como en otro tiempo se apagaron los otros. Podían quedar
abiertos, con polvo dentro. El pequeño tórax podía convertirse en un saco espantoso,
lleno de huesos angulares, duro como una armadura alucinante. Era Él. Él en sus
relaciones con la muerte, presente en el hijo, anunciándose. Pues aquel hijo no
representaba sólo al cielo, no representaba solamente el feliz ensueño, sino también
al dolor y la ausencia. Mientras el pasado había sido un segundo, un eterno y maravilloso
instante, ese cuerpecito del hijo era un siglo, el tiempo, la tierra presente. Había
que oír aquello golpeándose y lacerándose. El paraíso perdido y Caín asesinando
a Abel, mientras el mundo se sumía en las tinieblas y los ríos se formaban de todas
las lágrimas haciendo al mar amargo, cubierto de sollozos.
Esa noche la calle estaba oscura. Tan
oscura como los hombres. No hubo grandes dificultades, pues abundaban los noctámbulos,
los sensuales. Ellos caminan atentos y seguros en medio de la noche porque ella
les pertenece. La noche los extrae de quién sabe qué fondos y los coloca ahí, en
las banquetas, bajo las luces de colores, irreales, precisos, sin entrañas. Ellos
valoran, miden, toman en sus manos lo que les ofrece la noche. Si de pronto se iluminara
todo y súbitamente el cielo se pusiese azul y la calle sonriente, estos hombres
morirían en el acto. Quedarían muertos en las mismas posturas en que los sorprendió
la luz del sol: tratando, caminando, bebiendo, eyaculando. Pero un hombre de ésos
–un hombre cualquiera, aun no de ésos– puede morir si llega a comprender el cielo,
a verlo azul; si ese cielo se abre de pronto sobre su cabeza y lo inunda de felicidad
y de arrepentimiento. Un hombre de la noche, un hombre sin cielo.
La madre miró al hombre
de la noche. ¡Fue todo aquello tan triste, tan marchito! Bajo las cobijas sudorosas
sentía el cuerpo suciamente cálido del hombre, su respirar profundo, pegajoso, de
borracho harto. Una relación viva, lacerante, se establecía entre aquel hombre y
el billete colocado por él en la mesa de noche, para que de ahí lo tomase ella,
sin despertarlo.
Sí, ellos dos estaban
unidos, agarrados uno al otro, atados como con saliva y sexos. Una exclusión rotunda
y espantosa se establecía, por otra parte, entre aquel billete y el hijo lejano
que dormía. No se trataba de vivir, sino de morir. ¿Por qué hasta ese momento no
lo entendía ella? ¿Por qué sólo hasta haber llegado a la sima, a la negación, a
la brutalidad y el desamparo se le mostraba nuevamente el pedazo de cielo perdido?
Su hijo latía allá,
de tierra. Y allá estaba acurrucado, sollozando, todo el amor, toda la violencia
y el olvido. Se puede morir después de que la luz se abra sobre nuestras frentes.
Si de pronto en la noche todo se hace claridad y reconocimiento. Mueren los hombres
de la noche, que están ahí comprando, bebiendo lodo; pero también todos pueden morir
si se hace la luz y cada uno vuelve hacia su propio corazón.
Salió sigilosamente del cuarto del hotel,
abandonando todo. Había retado a su destino más ignorado, más interior. Se levantaba
contra el cielo del que provenía y he aquí que de pronto le quemaban las manos,
las uñas, los dientes, todo el cuerpo puro y noble, santo y culpable. Ahora sí podían
morir ella y su hijo, enteramente, como en otras épocas ella y el amado lo hubiesen
podido hacer para que su cielo no quedase trunco y roto y negro. Su hijo y ella
podían morir.
En la calle, bajo el
cielo del amanecer, todos los hombres estaban muertos.
En la buhardilla el
hijo de la madre dormía. Su rostro era el mismo rostro del amado.
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