Carlos Morand
Aquella mujer… –les señalé a mis compañeros
de mesa–. La que está sentada en el rincón. ¿La ven?
–Sí. ¿Qué pasa con ella?
–No me ha apartado la
vista en toda la noche.
–No le hagas caso: dicen
que lleva muchos años muerta –bromeó uno.
–Así será, pero me irrita
–repliqué, levantándome.
–¿Adónde vas?
–A preguntarle si le
gusto o le debo.
Acomodándome al ligero
balanceo de la nave llegué hasta su mesa. Ignorando a sus tres acompañantes, todos
hombres bastante maduros, le dije con una inclinación:
–Si me permite…
–¿Sí?… Ah, hola.
De cerca se veía algo
más joven que desde la distancia de mi mesa.
–Si me permite… –repetí
–, ¿nos hemos visto antes?
–¿Que si nos hemos visto
antes? –manifestó, ahora con una sonrisa.
–Como no ha dejado de
mirarme…
–Por supuesto que nos
hemos visto antes. ¿No te acuerdas?
–¿Acordarme?
–Haz memoria.
Sus acompañantes continuaban
comiendo y charlando como si estuviésemos solos.
–Vamos, querido, haz
memoria –insistió ella.
–Sin duda… –murmuré.
Poco a poco me parecía más y más joven–… me confunde con otro.
–¿Confundirte con otro?
–manifestó riendo–. ¡Imposible! ¿Cómo podría?
Calculé su edad: entre
los veinte y los veinticinco.
–No recuerdo –dije.
–Me duele que no recuerdes
– dijo, poniendo una expresión que parecía decirme “niño ingrato”.
–Tal vez no tiene importancia
–repliqué.
–¿Oyeron? –exclamó,
dirigiéndose a sus compañeros de mesa– ¡Dice que no tiene importancia!
Los hombres rieron y
en un solo gesto levantaron las copas hacia mí. En un gesto que interpreté como
de bienvenida.
–Querido –corroboró
ella–, cómo no va a tener importancia. ¡Si morimos juntos en el naufragio del Titanic!
No hay comentarios:
Publicar un comentario