Enrique Anderson Imbert
El hombre mira a su alrededor.
Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la
canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo
del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír
el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés.
Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas
y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los
amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado
del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio.
Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como
un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de
la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo
de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente
sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo.
Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un
rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas
enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta
quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero
ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente
y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio.
Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.
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