Isabel Allende
María, la boba, creía en el amor. Eso
la convirtió en una leyenda viviente. A su entierro acudieron todos los
vecinos, hasta los policías y el ciego del quiosco, quien rara vez abandonaba
su negocio. La calle República quedó vacía, y en señal de duelo colgaron cintas
negras en los balcones y apagaron los faroles rojos de las casas. Cada persona
tiene su historia y en ese barrio son casi siempre tristes, historias de
pobrezas e injusticias acumuladas, de violencias padecidas, de hijos muertos
antes de nacer y de amantes que se van, pero la de María era diferente, tenía
un brillo elegante que echaba a volar la imaginación ajena. Se las arregló para
ejercer su oficio sola, administrándose sin bulla, discretamente. Nunca tuvo la
menor curiosidad por el alcohol ni por las drogas, ni siquiera le interesaban
los consuelos de cinco pesos que vendían las adivinas y las profetas del
vecindario. Parecía a salvo de los tormentos de la esperanza, protegida por la
calidad de su amor inventado. Era una mujercita de aspecto inofensivo, de corta
estatura, facciones y gestos finos, toda mansedumbre y suavidad, pero las veces
que algún chulo intentó ponerle la mano encima se encontró con una fiera
babeante, puras garras y colmillos, dispuesta a devolver cada golpe, así se le
fuera la vida. Aprendieron a dejarla en paz. Mientras las otras mujeres pasaban
su existencia escondiendo moretones bajo espesas capas de maquillaje barato,
ella envejecía respetada, con un cierto aire de reina en harapos. No tenía
ninguna conciencia del prestigio de su nombre ni de la leyenda que habían
bordado a costa de ella. Era una prostituta vieja con alma de doncella.
En sus recuerdos
figuraban con insistencia un baúl asesino y un hombre moreno con olor a mar, y
así sus amigas descubrieron uno a uno los retazos de su vida y los unieron con
paciencia, agregando lo que faltaba con recursos de fantasía, hasta
reconstruirle un pasado. No era, desde luego, como las demás mujeres de ese
lugar. Venía de un mundo remoto, donde la piel es más pálida y el castellano
tiene un acento rotundo, de consonantes duras. Nació para gran dama, eso
deducían las otras mujeres por su forma rebuscada de hablar y por sus modales
extraños, y si alguna duda cabía, al morir la disipó. Se fue con la dignidad
intacta. No padecía ninguna enfermedad conocida, no estaba asustada ni
respiraba por los oídos como los moribundos comunes, simplemente anunció que ya
no soportaba más el tedio de estar viva, se colocó su vestido de fiesta, se
pintó los labios de rojo y abrió las cortinas de hule que daban acceso a su
cuarto, para que todos pudieran acompañarla.
–Ahora me llegó el
tiempo de morir –fue su única explicación.
Se recostó en su
cama, con la espalda apoyada sobre tres almohadones, con fundas almidonadas
para la ocasión, y se bebió sin respirar una jarra grande de chocolate espeso.
Las otras mujeres se rieron, pero cuando cuatro horas después no hubo manera de
despertarla comprendieron que su decisión era absoluta y echaron a correr la
voz por el barrio. Algunos acudieron sólo por curiosidad, pero la mayoría se
presentó con verdadera aflicción, quedándose allí para acompañarla. Sus amigas
colaron café para ofrecer a las visitas, porque les pareció de mal gusto servir
licor, no fueran a confundir aquello con una celebración. A eso de las seis de
la tarde, María sufrió un estremecimiento, abrió los párpados, miró a su
alrededor sin distinguir los rostros y enseguida abandonó este mundo.
Eso fue todo.
Alguien sugirió que tal vez había tragado veneno con el chocolate, en cuyo caso
todos serían culpables por no haberla llevado a tiempo al hospital, pero nadie
prestó atención a tales maledicencias.
–Si María decidió
partir, estaba en su derecho, porque no tenía hijos ni padres que cuidar
–sentenció la señora de la casa.
No quisieron
velarla en un establecimiento funerario, porque la quietud premeditada de su
muerte fue un suceso solemne en la calle República y era justo que sus últimas
horas antes de bajar a la tierra transcurrieran en el ambiente donde había
vivido y no como una extranjera de cuyo duelo nadie quiere hacerse cargo. Hubo
opiniones sobre si velar muertos en esa casa atraería mala suerte para el alma
de la difunta o las de los clientes, y por si acaso quebraron un espejo para
rodear el ataúd y trajeron agua bendita de la capilla del Seminario, para
salpicar por los rincones. Esa noche no se trabajó en el local, no hubo música
ni risas, pero tampoco hubo llantos. Instalaron el cajón sobre una mesa en la
sala, los vecinos prestaron sillas y allí se acomodaron los visitantes a tomar
café y conversar en voz baja. En el centro estaba María con la cabeza apoyada
sobre un cojín de raso, las manos cruzadas y la foto de su niño muerto sobre el
pecho. En el transcurso de la noche le fue cambiando el tono de la piel, hasta
acabar oscura como el chocolate.
Me enteré de la
historia de María durante esas largas horas en que velamos su ataúd. Sus
compañeras contaron que nació en tiempos de la Primera Guerra, en una provincia
al sur del continente, donde los árboles pierden las hojas en la mitad del año
y el frío cala los huesos. Era hija de una soberbia familia de emigrantes
españoles. Al revisar su pieza encontraron en una caja de galletas algunos
papeles quebradizos y amarillos, entre ellos un certificado de nacimiento,
fotografías y cartas. Su padre fue propietario de una hacienda y, según un
recorte de periódico desteñido por el tiempo, su madre había sido pianista
antes de casarse. Cuando María tenía doce años, atravesó distraída un cruce de
ferrocarril y la atropelló un tren de carga. La rescataron entre los rieles sin
daños aparentes, tenía sólo algunos rasguños y había perdido el sombrero. Sin
embargo, al poco tiempo, todos pudieron comprobar que el impacto había
transportado a la niña a un estado de inocencia del cual ya nunca regresaría.
Olvidó hasta los rudimentos escolares aprendidos antes del accidente, apenas
recordaba algunas lecciones de piano y el uso de la aguja de coser, y cuando le
hablaban se quedaba como ausente. Lo que no olvidó, en cambio, fueron las
normas de urbanidad, que conservó intactas hasta su último día.
El golpe de la
locomotora dejó a María incapacitada para el razonamiento, la atención o el
rencor. Estaba, por lo tanto, bien equipada para la felicidad, pero no fue ésa
su suerte. Al cumplir dieciséis años, sus padres, deseosos de pasarle a otro la
carga de esa hija algo retardada, decidieron casarla antes de que se le
marchitara la belleza, y escogieron a un tal doctor Guevara, hombre de vida
retirada y mal dispuesto para el matrimonio, pero que les debía algún dinero y
no pudo negarse cuando le sugirieron el enlace. Ese mismo año se celebró la
boda en privado, como correspondía a una novia lunática y a un novio varias
décadas mayor.
María llegó al
lecho matrimonial con la mente de una criatura, aunque su cuerpo había madurado
y ya era el de una mujer. El tren arrasó con su curiosidad natural, pero no
pudo destruir la impaciencia de sus sentidos. Sólo contaba con lo aprendido al
observar los animales en la hacienda, sabía que el agua fría es buena para
separar a los perros que se quedan pegados durante el coito y que el gallo
esponja las plumas y cacarea cuando quiere pisar a la gallina, pero no encontró
uso adecuado para esos datos. En su noche de bodas vio avanzar en su dirección
a un vejete tembloroso con una bata de franela, abierta, y algo imprevisto bajo
el ombligo. La sorpresa le produjo un estreñimiento del cual no se atrevió a
hablar y cuando empezó a hincharse como un globo, se bebió un frasco de Agua de
la Margarita –remedio antiescrofuloso y reconstituyente, que en gran cantidad
servía de purga– a causa de lo cual pasó veintidós días sentada en la
bacinilla, tan descompuesta que casi pierde algunos órganos vitales, pero eso
no tuvo la facultad de desinflarla. Pronto ya no pudo abotonar sus vestidos y a
su debido tiempo dio a luz un niño rubio. Después de un mes en cama,
alimentándose con caldo de gallina y dos litros de leche diarios, se levantó
más fuerte y lúcida de lo que nunca estuvo en su vida. Parecía curada de su
estado de sonambulismo perenne y hasta tuvo el ánimo para comprarse ropa
elegante; sin embargo, no alcanzó a lucir su nuevo ajuar, porque el señor
Guevara sufrió un ataque fulminante y murió sentado en el comedor, con la
cuchara de sopa en la mano. María se resignó a usar trajes de luto y sombreros
con velo, enterrada en una tumba de trapos. Así pasó dos años de negro,
tejiendo chalecos para los pobres, entretenida con sus perros falderos y con su
hijo, a quien peinaba con rizos y vestía de niña, tal como aparece en uno de
los retratos encontrados en la caja de galletas, donde se lo puede ver sentado
sobre una piel de oso e iluminado por un rayo sobrenatural.
Para la viuda el
tiempo se detuvo en un instante perpetuo, el aire de los cuartos permaneció
inmutable, con el mismo olor vetusto que dejó su marido. Siguió viviendo en la
misma casa, cuidada por sirvientes leales y vigilada de cerca por sus padres y
hermanos, que se turnaban para visitarla a diario, supervisar sus gastos y
tomar hasta las menores decisiones. Pasaban las estaciones, caían las hojas de
los árboles en el jardín y volvían a aparecer los colibríes del verano, sin
cambios en su rutina. A veces se preguntaba la causa de sus vestidos negros,
porque había olvidado al decrépito esposo que en un par de ocasiones la
abrazara débilmente entre las sábanas de lino, para luego, arrepentido de su
lujuria, arrojarse a los pies de la Madona y azotarse con una fusta de caballo.
De vez en cuando abría el armario para sacudir los vestidos y no resistía la
tentación de despojarse de sus ropajes oscuros y probarse a escondidas los
trajes bordados de pedrerías, las estolas de piel, los zapatos de raso y los
guantes de cabritilla. Se miraba en la triple luna del espejo y saludaba a esa
mujer ataviada para un baile en la cual le costaba mucho reconocerse.
A los dos años de
soledad el rumor de la sangre bullendo en su cuerpo se le hizo intolerable. Los
domingos en la puerta de la iglesia se retrasaba para ver pasar a los hombres,
atraída por el ronco sonido de sus voces, sus mejillas afeitadas y el aroma del
tabaco. Con disimulo levantaba el velo del sombrero y les sonreía. Su padre y
sus hermanos no tardaron en advertirlo y, convencidos de que esa tierra
americana corrompía hasta la decencia de las viudas, decidieron en consejo de
familia enviarla donde unos tíos en España, donde sin duda estaría a salvo de
las tentaciones frívolas, protegida por las sólidas tradiciones y el poder de
la Iglesia. Así empezó el viaje que cambiaría el destino de María, la boba.
Sus padres la
embarcaron en un transatlántico acompañada por su hijo, una sirvienta y los
perros falderos. El complicado equipaje incluía, además de los muebles de la
habitación de María y su piano, una vaca que iba en la cala del barco, para
proveer de leche fresca al niño. Entre muchas maletas y cajas de sombrero,
también llevaba un enorme baúl con cantos y remaches de bronce, que contenía
los vestidos de fiesta rescatados de la naftalina. La familia no pensaba que en
casa de los tíos María tuviera oportunidad alguna de usarlos, pero no quisieron
contrariarla. Los tres primeros días la viajera no pudo abandonar su litera,
vencida por el mareo, pero finalmente se acostumbró al bamboleo del barco y
consiguió levantarse. Entonces llamó a la sirvienta para que le ayudara a
desempacar la ropa para la larga travesía.
La existencia de
María estuvo marcada por desgracias súbitas, como ese tren que le arrebató el
espíritu y la lanzó de vuelta a una infancia irreversible. Estaba ordenando los
vestidos en el armario de su cabina, cuando el niño se asomó al baúl abierto.
En ese instante un sacudón de la nave cerró de golpe la pesada tapa y el filo
metálico le dio a la criatura en el cuello, desnucándola. Se necesitaron tres
marineros para desprender a la madre del baúl maldito y una dosis de láudano
capaz de tumbar a un atleta para impedir que se arrancara el pelo a mechones y
se destrozara la cara con las uñas. Pasó horas aullando y luego entró en un
estado crepuscular, meciéndose de lado a lado, como en los tiempos en que ganó
fama de idiota. El capitán del buque anunció la infausta nueva por un
altoparlante, leyó un breve responso y luego ordenó envolver el pequeño cadáver
con una bandera y lanzarlo por la borda, porque ya estaban en medio del océano
y no tenía cómo preservarlo hasta el próximo puerto.
Varios días después
de la tragedia, María salió con paso incierto a tomar aire por primera vez en
la cubierta. Era una noche tibia y del fondo del mar subía un olor inquietante
de algas, de mariscos, de buques sumergidos, que le entró por las narices y le
recorrió las venas con el efecto de una sacudida telúrica. Se encontraba
mirando el horizonte, con la mente en blanco y la piel erizada desde los
talones hasta la nuca, cuando escuchó un silbido insistente y al dar media
vuelta descubrió dos pisos más abajo una silueta alumbrada por la luna,
haciéndole señas. Bajó las escalerillas en trance, se aproximó al hombre moreno
que la llamaba, sumisa se dejó quitar los velos y los ropones de luto y lo
acompañó detrás de un rollo de cuerdas. Vapuleada por un impacto similar al del
tren, aprendió en menos de tres minutos la diferencia entre un marido anciano,
acabado por el temor a Dios, y un insaciable marinero griego ardiendo por la
penuria de varias semanas de castidad oceánica. Deslumbrada, la mujer descubrió
sus propias posibilidades, se secó el llanto y le pidió más. Pasaron parte de
la noche conociéndose y sólo se separaron cuando oyeron la sirena de
emergencia, un terrible bramido de naufragio que alteró el silencio de los
peces. Pensando que la inconsolable madre se había arrojado al mar, la
sirvienta había dado la voz de alarma y toda la tripulación, menos el griego,
la buscaba.
María se reunió con
su amante detrás de las cuerdas cada noche, hasta que el buque se aproximó a
las costas del Caribe y el perfume dulzón de flores y frutos que arrastraba la
brisa acabó de perturbarle los sentidos. Aceptó entonces la proposición de su
compañero de abandonar la nave, donde penaba el fantasma del niño muerto y
donde había tantos ojos espiándolos, se metió el dinero del viaje en los
refajos y se despidió de su pasado de señora respetable. Descolgaron un bote y
desaparecieron al amanecer, dejando a bordo a la sirvienta, los perritos, la
vaca y el baúl asesino. El hombre remó con sus gruesos brazos de navegante
hacia un puerto estupendo, que surgió ante sus ojos a la luz del alba como una
aparición de otro mundo, con sus ranchos, sus palmeras y sus pájaros
variopintos. Allí se instalaron los dos fugitivos mientras les duró la reserva
de dinero.
El marinero resultó
pendenciero y bebedor. Hablaba una jerigonza incomprensible para María y para
los habitantes de ese lugar, pero conseguía comunicarse con morisquetas y
sonrisas. Ella sólo se despabilaba cuando él aparecía para practicar con ella
las maromas aprendidas en todos los lupanares desde Singapur hasta Valparaíso,
y el resto del tiempo permanecía atontada por una languidez mortal. Bañada por
los sudores del clima, la mujer inventó el amor sin compañero, aventurándose
sola en territorios alucinantes, con la audacia de quien no conoce los riesgos.
El griego carecía de intuición para adivinar que había abierto una compuerta,
que él mismo no era sino el instrumento de una revelación, y fue incapaz de
valorar el regalo ofrecido por esa mujer. Tenía a su lado a una criatura
preservada en el limbo de una inocencia invulnerable, decidida a explorar sus
propios sentidos con la juguetona disposición de un cachorro, pero él no supo
seguirla. Hasta entonces ella no había conocido el desenfado del placer, ni
siquiera lo había imaginado, aunque siempre estuvo en su sangre como el germen
de una fiebre calcinante. Al descubrirlo supuso que se trataba de la dicha
celestial que las monjas del colegio le prometían a las niñas buenas en el Más
Allá. Sabía muy poco del mundo y era incapaz de mirar un mapa para ubicarse en
el planeta, pero al ver los hibiscus y los loros creyó encontrarse en el
paraíso y se dispuso a gozarlo. Allí nadie la conocía, estaba a sus anchas por
primera vez, lejos de su casa, de la tutela inexorable de sus padres y
hermanos, de las presiones sociales y de los velos de misa, libre al fin para
saborear el torrente de emociones que nacía en su piel y penetraba por cada
filamento hasta sus cavernas más profundas, donde se volcaba en cataratas,
dejándola exhausta y feliz.
La falta de malicia
de María, su impermeabilidad al pecado o la humillación, acabaron por
aterrorizar al marinero. Las pausas entre cada abrazo se hicieron más largas,
las ausencias del hombre más frecuentes, creció el silencio entre los dos. El
griego trató de escapar de esa mujer con rostro de niña que lo llamaba sin
cesar, húmeda, turgente, abrasada, convencido de que la viuda a quien sedujo en
alta mar se había transformado en una perversa araña dispuesta a devorarlo como
a una mosca en el tumulto de la cama. En vano buscó alivio para su virilidad
apabullada retozando con las prostitutas, batiéndose a cuchillo y puñetazos con
los chulos y apostando en peleas de gallos el sobrante de sus juergas. Cuando
se encontró con los bolsillo vacíos, se aferró a esa excusa para desaparecer
del todo. María lo esperó con paciencia durante varias semanas. Por la radio se
enteraba a veces de que algún marinero francés, desertor de un barco británico,
o un holandés escapado de una nave portuguesa, había sido asesinado a navajazos
en los barrios bravos del puerto, pero ella escuchaba la noticia sin alterarse,
porque aguardaba a un griego fugado de un transatlántico italiano. Cuando ya no
pudo seguir soportando la calentura de los huesos y la ansiedad del alma, salió
a pedir consuelo al primer hombre que pasaba. Lo cogió de la mano y le pidió de
la forma más gentil y educada, que le hiciera el favor de desnudarse para ella.
El desconocido vaciló un poco ante esa joven que en nada se parecía a las
profesionales del vecindario, pero cuya proposición era muy clara, a pesar del
lenguaje desusado. Calculó que podía distraer diez minutos de su tiempo con
ella y la siguió, sin sospechar que se vería sumergido en el torbellino de una
pasión sincera. Asombrado y conmovido, se fue a contárselo a todo el mundo,
dejándole a María un billete sobre la mesa. Pronto llegaron otros, atraídos por
la murmuración de que había una mujer capaz de vender por un rato la ilusión
del amor. Todos los clientes se fueron satisfechos. Así se convirtió María en
la prostituta más célebre del puerto, cuyo nombre los marineros se llevaron
tatuado en los brazos para darlo a conocer en otros mares, hasta que la leyenda
le dio la vuelta al planeta.
El tiempo, la
pobreza y el esfuerzo de burlar al desencanto destruyeron la frescura de María.
La piel se le volvió pardusca, adelgazó hasta los huesos y para mayor comodidad
se cortó el pelo como un preso, pero mantuvo sus modales elegantes y el mismo
entusiasmo por cada encuentro con un hombre, porque no veía en ellos a sujetos
anónimos, sino el reflejo de sí misma en brazos de su amante imaginario.
Confrontada con la realidad, no era capaz de percibir la sórdida urgencia del
compañero de turno, porque cada vez se entregaba con el mismo irrevocable amor,
adelantándose, como una novia atrevida, a los deseos del otro. Con la edad se
le desordenó la memoria, hablaba cosas disparatadas y para la época en que se
trasladó a la capital y se instaló en la calle República, no se acordaba de que
alguna vez fue la musa inspiradora de tantos versos improvisados por navegantes
de todas las razas y se quedaba perpleja cuando alguno viajaba desde el puerto
hasta la ciudad, sólo para comprobar si aún existía aquella de quien había oído
en un lugar de Asia. Al hallarse frente a ese mísero saltamontes, ese montón de
huesos patéticos, esa mujercita de nada, y ver la leyenda reducida a escombros,
muchos daban media vuelta y se marchaban desconcertados, pero otros se quedaban
por lástima. Éstos recibían un premio inesperado. María cerraba su cortina de
hule y al punto cambiaba la calidad del aire en la pieza. Más tarde el hombre
partía maravillado, llevándose la imagen de una muchacha mitológica y no la de
la anciana lastimosa que creyó ver en un principio.
A María se le fue
borrando el pasado –su único recuerdo nítido era el terror de trenes y baúles–
y si no hubiera sido por la tenacidad de sus compañeras de oficio, nadie habría
conocido su historia. Vivió esperando el instante en que se abriera la cortina de
su habitación para dar paso al marinero griego, o a cualquier otro fantasma
nacido de su fantasía, quien la recogería en el círculo preciso de sus brazos
para devolverle el deleite compartido en la cubierta de un buque en alta mar,
buscando siempre la antigua ilusión en cada hombre de paso, iluminada por un
amor imaginario, engañando a las sombras con abrazos fugaces, con chispazos que
se consumían antes de arder, y cuando se aburrió de aguardar en vano y sintió
que también el alma se le cubría de escamas, decidió que era mejor dejar este
mundo. Y con la misma delicadeza y consideración de todos sus actos, recurrió
entonces a la jarra de chocolate.
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