Gianni Rodari
El señor César era muy
rutinario.
Todos
los domingos por la mañana se levantaba tarde, daba vueltas por casa en pijama
y a las once se afeitaba, dejando abierta la puerta del baño.
Aquel
era el momento esperado por su hijo Francisco, que tenía sólo seis años, pero
manifestaba ya una inclinación por la medicina y la cirugía. Francisco tomaba
el paquete de algodón hidrófilo, la botellita de alcohol desnaturalizado, el
sobre de los esparadrapos, entraba al baño y se sentaba en el taburete a
esperar.
–¿Qué
hay? –pregunta el señor César, enjabonándose la cara.
Los
otros días de la semana se afeitaba con la máquina eléctrica, pero el domingo
usaba todavía el jabón y las cuchillas. Francisco se torcía en el pequeño
asiento, serio, sin responder.
–¿Entonces?
–Bien
–decía Francisco– puede ser que tú te cortes. Entonces yo te curaré.
–Ya
–decía el señor César.
–Pero
no te cortes a propósito como el domingo pasado –decía Francisco severamente–,
a propósito no vale.
–De
acuerdo –decía el señor César.
Pero
cortarse sin hacerlo aposta no lo lograba. Intentaba equivocarse sin quererlo,
pero es difícil y casi imposible. Hacía de todo para estar distraído, pero no
podía. Finalmente, aquí o allá, el corte llegaba y Francisco podía entrar en
acción. Secaba el hilo de sangre, desinfectaba, pegaba el esparadrapo. Así cada
domingo el señor César regalaba un hilo de sangre a su hijo, y Francisco estaba
convencido de ser útil a su distraído padre.
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