Ambrose Bierce
Algunos amigos, conocedores de mi afición
a fenómenos como el hipnotismo y, en general, a las lecturas que tratan sobre los
poderes de la mente, me preguntan con frecuencia si tengo una idea clara de cuáles
son sus fundamentos. Siempre les respondo que ni la tengo, ni deseo tenerla, pues
no soy de esas personas que, por simple curiosidad, pegan el oído a la puerta del
laboratorio de la naturaleza. Los intereses de la ciencia me importan tan poco como
a ella los míos.
Sin duda dichos fenómenos
son bastante simples y, si somos capaces de interpretar sus huellas, nunca escaparán
a nuestra capacidad de comprensión. Por lo que a mí respecta, prefiero no hacer
tal cosa, pues, dado mi carácter especialmente romántico, encuentro mayor satisfacción
en el misterio que en el conocimiento. Cuando era niño, debido a mis frecuentes
momentos de abstracción y a la indiferencia que mostraba hacia lo que ocurría a
mi alrededor, la gente decía que mis grandes ojos azules, extraordinariamente bellos,
daban la impresión de indagar en mi interior en vez de mirar hacia afuera. Creo
que en eso se parecían al alma que hay tras ellos, siempre más atenta a alguna atractiva
idea creada por su imaginación que a las leyes naturales y al aspecto material de
las cosas. Todo esto, aunque parezca irrelevante y egoísta, sirve para explicar
mi escasa habilidad a la hora de dilucidar un tema que siempre me ha llamado la
atención y en torno al cual existe una honda curiosidad general. Cualquier otra
persona con mis poderes y oportunidades podría sin duda explicar gran parte de los
hechos que yo me limitaré a exponer a modo de narración.
La primera vez que fui
consciente de mis extraños poderes fue a los catorce años, en el colegio. Me había
olvidado el bocadillo en casa y contemplaba con hambre el que una niña se iba a
comer. La cría levantó los ojos y nuestras miradas se encontraron: parecía anulada
e incapaz de apartar la vista. Tras un momento de indecisión, se acercó y me cedió
su bolsa, que estaba llena de manjares tentadores. Luego se marchó. Enormemente
complacido, maté el hambre y al terminar destruí la bolsa. Desde aquel momento no
volví a preocuparme del almuerzo, pues aquella niña pasó a ser mi proveedor habitual.
Con frecuencia provecho y gozo se combinaban: mientras apuraba el frugal sustento,
la hacía asistir al banquete con ilusorios ofrecimientos de unas viandas que al
final sólo yo consumía. Ella estaba convencida de que se lo comía todo, pero horas
más tarde, sus lastimosos quejidos hambrientos sorprendían al profesor, divertían
a la clase (que la llamaba “Barriga Comilona”), y a mí me producían una placidez
difícil de comprender.
Lo más desagradable
era la necesaria discreción con que teníamos que hacer el traspaso de la comida
lejos del mundanal ruido, por ejemplo en el bosque. Me produce rubor recordar los
muchos otros subterfugios a los que tuve que recurrir. Dado mi carácter franco y
abierto, tales tretas me resultaban cada vez más violentas y, si mis padres no se
hubieran empeñado en aprovecharse de las ventajas del nuevo régime, de buena
gana habría vuelto al antiguo. El plan que finalmente ideé para liberarme de las
consecuencias de mis poderes provocó un gran interés en aquella época; sólo la parte
referente a la muerte de la chica motivó la más severa condena. Pero no la voy a
contar porque apenas tiene relación con mi relato.
Durante los años siguientes
tuve pocas ocasiones de practicar el hipnotismo. Los pequeños ensayos que realizaba
casi siempre eran recompensados con un encierro a pan y agua. En otras ocasiones
lo único que conseguí fueron unos cuantos azotes. Pero cuando ya estaba a punto
de acabar con estos pequeños desengaños, tuvo lugar mi hazaña más importante.
Me habían llevado al
despacho del alcaide para darme ropa de paisano, una ridícula cantidad de dinero
y un montón de consejos que, tengo que decirlo, eran de mejor calidad que la ropa.
Cuando por fin salía por la puerta, camino de mi libertad, me di la vuelta y clavé
la mirada en los ojos del alcaide. En un instante lo tuve bajo mi control.
–Eres un avestruz –le
dije.
Cuando le practicaron
la autopsia encontraron en su estómago varios objetos de madera y metal, difícilmente
digeribles. Atascado en el esófago apareció lo que, según el forense, había sido
la causa inmediata de la muerte: un picaporte.
Por naturaleza, yo era
un hijo bueno y cariñoso, pero cuando regresé al mundo del que me habían apartado
durante tanto tiempo recordé que mis tacaños padres habían sido los responsables,
desde el asunto de los almuerzos en el colegio, de todas las desgracias que me habían
ocurrido. Y nada parecía indicar que se hubieran reformado.
En el camino de Succostash
Hill a South Asphyxia existe un pequeño solar en el que había una chabola conocida
como La Covacha de Pete Gilstrap; en ella dicho caballero se dedicaba a asesinar
caminantes para ganarse la vida. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi
todo el tránsito hacia otro camino tuvieron lugar en tan breve espacio de tiempo
que nadie sabe decir cuál fue la causa y cuál el efecto. De cualquier modo, el solar
estaba desierto y la covacha había sido quemada hacía tiempo. Fue precisamente en
aquel lugar, de camino a South Asphyxia, pueblo de mi niñez, donde me encontré con
mis padres, que iban a Succostash Hill. Habían amarrado los caballos y estaban almorzando
bajo un roble que había en el centro. La visión de la comida me trajo desagradables
recuerdos escolares y despertó a la fiera que dormía en mi interior. Me acerqué
a aquellos dos culpables, que enseguida me reconocieron, y les indiqué que quería
compartir su hospitalidad.
–De esta comida, hijo
mío –dijo mi progenitor con la pomposidad que lo caracterizaba, patente aún tras
el paso de los años–, sólo hay para dos. No es que sea insensible al hambre que
tus ojos reflejan, pero...
No pudo terminar la
frase. Lo que él llamaba el reflejo del hambre no era otra cosa que la mirada firme
de un hipnotizador. En pocos segundos lo tuve a mi merced. Cuando, tras unos pocos
más, tuve lista a mi madre, me dispuse a efectuar lo que mi justo resentimiento
me dictaba.
–Ex-padre –dije–, supongo
que eres consciente de que tú y esta señora ya no son lo que eran.
–Sí, he observado un
ligero cambio –fue la dudosa respuesta del anciano–. Debe ser la edad.
–Es más que eso –le
expliqué–. Es algo que tiene que ver con el carácter, con la especie. En realidad
tú y esta mujer son dos broncos, dos caballos salvajes bastante brutos.
–Pero John –exclamó
mi madre–, no estarás diciendo que soy…
–Señora –repliqué con
mis ojos clavados en los suyos–, sí, así es.
Apenas había acabado
de decir esto, se puso a cuatro patas y, gritando como una posesa, reculó hacia
el viejo al que lanzó una tremenda coz en la barbilla. En un segundo, mi padre adoptó
la misma postura, se dirigió hacia ella y empezó a cocear con ambas piernas. Mi
madre manejaba las suyas con la misma solemnidad aunque, debido a la ropa que llevaba,
con menos soltura. Sus cruces y entrelazamientos en el aire eran de lo más asombroso:
a veces sus pies chocaban de lleno a media altura, tras lo cual, sus cuerpos, proyectados
hacia adelante, se desplomaban y quedaban exhaustos. Una vez recuperados, volvían
al ataque emitiendo en tono delirante unos irreconocibles sonidos, propios de las
bestias que creían ser, que inundaban toda la región con su clamor. Dieron vueltas
y vueltas mientras sus patadas caían “como rayos”. Se encabritaban y retrocedían
para golpear con ambos remos; después, caían sobre las manos que resultaban demasiado
débiles para aguantar su peso. La yerba y los guijarros habían desaparecido bajo
sus pies; su ropa, al igual que el pelo y el rostro, estaba llena de sangre. Al
dar las coces soltaban salvajes gritos de rabia que se convertían en bufidos y gruñidos
cuando las recibían. Nada había más parecido a Waterloo o Gettysburg que aquel campo
de batalla. El valor que demostraron en todo momento siempre fue para mí un motivo
de orgullo y satisfacción. Al final, sus rostros ensangrentados y desechos testificaban
que el responsable de la pelea había quedado huérfano.
Me detuvieron por perturbar
el orden público, y desde entonces siempre he sido juzgado por un Tribunal de Detalles
Técnicos y Aplazamientos. Por ello, después de quince años, mi abogado está moviendo
cielo y tierra para conseguir que mi caso sea transferido al Tribunal de Revisión
de Nuevos Procesos.
Éstos han sido algunos
de los experimentos que he realizado en el campo de la sugestión hipnótica. Que
ésta pueda emplearse con malos propósitos, es algo que desconozco.
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