Víctor Roura
Ella me despertó. Fui directo al baño.
En la tina estaba un hombre.
–Buenos días –dijo,
echándose champú en el cabello.
No contesté. Regresé
a la recámara, a buscarla; mas ya no estaba. Oí risas en la cocina. Me fui acercando
lentamente. Al asomarme, la vi preparando un licuado. Otro hombre le iba pasando
los blanquillos. Se veían divertidos. Decidí irme de su casa, sin explicaciones.
Me vestí con prontitud. Agarré mi fólder y mi libro. Al abrir la puerta, un muchacho,
amable, me condujo hasta la esquina. En el camino sólo hizo una pregunta:
–¿Durmió bien el señor?
Me incomodó. No le respondí.
Al llegar al final de la calle, detuvo un taxi.
–Viajo en Metro –balbucí.
Pero no hizo caso.
–La señorita costea
su viaje –dijo.
Prácticamente me empujó
adentro del taxi. Ya en mi asiento, volteé a verlo. Se despedía de mí con una sonrisa
angelical.
–Simpático el mozalbete
–dijo el taxista.
Asentí.
–¿Donde siempre, señor?
–interrogó el conductor.
Sólo dejé soltar mi
cuerpo en el asiento. El colmo. En mi vida había visto al taxista.
–Aún no le indico –precisé,
molesto.
Lo miré por el espejo
retrovisor. Casi puedo jurar que iba tarareando una canción.
–Tengo órdenes concretas
–dijo.
Ahora silbaba con fuerza
una rola. Era “Michelle”, de los Beatles.
–Lo siento –dijo.
Me pareció que en sus
palabras había mordacidad. Empecé a preocuparme. En el primer semáforo en rojo abrí
la puerta y me bajé corriendo. Una, dos, tres cuadras. En la cuarta calle tropecé
con una señora. Mi fólder se cayó al suelo. Los papeles volaron. La dama se agachó
a recogerlos.
–Perdóneme –dijo.
Nos fuimos caminando
juntos. Yo sudaba.
–¿Tiene algún problema?
–preguntó.
Le conté los sucesos.
–¿No conocía a la señorita?
–Era la tercera vez
que me quedaba en su casa –dije.
Movió la cabeza para
indicar que no estaba de acuerdo. En el primer restaurante nos metimos. El reloj
marcaba diez para las once de la mañana.
–Le estoy quitando el
tiempo –dije al sentarnos.
Dijo que no. Que había
salido de su hogar porque su esposo descansa los martes y no soporta verlo todo
el día.
–Le dije que iba de
compras…
En ese momento de entusiasmo,
le propuse que nos fuéramos al Desierto de los Leones. Dudó. Sin embargo, también
ella tenía ganas de hacer algo fuera de su rutina diaria. Se notaba. Dijo que le
tendría que avisar a su marido. Se levantó y fue a telefonear. Hizo dos llamadas.
La vi retornar.
–Asunto arreglado.
Al tomar un taxi, ella
cambió de planes.
–A Ciudad Satélite –ordenó.
Me guiñó un ojo. Incliné
la cabeza en el respaldo del asiento. Estaba cansado. Recordé que tenía que escribir
un artículo para la revista Casa del Tiempo. Me angustié. La noche anterior
casi no dormí. Cerré los ojos. Seguramente me adormecí un rato, porque al abrirlos
ya estábamos bajando del coche. Frente a una casona de Satélite.
–Es de mi hermana que
vive en Tamaulipas –dijo.
Entramos. No había nadie.
Nos servimos un par
de cubas. Puso un disco de Los Panchos. Le subió al volumen y me jaló rumbo al patio.
Había una enorme piscina. De pronto el ánimo se me volvió a subir a la cabeza. Nos
metimos al agua. Estaba tibia. Le pregunté su nombre.
–Abril Nava –dijo.
Me acerqué un poco más.
Le di un beso. Me recordaba a Blondie, sólo que con el cabello más abultado. Blondie,
la cantante de rock.
–Ya me lo habían dicho
–dijo.
Rio.
Nos servimos otros rones.
Salí de la piscina y
me recosté en el pasto.
Cuando desperté, ya
era de noche. Estaba en una cama redonda de agua.
–¡Abriiiiiiiiil! –grité.
Nadie contestó. Había
un pesado silencio. Me levanté. Fui directamente al baño. En la tina estaba un hombre.
–Buenas noches –dijo,
enjabonándose los hombros.
Regresé a la recámara.
Me pareció oír risas en la sala. Bajé. La vi sirviendo una cuba. Sentado estaba
otro hombre. Ambos reían. Agarré mi fólder y mi libro, pasé junto a ellos, saludé
y salí. Atravesé el patio. Al abrir el portón, un muchacho, amable, me condujo hasta
la esquina.
–¿Durmió bien el señor?
–preguntó.
No pude reprimir un
largo bostezo.
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