Dino Buzzati
El tren había recorrido sólo pocos kilómetros
(y el camino era largo, nos detendríamos en la lejanísima estación de llegada, después
de correr durante casi diez horas) cuando vi por la ventanilla, en un paso a nivel,
a una muchacha. Fue una casualidad, podía haber mirado tantas otras cosas y en cambio
mi mirada cayó sobre ella, que no era hermosa ni tenía nada de extraordinario. ¡Quién
sabe por qué había reparado en ella! Era evidente que estaba apoyada en la barrera
para disfrutar de la vista de nuestro tren, superdirecto, expreso al norte, símbolo
–para aquella gente inculta– de vida fácil, aventureros, espléndidas valijas de
cuero, celebridades, estrellas cinematográficas… Una vez al día este maravilloso
espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura.
Pero cuando el tren
pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra dirección se dio vuelta para
atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo que nosotros, naturalmente,
no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un peligro. Solamente fue un instante:
la escena voló, quedó atrás y yo me quedé preguntándome qué preocupación le había
traído aquel hombre a la muchacha que había venido a contemplarnos. Y ya estaba
por adormecerme, al rítmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad –se trataba
seguramente de una pura y simple casualidad– que reparara en un campesino parado
sobre un murito, que llamaba y llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las
manos. También esta vez fue un momento porque el expreso siguió su camino, aunque
me dio tiempo de ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas,
los cultivos, la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo
importante. Venían de diferentes lugares –de una casa, de una fila de viñas, de
una abertura en la maleza– pero todos corrían directamente al murito, acudiendo
alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios, cómo corrían!, espantados
por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente, quebrando la paz
de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito, apenas un relámpago; no tuvimos
tiempo de observar nada más.
¡Qué extraño!, pensé,
en pocos kilómetros ya dos casos de gente que recibe, de golpe, una noticia (eso,
al menos, era lo que yo presumía). Ahora, vagamente sugestionado, escrutaba el campo,
las carreteras, los paisajes, con presentimiento e inquietud. Seguramente estaba
influido por el especial estado de ánimo, pero lo cierto es que cuanto más observaba
a la gente, más me parecía encontrar en todos lados una inusitada animación. ¿Por
qué aquel ir y venir en los patios, aquellas afanadas mujeres, aquellos carros…?
En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad era imposible distinguir
bien, hubiera jurado que toda esa agitación respondía a una misma causa. ¿Se celebraría
alguna procesión en la zona? ¿O los hombres se dispondrían a ir al mercado? El tren
continuaba adelante y todo seguía igual, a juzgar por la confusión. Era evidente
que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel, el joven sobre el muro, el
ir y venir de los campesinos: algo había sucedido y nosotros, en el tren, no sabíamos
nada.
Miré a mis compañeros
de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el corredor. No se habían dado
cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de unos sesenta años, frente a
mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí, también ellos estaban
inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los sorprendí echando rápidas
miradas hacia fuera. Especialmente la señora somnolienta, sobre todo ella, miraba
de reojo, entreabriendo apenas los párpados y después me examinaba cuidadosamente
para ver si la había descubierto. Pero, ¿de qué teníamos miedo?
Nápoles. Aquí, habitualmente,
el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy no. Desfilaron cerca las viejas
casas y en los patios oscuros se veían ventanas iluminadas. En aquellos cuartos
–fue un instante– hombres y mujeres aparecían inclinados, haciendo paquetes y cerrando
valijas. ¿O me engañaba y todo era producto de mi fantasía?
Se preparaban para marcharse.
¿Adónde?, me preguntaba. Evidentemente no era una noticia feliz, pues había como
una especie de alarma generalizada tanto en la campaña como en la ciudad. Una amenaza,
un peligro, el anuncio de un desastre. Después me decía: si fuera una desgracia
se habría detenido el tren; en cambio, el tren encontraba todo en orden, señales
de vía libre, cambios perfectos, como para un viaje inaugural.
Un joven a mi lado,
simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En realidad quería ver mejor
y se inclinaba sobre mí para estar más cerca del vidrio. Afuera, el campo, el sol,
los caminos blancos; sobre los caminos, carros, camiones, grupos de gente a pie,
largas caravanas, semejantes a las que marchan en dirección a la iglesia el día
del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más gentío a medida que
el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma dirección, descendían hacia
el mediodía, huían del peligro mientras nosotros íbamos directamente a su encuentro;
a velocidad enloquecida nos precipitábamos, corríamos hacia la guerra, la revolución,
la peste, el fuego… ¿Qué más podía pasarnos? No lo sabríamos hasta dentro de cinco
horas, en el momento de llegar, y seguramente sería demasiado tarde.
Nadie decía nada. Ninguno
quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás dudara de sí mismo, como yo, y en
la incertidumbre se preguntara si toda aquella alarma sería real o simplemente una
idea loca, una alucinación, una de esas ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos
en el tren, cuando ya se está un poco cansado. La señora de enfrente lanzó un suspiro,
aparentando que recién se despertaba, e igual que aquel que saliendo efectivamente
del sueño levanta la mirada mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas,
casi por azar, en la manija de la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos
el aparato, con idéntico pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia
de romper el silencio o simplemente osó preguntar a los otros si habían advertido,
afuera, algo alarmante.
Ahora las carreteras
hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al sur. Nos cruzábamos con
trenes repletos de gente. Los que nos veían pasar, volando con tanta prisa hacia
el norte, nos miraban desconcertados. Una multitud había invadido las estaciones.
Algunos nos hacían señales, otros nos gritaban frases de las cuales se percibían
solamente las voces, como ecos de la montaña.
La señora de enfrente
empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba nerviosamente un pañuelo, mientras
suplicaba con la mirada. Parecía decir: si alguien hablaba… si alguno de ustedes
rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta que todos estamos esperando
como una gracia y ninguno se atreve a formular…
Otra ciudad. Como al
entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o tres se levantaron con
la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió adelante como una estruendosa
turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un caótico montón de valijas,
un gentío se enardecía, esperando, seguramente, un convoy que partiera. Un muchacho
intentó seguirnos con un paquete de diarios y agitaba uno que tenía un gran titular
negro en la primera página. Entonces, con un gesto repentino, la señora que estaba
frente a mí se asomó, logrando detener por un momento el periódico, pero el viento
se lo arrancó impetuosamente. Entre los dedos le quedó un pedacito. Advertí que
sus manos temblaban al desplegarlo. Era un papelito casi triangular. Del enorme
título, sólo quedaban tres letras: ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso aparecían
indiferentes noticias periodísticas.
Sin decir palabra, la
señora levantó un poco el fragmento, a fin de que pudiéramos verlo. Todos lo habíamos
visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A medida que crecía el miedo, nos volvíamos
más cautelosos. Corríamos como locos hacia una cosa que terminaba en ION y debía
de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho
nuevo y poderoso había roto la vida del país, hombres y mujeres solamente pensaban
en salvarse, abandonando casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no,
el maldito aparato, del cual ya nos sentíamos parte como un pasamanos más, como
un asiento, marchaba con la regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto
que se separa del grueso del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde
ya la ha cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno
de nosotros tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la
vida!
Faltaban dos horas.
Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte que nos esperaba a todos.
Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la oscuridad. Vimos a lo lejos
las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil resplandor reverberante, un halo
amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco de coraje.
La locomotora emitió
un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los cambios. La estación,
la superficie –ahora oscura– del techo de vidrio, las lámparas, los carteles, todo
estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún el tren se movía, cuando vi que la
estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por más que busqué no pude
encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin. Corrimos por el andén hacia
la salida, a la caza de alguno de nuestros semejantes. Me pareció entrever al fondo,
en el ángulo derecho, casi en la penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía
por una puerta, aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontraríamos un alma en
la ciudad? De pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo,
nos hizo estremecer. “¡Socorro! ¡Socorro!”, gritaba y el grito repercutió bajo el
techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para siempre.
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