Beatriz Espejo
¡Qué horror de niña! –pensó miss Ponce,
cuyo nombre de pila era completamente desconocido para todas las discípulas–. Cuando
la veo venir me dan ganas de llorar. No tiene el santo temor de Dios, aunque por
uno de esos grandes misterios de la ciencia humana, antes de entrar a clases entra
en la capilla y reza un par de aves marías, luego regresa caminando fuerte y simula
atender a los maestros. Yo la hubiera expulsado, mandado con sus pretensiones derechito
a su casa, si no fuera porque la madre superiora la defiende con aquello de que
es muy aplicada y los inspectores andan tras nosotras propagando ideas de que no
sirve la educación que impartimos las religiosas. Pero esta niña nunca se está quieta.
Los novios vienen buscándola hasta las puertas de la escuela y les da a los muy
burros atole con el dedo sin formalizar con nadie. ¡Sí me dan ganas de llorar sólo
con verla cómo gobierna a todas las demás! Gracias a ella no quieren tomar clases
de natación porque les dijimos que debían ponerse batas sobre el traje de baño.
La pobre hermana Aurora se pasó días haciéndolas, duro y dale pedaleando la máquina
de coser para que al final esta mocosa se burlara de quienes las estrenaron afirmando
que dizque parecían mantarrayas con los camisones inflados por el agua. Las demás
comenzaron a reír y las que obedecieron salieron de la piscina avergonzadas y escurridas.
Nada le importa. Quizás algún día le importará. Mientras eso sucede me saca canas,
a mí, encargada de imponer disciplina en el bachillerato.
Cuando organizamos la
posada en el patio, le tocó la misión de ser el ángel que anunció la llegada del
Mesías. Fue pura suerte. Tuve la idea de poner papelitos en una pecera vacía. ¿Cómo
iba a saber que a ese demonio, al que nada más le faltan cuernos, le tocaría misión
tan delicada? Pero tomó su participación muy en serio y nos felicitaron por el éxito
que tuvimos al escenificar el nacimiento. Los padres de familia estaban encantados,
y ella muy circunspecta en su turno hizo reverencias como si un halo le nimbara
la cabeza. No se acordaba de las huelgas que organiza ni que al pobre maestro de
latín acabado de salir del seminario lo pone rojo como jitomate. No está acostumbrado
a las coqueterías en las que ella es una experta a pesar de sus escasos quince años.
Nunca encuentro manera de tenerla sosiega con tantas cosas que se le ocurren. ¡Sí,
me dan ganas de llorar sólo con verla! Se lo digo sin el menor reparo aunque ella
en lugar de apenarse se retuerza de risa enfrente y siempre soy yo la que da media
vuelta y se retira, parezco capitán derrotado. Sólo se hechiza cuando viene a darnos
pláticas o confesión el padre Pardinas. Ni siquiera entiende palabra de la prédica
siguiendo las volutas de humo que su reverencia lanza al techo luego de insertar
cigarros en una boquilla de ámbar que usa. Estoy segura de que si alguien le preguntara
a esa niña sobre lo que se habló no tendría respuesta. La he visto seguir las espirales
como si tuvieran poder de llevarla al Paraíso…
Miss Ponce era delgadita.
Daba idea de que podía troncharse como la rama más joven de un arbusto. Ni una sola
mancha afligía la blancura perfecta de su cara pequeña con los ojillos oscuros tapados
por los anteojos. La boca siempre torcida en un gesto de disgusto o desagrado, la
naricilla hacía juego con su mandíbula inexistente –lo más contrario al prognatismo–,
como si se la hubiera tragado la garganta. Eso le daba cierto aire de gansa extrañamente
parada en medio de los salones o en los pasillos, con uno de sus hombros mirando
al suelo, balanza desequilibrada puesta en evidencia por la costumbre de ponerse
un brazo contra el brazo gacho como si tuviera frío o se obligara a mantenerse en
pie; pero hablaba con voz suave que sólo dejaba vibrar timbres de ira como armonio
al que aún le suena alguna nota descarriada. Eso cuando algo la contrariaba más
allá de sus cabales y para ello la niña era infalible.
La mayoría del alumnado
veía a miss Ponce con simpatía y respeto atendiendo sus correcciones por no llevar
los zapatos lustrosos, las medias restiradas o bien planchados los mandiles a cuadros
azules y blancos que usaban sobre el uniforme.
Para decirlo con justicia,
la niña nunca recibía ese tipo de reconvenciones. Era muy acicalada y estaba demasiado
contenta dentro de su cuerpo, gozosa con los beneficios que la vida le había regalado,
se enfrentaba inocentemente a un destino ignorado y no sentía la menor aversión
hacia la monja sin darse por enterada del disgusto que despertaba. Reírse del asunto
le parecía suficiente. Se limitaba a participar en lo que la rodeaba. Y en esos
días por toda la escuela se respiraban aires excitados, el año escolar terminaba
y se organizaban las fiestas navideñas que principiaron con la presentación de los
peregrinos. La Virgen María de cara bellísima aunque tan alta que acordaron disimularlo
sentándola sobre un burro, conseguido quién sabe dónde, que caminaba llevándola
parsimonioso, jalado por las riendas de un San José con túnica verde y barba y bigotes
postizos para darle aspecto varonil. Quedaban pendientes los ejercicios espirituales
que prepararían a las adolescentes para llegar al día 24 de diciembre, comulgadas,
confesadas, llenas de suave devoción, después del encierro en un convento de San
Ángel. Por supuesto el encargado de impartir las conferencias sería el padre Pardinas,
guía espiritual de las clases altas mexicanas, que además de bien parecido e impecablemente
trajeado era un sinólogo respetable; pero a las jovencitas no les hablaba en chino
sino en español contante y sonante como moneditas de oro recién sacadas de su alcancía
que era su prodigiosa memoria y su capacidad para exponer claramente el tema según
llegaba la fecha.
Y así ocurrió sin contratiempos.
La niña estaba entusiasmada ante la perspectiva de pasar una semana entera, que
para ella representaba un largo día de campo. Cada grupo dormiría en enormes cuartos
con las camas separadas por mamparas y aunque las reglas fueran estrictas y se les
advirtiera que debían recogerse en su lugar porque la luz se apagaría con puntualidad
al sonar las ocho campanadas de la noche, la niña discurrió dormirse más tarde aunque
debían levantarse a las cinco de la mañana y bañarse y para oír misa a las seis,
luego de abrigarse bien porque empezaba el frío y la vieja construcción del edificio
trasminaba humedad por sus anchos muros que sin embargo no perdían galanura.
La niña aprovechó la
oscuridad del primer día para informar a sus compañeras que en el transcurso de
la semana un primo suyo le llevaría serenata. No se romperían las normas, el poder
monjil llegaba hasta la banqueta donde seguramente cantaría un trío de músicos con
sus guitarras o un conjunto de mariachis. Y luego de anunciar el feliz y sorprendente
acontecimiento descansó quitada de la pena.
El padre se presentó
y comenzaron los ejercicios en demoradas pláticas propicias para una seriedad requerida
que las suspendiera en nubes de piedad. Antes de confesarse, luego de examinar pecados
y convencerse de que no contaban gran cosa, a la niña se le ocurrió decir:
–Me acuso que yo encuentro
a un padre muy atractivo.
Tras la rejilla sobrevino
un silencio seguido de la respuesta:
–Eso no es pecado sino
tontería ¿Qué más tienes que confesar?
No hubo mucho más, salvo
quizá las cóleras que le hacía pasar a miss Ponce. La penitencia fue un par de jaculatorias
acompañadas por un credo.
La famosa serenata no
llegaba con sus acordes inundando la calle y a nadie se le ocurrió pensar que llegaría;
pero de pronto empezó a oírse la música monótona de un cilindro que desplegaba su
repertorio de canciones románticas. En el dormitorio se escucharon risitas burlonas
mientras la niña furiosa se indignaba ante lo que creía el ridículo de su vida.
La persistencia del inacabable repertorio resultó demasiado, no aguantó más y en
su camisón de franela con encaje en mangas y cuello decidió callar al majadero trepándose
por una reja hasta alcanzar el techo que afortunadamente tenía un piso. Caminó hasta
la orilla alumbrada por el farol de la calle, lo suficientemente cerca para encontrar
a su mentado primo ordenando el repertorio. Con ambas manos le indicaba que se fuera
y el muchacho simulaba que le agradecía la delicada distinción y sacaba más dinero
del bolsillo. La lucha duró todavía un rato hasta que la niña logró despedirlo.
Finalmente, entre satisfecha y enojada inició el descenso por el mismo camino hasta
alcanzar las baldosas del suelo ¿A quién encontró entonces? Nada menos que a una
iracunda miss Ponce, que blandiendo su furia espetó:
–¿Cómo te atreves? Es
un descaro mostrarte desnuda frente a esos hombres. Deberías ser como tu mamá, una
dama –y segura de no contener su enojo y deseosa de mantener su compostura dio media
vuelta musitando algo y preguntándose lo que sería el destino de esa criatura perdida
en la desfachatez.
La niña ni se inmutó.
Vio la delgada silueta abrazándose a sí misma salvándose de un cataclismo y entró
sigilosamente al cuarto donde ya no se oía sino algún ronquido. Con sigilo abrió
el cajón de su buró, palpó el contenido hasta tocar una colilla de cigarro que había
hurtado de un cenicero y se durmió apretándola entre los dedos.
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