G. K. Chesterton
Si
bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques
entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un
santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente
oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y
aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos
años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron,
ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que
el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos;
pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más
inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a
las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como
las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como
antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo
lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los
árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar
cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el
movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una
voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo
se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra
vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar
el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los
pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los
pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de
la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los
pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero
dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo este
que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación,
el pecado se reveló.
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